Capítulo 13

1

Llovió tres días seguidos, en lo que era el primer chaparrón de la primavera. Los meses anteriores, había habido algunas nubes bajas y una ligera niebla, pero hasta entonces el clima había sido seco, y necesitaban desesperadamente las precipitaciones.

Sólo que no tantas.

La tormenta fue violenta, con viento y rayos, no sólo lluvia, y hacia la mitad del día cayó granizo. La piedra había agujereado los arbustos y había matado las verduras que acababan de brotar en el jardín de Ginny, además de cubrir todo el terreno de blanco durante una hora más o menos.

Al tercer día de lluvias, lunes, el camino se había convertido en un lodazal, y un tramo de la carretera que llevaba a la ciudad había sido arrastrado por el agua. Se habían cancelado las clases, y aunque normalmente las niñas (y Ginny) habrían estado encantadas, ya llevaban demasiado tiempo encerradas en casa, y cuando les anunciaron telefónicamente que el instituto iba a estar cerrado se deprimieron todavía más.

—Esta tarde tenía que trabajar —comentó Samantha—. ¿Cómo voy a ir?

—No vas a ir —le dijo Bill.

—Tengo que ir.

—Explica lo que ha pasado, cambia el turno con alguien, llama para decir que estás enferma. Me da lo mismo. No irás. Ni siquiera el jeep podría circular por esa carretera con esta lluvia.

—No puedo llamar para decir que estoy enferma.

—Sí que puedes —remachó Bill con una ligera sonrisa—. Yo lo hacía constantemente cuando tenía tu edad.

—Pero yo no puedo hacerlo.

—Bueno, pues tendrás que hacer algo, porque esta tarde no irás a trabajar.

Samantha se volvió hacia su madre, y Bill percibió la mirada que intercambiaban, pero decidió ignorarla en lugar de convertir la conversación en una discusión.

Regresó a su despacho para comprobar si había recibido e-mails y leyó las noticias de la mañana. No se captaba ninguna emisora de radio que no fuera la de Juniper, y cuando iba a ponerse un viejo casete de Rick Wakeman, Ginny asomó la cabeza por la puerta.

—Malas noticias —dijo—. Vuelve a haber goteras en el lavabo.

Bill hizo girar la silla para mirarla.

—¡Pero si reparé el techo el pasado otoño! —exclamó.

—No, intentaste repararlo. Es evidente que no lo hiciste. Hay goteras.

—Mierda. —Se levantó de la silla y la siguió pasillo abajo hacia el lavabo. Había una enorme mancha oscura en el techo, encima del retrete. A intervalos de tres segundos, caían gotas de agua en un cacharro que Ginny había situado en el suelo, al lado de la taza.

—¿No podría estar diez centímetros más a la izquierda? —comentó Bill, a la vez que sacudía la cabeza—. ¿Sería demasiado pedir?

—Sería demasiado fácil. Además, ¿qué sería una gotera sin un cacharro en el suelo? —Señaló la pared de detrás del retrete—. Ahí también hay humedad. Está bajando por la pared.

—No puedo reparar nada hasta que deje de llover.

—Pero puedes poner una lona impermeable o algo allá arriba, para que no se filtre por toda la casa.

—Iré a la tienda de Richardson —asintió Bill con un suspiro—. Compraré la lona impermeable y algo de cartón alquitranado para cuando deje de llover. —Salió del lavabo quejándose—: Maldita sea, no soporto tener que hacer esto cada año.

—Quizá deberíamos rehacer el tejado —sugirió Ginny—. Contratar a un profesional para que lo haga.

—No podemos permitírnoslo. No ahora —repuso él antes de pasar ante ella y recorrer el pasillo hacia el dormitorio. Tomó la cartera y las llaves que estaban sobre el tocador y se puso la gabardina—. Mira si hay más goteras mientras voy a la tienda. Volveré en una media hora.

Entró un momento en su despacho para apagar el ordenador.

—Compra bastante para poder cubrir todo el tejado —dijo Ginny.

—No te preocupes.

La carretera estaba peor de lo que había esperado, y tuvo que poner el jeep en tracción a las cuatro ruedas para poder pasar por un par de sitios, aunque tuvo suerte y la lluvia amainó un poco mientras llegaba a la zona asfaltada y bajaba la calle Granite hacia la ferretería.

Cuando llegó a Richardson's, el único vehículo que había en el pequeño estacionamiento era el del propietario, cerca del costado del edificio. Bill detuvo el jeep delante de la puerta y entró corriendo justo cuando empezaba a caer otro chaparrón fuerte. Se secó las botas en el felpudo para no resbalar en el suelo encerado de la tienda.

—¿Te has mojado? —Richardson le sonreía irónicamente junto a la caja registradora. En el mostrador tenía una bolsa enorme de tornillos y tuercas que estaba separando en montoncitos.

—Esto no es nada —aseguró Bill—. Pero el tejado de mi casa no opina lo mismo. —Echó un vistazo a su alrededor—. ¿Dónde tienes las lonas impermeables?

Richardson bajó los ojos hacia los tornillos y carraspeó avergonzado.

—En ningún sitio, porque no vendo lonas impermeables —dijo.

—¿Cómo?

—Bueno, si hubiera podido prever la tormenta, habría pedido muchas cosas de ese tipo. Pero la verdad es que ya no puedo permitirme reponer demasiado las existencias, Bill. El Almacén se está llevando la mayoría de mi negocio. Me agobian las deudas, y sólo pido lo que sé con certeza que podré vender. —Levantó una tuerca—. Tornillos y tuercas, cerrojos y clavos. Tacos expandibles. Tubos y tablas de madera.

Bill echó un vistazo a su alrededor y se dio cuenta de que los estantes de muchos de los pasillos estaban vacíos, lo mismo que los expositores.

—¿No tienes ninguna clase de láminas de plástico que pueda usar para cubrir el techo? ¿Ningún rollo de nada? —preguntó.

—No. —Richardson cambió el peso de un pie a otro—. Me gustaría poder ayudarte, Bill. De verdad. Pero estoy pasando por un mal momento. —Señaló a su alrededor para indicar lo tranquila que estaba la tienda—. Como verás, no se puede decir que haya demasiada actividad.

—Pero el Almacén no tiene sección de ferretería, ¿no?

—No tienen tablas de madera, pero sí todo lo demás. Y están reventando los precios —añadió con un gesto de desdén con la mano—. Estoy seguro de que ya lo has oído antes.

—Es lo triste del caso —asintió Bill—. Ya lo he oído antes.

—Sabía que podía perjudicar mi negocio, ¿sabes? Pero no creí que fuera a ocurrir tan deprisa. Joder, llevo aquí desde 1960. He capeado muchas crisis. —Sacudió la cabeza y alzó los ojos—. Y creía que la gente sería más leal. No espero lástima ni caridad, pero siempre había considerado amigos a mis clientes, y creía que eso serviría de algo. No pensaba que me abandonaran por unos centavos de diferencia en el precio. Duele, ¿sabes?

Permanecieron en silencio un momento, lo único que se oía era la lluvia en el tejado de cinc.

—¿No tienes nada para ayudarme con las goteras? —insistió Bill.

—Podría pedir unas lonas impermeables. Las tendría aquí en media semana, tal vez cinco días.

—Me gustaría esperar —aseguró Bill—, pero es una emergencia. Las necesito ahora.

—Adelante —suspiró Richardson—. Ve al Almacén. Todo el mundo lo hace.

—¿Sabes qué? —dijo Bill tras reflexionar un momento—. Esperaré a que recibas las lonas impermeables y el cartón alquitranado. ¿Por qué no los pides? Tampoco voy a arreglar el tejado enseguida. Tendré que esperar a que se seque. Compraré lona barata en el Almacén para repeler el agua hasta que deje de llover. Será un apaño provisional.

—Eres un tipo legal —declaró Richardson, agradecido.

—No —sonrió Bill—, pero puedo fingir que lo soy.

El Almacén tenía una buena selección de lonas impermeables y láminas de plástico. Incluso había un impermeable para el hogar: una monstruosa lona diseñada específicamente para cubrir el tejado de una casa. Pero Bill compró cuatro paquetes de las lonas más baratas que pudo encontrar, no aprovechó la oferta de dos por uno de rollos de cartón alquitranado y volvió rápidamente a casa, donde se subió al tejado y se pasó las dos horas siguientes intentando sujetar las lonas con piedras que encontró en el bosque adyacente a su casa.

Pero logró su objetivo y, cuando entró en el cuarto de baño, las goteras habían cesado.

—¡Lo arreglé! —anunció.

—De momento —repuso Ginny.

—He encargado material para el tejado a Richardson. Cuando deje de llover, lo repararé.

—Eso ya lo he oído antes.

Le dio una palmadita cariñosa en el trasero a Ginny, que dio un brinco. Luego, antes de que ella pudiera devolverle el golpe, se metió en el dormitorio para ponerse ropa seca.

Ginny y las niñas se pasaron la tarde mirando telenovelas y tertulias en el salón mientras él se recluía en su despacho y entraba en Freelink. La semana anterior se había producido un tiroteo en un Almacén de Nevada, y Bill había estado informándose acerca de tiroteos relativos a diversos establecimientos del Almacén en los últimos seis meses. A pesar de que redactaba documentos para un sistema de esta empresa, jamás se había molestado en mirar su historia.

Hasta entonces.

Accedió a la base de datos de información empresarial de Freelink y se descargó todo lo que pudo encontrar sobre el Almacén.

Y se lo leyó todo.

Según varios artículos del Wall Street Journal, Business Week, Forbes, el Houston Chronicle y American Entrepreneur, el Almacén había empezado como una pequeña sociedad mercantil en el oeste de Tejas a finales de los años cincuenta. Newman King era propietario de un único establecimiento situado en un camino de tierra prácticamente intransitado, a kilómetros de la ciudad más cercana. Gracias al boca a boca y, finalmente, a varias vallas publicitarias que erigió en las principales carreteras, el Almacén se convirtió en un lugar turístico, en una parada obligada para las personas que iban al Oeste de vacaciones desde el otro extremo del país. De entrada, a la gente le divertía el insulso nombre de la empresa y la incongruencia entre su ubicación en un lugar tan desierto y su oferta de los productos más actuales, pero aun así compraba a mansalva. King mantuvo los precios bajos y una amplia variedad de productos, y su combinación de visión comercial y autopromoción hizo que los ingresos se dispararan. Con el tiempo, abrió otro almacén, también en una pequeña carretera secundaria.

A mediados de los sesenta, poseía una cadena regional y su nombre se había incorporado a la lista de los millonarios de Tejas que han forjado su propia fortuna. Se habían producido algunas quejas sobre competencia desleal (sobornos e intimidación, prácticas comerciales ilegales), pero no había nada que pudiera demostrarse.

King siguió el ejemplo de Sam Walton y Wal-Mart, y abrió establecimientos grandes y modernos en poblaciones en las que antes sólo había pequeños mercados locales. No se instalaba en una ciudad donde hubiera un Wal-Mart, un Kmart o un establecimiento de alguna cadena dedicada a la venta de artículos a bajo precio como Woolworth o Newberry, sino en poblaciones en las que sólo hubiera competencia local, y deslumbraba a los residentes con productos de máxima actualidad, prendas de última moda y objetos que antes sólo podían adquirir por catálogo.

Y compraban.

En las siguientes dos décadas, King desapareció de escena. Con los años se fue recluyendo, y las conferencias de prensa que solía organizar cada vez que inauguraba un nuevo almacén se redujeron a cuatro, a dos, y finalmente una al año.

Hubo ex empleados que acusaron al Almacén de ser una secta más que un lugar de trabajo, de exigir pruebas de acceso extrañas para conseguir un empleo, de obligar a todos los aspirantes a puestos de dirección a participar en rituales turbios. El Almacén fue criticado por tomar represalias hostiles contra cualquiera de sus empleados que intentara abandonar el puesto, así como por hacer pública información poco halagüeña sobre la empresa. King siguió oculto, sin rebatir públicamente ninguna acusación, pero jamás se presentaron cargos, y muchos de los acusadores acabaron desacreditados o desaparecieron. Tras el breve aluvión inicial de críticas, los subsiguientes empleados ya no volvieron a presentar quejas.

A mediados de la década de los ochenta, las oficinas centrales del Almacén se trasladaron de un edificio corriente de El Paso a un enorme rascacielos negro de veinte plantas en Dallas al que amigos y enemigos apodaron La Torre Negra. Aun así, el Almacén no intentó ampliar su base, que siguió sin instalarse en ciudades grandes o zonas metropolitanas.

La excentricidad y la misteriosa vida privada de King no sólo estuvo rodeada de misticismo (se rumoreaba que vivía solo en un búnker de hormigón bajo el desierto, por miedo a someterse a la acción de los rayos ultravioleta debido al agujero de la capa de ozono y a respirar otra cosa que no fuera aire especialmente filtrado), sino que también se nutrió del inagotable interés por los ricos extravagantes al estilo de Howard Hughes. En Wall Street se especulaba que todo era un montaje de King para adquirir reconocimiento y lanzarse a otras iniciativas, pero siguió su lento progreso por todo el país abriendo establecimientos sólo en pequeñas poblaciones.

Y ahora el Almacén se había instalado en Juniper.

Bill dejó de leer y se frotó los ojos cansados. Los artículos eran sobre todo de publicaciones de economía, y se concentraban en los elementos básicos del negocio, de modo que no hacían hincapié en los trapos sucios ni en el interés humano, y no contenían nada abiertamente negativo sobre Newman King o el Almacén. Pero, aun así, captó entre líneas algo que lo puso en guardia.

¿Sobornos? ¿Amenazas e intimidación? ¿Una secta? Si los artículos que se concentraban en el mundo financiero mencionaban esos aspectos, significaba que eran algo más que meras especulaciones infundadas o acusaciones aisladas. Y aquello, sumado a sus ideas y sensaciones acerca del Almacén, perfilaba una imagen aterradora.

El teléfono sonó y Bill dio un respingo antes de coger el auricular.

—¿Diga?

—La ferretería de Richardson se ha incendiado —dijo la voz de Ben.

—¿Qué?

—Acabo de volver de tomar fotografías. Los bomberos todavía están allí. Aunque ha ido bien que lloviera, las tablas de madera estaban tapadas y el edificio ha ardido como un polvorín.

—¿Está…?

—Richardson ha muerto. Quedó atrapado en el fuego.

—Dios mío.

—Cuando llegaron donde estaba y pudieron sacarlo, ya había fallecido.

—¿Cuál fue la causa del incendio? —preguntó Bill—. ¿Se sabe?

Ben no contestó.

—¿Un rayo? —insistió Bill esperanzado, aunque no había oído truenos ni visto relámpagos en toda la tarde.

Se produjo un silencio.

—No —repuso Ben al cabo, con una nota en la voz que a Bill no le gustó nada.

2

—Se está apoderando de todo —comentó Bill mientras caminaba arriba y abajo delante de la cama.

—¿Quién? —Ginny alzó los ojos de la revista.

—Lo sabes muy bien. El Almacén. Sus competidores desaparecen. O sus tiendas se incendian. —La miró—. ¿No crees que resulta un poco sospechoso?

—No me grites.

—¡No te grito!

Pero sabía que lo estaba haciendo. Se estaba desahogando con ella, aunque no fuera el objeto de su enfado en absoluto. Se sentía asustado. Antes había estado preocupado, enfadado, inquieto… pero la presencia física de aquella tienda ennegrecida, todavía humeante, le hacía percatarse de la muerte y la destrucción que podía provocar el Almacén.

¿El Almacén?

Pensaba en el Almacén como en un organismo, como en un monstruo monolítico. Pero no lo era, ¿verdad? Era una empresa, una serie de almacenes de descuento esparcidos por el país y que empleaba a personas corrientes.

No. Era una organización creada para que Newman King pudiera permitirse sus caprichos.

Así era como él lo veía.

Pero ¿por qué? ¿Cuál era la razón de todo ello? ¿Cuál era su finalidad?

Eran preguntas que ni siquiera podía esperar contestar.

Reflexionó un momento antes de abrir la puerta del dormitorio y salir al pasillo.

—¡Samantha! —llamó.

Ginny salió enseguida tras él.

—¿Qué haces? —preguntó angustiada.

—¡Samantha! —volvió a llamar Bill antes de abrir la puerta del cuarto de su hija y entrar.

Era evidente que su hija dormía, porque se incorporó aturdida.

—¿Qué?

—No vas a trabajar más en el Almacén.

Aquello la despertó de golpe.

—No voy a… —empezó.

—Trabajar más en el Almacén —concluyó su padre.

—Pues voy a seguir haciéndolo —dijo Sam a la defensiva.

—Me temo que no.

—Tengo dieciocho años. No puedes decirme qué tengo que hacer.

—Mientras vivas en mi casa, puedo hacerlo.

—¡Pues dejaré de vivir en tu casa!

Ginny se situó entre ambos.

—Venga —pidió—. No nos demos ultimátums ni nos acorralemos. Vamos a tranquilizarnos todos.

—No vas a trabajar más en el Almacén —sentenció Bill.

—Me gusta trabajar allí —se defendió la joven.

—¿Quieres echar un vistazo a lo que he leído sobre el Almacén? ¿Quieres saber lo que he oído?

Sam se encogió de hombros de una forma que pretendía enfurecerlo, y lo consiguió.

—No especialmente —aseguró.

Bill quería abofetearla, decirle que se largara de casa y no volviera. Sentía una rabia casi cegadora, y darse cuenta de ello, de que estaba reaccionando de una forma totalmente exagerada, hizo que volviese a la realidad.

Miró a Sam, que lo observaba sujetando las sábanas a la altura del mentón. ¿Qué le pasaba? ¿En qué estaba pensando? No había pegado nunca a las niñas. Nunca. Y, hasta ese momento, no había tenido nunca la tentación de hacerlo.

Era algo de lo que no podía culpar al Almacén.

¿O sí?

Shannon asomó la cabeza por la puerta.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿A qué viene tanto jaleo?

—Vuelve a la cama —le pidió Ginny.

—Quiero saberlo.

—No es asunto tuyo. Vuelve a la cama.

Bill estaba avergonzado.

—Lo siento —le dijo a Samantha.

—No me extraña —contestó la chica.

—Pero sigo sin querer que trabajes allí.

—Eso sólo puedo decidirlo yo. Necesito el dinero, y me gusta mi trabajo.

—Ya hablaremos de ello por la mañana —sugirió Ginny antes de sacar a su marido de la habitación.

—Lo decidiré yo —repitió Sam.

—Como dijo tu madre, ya hablaremos de ello por la mañana. —Bill cerró la puerta y siguió a Ginny hacia el dormitorio.

3

Shannon entró en la habitación de su hermana después del desayuno. Aunque estaba despierta, todavía no se había levantado, y Shannon sabía que era porque no quería enfrentarse a su padre.

—¿De qué iba lo de anoche? —preguntó la hermana menor.

—Se le fue la cabeza —contestó Samantha.

—Pero ¿de qué iba?

—No es asunto tuyo.

—Vamos —insistió Shannon—. No me salgas tú también con eso.

—No quiere que trabaje.

—¿Por qué no?

—Vete a saber —dijo Sam encogiéndose de hombros.

—Tiene que ser por algo.

—¿Ah, sí? —Sam la miró—. ¿Por que estoy hablando contigo? Sal de mi cuarto.

—Estaba pensando en conseguir un empleo en el Almacén este verano.

—No me digas.

—De verdad.

—¿No te dije que salieras de mi cuarto?

—Creí que tal vez querrías hablar…

—¿Contigo?

—Perdona. Se me olvidó lo bruja que eres. Es culpa mía. —Shannon se volvió, salió de la habitación y cerró la puerta de golpe tras ella.