Capítulo 11

1

Bill no lo habría dicho nunca, pero se había vuelto adicto a la política local. Ahora iba a todas las sesiones públicas: de la Comisión de Urbanismo, del distrito sanitario, del ayuntamiento… Nunca se había dado cuenta de lo poco implicada que estaba la mayoría de la gente en su gobierno. En teoría, la política local era el ámbito en el que más voz tenía la gente. Sus representantes eran más sensibles a las preocupaciones individuales porque se hallaban cercanos al pueblo. Aun así, la gente estaba más familiarizada con los políticos nacionales, incluso con los políticos nacionales de otras partes del país, que con los cargos electos locales.

Quizá pudieran controlar más la política local que la nacional, pero también les interesaba menos.

Hasta hacía poco tiempo, él mismo había sido uno de los que no se implicaba. Había votado en todas las elecciones, pero su voto se había basado en percepciones generales más que en conocimientos concretos. Había seguido aquello de «si va bien, no lo cambies», y si no existían evidencias sobre la mala actuación de un concejal o un supervisor del condado, suponía que estaba haciendo bien su trabajo.

Pero ya no pensaba así. Si algo había aprendido al asistir a aquellas sesiones era que constantemente se tomaban decisiones que afectaban de forma negativa a la vida de las personas, pero que la mayoría de ellas no se enteraba nunca.

Y ésa era una de las razones de que le interesara tanto asistir a las sesiones.

Eso, y el hecho de que le resultaban fascinantes.

El pleno municipal no empezaba hasta las seis, pero a menos cuarto él ya ocupaba su asiento habitual junto a Ben. El director del periódico era la única persona que había en el salón de plenos y estaba concentrado señalando asuntos del acta del día que podría ampliar después para sus artículos. Tenía una bolsa abierta con un bocadillo de atún a medio comer en el regazo.

—Esto te parecerá interesante —comentó Ben, que señalaba un asunto del acta del día rodeado con un círculo—. Al parecer, el Almacén no sólo está construyendo el nuevo parque, sino que también será responsable de su mantenimiento. El ayuntamiento va a echar a uno de sus empleados de mantenimiento.

—¿A quién? —preguntó Bill.

—A Greg Lawrence.

—No lo conozco.

—Supongo que esta noche lo sabremos seguro —comentó Ben a la vez que sacudía la cabeza—, pero se dice que los empleados del Almacén se encargarán de limpiar el parque, de podar los árboles, de regar y segar el césped; de todo.

—Se quedan con los empleos de todas partes —gruñó Bill.

—Es el estilo de vida americano.

Quince minutos después, se abrió la sesión. Como de costumbre, el salón de plenos no estaba ni medio lleno. Sólo estaban Ben, él, un puñado de jubilados y de criticones, y varias personas que tenían temas pendientes con el ayuntamiento.

Después del juramento a la nación, la oración y las demás formalidades iniciales, la sesión abordó el tema del mantenimiento del parque. Tras leerse en acta, fue secundado y como se consideraba «un asunto antiguo», no hubo oportunidad de debatirlo públicamente. El pleno acordó de forma unánime aceptar lo que el concejal Bill Reid denominó «el gentil y generoso ofrecimiento del Almacén» de efectuar el mantenimiento del nuevo parque.

Greg Lawrence fue despedido.

El mismo alcalde presentó el primer punto de los «asuntos nuevos»: el déficit municipal previsto para el siguiente año fiscal. Leyó en voz alta un breve resumen del director financiero de Juniper en el que se afirmaba que si los gastos de explotación de la ciudad se mantenían al nivel actual, Juniper se quedaría sin dinero antes de llegar a la mitad del año fiscal.

—Evidentemente —dijo el alcalde—, tendremos que abrocharnos un poco el cinturón. Como todos sabemos, el condado tiene problemas financieros y se ha quedado con una gran parte de los ingresos de los impuestos sobre propiedades que solía asignar a los municipios.

—Debería asignarse a los municipios —dijo Bill Reíd.

—Exacto —coincidió el alcalde—. Y la consecuencia es que nos hemos quedado solamente con los ingresos por los impuestos sobre las ventas. Y con el cambio de base fiscal y el impacto que el reciente reajuste económico de Juniper ha tenido en los comercios del centro de la ciudad, los ingresos por impuestos sobre las ventas se han reducido considerablemente.

El alcalde carraspeó.

—También tenemos un importante gasto imprevisto al que tendremos que hacer frente a lo largo del próximo presupuesto fiscal. Si lo recuerdan, como parte de nuestro paquete de incentivos para atraer al Almacén a Juniper, prometimos facilitar el acceso de todos los vehículos al estacionamiento del Almacén. Inicialmente, el Almacén quería un carril adicional de entrada, construido en el lado oriental de la carretera, pero llegamos al acuerdo de redistribuir los carriles existentes en ese tramo de carretera con la promesa de construir el carril más adelante si fuera necesario.

»Bueno, pues un representante del Almacén nos ha remitido formalmente una solicitud por escrito para la construcción del nuevo carril, y nuestro estudio del tráfico ha confirmado que la redistribución es insuficiente para el flujo de tráfico que el Almacén genera. —Volvió a carraspear—. Lo que es una forma elegante de decir que estamos legalmente obligados a construir un carril de acceso que vaya desde el kilómetro 260 de la carretera hasta la entrada del Almacén.

—¿De dónde sacaremos el dinero para ello? —preguntó Hunter Palmyra.

—Se ha propuesto que reduzcamos el mantenimiento de las calles, los parques y los programas de ocio, así como otros servicios que no son básicos. Además, deberíamos plantearnos aumentar el importe de las licencias de obras y de las licencias para la tenencia de perros, así como asumir los gastos por llamadas al servicio de bomberos y policía, y deberíamos estudiar la posibilidad de externalizar servicios concretos que actualmente efectúan empleados municipales.

—A mí, particularmente, me gustaría ver un desglose de cada aumento impositivo propuesto, y cuánto ahorraríamos con la eliminación de cada programa, servicio o puesto de trabajo —indicó Palmyra—. No creo que ninguno de nosotros disponga ahora mismo de la información suficiente para poder abordar este tema con conocimiento de causa, y mucho menos para tomar ninguna decisión al respecto.

—Presento una moción para posponer el debate sobre el déficit municipal hasta la próxima sesión —sugirió Bill Reid—, y que el personal municipal nos proporcione los informes adecuados.

—Secundo la moción —dijo Palmyra.

—Admitámoslo a votación —asintió el alcalde—. ¿A favor?

Los cinco miembros del pleno levantaron la mano.

—¿En contra?

Nadie.

—Se ha aprobado la moción por unanimidad.

Ben se inclinó hacia su amigo.

—Esto significa que en la próxima sesión será un «asunto antiguo» —susurró—. El público asistente no podrá comentarlo. Inteligente, ¿verdad?

Bill no respondió. Toda la sesión, la forma en que se había celebrado, los asuntos que se estaban tratando, nada de ello le gustaba. Aquellos cinco hombres (dos agentes de la propiedad inmobiliaria, un constructor que se había instalado en Juniper tres años antes, un funcionario del Estado jubilado procedente del este y un supervisor jubilado de la compañía telefónica AT&T) estaban suprimiendo empleos, despidiendo a trabajadores locales, cambiándole totalmente la cara a la ciudad para complacer al Almacén. No estaba bien, no debería permitirse que ocurriera. Quería levantarse y hacer un discurso apasionado en nombre de los ciudadanos de Juniper para defender sus derechos y sus preocupaciones, pero no sabía qué decir ni cómo decirlo, así que se quedó sentado en silencio.

El alcalde bajó los ojos hacia uno de los papeles que tenía delante.

—¿Hay alguna moción sobre el carril de acceso? —preguntó.

—Sí —asintió Dick Wise—. Presento una moción para que aceptemos la resolución tal como está redactada y corramos con los gastos de terminar la construcción de la carretera que se nos está exigiendo contractualmente, y que se adjudique la obra mediante un concurso público.

—Secundada —anunció Bill Reid.

La moción fue aprobada por unanimidad.

El alcalde revolvió los papeles que tenía en la mesa.

—De forma algo relacionada con ello, tengo aquí una solicitud firmada por los comerciantes del centro de la ciudad. Todos los de las calles Main y Allen. —Se volvió a derecha e izquierda para mirar a los miembros del pleno que lo flanqueaban en el estrado—. Confío que tendrán una copia. —Todos asintieron—. Muy bien. La petición solicita que suprimamos nuestra actual ordenanza sobre letreros o que permitamos exenciones temporales a esa ordenanza. En concreto, nos piden que permitamos que se coloquen carteles en la parte delantera de las tiendas o los negocios, en las fachadas o en las farolas.

Bill echó un vistazo alrededor de la sala.

—¿Cómo es que no hay ningún comerciante? —preguntó a Ben—. ¿Dónde está Street?

—¿Cómo es que no está en el acta del día? —terció el director del periódico, sacudiendo la cabeza—. Están intentando hacer un chanchullo. Pues ya tengo noticia. Voy a desenmascararlos.

El alcalde dirigió una mirada a Ben.

—De acuerdo con el apartado cuarto —dijo—, párrafo quinto de la Carta Municipal de Juniper, presento una moción para que la solicitud de cambios, exenciones y/o variaciones de la ordenanza sobre letreros se añada al acta del día.

—Secundada.

Aprobada.

—Someteremos este asunto a debate público —indicó el alcalde.

Un hombre anodino, que había estado sentado discretamente en silencio al fondo de la sala, se levantó y se dirigió al atril.

—Por favor, diga su nombre y su dirección —pidió el alcalde.

—Me llamo Ralph Keyes. Estoy aquí como representante del Almacén, situado en el número 111 de la carretera 180. —La voz del hombre era suave, segura, sin ningún acento perceptible—. Me gustaría manifestar para que constara en acta que conceder exenciones a la actual ordenanza sobre letreros implicaría un trato preferente a ciertos comercios y constituiría una competencia injusta. Si el ayuntamiento adoptara semejante acción, nos veríamos obligados a protestar y a litigar por este asunto. En nuestra opinión, la ciudad no debe promocionar ni defender determinados negocios. —Extendió los brazos y esbozó una sonrisa nada sincera—. Se supone que estamos en un país libre con un sistema de mercado libre. Por su propia naturaleza, algunos negocios prosperarán y otros no. El gobierno no debe interceder por determinados comerciantes simplemente porque son incapaces de mantenerse a flote en el mercado. —Keyes asintió respetuosamente en dirección al alcalde—. Gracias, señor alcalde.

Regresó a su asiento en el fondo de la sala, y el alcalde echó un vistazo al escaso público asistente.

—¿Desea alguien más hablar sobre este asunto? —preguntó.

Bill se levantó para acercarse al atril.

No pensó lo que hacía, simplemente lo hizo, y ni siquiera estaba seguro de lo que quería decir.

—Me llamo Bill Davis —anunció por el micrófono—. Vivo en el número 121 de Rock Springs Lane. He oído lo que ha dicho el señor Keyes, y comprendo su postura y la postura del Almacén, pero debo decirles que estoy en total desacuerdo con él. Según han admitido ustedes mismos, el ayuntamiento proporcionó incentivos al Almacén para que se instalara en Juniper. Se flexibilizaron o se ignoraron normas, se concedieron exenciones. Creo que lo único que están pidiendo los negocios locales es que se les ofrezca la misma flexibilidad, que se les permita competir a un mismo nivel. A ver, están construyendo carreteras para el Almacén. Lo mínimo que pueden hacer es dejar que algunos de nuestros comerciantes locales cuelguen carteles delante de sus tiendas para que la gente sepa qué venden, qué ofrecen, de qué disponen. No es una petición disparatada. Y en cuanto a la idea de la intervención del gobierno municipal, éste fue elegido por el pueblo de Juniper para hacer lo mejor para la ciudad. Eso significa que debería tender una mano amiga a nuestros negocios locales del mismo modo que hizo con esta empresa de ámbito nacional. Eso sería en interés de sus electores. Para eso los votaron.

—Gracias, señor Davis —asintió el alcalde—. A mí también me gustaría manifestar mi apoyo incondicional a nuestros comerciantes y negocios locales. No hay duda de que son la columna vertebral de nuestra ciudad. Pero, por desgracia, nuestro Plan Rector prohíbe específicamente la exhibición de letreros y carteles de la clase que se incluye en esta solicitud.

—¡El Almacén no tuvo que ajustarse a ninguna de las determinaciones que contiene el Plan Rector! —protestó Bill.

—No, eso era un caso especial. Hicimos una excepción a la norma. Pero no cambiaremos la norma simplemente porque hicimos esa excepción. Y debo añadir que el Almacén es en este momento el mayor empleador de Juniper. No creo exagerar si digo que nuestra economía local depende de lo bien que le vaya al Almacén. Sabíamos que iba a ser así, y por ello le ofrecimos los incentivos. Para fortalecer la economía de nuestra ciudad.

—Pero acaba de decir que la ciudad tiene menos dinero, que va a tener que recortar programas y despedir gente. Los negocios locales están agonizando…

—Se le acabó el tiempo, señor Davis —anunció al alcalde—. Gracias por sus comentarios.

—No he terminado.

—Sí que ha terminado.

—Me gustaría que me concedieran un poco más de tiempo —insistió Bill.

—Denegado. Siéntese, por favor, señor Davis, y ceda el turno para que los demás puedan hablar.

Pero nadie más quiso hablar. Después de un rápido debate entre ellos, los miembros del pleno votaron para denegar la solicitud de los negocios locales.

—Democracia en acción —sonrió Ben con cinismo.

—Imbéciles —dijo Bill a la vez que sacudía la cabeza.

Permaneció sentado el resto de la sesión, que trató sobre asuntos rutinarios que no ofendían ni afectaban a nadie, y que se despacharon rápidamente. Al término de la sesión, se apresuró a levantarse y se dirigió hacia las sillas del fondo. Quería hablar con Keyes, el representante del Almacén.

Sin embargo, aunque no había visto que nadie abandonara el salón, aunque no se había abierto o cerrado ninguna puerta, no había rastro de Keyes.

Bill salió a toda velocidad y repasó el pequeño estacionamiento con la mirada, pero estaba vacío.

El hombre había desaparecido.

2

Bill se sentó ante su ordenador, dándole vueltas al asunto.

Se quedó mirando la página de instrucciones que acababa de terminar. El programa para el que estaba redactando la documentación iba a dejar a muchas personas sin trabajo. Puede que suprimiera un departamento entero, demonios. Aquel sistema contable podían llevarlo dos personas, un supervisor y un operador de entrada de datos, en lugar del grupo de personal contable de las oficinas centrales del Almacén.

Saber que su trabajo contribuía a las «reducciones de plantilla», las «reestructuraciones» y las «externalizaciones» del país, el hecho de que se ganara la vida a costa de los demás era algo que siempre le había preocupado. Los sistemas diseñados por su empresa estaban creados para sustituir personas por programas informáticos, para reducir los costes de las nóminas y aumentar los márgenes de beneficios, para incrementar los dividendos que se pagaban a los accionistas sin ninguna consideración por los individuos que trabajaban para una empresa.

Pero, en realidad, nunca había pensado detenidamente en ello hasta entonces.

Lo que realmente le había hecho caer en la cuenta de la oblicuidad de Automated Interface era su relación con el Almacén. Lo irónico era que, aunque él estaba indirectamente contribuyendo a dejar a gente sin empleo, su trabajo era de lo más superfluo. En teoría, la documentación era necesaria. Había que proporcionar instrucciones y descripciones de los programas a los clientes que los compraban para que pudieran instalarlos en sus ordenadores y utilizarlos. Pero, en los tiempos que corrían, los programas no precisaban demasiadas explicaciones, las personas que los compraban solían ser duchos en informática, y los usuarios que tenían problemas solían llamar al servicio gratuito de atención al cliente para pedir ayuda al personal técnico.

La mayoría de la documentación que él redactaba permanecía intacta dentro de gruesas carpetas en los estantes de los clientes.

Era una situación deprimente, de la que se sentía culpable, pero no podía hacer gran cosa para cambiarla. Era su trabajo. Tenía una familia a la que ayudar a mantener (sin duda, no podrían sobrevivir solamente con el sueldo de Ginny), y no tenía otras aptitudes, desde luego, ninguna que pudiera proporcionarle un trabajo remunerado en Juniper. Como mínimo, tendrían que trasladarse a una ciudad más grande, a algún sitio donde pudiera incorporarse a una empresa importante. Era poco probable que otra compañía le permitiera trabajar a distancia desde su casa.

Además, le gustaba su trabajo. Eso también lo hacía sentir culpable.

No estaba de ánimo para seguir trabajando en instrucciones informáticas, así que grabó lo que había redactado en el disco duro y en un disquete, y se dispuso a comprobar sus e-mails. Tenía un mensaje de Street.

¡Qué grande eres, amigo mío! Me he enterado de lo del pleno municipal, y quiero que sepas que, en el centro de la ciudad, estamos todos muy impresionados por la forma en que nos defendiste. ¡Especialmente para ser alguien que siempre iba a comprar a Phoenix!

Gracias por presentar nuestro caso. Todo ayuda.

¿Quieres sumarte a la iniciativa legislativa popular?

¿Qué tal una partida de ajedrez esta noche?

Sonrió al leer el mensaje. Quizá no fuera un traidor después de todo.

Envió un mensaje a Street para aceptar una partida virtual y apagó el ordenador. Mientras contemplaba la pantalla negra, se preguntó qué pasaría si Street perdiera su tienda. ¿Podría encontrar un trabajo en la ciudad o tendría que trasladarse? Ya no era una simple especulación. La economía de Juniper había sufrido un cambio drástico, un cambio que sería permanente. El Almacén no iba a marcharse, y cualquier negocio que no pudiera coexistir con él estaría condenado a desaparecer.

Quizá Street lograra salir adelante, porque su tienda ofrecía una gran variedad de material electrónico de poca salida que al Almacén no le resultaría rentable. Pero muchos de los comerciantes locales vendían una pequeña selección de productos de uso mayoritario, y el Almacén no sólo los vendía más baratos, sino que ofrecía una gama más amplia. Esos negocios no lo conseguirían.

Sonó el teléfono. Era Williamson James.

—Gracias —dijo—. Gracias por colgar mi anuncio en Internet.

—¿Qué pasó?

—Encontré un comprador para el café.

—Eso es fantástico. ¿Quién es?

—No te lo vas a creer.

—¿Quién?

—El Almacén.

Bill no dijo nada.

—¿Sigues ahí? —preguntó el propietario del café—. ¿Bill?

—Estoy aquí —contestó Bill, y procuró que su voz no reflejara ninguna emoción.

—Y además, me va a pagar muy bien. He tenido mucha suerte. Muchísima suerte.

—Sí —dijo por fin Bill, con los ojos cerrados mientras aferraba con fuerza el teléfono—. Mucha suerte.

3

Ginny salió del cuarto de baño secándose el pelo y se quedó mirando a Bill, que estaba tumbado en la cama, apoyado contra la cabecera y con un libro abierto en el regazo. Su mirada era distante, lejana, y parecía no ver las páginas que tenía delante. Ginny lanzó la toalla al cesto de la ropa y se acercó a él.

—Oye —dijo—. ¿Qué tienes?

Bill alzó los ojos hacia ella. Sacudió la cabeza y dejó el libro boca abajo en la mesita de noche.

—Nada —contestó.

—Tienes algo —insistió Ginny mientras se sentaba a su lado en la cama y tomaba un frasco de crema hidratante que había en la mesita—. Cuéntamelo.

—No es importante.

—Como quieras.

—¿Cómo te fue el día, cariño? —preguntó Bill con su mejor sonrisa de marido enamorado.

Ginny empezó a ponerse crema hidratante en la cara.

—Excepto por los alumnos y por Meg, bien —dijo.

—Me alegro.

—¿Sabes qué? —comentó tras un instante—. Es extraño. Los chicos llevan más o menos una semana que parecen otros. Desde las vacaciones de Semana Santa. Sólo estuvieron unos días sin clases, pero es como si hubiera sido un año. Ahora se visten todos como si formaran parte de una banda, con los pantalones amplios, la ropa holgada…

—Las modas cambian. Ya lo sabes —rio él entre dientes—. Parece que la influencia de la MTV se deja sentir por fin en nuestra pequeña ciudad.

—No es eso. Es… —Sacudió la cabeza—. No sé cómo explicarlo, pero algo ha cambiado. No sólo se visten diferente, también se portan de otra forma.

—Venga…

—Tú no los conoces. Yo sí.

—Perdona.

—Sus padres les compraron exactamente las mismas prendas. Esas prendas.

—Si se las compraron aquí, es natural que compraran lo mismo. No hay mucho donde elegir.

—De eso se trata. No son prendas de Juniper, Arizona. Son prendas de Nueva York. Prendas de Los Ángeles. Y no es sólo una moda. Es más bien como si llevaran… uniforme. No es como si quisieran vestir así, es como si tuvieran que hacerlo, como si sus padres, sus amigos y todo lo que los rodea les obligara a ello, se lo exigiera. La presión del grupo que de repente se impone por completo. —Suspiró y empezó de nuevo a aplicarse crema hidratante en la cara—. No me gusta.

Bill estuvo callado un momento.

—Nos equivocamos —reflexionó; el tono de su voz era serio—. No deberíamos haber permitido nunca que Sam trabajara en el Almacén.

Ella había estado pensando lo mismo, pero le resultó extraño oírselo decir a su marido, y se sintió obligada a defender a su hija.

—Es lo que quiere hacer —dijo—. Además, tiene dieciocho años. Es mayor de edad. Tiene que vivir su propia vida.

—Puede que tenga dieciocho años —repuso Bill—, pero todavía es una niña. Y mientras viva en nuestra casa, bajo nuestro techo, seguirá nuestras normas.

—¿Así que quieres que deje su empleo?

—¿Tú no? —preguntó Bill, mirándola con los ojos muy abiertos.

—Creo que yo no soy quién para tomar esa decisión.

—Tienes razón —suspiró Bill, que se recostó en la cabecera y alzó los ojos al techo—. No sé qué hacer.

Ginny dejó el frasco de crema hidratante y se acurrucó a su lado en la cama. Le puso una mano en la pierna.

—Tal vez deberíamos hablar con ella —dijo.

—No. Tiene que ganar dinero para la universidad. Además, si le prohibimos que trabaje, se molestaría con nosotros. Incluso podría hacer algo… no sé, drástico.

—¿Estás seguro de que no la confundes con Shannon? —sonrió Ginny.

—Cada vez se parece más a ella.

Ginny también lo había notado. Pensó en la forma en que Sam había tratado a aquella clienta en el Almacén, en la actitud más bien malhumorada que había adoptado últimamente en casa. Semejante conducta no era propia de su hija, y eso la preocupaba.

—Quizá lo decida por sí misma —sugirió—. A lo mejor deja el empleo por su cuenta.

—A lo mejor —dijo Bill, poco convencido—. Eso espero.

—Yo también —aseguró Ginny. Un escalofrío le recorrió la espalda al pensar en la caravana negra, y se arrimó más a Bill—. Yo también.