1
Aaron Jefcoat estaba sentado en su coche patrulla, en el estacionamiento de Len's Donuts, comiéndose un buñuelo de manzana antes de empezar su ronda de medianoche por la ciudad. Había tenido más de una semana para pensar en ello, pero seguía indeciso sobre qué le parecía que su mujer trabajara. Echó un vistazo a la foto de Virginia que había puesto en un marco de plástico transparente pegado al salpicadero. Se la había hecho hacía mucho tiempo, antes de que nacieran los niños, y estaba estupenda. Pensó que todavía estaba estupenda, pero la foto era de su mejor momento y mostraba el aspecto que tenía cuando se casaron. Le recordaba, por si alguna vez se le olvidaba, cómo ella le había cambiado la vida.
Cuando se conocieron, ella trabajaba. Era camarera del Big Daddy's Diner, un restaurante de comida rápida con servicio para coches al que acudían los adolescentes antes de que lo demolieran en los años setenta y construyeran en su lugar un KFC. Pero cuando se casaron ella dejó de trabajar para dedicarse a las funciones de ama de casa, encargándose de las tareas domésticas y después de los hijos, mientras él llevaba el dinero a casa.
Había sido una división justa del trabajo, y había funcionado durante más de veinticinco años. Pero la semana anterior, sin previo aviso, Virginia había decidido que quería volver a trabajar. Quería conseguir un empleo en el Almacén.
La primera reacción de Aaron había sido negarse. Sabía que el último año había estado algo aburrida, algo inquieta desde que los chicos se habían independizado, y ya no tenía demasiado que hacer, pero estaba seguro de que se acostumbraría. Le había dicho que era un período de transición y que seguramente tardaría un poco de tiempo en adaptarse.
Pero ella le había respondido que no quería adaptarse. Quería trabajar.
A Aaron esa idea no le gustaba, pero no se lo había dicho ni le había prohibido trabajar. Diez años atrás lo habría hecho. Pero hoy en día las mujeres no actuaban como antes. Las cosas habían cambiado. Bastaba con ver lo que le había pasado a su amigo Ken. Su situación era casi idéntica a la suya. Hacía aproximadamente un año, la hija de Ken se había marchado a la universidad y su mujer sentía un enorme vacío a causa de ello. Había intentado empezar a trabajar, pero él se lo había prohibido, y a partir de entonces sólo habían tenido disgustos y quebraderos de cabeza. Finalmente, su mujer amenazó con abandonarlo, y Ken accedió a su deseo de trabajar.
Aaron no quería que ocurriera lo mismo con Virginia, así que no puso impedimentos cuando le explicó sus intenciones de buscarse un trabajo.
Y seguía sin estar seguro de cómo se sentía al respecto.
Se terminó el buñuelo, se limpió los dedos con la servilleta que tenía en el regazo y arrancó el coche.
Era el momento de hacer la ronda.
Al principio, cuando le habían asignado el turno de noche, conocido como «turno mortal» en el departamento, lo detestaba. Había llevado fatal el cambio de horario y se pasaba todo el día tumbado en la cama, despierto, cuando debería estar durmiendo, y daba cabezadas la mitad de la noche en el coche patrulla cuando tenía que estar de servicio. Aunque no importaba demasiado si dormía. Juniper se encerraba en casa a las seis y, a todos los efectos, la ciudad estaba muerta tras el anochecer. Len's Donuts estaba abierto toda la noche, aunque habitualmente él era su único cliente, y muy rara vez veía algún vehículo que no fuera el suyo después de que el cine cerrara a las diez.
Suponía que el turno de noche le había acabado gustando por eso. Estaba mejor pagado que el turno de día, y había mucho menos trabajo que hacer. De este modo incluso podía pasar más tiempo que antes con su familia, y si alguna vez echaba una cabezadita durante la madrugada, bueno, no pasaba nada.
Conducía despacio, con calma, por las calles de Juniper. Como de costumbre, no vio a nadie, ningún coche, ningún movimiento. Todo el mundo dormía en sus casas, y sonrió al pasar ante su casa y pensar en Virginia, acostada, roncando ligeramente de esa forma tan graciosa que a él tanto le gustaba. Recorrió la calle con la mirada. En algún que otro porche habían dejado la luz encendida para ahuyentar a posibles merodeadores, y a través de las cortinas podía verse la luz azul parpadeante de los televisores encendidos.
Mientras patrullaba por las calles, sentía que protegía la ciudad, como si fuera un padre orgulloso y todas las personas fueran sus hijos. Era una sensación reconfortante y, en esas ocasiones, le alegraba haberse opuesto a los deseos de sus padres para convertirse en agente de policía.
Recorrió el límite oriental de la ciudad y se dirigió al norte por Creekside Acres para tomar la carretera. Una vez allí, al girar a la izquierda, vio la sombra negra del Almacén.
Pensó que era una lástima que hubieran construido allí el edificio. En su opinión, habría sido más lógico construirlo en el solar vacío que estaba junto a la tienda de neumáticos Tire Barn, y tal vez derribar algunas de esas caravanas tan horrorosas que estaban instaladas en él. Pero, en cambio, lo habían construido en el prado donde solía llevar a sus citas antes de conocer a Virginia. Incluso habían demolido la colina donde le gustaba extender la manta para el picnic.
La siguiente generación no sabría que el prado había existido.
Era una lástima.
Y ahora Virginia quería trabajar allí.
Entró en el estacionamiento del Almacén con la intención de dar una vuelta rápida antes de seguir hacia Main Street.
De pronto, vio algo que lo hizo reducir la velocidad casi hasta detener el coche. Las luces del estacionamiento estaban apagadas, aunque había luna llena y podía ver con claridad unos bultos inmóviles en el asfalto: animales muertos. Había oído hablar de ello antes, pero no lo había creído. Forest Everson, quien se había encargado del caso de ese forastero fallecido, le había contado que aparecieron muchos bichos muertos en el solar durante la construcción del Almacén, pero Aaron seguía sin dar demasiado crédito a aquellas historias. Imaginaba que eran historias absurdas, como las que decían que se producían más crímenes cuando había luna llena. Él sabía que no era cierto.
Pero esa noche había luna llena.
Y había animales muertos en el estacionamiento.
Avanzó con el coche patrulla y observó los cadáveres por la ventanilla. Había una zarigüeya, un perro, lo que parecía una cría de pecari, dos cuervos y un lince. Era un grupo increíblemente diverso de animales, y todos ellos parecían ilesos e intactos. Era como si se hubieran arrastrado hasta el estacionamiento para morir.
Forest también le había contado eso, aunque él no le había hecho el menor caso en aquel momento. Sin embargo, mientras contemplaba los cuerpos inertes de los animales, sintió un hormigueo extraño en los pelos de la nuca.
Miedo.
Era miedo. No era una emoción en toda la extensión de la palabra, como las que provocaba una situación que pusiera en peligro la vida, sino la ligera inquietud que sentía un niño cuando oía ruidos extraños en la oscuridad. Pero aun así era miedo, y Aaron se sorprendió y se avergonzó de sí mismo.
Siguió adelante, hacia la inmensa masa negra del edificio del Almacén sin dejar de descubrir animales con la mirada. Otro perro. Una ardilla. Un gato atigrado.
Un gato atigrado.
Detuvo el coche.
¿Annabelle?
Abrió la puerta del vehículo y bajó para examinar el animal. Sí que era Annabelle. Pero ¿cómo diablos habría llegado hasta allí? Su casa estaba a unos cinco kilómetros por lo menos. ¿Habría recorrido esa distancia o la habría capturado alguien para matarla y después dejar allí su cuerpo? Ninguna de aquellas explicaciones tenía sentido, y, con un nudo en el estómago, se agachó para tocar el cuerpo de la gata.
Estaba frío.
Virginia se afligiría mucho. Y también los chicos, maldición. Annabelle había formado parte de la familia los últimos siete años. Era casi como una hermana menor para ellos.
Él tampoco se sentía demasiado bien, y miró la cara de la gata, emocionado. Parecía tranquila y tenía los ojos y la boca cerrados. Le rodeó una pata delantera con los dedos.
Y las luces del Almacén se encendieron de repente.
Aaron dio un brinco y casi se cayó de espaldas. Enseguida se incorporó y desenfundó el revólver. El Almacén no tenía ventanas, sólo las puertas correderas de cristal en la entrada, pero en la penumbra de la noche, las luces eran penetrantes. Desde la entrada del edificio iluminaban una franja de asfalto del estacionamiento hasta la carretera, desprendiendo largas sombras de los restos de los animales y haciendo que la luz brillante de la luna pareciera tenue ante su potencia.
Aaron enfundó de nuevo el arma, avergonzado de su reacción inicial de pánico, y regresó deprisa al coche patrulla, subió y cerró la puerta de golpe. Puso el vehículo en marcha y recorrió el estacionamiento hacia la entrada del edificio. El corazón le latía con fuerza, y tenía los nervios a flor de piel debido al subidón de adrenalina. Era probable que no ocurriera nada fuera de lo común, y se trataría de algún equipo de limpieza nocturno u otros empleados que estarían realizando su trabajo. Pero a esas horas, en mitad de la noche, después de ver los animales, después de ver a Annabelle, el encendido repentino de las luces era sorprendente.
No, no era sorprendente.
Era espeluznante.
Sí. Por embarazoso que fuera admitirlo, se sentía un poco asustado. Incluso allí, en el coche patrulla, con su emisora de radio, la escopeta y el revólver. Por ningún motivo racional en particular, ni siquiera por un motivo irracional que pudiera identificar. Era, simplemente, una reacción instintiva sobre la que no tenía el menor control.
Sin embargo, se obligó a hacer caso omiso de su inquietud y detuvo el coche patrulla delante de la entrada del Almacén. Tomó la linterna de debajo del salpicadero y bajó del vehículo sin apagar el motor. En realidad, no necesitaba la linterna. Parecía que hasta el último centímetro del Almacén estaba totalmente iluminado. Pero el estacionamiento seguía a oscuras, y después de medianoche, ya no había demasiada luz. Además, la linterna podía hacer también las veces de porra, y estaba más que preparado para utilizarla de ese modo si era necesario.
Se acercó a las puertas de cristal y miró dentro. Al principio no vio nada, sólo pasillos de productos y un grupo de cajas registradoras vacías. Captó un movimiento con el rabillo del ojo, y centró su atención en el fondo de un pasillo.
Vio unas figuras vestidas de negro.
Aaron sujetó con más fuerza la linterna. Las figuras avanzaban en abanico desde el fondo y recorrían los pasillos, caminando entre los estantes. Pensó que no podían ser empleados. Era imposible que aquellos individuos vestidos de forma tan extraña estuvieran allí para hacer alguna clase de trabajo legítimo. Llevaban capuchas y gorras, y parecían una variación del concepto cinematográfico de un ladrón de guante blanco. Lo que significaba que seguramente habrían ido a saquear o a destrozar la tienda, a cometer algún tipo de delito. Lo que significaba que tendría que enfrentarse con ellos e impedir que se cometiera el delito.
Pero eran muchos, los suficientes para que llamara y pidiera refuerzos. El problema era que, aparte de él, sólo Dirkson estaba de servicio esa noche, y Dirkson tardaría por lo menos diez o quince minutos en despertar a los demás agentes y enviarlos al Almacén.
Diez o quince minutos era mucho tiempo.
De noche.
A oscuras.
Entonces vio el logo del Almacén estampado en la parte posterior de una reluciente prenda negra. ¿Era una chaqueta o una camisa? Era difícil saberlo, pero una de las figuras se había vuelto y había visto claramente las palabras negras sobre fondo negro bajo la luz fluorescente.
De modo que eran empleados.
Aaron respiró aliviado, y se percató entonces de que había estado conteniendo el aliento. Observó a través de las puertas cerradas de cristal cómo las figuras se separaban y se dirigían hacia los distintos departamentos del Almacén.
Figuras.
¿Por qué seguía pensando en ellos como «figuras» en lugar de considerarlos «personas»?
Porque no parecían seres humanos.
Así era. Aquellas figuras tenían algo extraño: su complexión, su aspecto, sus movimientos, algo que a su entender no era natural.
Se apartó de la entrada e intentó confundirse en la oscuridad para evitar que lo vieran. Desde ese punto de observación privilegiado, contempló cómo se movían por la tienda. Bajo las capuchas y las gorras negras, sus rostros eran blancos, y su piel color alabastro tenía algo anormal, una cualidad indefinible que la piel corriente (la piel humana) no poseía.
Pero no era posible. Aquello no tenía sentido. Los animales muertos lo habían afectado, y había estado asustado desde entonces. Allí no ocurría nada inusual, nada fuera de lo corriente. Eran sólo personas, trabajadores del turno de noche, como él mismo, personas que intentaban hacer su trabajo.
El «turno mortal».
Volvía a tener ideas absurdas.
¿O no lo eran? ¿Qué trabajo estaban haciendo aquellas personas? Deambulaban por la tienda, pero no parecían hacer nada. Desde luego, no estaban fregando el suelo ni cambiando fluorescentes. No estaban haciendo inventario. Estaban sólo… recorriendo el edificio. Eso no era ningún trabajo.
Una figura se situó ante la puerta.
Aaron dio un brinco, retrocediendo un poco más hacia las sombras. La figura permaneció dentro detrás del cristal, mirando hacia fuera. Movió la cabeza de izquierda a derecha, como si examinara el estacionamiento. Desde ese ángulo, sus movimientos parecían más extraños, menos naturales aún, y la piel de su rostro se veía más blanca de lo que podía ser cualquier piel.
Aaron notó que el corazón se le desbocaba y que tenía la boca completamente seca.
La figura volvió de golpe la cabeza y sus ojos se encontraron.
De repente, la noche le pareció mucho más oscura.
La figura se lo quedó mirando y sonrió de un modo extraño, antes de hacerle señas para que se acercara.
Aaron dio media vuelta y corrió hacia el coche patrulla. Subió, cerró la puerta de golpe, puso primera y arrancó el vehículo. No se estaba cometiendo ningún delito, por lo que no había razón alguna para que se quedara. Técnicamente, estaba cometiendo un allanamiento de morada. No había ningún motivo, ninguna sospecha, nada que pudiera sostenerse ante un tribunal si intentaba explicar por qué estaba rondando el edificio del Almacén en mitad de la noche.
Contempló por el retrovisor la forma negra del edificio mientras giraba bruscamente hacia la carretera. Podía ver un rectángulo de luz donde estaba la entrada.
Y una silueta negra en mitad del rectángulo.
Estaba decidido: con o sin peleas, con o sin problemas, Virginia no trabajaría. No en el Almacén. Se divorciaría antes de permitirle solicitar un empleo en ese sitio.
Aceleró y bajó a toda velocidad la carretera hacia Main Street, sin mirar por el retrovisor hasta que los árboles le taparon el edificio del Almacén.
No estuvo tranquilo hasta que aparcó delante de Len's Donuts y contempló la tienda bien iluminada y a su jovial propietario por el parabrisas.
2
La polaridad se había invertido.
Al principio, Bill no había estado seguro de si el cambio en su racha de victorias significaba que el resultado de las partidas de ajedrez volvería a la aleatoriedad normal o si, por el contrario, implicaba que Street y él intercambiarían la pauta de victorias y derrotas.
Era evidente que había sido esto último.
Había empezado a detestar el juego, pero, como antes, se sentía obligado a jugar, impulsado a seguir hasta el final.
El día anterior, habían jugado una partida virtual. Y Street había ganado.
Hoy, él estaba ganando la partida con el tablero.
Mejor dicho, había ganado la partida de ese día con el tablero.
—Jaque —dijo mientras movía el alfil—. Mate.
Street examinó la posición de las piezas en el tablero y las derribó al suelo de un manotazo.
—¡Mierda! —exclamó.
—Dos de dos —anunció Ben.
—Necesito una cerveza —asintió Street—. ¿Alguien más quiere una?
Tanto Bill como Ben levantaron la mano.
—Budweiser para todos —corroboró Street, antes de meterse en la cocina y volver a salir un momento después con tres latas. Lanzó una a cada uno de ellos y abrió la suya para tomar un buen trago. Luego, volvió a sentarse y empezó a recoger las piezas de ajedrez del suelo.
Bill se agachó para ayudarlo.
—Puedo hacerlo yo —dijo Street.
—No me importa.
—Si de veras quieres ayudar… —A Street se le fue apagando la voz. Se enderezó, dejó caer las piezas en la caja y bebió de nuevo—. Joder.
—¿Qué pasa? —preguntó Bill con el ceño fruncido.
—Ya sabes que no me gusta abusar de la amistad —dijo Street después de suspirar—. Nunca he intentado hacer que os sintierais obligados a comprarme nada, nunca he intentado obligaros ni engatusaros para que lo hicierais. Pero ahora os lo pido: ¿podríais comprarme algo?
—Te va realmente mal, ¿verdad? —dijo Ben con voz tranquila.
—El Almacén me está matando —asintió Street. Miró primero a Ben y después a Bill—. No estoy pidiendo caridad, pero mirad en vuestra casa o en vuestra oficina para ver si necesitáis algo de mi tienda. Me iría bien para el negocio.
—¿Estás…? —Bill carraspeó—. ¿Crees que podrás aguantar?
Street se encogió de hombros y se terminó la cerveza antes de contestar.
—Espero que sí, pero vete a saber. Por lo menos, ya no tengo que pagar pensión alimenticia. Y, por lo menos, la casa está totalmente pagada. Supongo que si pasa lo peor, siempre puedo declararme en quiebra. —Rió entre dientes—. Y, cuando mi tienda esté ya cerrada y no pueda permitirme comprar comida, puedo cazar ardillas y cocinarlas en la chimenea.
Bill se quedó serio.
—No estará tan mal la cosa, ¿no?
—Aún no.
Todos se quedaron callados. Street regresó a la cocina para coger otra lata de Budweiser.
—¿Qué me dicen, caballeros? —soltó a su regreso—. ¿Algún plan para esta noche?
Ben consultó su reloj.
—La Comisión de Urbanismo —dijo—. De hecho, la sesión empieza en quince minutos. —Se tragó el resto de la cerveza—. Será mejor que vaya tirando.
—¿Y tú, Bill?
—Lo mismo.
—Pero ¿qué dices? Sé por qué va Ben a estos actos. Es su trabajo. Tiene que hacerlo. Pero… ¿tú?
—Me gusta saber qué ocurre en mi ciudad.
—¿Desde cuándo? —gruñó Street.
—Desde que me enteré de lo poco fiable que es el periodicucho que publica nuestro amigo, aquí presente.
—¡Oye! —exclamó Ben—. ¡No me ofendas!
Street soltó una ruidosa carcajada.
—¿Por qué no vienes con nosotros? —agregó Bill.
—Paso. —Street tomó el mando a distancia y encendió el televisor—. Estoy seguro de que será fascinante, pero hoy ponen por cable una película estupenda sobre una cárcel de mujeres. El erotismo gana siempre a la responsabilidad ciudadana.
—Hablarán sobre el Almacén —indicó Ben.
—Sí. Eso es justamente de lo que quiero pasarme la noche oyendo hablar.
—Me han dicho que pedirán que se apruebe una recalificación y una construcción. Quieren vender comestibles.
—Conseguirán la aprobación —se limitó a decir Street—. Tienen a la puta Comisión de Urbanismo en el bolsillo. Igual que al ayuntamiento, joder.
—Tal vez deberías pronunciarte en contra —sugirió Bill—. Podría ayudar.
—No sé hablar en público —repuso Street a la vez que rechazaba la idea con un ademán—. Además, por si no te has dado cuenta, ahora mismo estoy demasiado alegre. A los comerciantes locales sólo les faltaría que un vendedor de material y equipo electrónico con un pie en la bancarrota que hablara por ellos. —Presionó el volumen del mando a distancia—. Voy a ver el cable mientras todavía pueda pagarlo.
Ben se levantó y le dio unas palmaditas en la espalda.
—Tómatelo con calma, entonces —le dijo—. Ya te contaré cómo va. Y mañana me pasaré por tu tienda. El periódico necesita protectores de sobretensión. Los que tenemos se están haciendo viejos.
Bill también se levantó y dejó la lata a medio terminar sobre la mesa.
—Todavía tengo el tocadiscos estropeado —anunció——. Te lo llevaré para ver si puede arreglarse.
—Gracias, chicos —asintió Street, agradecido.
—Oye, somos amigos —dijo Ben.
—También he dejado la mitad de la cerveza —sonrió Bill—. Es toda tuya si no te importa que haya babas. Me gusta sorberla y volver a escupirla dentro.
—No hay problema. —Street alargó la mano por encima de la mesa para tomar la lata y se tomó el contenido de un solo trago.
—Eres asqueroso —soltó Bill con una mueca.
—Gracias.
Fuera, la noche era cálida. Había luna, aunque todavía estaba baja, situada en algún punto por debajo del nivel de los pinos ponderosa, y su luz se difuminaba por el cielo meridional. Ben había ido andando, pero Bill había llevado el jeep, y ninguno de los dos habló mientras se acercaban al vehículo por la grava ruidosa del camino de entrada.
—Deberíamos intentar ayudarlo —sugirió Ben cuando estuvieron en el interior del vehículo.
—Sí —convino Bill.
Hicieron el resto del trayecto en silencio.
Como estaba previsto, el Almacén fue el principal tema de conversación durante la sesión. Aparte de ellos, sólo había dos personas más como público, y aunque la Comisión de Urbanismo se había reunido en el salón de plenos, podría haberlo hecho tranquilamente en una pequeña sala de reuniones.
Fred Carpenter, el presidente de la comisión, leyó en voz alta el texto de la propuesta para permitir que el Almacén construyera un anexo al edificio actual a fin de abrir un departamento de alimentación.
El Almacén estaba calificado de modo que sólo podía vender productos no comestibles, y habría que recalificarlo para poder efectuar el cambio propuesto.
El presidente terminó de leer la propuesta.
—Someteremos ahora la cuestión a debate —anunció.
Leander Jacobs levantó la mano.
—El presidente da la palabra al señor Jacobs.
—No creo que debamos conceder la recalificación solicitada —dijo Jacobs—. Es evidente que el Almacén tuvo la intención de vender comestibles desde un principio. Decisiones como ésta no se toman sin pensar. Se toman con mucha antelación, en las oficinas centrales. La comisión y el pleno deberían haber conocido desde el comienzo esta intención. Creo que nos engañaron adrede, y no creo que a estas alturas debamos recalificar los terrenos.
—Todo eso está muy bien —repuso el presidente—. Pero, como sabe, nos han dado un ultimátum. El Almacén ha amenazado con irse de la ciudad si no lo recalificamos.
A Bill se le aceleró el corazón.
—Pues que se vaya —sentenció Jacobs.
El presidente lo miró.
—¿Habla en serio? —preguntó sorprendido.
—No se irán. Han invertido demasiado. Dejemos que cumplan su amenaza si quieren —concluyó Jacobs.
«Eso —pensó Bill—. Que se les vea el plumero».
Miró a Ben, y sus ojos se encontraron. Había adoptado su actitud de periodista objetivo, pero Bill estaba razonablemente animado. Por primera vez, los poderes fácticos se oponían al Almacén, y vio una oportunidad en ello. Quizá no pudieran hacerlo retroceder, pero tal vez podrían detener su avance.
Graham Graves alzó la mano.
—El presidente da la palabra al señor Graves.
—Secundo la propuesta de recalificación. Permitir una ampliación al Almacén es lo mejor para Juniper. Este nuevo departamento de alimentación supondrá quince nuevos puestos de trabajo. Cinco de ellos a jornada completa.
—Y eliminará treinta —resopló Jacobs—. Venga, Graham. Sabes tan bien como yo que llevará a la quiebra a Jed. Buy-and-Save no puede aguantar esa clase de competencia.
—Pues tendrá que rebajar sus precios. Si sus comestibles son más baratos, la gente irá a comprar a su tienda.
—En primer lugar, deberías abstenerte de votar —añadió Jacobs—. Se la tienes jurada a Jed desde que rompió con Yolanda.
—Eso es mentira y tú lo sabes.
—¡Señores! ¡Señores! —El presidente dio unos golpecitos con el martillo—. No estamos aquí para discutir precios, estrategias de mercado o asuntos personales. Estamos aquí para abordar la cuestión de si debería permitirse o no al Almacén vender comestibles.
Bud Harrison, el miembro más discreto de la Comisión de Urbanismo, tomó la palabra.
—¿Podemos ver los planos del anexo?
—Iba a sugerir eso mismo —dijo el presidente, que se levantó y bajó del estrado para acercarse a un proyector situado sobre una base móvil junto a la pared. Lo hizo girar e indicó a Graves con un gesto que apagara la luz. En la pared opuesta se proyectó un plano del Almacén y sus terrenos.
Carpenter echó un vistazo alrededor del salón, como si buscara a alguien, y en ese momento se abrió la puerta. Un joven vestido con un traje caro de tres piezas recorrió a zancadas el pasillo central, saludó con la cabeza al presidente, a quien dirigió una sonrisa, y se sacó un lápiz del bolsillo. Carpenter regresó a su asiento, y el hombre, que se identificó como el «señor McBride, representante del Almacén», dedicó la siguiente media hora a repasar los planos y a explicar los planes de ampliación de su empresa.
—Gracias, señor McBride —dijo Carpenter cuando el representante del Almacén hubo terminado de responder las preguntas de la comisión.
El señor McBride asintió, hizo una reverencia y salió inmediatamente del salón.
—¿No va a quedarse para ver cómo acaba la cosa? —susurró Bill.
—Es extraño —admitió Ben.
Carpenter miró a sus compañeros de comisión.
—Hemos oído toda la información que necesitamos —dijo—; sugiero que lo sometamos a votación.
Bill se puso en pie.
—¿No van a someter el asunto a debate público? —preguntó.
—No creí que los asistentes fueran a comentar nada —se excusó el presidente con los ojos puestos en él.
—Pues se equivocó.
Carpenter tensó la mandíbula. Iba a replicarle, pero, al parecer, se lo pensó mejor y asintió.
—Muy bien, señor Davis. Tiene tres minutos.
Bill bajó la vista hacia Ben, que le dirigió una mirada de ánimo.
—Según estos planos, parece que van a construir el anexo detrás del edificio existente —comentó.
—Exacto.
—Creía que el Almacén colindaba con las tierras del bosque nacional.
—Así es —corroboró Carpenter—. Pero, como parte del programa federal de canje de tierras, hemos cedido a la Oficina de Administración de Tierras quince hectáreas que poseíamos junto a Castle Creek a cambio de veinticinco hectáreas adyacentes a los terrenos del Almacén.
—¿Y ahora las venderán al Almacén?
—No. A cambio de la generosa oferta del Almacén de efectuar el mantenimiento del parque así como financiar y organizar los programas de ocio juvenil, el ayuntamiento planea donar las tierras a la empresa.
—¡Esto es un escándalo! —Bill echó un vistazo a la sala en busca de apoyo. Ben estaba escribiendo frenéticamente en su libreta y las otras dos personas que había de público lo miraban sin comprender nada. Se volvió de nuevo hacia los comisionados—. ¿Me está diciendo que Juniper está ayudando deliberadamente al Almacén a costa de Jed McGill y que, encima, le dice a Jed que debería rebajar sus precios si no quiere ir a la quiebra?
—En absoluto —replicó Carpenter.
—Pero están regalando tierras al Almacén, van a recalificar sus terrenos y, como dijo Leander, el hecho de que el Almacén guardara sus planes en secreto y no les contara sus intenciones desde el principio no va a tener consecuencias… Jed ha llevado honestamente su tienda desde… desde que yo vivo en la ciudad, que es más tiempo que la mayoría de ustedes, y ahora van a jugársela.
—¿Desea dar algún argumento válido, señor Davis? —sonrió Carpenter con indulgencia—. ¿Qué objeciones legales concretas hace al plan de recalificación?
—No creo que deban concederse privilegios especiales al Almacén.
—El Almacén está amenazando con irse de Juniper…
—Como dijo Leander, que se vaya.
—… y es el principal empleador de la ciudad. Está reaccionando por prejuicios personales, señor Davis. Tenemos que examinar la normativa sobre edificación y las ordenanzas sobre recalificación, y decidir qué es lo mejor para toda la ciudad, no sólo para unas cuantas personas concretas. —Señaló a Bill con la cabeza—. Se le acabó el tiempo, señor Davis. Gracias por su aportación —dijo, y tras echar un vistazo a sus compañeros de comisión, concluyó—: Caballeros, sugiero que lo sometamos a votación.
La Comisión de Urbanismo accedió a recalificar los terrenos del Almacén para que pudiera vender comestibles por cuatro votos a uno.
—¡Qué sorpresa! —soltó Ben cuando salían.
—Veo posibilidades para un artículo —le dijo Bill.
—Y lo escribiré. Pero ya sabes lo bien que sientan mis artículos. Me amenazan con darme una patada en el culo y cancelar su suscripción. —Esbozó una sonrisa burlona—. Por suerte, tenemos un monopolio.
—Que lo escriba Laura.
—¿Cae mejor ella que yo?
—Pues sí, ¿no?
—Sí, pero no soporto que me lo digan.
—¿Alguna novedad sobre Newtin?
—¿Qué pasa con él?
—¿Ya no te pide que le lamas el culo al Almacén?
—Creo que sigue siendo nuestra política oficial, pero últimamente no la he seguido demasiado. Y creo que mientras sigan cobrando de los anuncios, en realidad no le importa un comino lo que contengan los artículos.
Bill llevó a su amigo a casa en el jeep.
—¿No te cabrea todo esto? preguntó al director del periódico cuando bajaron del vehículo.
—No sólo me cabrea, sino que también me asusta —respondió Ben. Empezó a subir el camino hacia su caravana—. ¡Adiós! —gritó mientras lo saludaba con la mano.
—Adiós.
Bill subió a su coche y se marchó.
«Me asusta».
También lo asustaba a él, y puso la radio del jeep para oír algo y no tener que hacer el trayecto de vuelta a casa en silencio.
En su sueño, el Almacén ampliaba el estacionamiento de modo que cubría toda la ciudad. El bosque había desaparecido, las montañas y las colinas estaban peladas, y no había asfalto suficiente para pavimentar el terreno limpiado, de modo que una asfaltadora, una máquina que parecía una trilladora gigante, avanzaba despacio por la orilla del estacionamiento mientras una fila de empleados del Almacén uniformados se iban pasando cadáveres de personas de la ciudad para lanzarlos a una tolva de la máquina, que expulsaba una mezcla de huesos triturados y alquitrán por una serie de bocas situadas en la parte posterior. El estaba de pie, en la carretera, y observaba la escena horrorizado cuando veía que se pasaban a Ginny, seguida de las niñas. Sam todavía llevaba puesto el uniforme del Almacén, pero eso no la había eximido de su destino, e iba pasando de un empleado a otro, hacia la tolva de la asfaltadora.
Bill empezaba a cruzar corriendo el estacionamiento, hacia la máquina, pero los pies se le quedaban atascados en el pavimento pegajoso.
Echaban a Ginny en la tolva.
Echaban a Shannon.
Y a Sam.
De las bocas posteriores salía asfalto negro hecho de huesos.
—¡No! —gritaba.
Y la máquina seguía funcionando.
3
El timbre de la puerta despertó a Jed McGill.
Se incorporó y salió tropezando de la cama, consciente de que el timbre llevaba un rato sonando, aunque no sabía cuánto. Había incorporado el sonido a su sueño, y la realidad le retumbaba como un eco mientras alargaba la mano hacia el batín, todavía medio atontado.
Miró el reloj digital que tenía cerca de la entrada.
Las dos de la mañana.
¿Quién podría ser a esas horas?
Ring ring.
Bostezando, con los ojos aún medio cerrados, palpó el marco de la puerta y utilizó la pared para guiarse por el pasillo hacia el salón.
Ring ring.
Se frotó los ojos hasta que logró abrirlos. Había algo en la insistencia pausada de la visita, en los intervalos regulares del timbre que lo alertó todavía más. Incluso medio dormido se percató de que quienquiera que estuviera fuera llevaba un buen rato allí, esperando más de lo normal, pulsando pacientemente el timbre cada treinta segundos.
Ring ring.
Se acercó con cautela a la puerta. Estaba nervioso. Y eso que Juniper no era exactamente Nueva York, donde había psicópatas, criminales y bandas merodeando a cualquier hora de la noche. Y él no era ningún alfeñique. Medía metro noventa, pesaba noventa kilos y hacía pesas. Estaba en buena forma.
Aun así, cuando tocó el pomo de la puerta con la mano, estaba inquieto, casi asustado. Era probable que se tratara simplemente de alguien a quien se le había averiado el coche y quería usar su teléfono para llamar a una grúa. Se apoyó en la puerta para echar un vistazo por la mirilla y vio a un hombre con un traje de tres piezas.
Eso debería haberlo tranquilizado. No era un matón, ni un chiflado, sino un hombre de negocios. Pero, por alguna razón, verlo lo inquietó aún más. ¿Por qué estaría un hombre de negocios llamando a su puerta a esas horas de la noche? No tenía sentido. No parecía lo bastante agobiado ni lo bastante molesto como para que se le hubiera averiado el coche, de modo que esa teoría se iba al traste. Pero si había ido a su casa para hablar de negocios, podría haber esperado hasta la mañana. Y debería haber llamado antes por teléfono.
Había algo extraño en todo aquello.
El hombre siguió pulsando el timbre tranquilamente.
Ring ring.
Jed descorrió el cerrojo, hizo girar la llave y abrió la puerta. El hombre del umbral le sonrió, pero a Jed no le gustó su sonrisa.
—Buenas noches, señor McGill.
Jed lo miró en silencio.
Sin esperar respuesta, el hombre entró en el salón.
—Bonita casa —comentó.
Quería decirle que se fuera, que saliera de su casa. Pero sólo pudo volverse y contemplar cómo el hombre rodeaba el sofá y la mesa de centro para sentarse en el sillón de cara al televisor. El hombre, que no había dejado de sonreír ni un segundo, hizo un gesto a Jed para que se acomodara en el sofá, y Jed supo entonces lo que no le gustaba de aquella sonrisa. Era falsa, sí, pero no era eso lo que lo ponía tan nervioso. Era la amenaza que dejaba entrever, la agresividad que se ocultaba tras ella.
Se dijo que no debería haber abierto la puerta. Ahora, lo que tuviera que pasar, pasaría. Ya era demasiado tarde para impedirlo.
¿Lo que tuviera que pasar?
Miró al hombre trajeado que le sonreía desde el sillón.
Sí.
Desearía haber llevado la escopeta con él, pero se la había dejado en el dormitorio, apoyada en el rincón, junto al tocador. Y tenía los rifles guardados en el armero.
—Siéntese —pidió el hombre.
Jed avanzó despacio y se detuvo detrás del sofá.
—¿Qué quiere? —preguntó.
—Sólo quiero hablar, Jed. ¿Le va bien?
—Pues a las dos de la mañana, no mucho.
—Fui a su tienda hoy. Buy-and-Save. Bonito nombre. Bonita tienda.
—No sé quién es ni qué pretende —dijo Jed, tenso de repente—, pero no voy a permitir que irrumpa en mi casa en mitad de la noche y se burle de mi tienda.
—Cálmese, Jed. Cálmese. —La sonrisa del hombre se volvió más amplia—. No estoy criticando su tienda. Me gustó. Era un buen establecimiento. —Se detuvo un momento—. Mientras duró.
—¿Qué…?
—El Almacén venderá comestibles —explicó el hombre—. Esta noche Buy-and-Save cerrará sus puertas.
Jed rodeó el sofá para acercarse al hombre.
—Escúcheme —soltó, enojado—. No sé qué se cree que está haciendo, pero no puede amenazarme ni asustarme. Salga de mi casa de inmediato o no me hago responsable de lo que suceda.
El hombre se puso en pie, aún sonriente.
Jed, Jed, Jed…
—¡Márchese de mi casa!
—Temía que se lo tomara así.
Oyó un ruido detrás de él, y al volverse vio cómo varios hombres cruzaban la puerta abierta. Eran altos y pálidos, y llevaban prendas de reluciente cuero negro y botas militares. Sus rostros eran impenetrables, desprovistos de expresión, y tenían algo de inhumano. Lo primero que pensó Jed era que se trataba de vampiros, aunque no parecían serlo exactamente.
Pero se acercaban bastante. Sin duda, se acercaban bastante.
Los hombres siguieron ocupando su casa.
Había seis.
Ocho.
Doce.
Cruzó corriendo la habitación hacia el armero, pero los pálidos intrusos vestidos de negro se le adelantaron y se colocaron delante de él. Se volvió, pero estaban detrás de él y a los lados.
Estaba rodeado.
—El Almacén venderá comestibles —repitió el primer hombre—. Esta noche Buy-and-Save cerrará sus puertas.
—¡Y una mierda va a cerrarlas! —le gritó Jed.
El hombre se abrió paso hacia él. Su sonrisa era ahora de auténtica satisfacción, y la hostilidad era evidente en su semblante.
—¡Y una mierda no va a cerrarlas! —exclamó.
Luego retrocedió y los hombres vestidos de negro se acercaron a Jed.
Ni siquiera pudo chillar.
4
Ginny se despertó tarde.
Tras incorporarse y desperezarse, vio que Bill no estaba en la cama. Oyó un ruido fuera y fue hasta la ventana del dormitorio para echar un vistazo a través de las cortinas. La noche anterior, antes de acostarse, habían hablado de ordenar el garaje, de donar algunos muebles viejos y baratijas al mercadillo baptista y de desprenderse de la basura inútil que habían ido acumulando con los años para poder entrar en el garaje. Ya habían hablado de ello un millón de veces y nunca habían llegado a cumplirlo, así que tampoco esperaba que fueran a hacerlo entonces. Pero Bill ya estaba despierto, y cuando se asomó a la ventana vio que había varias cajas en el camino de entrada y que Bill sacaba otra del garaje. Dio unos golpecitos en el cristal, y él se señaló un reloj imaginario en la muñeca para indicarle que se hacía tarde y que debería salir a ayudarlo.
Ginny se puso unos pantalones cortos y una camiseta y fue a la cocina a servirse una taza de café. Sam ya se había ido a trabajar, y Shannon estaba tumbada en el suelo del salón mirando la tele con un vaso de zumo de naranja vacío a su lado.
—¿Por qué no estás ayudando a tu padre? —preguntó Ginny.
—¿Y tú? —respondió su hija sin alzar siquiera los ojos para mirarla.
—Mira, lista, si encuentro algo tuyo en el garaje, lo donaré.
Shannon se incorporó.
—¡Ni se te ocurra! —exclamó. Cuando vio que su madre sonreía, añadió—: ¡Papá!
Ginny salió de la casa riendo. Bill se estaba secando el sudor de la frente con el dorso de la mano.
—Ya era hora —dijo.
—Dormía lo que necesito para estar guapa —se excusó.
—No funcionó —repuso su marido con una sonrisa burlona, y levantó las manos para protegerse al ver que su mujer se le acercaba por la grava—. Me lo has puesto en bandeja.
—¿Estás loco o qué? —dijo ella, dándole un puñetazo amistoso en el brazo.
Bill se irguió, orgulloso.
—Sí. Estoy loco por… la informática.
Ginny echó un vistazo a las cajas.
—¿Qué tiramos? ¿Qué guardamos? ¿Has encontrado algo de lo que estés dispuesto a desprenderte?
—Bastante, en realidad. —Señaló una caja junto a un abeto—. Ahí hay algunas de tus cosas. No sabía qué querías y qué no, así que pensé que querrías revisarlas.
Ginny se dirigió a la caja para mirar su contenido. Había una vieja placa de la asociación de madres y padres de alumnos que le habían dado cuando Sam estaba en primaria, un joyero que la madre de Bill le había regalado y que nunca le había gustado, un mantel a cuadros rojos y blancos doblado. Se agachó y empezó a revisar los objetos de modo que los movía hacia un lado o los cambiaba de sitio, pero sin sacar nada. Entre un libro de recetas de Betty Crocker y un calendario del Club Sierra de 1982, encontró una fotografía, una vieja instantánea Polaroid, y la cogió.
—¿Cómo llegó esto aquí?
En la foto se la veía a ella de adolescente, en algún momento de los años setenta, vestida según la absurda moda de la época. Estaba en algún concierto o en alguna concentración, y su mejor amiga, Stacy Morales, estaba a su lado posando delante de un puñado de chicas…
La concentración por la igualdad de derechos de las mujeres.
Lo recordó todo de golpe. Fue en la primavera de 1976: Su último año de secundaria. Stacy, ella y otras chicas de Cortez habían ido en la furgoneta de la madre de Stacy a la Universidad Estatal de Arizona, donde el centro de mujeres del campus había organizado una concentración para apoyar la Enmienda de Igualdad de Derechos. Había sido la primera vez que había estado en contacto con la vida universitaria, y los estudiantes, el campus, las ideas y los estilos de vida le habían causado una enorme impresión. Había vuelto sintiéndose revitalizada y fortalecida, como si pudiera hacer cualquier cosa. Fue como si se le hubiera abierto la puerta de un mundo totalmente nuevo. Al día siguiente, regresó a su instituto sintiéndose mucho mayor que sus compañeros, y sus notas mejoraron ese último semestre porque estudió más para asegurarse de poder acceder a una buena universidad.
Ahora, al mirar la foto, sintió una punzada de nostalgia. Detrás de Stacy había una estudiante que llevaba una camiseta en la que podía leerse, medio tapado, el eslogan: «Es bueno encontrar un hombre duro». Junto a ella, había una joven pechugona con la blusa levantada para mostrar las tetas a la cámara mientras gritaba llena de alegría. En aquella época, el sexo se consideraba una liberación, y habían tenido la impresión de que se estaba iniciando una nueva era. Los hombres ya no podrían dominar sexualmente a las mujeres. La píldora les había dado libertad, les había dado el control sobre su propio cuerpo, y el sexo iba a ser algo en lo que las mujeres participaran, no algo a lo que se las sometía.
Pero de eso hacía mucho tiempo. En la actualidad, muchas de las feministas eran tan malas como los machistas de antes. El movimiento tenía ahora una mojigatería, un miedo a la sexualidad que era más reaccionario y retrógrado que las actitudes de la mayoría de los hombres actuales. ¿Qué había pasado con los avances que habían hecho entonces? ¿Qué había pasado con la idea de «liberación»? Hoy en día, mujeres que se llamaban a sí mismas «feministas» abogaban por restricciones y censuras para intentar inhibir la libertad en lugar de ampliarla.
Se habían vuelto como las personas a las que estaban combatiendo.
Bill se acercó y miró la fotografía.
—¿Qué es? —preguntó.
—Nada —contestó Ginny.
—Allí hay otra caja para ti.
—Enseguida la miraré —asintió Ginny.
Volvió a echar un vistazo a la foto, se la metió en el bolsillo derecho de los pantalones cortos y siguió a Bill al garaje.
Tenía hora en la peluquería a la una, pero terminaron de ordenar el garaje a media mañana, y luego acompañó a Bill a la iglesia baptista y al basurero antes de volver para preparar el almuerzo. Comieron fuera, en la terraza, y después él lavó los platos mientras Ginny se daba una ducha rápida y se cambiaba de ropa. O, mejor dicho, él pidió a Shannon que lavara los platos. Porque cuando Ginny salió del baño, él estaba en su despacho, delante del ordenador, mientras Shannon terminaba de aclarar el fregadero en la cocina.
—Me dio dos dólares —explicó la niña.
—He estado trabajando toda la mañana —gritó Bill desde su habitación.
—La próxima vez, yo te daré tres dólares si te niegas para que los lave él —dijo Ginny a su hija.
—¿Tres dólares por no hacer nada? —rio Shannon—. Trato hecho.
—¡Cuatro! —gritó Bill.
—¡Tres dólares por no trabajar son mejor que cuatro dólares por hacerlo! —replicó Shannon—. ¡Lo siento, papá!
—Adiós —dijo Ginny tras sacudir la cabeza.
Por lo general, a Ginny le gustaba ir a la peluquería. Le gustaba hablar con las demás mujeres, ponerse al día de los rumores que se perdía en la escuela. Pero ese día el ambiente en Hair Today era lúgubre. Aunque siempre había visto a René alegre, la peluquera parecía realmente triste esa tarde. Apenas hablaba, y cuando lo hacía su voz era seca, brusca.
Los rumores volaban entre las mujeres del salón. Kelli Finch, cuyo marido era propietario del Walt's Transmission and Tuncup, había oído que el Almacén iba a abrir un taller mecánico y empezaría a hacer reparaciones, además de vender piezas de recambio. Maryanne Robertson, que trabajaba a tiempo parcial en The Quilting Bee, comentó que corría el rumor de que el Almacén iba a vender edredones contra reembolso.
René no dijo nada al principio, pero finalmente admitió que más de una clienta le había dicho que, en poco tiempo, el Almacén abriría un salón de belleza al lado de la cafetería.
—Muy pronto el centro de la ciudad estará totalmente muerto —aseguró con amargura.
Era algo que Ginny había observado pero de lo que todavía no era consciente. Y cuando René lo mencionó, le pareció que Main Street estaba excepcionalmente tranquila. Casi no había peatones, y sólo algún que otro coche pasaba por delante del escaparate. Hasta la peluquería parecía menos concurrida de lo habitual, aunque ello no podía atribuirse al Almacén.
Por lo menos, aún no.
—Quizá deberías montar una nueva peluquería al otro lado de la carretera, delante del Almacén —sugirió Maryanne—. Así, a la gente le sería cómodo ir. No tendrían que desviarse de su camino.
—¿Con qué? —respondió René con una mueca—. Ya estoy endeudada. ¿Cómo voy a conseguir el dinero suficiente para abrir otra peluquería? —Negó con la cabeza—. No, es esto o nada.
—Yo seguiré viniendo —prometió Ginny, y las demás mujeres se apresuraron a secundarla.
Se hizo un momentáneo silencio. El único ruido era el de las tijeras de René y el del agua del grifo que Doreen utilizaba para aclararle el pelo a Kelli.
—¿Os habéis enterado de lo de Jed? —preguntó Maryanne—. ¿Jed McGill?
Las que podían hacerlo, negaron con la cabeza.
—Ha desaparecido —agregó Maryanne.
—¿Desaparecido? —se sorprendió Ginny.
—Creen que se ha ido de la ciudad. Hace una semana que nadie lo ve, y en Buy and Save no saben si cobrarán el sueldo este mes.
—¿Qué ocurrirá entonces? —quiso saber Kelli.
—No lo sé.
—Buy-and-Save no puede cerrar. No hay ninguna otra tienda que venda comestibles —dijo Ginny.
—Está Circle K —sugirió Rene.
—Sí, claro —resopló Maryanne.
—Bueno, pues espero que el Almacén se dé prisa en abrir su departamento de alimentación. —Doreen cruzó el salón con Kelli y le indicó que se sentara en la silla que había al lado de Ginny—. Tenemos que comprar la comida en algún sitio.
—Pero ¿de verdad querrías comprar los comestibles en el Almacén? —preguntó Ginny.
—Tenemos que comprar la comida en algún sitio —repitió Doreen.
Ginny esperó un momento, pero nadie más contestó. Pensó en volver a preguntarlo, pero no estaba segura de querer oír la respuesta y lo dejó correr.
De vuelta a casa, pasó por el nuevo parque.
Un grupo de veinte o treinta niños hacía cola delante de la malla de protección. Detrás de las gradas y a la izquierda, habían instalado una gran pancarta azul que colgaba entre dos palos con la leyenda: «Apuntaos a la Liga de softball del Almacén».
Echó un rápido vistazo, pero vio que todos los niños parecían llevar el mismo uniforme de béisbol, y ese uniforme le resultó extraño. Demasiado oscuro. Vagamente militar. Le pareció que estaba fuera de lugar que lo vistieran niños tan pequeños. Le pareció mal.
Había dejado atrás el parque y era demasiado tarde para reducir la velocidad y mirar mejor, pero tendría que contarle a Bill lo de ese uniforme.
Y lo del taller mecánico.
Y lo de la peluquería.
Y lo de Jed McGill.