Capítulo 10

1

Se suponía que Jake y ella habían ido de excursión. Hacía un día precioso, la temperatura era cálida y agradable, sin demasiado calor, y el cielo azul estaba cubierto de unas enormes nubes blancas, pero Shannon tuvo el presentimiento de que algo andaba mal. Jake estaba más apagado que de costumbre, no era el mismo, y parecía no preocuparle adónde iban. Normalmente elegía la ruta a seguir, y si ella hacía alguna sugerencia, la rechazaba. Pero ese día aceptaba todo lo que decía, y eso no era propio de él.

La tenía preocupada.

Caminaban en silencio, deteniéndose sólo para beber de las cantimploras. Por lo general andaban juntos, de la mano, deambulando por los senderos que recorrían el bosque, hablando íntimamente. Pero ese día lo hacían en fila india, con ella delante, y era casi como si hubiera ido de excursión sola. Tenía que mirar disimuladamente atrás para asegurarse de que Jake seguía ahí.

Aflojó el paso. No había llegado nunca tan lejos por ese camino. Más adelante, la ladera descendía por una colina hasta un pequeño cañón. A la derecha del sendero, varias charcas de aguas azul verdosas conectadas por un estrecho arroyo cubrían el fondo del cañón. A la izquierda, en el fondo del cañón, había un prado.

—¿Quieres bajar? —preguntó Shannon tras volverse hacia Jake.

Él se encogió de hombros, y Shannon empezó a caminar.

Quince minutos después, estaban en el fondo del cañón y Shannon sentía ganas de llorar. A pesar de que habían descendido muy juntos, no se habían tocado ni tomado siquiera de la mano. Jake no la había ayudado a bajar las partes escarpadas.

No había ninguna duda de que algo andaba mal.

Inspiró hondo y lo miró.

—¿Qué te pasa? —preguntó—. ¿Qué tienes?

—Nada.

—Hay algo. —Se quedó un momento mirándolo—. Oh, Jake —dijo, y se acercó para abrazarlo, pero él le sujetó las muñecas antes de que pudiera hacerlo y la mantuvo a distancia. No la miraba a los ojos, y a Shannon se le cayó el alma a los pies. Sabía lo que iba a ocurrir.

—Creo… que no deberíamos seguir saliendo juntos —anunció Jake.

—Crees que… Yo pensaba que… —dijo con la boca seca y la vista nublada de repente. Carraspeó antes de añadir—: Yo te amo.

—Creo que ha llegado el momento de que empecemos a salir con otras personas —añadió Jake, que seguía sin mirarla a la cara.

—¡Hay otra! Por eso…

—No —replicó Jake—. Ésa no es la razón.

—¿Cuál es entonces?

—Mi trabajo.

Shannon iba a decir algo, pero sacudió la cabeza, insegura de haberlo oído bien.

—¿Qué? —preguntó por fin.

—Tengo prohibido salir con alguien si no está en el Almacén.

—¿Si no está en el Almacén? ¿Quieres decir que tienes que tener tus citas allí? ¿Dónde? ¿En la cafetería? ¿En el departamento de ferretería?

—No. No puedo salir con nadie que no trabaje en el Almacén.

—¡Eso es ridículo! ¡No pueden hacer eso!

Por primera vez, la miró a los ojos, y Shannon no vio nada en los de él: ninguna tristeza, ningún remordimiento, ningún pesar.

—No quiero salir con alguien que no trabaja en el Almacén —aseguró Jake.

—Puedo conseguir un trabajo allí. Puedo…

—No.

Se dio cuenta de que parecía estar desesperada, pero no podía evitarlo.

—Te amo —repitió.

Jake sacudió la cabeza.

—Me temo que vamos a tener que dejar de vernos.

Quería recordarle todo lo que habían vivido juntos, todo lo que habían hecho. Se lo habían montado en ese mismo sendero, un kilómetro más arriba. Habían ido al baile de invierno juntos y habían hecho el amor después. Habían comido del mismo helado con cucurucho: él lo lamía por un lado y ella por el otro. Habían hecho todo lo que las parejas solían hacer. Incluso habían estado a punto de tener un hijo juntos. ¿No significaba nada todo eso para él?

Quería decirle todo esto y mucho más, pero por su mirada vacía y por su expresión impasible, supo que no le serviría de nada. No podía apelar a sus sentimientos. A Jake no le importaba.

Para él, la relación ya había terminado.

Cerró los ojos para intentar no llorar. ¿Por qué había ido de excursión con ella? ¿Por qué no le había dicho de entrada que todo había terminado? ¿Por qué había esperado a estar en medio de la nada para soltarle aquello?

—¿Estás bien? —le preguntó Jake.

—¡Vete a la mierda! —gritó.

Su intención había sido limitarse a asentir, mantenerse digna y fingir que él no significaba nada para ella, que lo que le había dicho no tenía ninguna importancia.

Pero lo amaba.

—¡Vete a la mierda! —repitió.

—Será mejor que volvamos —repuso él con indiferencia.

—¡No volvería contigo aunque fueras la única persona que quedara sobre la faz de la Tierra! ¡Vete al diablo, cabrón! ¡Vuelve tú solo!

—Si es lo que quieres.

Entre lágrimas, vio cómo se alejaba camino arriba. Pensó otra vez en Sonrisas y lágrimas, cuando, al final, Rolf entrega a la familia y traiciona así su amor por el bien del partido.

Era como Jake y el Almacén.

—¡Nazi! —le gritó—. ¡Nazi de mierda!

El eco de sus gritos retumbó por el cañón. Pero Jake no se volvió.

2

Sábado. Primer día de trabajo de Samantha.

Ginny se levantó temprano para prepararle un desayuno especial. Su favorito: tortilla de patatas. Sin embargo, su hija sólo toqueteó la comida.

—No tendremos otro caso como el de Shannon, ¿verdad? —bromeó Ginny—. Espero que no te vuelvas anoréxica.

—No, mamá —respondió Samantha con una sonrisa mecánica. Dio unos bocaditos a la tortilla de forma teatral, pero cuando le pareció que su madre ya no la miraba, dejó el tenedor.

Ginny frunció el ceño. Tres semanas atrás, la idea de conseguir un empleo en el Almacén tenía a Sam eufórica y de lo más entusiasmada. Pero desde la primera entrevista, parecía… otra. Desde luego, ya no estaba eufórica. La última semana, desde que había empezado a asistir al curso de formación nocturno, parecía muy retraída.

Era como si trabajar en el Almacén fuera algo que hiciera por obligación, algo a lo que se había comprometido pero de lo que hubiera recelado por algún motivo.

Ginny quería decirle a su hija que no tenía que seguir adelante si no quería, que podría encontrar trabajo en otra parte.

Pero no dijo nada.

—Tengo que ir a arreglarme —anunció Samantha—. No puedo llegar tarde el primer día.

Retiró la silla de la mesa y se fue a su cuarto para ponerse el uniforme.

Unas horas después, Ginny fue hasta el Almacén.

Fue sola, sin decírselo a nadie, con la única intención de echar una ojeada a su hija a hurtadillas. Era mejor así. Si Bill la acompañaba, haría una escena. Y Shannon intentaría avergonzar a su hermana a propósito. Seguramente, el mero hecho de verla allí incomodaría a Sam, pero era el primer día de su hija en su primer trabajo, y quería estar presente.

Lo curioso del caso era que Sam era la única persona de su círculo que había conseguido un empleo en el Almacén. Frieda Lindsborg había solicitado un cargo de dependienta en el departamento de moda femenina y Dar, el marido de Sondra Kelly, había pedido trabajar en el de ferretería, pero no habían contratado a ninguno de los dos. En cambio, habían contratado a Bob Franklin, que había sido un borracho y un vago y que ni siquiera había podido conservar un empleo de basurero en la empresa de su cuñado, como «guía», es decir, como uno de los empleados que guiaban a los clientes al pasillo correcto cuando buscaban un producto concreto. Y habían contratado a Ed Brooks, que no era mucho mejor que él, como mozo de almacén. Los había visto a ambos en el Almacén, y tenía que admitir que parecían adecentados y competentes, pero no entendía cómo los habían preferido a Dar o a Frieda, o a cualquiera de los demás solicitantes más capacitados de Juniper.

Lo que la hacía sentir intranquila con respecto a Sam.

Estacionó el coche y entró en el Almacén. El joven que la saludó en la puerta y le ofreció un carrito le pareció algo meloso, y varios de los dependientes y guías que le salieron al paso al recorrer el edificio le resultaron igualmente desagradables. Mientras empujaba el carrito por el departamento de electrodomésticos, un dependiente uniformado apareció a su lado y le preguntó si necesitaba ayuda. Respondió que no, siguió adelante y otro dependiente se le acercó en la sección de calzado femenino para ofrecerse a ayudarla a elegir. Pero ella le explicó que no había ido a comprar zapatos.

No le habían gustado nunca los vendedores, y siempre se había sentido incómoda en los establecimientos cuyos empleados la rondaban y observaban todos sus movimientos. Le gustaba que la dejaran sola para comprar tranquila. Al principio, el Almacén lo hacía de ese modo, pero ahora parecía que aumentaba la presión, que se gastaba más tiempo y energía observando a los clientes.

Eso no le gustaba.

Pensó en la caravana de camiones negros que había visto dirigirse a Juniper aquella noche. No se lo había mencionado a Bill, aunque no sabía muy bien por qué. No lo había olvidado. De hecho, cada vez que había ido al Almacén o siquiera oído mencionar ese establecimiento, el recuerdo de los camiones había acudido de inmediato a su cabeza. A pesar de esto, compraba en el Almacén, había dejado que Sam solicitara un empleo allí y fingía que nada iba mal.

¿Iba algo mal?

No estaba segura, y quizás ésa fuera la razón de que hubiera preferido guardar silencio. Aquella noche había tenido una sensación sobrecogedora, una inquietud indefinida, pero podría deberse a las circunstancias: la oscuridad, la soledad, el hecho de que el resto de su familia estuviera durmiendo. Por aquel entonces, Bill ya estaba bastante paranoico, y no había querido fomentar su obsesión contra el Almacén.

Pero parecía haberla superado, y ahora ella se preguntaba si habría sido justificada. Había algo extraño en el Almacén, algo…

—¡Ginny!

Se volvió al oír la voz. Meg Silva estaba en el pasillo de su derecha, con una pieza de tela en las manos.

Ginny esbozó su mejor sonrisa postiza. Meg era la última persona a la que quería ver en aquel momento, pero saludó con la cabeza a la profesora y se acercó para hablar con ella. Meg la sometió a diez minutos de quejas sobre todo un poco, desde los niños que tenía en su clase ese año hasta la calidad de la tela importada de Tailandia, pero Ginny pudo por fin zafarse de ella aduciendo que tenía que apresurarse a terminar de comprar porque Bill necesitaba el coche.

—Bueno —dijo Meg—, ya nos veremos el lunes, entonces.

—A no ser que me toque la lotería —sonrió Ginny.

—Lo mismo digo.

Ginny se despidió y empujó el carrito hacia la sección de bebés, donde Sam tenía que estar trabajando.

Cuando pasó junto al departamento de ropa de cama, oyó a una pareja que hablaba en el pasillo siguiente.

—Admiten pagos a plazos —comentaba el hombre—. Podemos comprar ese televisor y también la cuna.

—No creo que sea buena idea endeudarnos —contestó la mujer.

Ginny pensó que seguramente tendría razón, pero no dijo nada y siguió andando.

Vio a Sam delante de ella. Su hija miraba en otra dirección, ya que estaba hablando con una mujer que echaba un vistazo a los pijamas de bebé. Ginny dirigió enseguida el carrito hacia un pasillo lateral con la intención de ponerse detrás de Sam y observarla sin que ella pudiera verla. Llegó al final del pasillo, giró a la izquierda y se detuvo detrás de unos estantes altos que contenían diversas sillitas.

—¿Son ignífugos estos pijamas? —oyó preguntar a la mujer.

—No lo sé —contestó Sam.

—¿Lo pone en algún lugar de la etiqueta?

—No lo sé.

—¿Podría ayudarme a encontrarlo?

—No.

Ginny se quedó estupefacta. La actitud de Sam hacia la clienta no sólo era brusca, sino también maleducada, y no era nada propio de ella. Por lo general, era simpática, animada, jovial. Especialmente con los desconocidos. De las dos hijas, era la más serena y fácil de tratar. Shannon era la más desabrida.

—No es asunto mío cumplir sus deberes de madre —indicó Sam—. Yo sólo trabajo aquí. Soy una simple dependienta.

Ginny frunció el ceño. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué le ocurría a Sam? No podían haberle dicho que actuara así, ¿verdad? ¿Era eso lo que le habían estado enseñando en el curso de formación nocturno al que había asistido la semana anterior?

Puede.

Ahora que Ginny pensaba en ello, durante las últimas semanas varios empleados del Almacén habían sido groseros con ella. De hecho, en aquel establecimiento jamás la habían tratado normalmente. Los dependientes habían sido empalagosos y serviles, o maleducados y despectivos. No habían sido nunca simplemente corteses o profesionales.

—No me gusta su actitud, jovencita. —Era evidente que la mujer tenía carácter y no iba a tolerar que la trataran de esa forma—. Voy a hablar con su jefe.

Ginny casi pudo oír la indiferencia en la voz de Sam:

—Hágalo.

La mujer se alejó con el carrito, y Ginny hizo lo mismo para marcharse, preocupada, de la sección de bebés.

3

—Venga, cuéntanos cómo te fue —dijo Denny.

—¡Llegó hasta el final, el muy cabrón!

—¡Qué va! —Denny dirigió la mirada de A. B. a Chuck—. No pudo ni tocarle la mano siquiera.

—Palabras mayores, novato —repuso Chuck—. Palabras mayores.

Denny sacudió la cabeza. Los tres estaban sentados a una de las mesas de plástico del restaurante del Almacén, zampando comida basura, diciendo tonterías y mirando las chicas que pasaban por allí. Chuck había salido con Audra McKinley la noche anterior, y aunque por una parte esperaba que su amigo hubiera llegado hasta el final con ella para poder oír los detalles íntimos, por otra esperaba que ella le hubiera dado un bofetón si había intentado tocarla siquiera. Le gustaba Audra, se dejaría cortar un huevo para salir con ella, y pensar que había salido con su amigo en lugar de con él lo ponía muy celoso.

Pero Chuck era valiente. Y se lo había pedido.

A. B. miraba asqueado cómo Chuck se tragaba el último bocado de su perrito caliente.

—Somos lo que comemos, ¿sabes? —le soltó.

—Imposible —sonrió Chuck—. Si fuera así, sería un coñazo.

—Lo eres —rio Denny.

—No, no lo es. Es una salchicha de Frankfurt —añadió A. B.

A su alrededor, otros clientes comían sushi y quiche, así como otros platos modernos que el Almacén intentaba endilgarles a todos cuello abajo. Pero los tres se habían puesto firmes y habían dicho que era mejor que el restaurante empezara a servir la misma clase de comida que Georges si quería captar sus clientes, y el Almacén había cedido a sus exigencias culinarias incluyendo en la carta hamburguesas con patatas fritas, perritos calientes y batidos.

Ahora Denny y los chicos se pasaban allí todo el tiempo. De hecho, la comida del restaurante era tan buena que ni siquiera recordaba la última vez que habían ido a George's. Aunque le daba lo mismo. El centro de la ciudad estaba muerto. Toda la actividad se concentraba en el Almacén.

Y además, tenía aire acondicionado.

Denny se terminó las patatas fritas y se metió en la boca lo que quedaba de los cubitos en su vaso de cola.

—Vamos a mirar los juegos —sugirió A. B.—. Puede que tengan el nuevo Doom.

—O el nuevo Mortal Kombat —asintió Chuck.

—Algo.

Denny seguía masticando el hielo. Intentó decir que sí, pero la palabra le salió incoherente, embrollada.

—No se habla con la boca llena —lo riñó Chuck—. ¿No te lo dijo tu mamá?

—Lo hizo la tuya —respondió Denny tras tragarse el hielo—. Pero no la entendí porque, en aquel momento, yo le estaba llenando la boca a ella.

—Y una polla.

—Exacto.

Los tres se levantaron, dejaron la mesa y salieron del restaurante.

—¿Puedo indicarles el pasillo que buscan?

Los tres dieron un brinco al oír la voz. Denny se volvió y vio que un hombre alto de aspecto intimidatorio, vestido con el uniforme del Almacén, estaba justo detrás de ellos. El hombre sonrió, y Denny tuvo que aclararse la garganta para hablar:

—Estamos buscando los videojuegos…

—Los videojuegos nuevos —especificó A. B.

—Los buenos —añadió Chuck.

El hombre sonrió aún más.

—Acompáñenme —dijo.

Avanzando con facilidad entre los clientes, dejó atrás las cajas y los expositores de productos. Corrieron tras él, en fila india, hasta que estuvieron en el departamento de electrónica.

Sólo que…

Sólo que Denny no recordaba haber estado nunca en ese pasillo.

Había pasado mucho tiempo en ese departamento, como todos ellos, mirando juegos, vídeos, cedés, equipos estéreos y televisores, pero jamás había visto lo que había allí. Repasó los títulos del estante que tenía delante: Poder blanco; Dominio blanco; La diversión de los tres agujeros de Sally; Matanza de negros…

—Aquí tienen, muchachos. —El hombre señaló los estantes que había a ambos lados del pasillo—. Espero que encuentren lo que están buscando.

Tras saludarlos con la cabeza, se marchó a grandes zancadas.

—Caramba —dijo A. B. al ver los títulos.

—¡Es genial! —sonrió Chuck.

Denny tomó la caja de un juego: Violada y asesinada. Asintió y sonrió.

—Sí —dijo—. Genial.

Frieda Lindsborg estaba sentada en la silla central de calzado femenino mientras el dependiente iba a ver si tenía las sandalias que ella quería en negro. Se desabrochó y se quitó las zapatillas deportivas, se recostó y cerró los ojos. Estaba cansada. Había estado comprando sin cesar, recorriendo la ciudad desde que había salido del trabajo, y llevaba de pie desde las tres de la mañana, cuando empezaba su turno en la panadería. Después de comprarse los zapatos, iría a alquilar un par de vídeos, regresaría a casa, se tumbaría cómodamente en el sofá y se pasaría el resto de la tarde viendo películas sin hacer nada.

Una mano le tocó el tobillo y empezó a bajarle el calcetín, y al instante abrió los ojos y apartó el pie.

—Encontré las sandalias en negro —dijo el dependiente—. Iba a ayudarla a probárselas.

Estaba sentado en un taburete, delante de ella, con una caja de zapatos que contenía las sandalias abierta en el suelo junto a él, y Frieda se sintió inmediatamente culpable por su pequeño ataque de pánico. Volvió a extender el pie derecho y le permitió que le quitara el calcetín.

—Perdone —se disculpó—. He tenido un día muy largo.

—No se preocupe. —El dependiente dejó caer el calcetín al suelo, le levantó el pie y se lo observó. Lo giró con cuidado hacia la izquierda y, después, hacia la derecha. Con una mano le sujetaba la pantorrilla, y empezó a acariciarle un lado de la pierna con la otra.

—Muy bonito —aseguró—. Muy bonito.

Todavía no le había quitado el otro calcetín, ni siquiera sacado una de las sandalias de la caja. La atención que le estaba prestando a su pie le pareció obsesiva, y se sintió intranquila cuando le siguió suavemente el contorno de los dedos del pie con un dedo. Pero… la situación tenía algo excitante; excitante y sensual.

El dependiente se puso el pie derecho sobre las rodillas y, a continuación, le tomó el otro pie para quitarle con cuidado el calcetín y masajeárselo del mismo modo.

Alzó los ojos hacia ella.

—¿Puedo olerle los pies? —susurró.

Frieda hizo una mueca de asco y trató de separarse de él, pero el dependiente le sujetaba con fuerza la pantorrilla y siguió acariciándole el pie suavemente, con delicadeza. Sin soltarle el pie, se levantó y apartó el taburete para arrodillarse ante ella.

Esta vez Frieda no intentó retirar el pie. Por mucho que detestara admitirlo, le gustaba la postura sumisa que el dependiente había adoptado, le gustaba que tuviera que alzar los ojos para mirarla mientras ella lo observaba desde arriba. Le pareció erótico, y deseó haber llevado falda en lugar de pantalones.

El dependiente no dijo nada, pero la miró con una sonrisa, le rodeó el dedo gordo del pie con la boca y empezó a chupárselo.

Frieda cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y trató de ofrecerle mejor el pie. No había experimentado nunca nada parecido. Era una sensación deliciosa, y arqueó la espalda mientras intentaba no gemir.

El dependiente le chupó, uno a uno, todos los dedos del pie.

De ambos pies.

Finalmente, Frieda abrió los ojos y miró a su alrededor. Había gente hablando detrás de los estantes de zapatos de salón que había delante de ella, y más gente pasaba por el pasillo principal empujando carritos, pero el dependiente y ella estaban solos en las sillas, y nadie los había visto.

El dependiente le sonrió con picardía.

—¿Le gustaría probarse ahora las sandalias, señora?

—Humm, no —contestó, todavía jadeante—. No será necesario.

Se levantó con los pies descalzos, se arregló el pelo y se alisó los pantalones.

—Me llevaré dos pares —afirmó.