1
No había ventanas en la habitación, nada en las paredes. Parecía la celda de una cárcel o una sala de interrogatorios de la policía. Sólo había una puerta, una mesa con dos sillas y un tubo fluorescente situado en medio del techo.
Samantha se movió nerviosa en su asiento para adaptar las nalgas a la dureza de la silla. Procuró conservar la calma y mantener una expresión agradable en la cara. Sabía que era probable que la estuvieran observando, examinándola desde detrás de una pared o a través de alguna cámara oculta, y si quería conseguir el trabajo, tenía que asegurarse de dar una buena impresión.
El señor Lamb entró un momento después, con los ojos puestos en una tablilla que sujetaba lo que debía de ser su solicitud.
—Perdone la demora —se excusó.
—No pasa nada.
Lo miró mientras repasaba su solicitud y señalaba algunos puntos con un bolígrafo rojo. El director de personal tenía algo que la ponía nerviosa, algo en su expresión implacable: la frialdad de sus ojos, tal vez, o la sonrisa que se entreveía en sus labios finos. No le gustaba estar a solas con él, y deseaba que hubiera alguien más allí, otro director o un ayudante. Alguien.
—Empecemos por el principio —dijo el hombre—. Tenemos que hacerle un breve test de aptitud para determinar sus habilidades y sus cualificaciones.
Samantha asintió cuando el señor Lamb le entregó dos hojas grapadas y una segunda tablilla que llevaba oculta bajo la primera.
«¿Por qué no me lo dieron junto con la solicitud? —se preguntó—. ¿Por qué tengo que hacerlo ahora?»
Pero se limitó a tomar el bolígrafo que le ofrecía y empezó a responder las preguntas de la hoja superior. Él miraba en silencio cómo llevaba a cabo el test. No podía verle la cara con claridad, ya que sólo lo captaba con su visión periférica, pero tenía la sensación de que la contemplaba sin pestañear, con los ojos tan quietos como su cuerpo, y eso la hacía sentir incómoda.
Terminó el test lo más rápido que pudo y le devolvió la tablilla.
—Gracias. —Echó un vistazo rápido a la página superior y, después, alzó los ojos hacia ella—. Puede que sepa, o puede que no, que el Almacén tiene una política de tolerancia cero con respecto a las drogas.
—Ningún problema. —Samantha sonrió educadamente.
—Si va a trabajar aquí, tendrá que someterse a un polígrafo y a un análisis para detectar el consumo de drogas.
—De acuerdo.
—Traeré el polígrafo —anunció el señor Lamb tras levantarse.
Samantha observó, confundida, cómo volvía a salir de la habitación. La mujer que la había llamado por teléfono le había dicho que tenía que ir a hacer una entrevista, pero el señor Lamb no le había hecho ninguna pregunta. Había esperado contestar las dudas que hubiera suscitado su solicitud, aclarar cualquier cosa que quisieran saber sobre ella para, básicamente, venderse como posible empleada. Pero había hecho un test de aptitud y estaba a punto de someterse a un detector de mentiras. ¿Había conseguido ya el empleo? Casi lo parecía, como si aquéllos fueran sólo los requisitos previos, los trámites que tenía que cumplir antes de que la contrataran oficialmente.
El señor Lamb regresó un momento después, empujando un aparato de aspecto peculiar sobre un carrito con ruedas. El armazón de la máquina tenía el tamaño de un televisor pequeño, pero en la parte superior del carrito descansaba un par de cables rojos y negros, y en el estante inferior había varios cables más conectados a lo que parecía una batería.
El director de personal dejó el carrito a su lado y empezó a desenredar los cables.
—Esto es el polígrafo —explicó—. Yo le haré la prueba, pero los resultados quedarán registrados para que los evalúen en las oficinas centrales ya que no estoy cualificado para interpretarlos. —Se volvió hacia ella—. Quítese la blusa y el sujetador, por favor.
—¿Cómo? —exclamó Samantha, pestañeando.
—El polígrafo mide la reacción galvánica de la piel. El seno es la zona más sensible y, por tanto, la más reveladora. Nos evita tener que volver a hacer la prueba.
—Creo que preferiría hacerla dos veces si es necesario —aseguró Samantha después de humedecerse los labios, nerviosa.
—Lo siento. Es la política de la empresa. Hacer varias pruebas cuesta demasiado dinero. Sólo la hacemos una vez. Quítese la blusa y el sujetador, por favor.
No había nada que la retuviera allí, nadie que la obligara a someterse a aquello. Podía levantarse y marcharse sin mirar atrás. No le darían el trabajo, pero no mostraría su cuerpo a ese hombre repulsivo y falso. Ya encontraría trabajo en otra parte. Tal vez en George's. O en Buy-and-Save. O en el KFC.
Empezó a desabrocharse la blusa.
Lo hizo sin saber por qué, pero recorrió metódicamente la columna de botones para pasarlos por el ojal, fingiendo que no le parecía raro, que no le suponía ningún problema, que era una persona adulta y buena profesional, y que estaba tranquila y dispuesta a hacer lo que fuera necesario para obtener el puesto de trabajo.
Se inclinó hacia delante, se quitó la blusa y se la dejó en el regazo. Se llevó las manos a la espalda y se desabrochó el sujetador.
—Gracias —dijo el señor Lamb, y de inmediato empezó a aplicarle sensores en la piel: unas plaquitas delgadas de metal recubiertas de plástico y con una especie de gel transparente que estaba helado. Le puso uno en mitad del pecho, justo bajo el cuello, uno sobre el seno izquierdo y otro sobre el derecho—. Levante los brazos, por favor.
Ella obedeció y bajó los ojos mientras él le aplicaba un sensor en cada axila. No se había sentido nunca tan desnuda en su vida, ni siquiera cuando Todd Atkins se había colado en el vestuario de chicas como resultado de una apuesta en el instituto y las había visto a ella y a Jenny Newman desnudas mientras se secaban con una toalla. Había sido una situación violenta, pero básicamente inocente, que seguramente asustaría a Todd tanto como a ellas, y había resultado excitante.
Pero esto era distinto. Allí sentada, en aquella habitación casi vacía, desnuda de cintura para arriba, que la observaran con tanta frialdad y naturalidad le parecía mucho más íntimo y degradante. Todos sus defectos parecían haberse acentuado. Tenía los pechos demasiado blancos en comparación con el resto del cuerpo, y los pezones demasiado pequeños. Observó cómo le aplicaba los delgados sensores y se vio el polvo blanco del desodorante bajo los brazos, así como el vello incipiente de las axilas. Parecía tener el ombligo sucio. Debería haberse depilado esa noche en lugar de la noche anterior. Debería haberse lavado mejor.
El señor Lamb le colocó otro sensor en el seno derecho. Dejó los dedos un poquito más de lo necesario, y le tocó el pezón. Acto seguido, hizo lo mismo en el seno izquierdo.
Esta vez le tocó el pezón con dos dedos.
Se sintió violada, humillada, avergonzada. Pero algo le impidió abofetearlo y marcharse. No necesitaba el trabajo. No tanto. No lo suficiente para degradarse. Pero se negaba a mostrarle ninguna debilidad, se negaba a darle la satisfacción de saber que la había afectado. Fingió no darse cuenta y se quedó mirando al frente, inexpresiva, para que él creyera que lo consideraba una formalidad rutinaria, que era algo a lo que había accedido ya muchas veces.
El señor Lamb le puso un último sensor en la tripa, se situó junto al carrito y empezó a girar botones y conectar interruptores. La máquina vibró, emitió un zumbido y después unos clics al ponerse en marcha.
Samantha siguió mirando hacia delante, concentrada en la pared opuesta.
El director de personal desplazó el carrito para dejarlo delante de ella y le dirigió una ligera sonrisa.
—Muy bien —dijo—. Ya podemos empezar. Responda sólo las preguntas que le haga, y respóndalas lo más precisa y concisamente que pueda. Por medidas de seguridad, la empresa grabará esta prueba en casete. —Carraspeó—. Solicitante número doscientos doce A —anunció—. Por favor, diga su nombre y su edad.
—Me llamo Samantha Davis. Tengo dieciocho años.
—¿Va al instituto?
—Sí.
—¿Cómo se llama el centro?
—Juniper High… Esto… Juniper Union High School.
—¿La han condenado alguna vez por robo?
—No.
—¿Consume alguna droga?
—No.
—¿Ha consumido alguna vez fármacos ilegales o sin receta?
—No.
—¿Ha vendido o ha estado en posesión de fármacos ilegales o sin receta?
—No. —Inspiró hondo. Estaba nerviosa a pesar de que jamás se había visto involucrada en nada que fuera remotamente ilegal. Se le aceleró el corazón y notó el pulso en la cabeza. ¿Afectaría eso al resultado de la prueba?
El señor Lamb ajustó un botón del polígrafo y alzó la vista para mirarla a los ojos.
—¿Ha practicado alguna vez una felación?
—¿Felación?
—Sexo oral con un hombre.
Lo miró estupefacta.
—¿Lo ha hecho? —insistió Lamb.
Ella negó con la cabeza.
—Por favor, responda las preguntas en voz alta.
—No —dijo en voz muy baja.
—¿Ha practicado alguna vez un cunnilingus?
—¿Cunnilingus?
—¿Le ha lamido la vagina a otra mujer?
—No —contestó.
—¿Ha practicado alguna vez un analingus?
—No. —Ignoraba qué podía ser eso, pero después de la última pregunta, se hacía una idea bastante clara.
—¿Ha infligido alguna vez algún daño mortal o causado daño intencionadamente a otro ser humano?
—No.
Samantha desvió la mirada del señor Lamb para dirigirla a su pecho, a los electrodos que tenía sobre la piel. ¿Qué clase de preguntas eran ésas? No sólo eran extrañas, sino que no parecían tener nada que ver con el puesto de dependienta. Empezó a preguntarse si serían ésas realmente las preguntas que el Almacén hacía a sus posibles empleados o si el señor Lamb se las estaba inventando. A lo mejor era un pervertido. Puede que estuviera grabando la sesión para su disfrute personal y no como documentación para el Almacén.
Pero eso no era posible. Al otro lado de la puerta había una secretaria y unas cuantas personas del departamento de personal. Y era evidente que el Almacén había proporcionado el detector de mentiras y el equipo de grabación al señor Lamb. No podría editar ni manipular los resultados de la entrevista antes de entregarlos.
No, el Almacén estaba al corriente de todo.
—Una última pregunta —agregó el señor Lamb—. ¿Ha soñado alguna vez repetidamente que destripaba a un miembro de su familia?
—¡No!
—Muy bien. —El señor Lamb le dio a un interruptor, lo que inició una nueva serie de clics—. ¿Lo ve? No ha sido tan difícil, ¿verdad?
Empezó a rodear el carrito para quitarle los sensores del polígrafo, pero Samantha no iba a permitir que la tocara otra vez y se apresuró a sacárselos. Cuando llegó a ella, ya se los había quitado todos. Le entregó la maraña de cables y rápidamente alargó la mano hacia el sujetador y la blusa.
—Ya casi estamos —indicó el señor Lamb, que dejó los cables revueltos en el carrito y lo empujó hacia la pared vacía del otro lado de la sala. Entonces, tomó de algún lugar del carrito una botella de cristal que tenía la forma de una garrafa de vino y volvió con ella en la mano—. Necesitamos que nos proporcione una muestra de orina para el análisis de consumo de drogas. Llénela —ordenó mientras le entregaba la botella.
Samantha notó que le ardían las mejillas de la vergüenza, y supo que se había puesto colorada.
—¿Dónde puedo…? —empezó.
—Aquí —respondió el señor Lamb de manera inexpresiva.
Samantha sacudió la cabeza, pensando que no lo había oído bien.
—¿Qué?
—Si se la lleva al baño, me sería imposible autentificarla —dijo Lamb—. Tendrá que hacerlo aquí mismo.
—¿Delante de usted?
—Delante de mí —asintió.
¿Se le habían curvado ligeramente los labios hacia arriba? ¿Estaba intentando ocultar una sonrisa? Samantha se sentía helada. No sólo padecía una vergüenza enorme, sino que también estaba asustada.
Y, de nuevo, nadie la obligaba a hacerlo. Nadie le apuntaba la cabeza con una pistola.
No exactamente.
Pero no le parecía que pudiera levantarse y largarse. Algo la retenía allí, tanto si era la presión psicológica como su incapacidad emocional para defenderse sola, y se le ocurrió que la estaban explotando, que se estaban aprovechando de ella.
Que la estaban acosando sexualmente.
Nunca había imaginado que pudiera pasarle a ella, pero ahora que se encontraba allí, envuelta en esa situación sin saber cómo, comprendió por qué las víctimas podían guardar silencio sobre lo que les había ocurrido, por qué podían mantenerlo en secreto y no contárselo a nadie.
Porque… en realidad, no había ninguna necesidad de contárselo a nadie. Podía manejarlo, podía superarlo, no la marcaría para siempre.
Podía sobrellevarlo.
—Llene la botella, por favor —insistió el señor Lamb.
Samantha asintió, se levantó y tomó la botella que le ofrecía. La dejó en la silla y se metió la mano bajo la falda para quitarse las braguitas, primero una pierna y después la otra para que no viera nada.
—La falda también, por favor.
Lo imaginó muerto, se imaginó dándole patadas en la cabeza en el suelo. Pero asintió, se quitó la falda y la dejó en la silla.
Ya no estaba helada. Hacía calor y una humedad terrible, y estaba sudando. Trató de imaginar qué dirían sus padres si estuvieran en la habitación, pero no pudo.
Se puso de cuclillas sin mirar al señor Lamb y se colocó la botella entre las piernas.
La llenó. Se levantó y se la entregó al señor Lamb.
—Gracias, señorita Davis —dijo éste, ahora sin disimular una sonrisa—. Con esto, finaliza nuestra entrevista. Puede volver a vestirse. La llamaremos y le diremos cuál es el resultado.
Samantha asintió y procedió a ponerse mecánicamente las braguitas y la falda.
No se echó a llorar hasta que estuvo fuera del Almacén y llegó al estacionamiento.
2
Otro día de fiesta.
Bill se despertó tarde, fue a hacer footing, regresó a casa y se preparó el desayuno. Tomó una ducha, miró un rato la tele, entró en Freelink para leer las noticias destacadas del día y decidió ir a dar una vuelta por la ciudad. No le importaba pasarse todo el día en casa cuando trabajaba, pero en el período de tiempo que transcurría entre un encargo y el siguiente, la casa le daba claustrofobia, y le gustaba salir lo máximo posible.
Fue a la tienda de Street, charló un rato con él y se dirigió después a la de Doane para ver si le había llegado alguna novedad musical.
Cuando abrió la puerta y entró en la pequeña tienda climatizada, Doane estaba al teléfono, de modo que lo saludó con la mano y se acercó a la caja de novedades, cuyos cedés empezó a repasar.
Aunque siempre se había considerado a sí mismo un fan del rock, tenía que admitir que la mayoría de sus compras recientes procedían de la sección de country: Lyle Lovett, Mary Chapin Carpenter, Robert Earl Keen, Roseanne Cash, Bill Morrissey. Se dijo que el rock and roll era una actitud, no un estilo musical concreto, y que si esos artistas hubieran actuado veinticinco años antes, sus discos se habrían incluido en la categoría de rock junto a James Taylor, Carole King y Joni Mitchell, pero el caso era que la mayoría de música rock que se producía ahora no le interesaba realmente. Sus gustos habían cambiado con los años.
No estaba seguro de que eso le gustara.
Doane acabó su conversación y colgó el teléfono, y Bill dejó de mirar los cedés y alzó los ojos.
—¿Qué tal el negocio? —preguntó.
—De pena —respondió el propietario, sacudiendo la cabeza.
Bill empezó a reír, pero casi al instante se dio cuenta de que Doane hablaba muy en serio.
—¿El Almacén? —dijo.
—Esos cabrones están reventando los precios —asintió Doane—. Pueden vender los cedés por menos de lo que yo le pago al mayorista.
—Pero no tienen tu selección.
—Puede que no tengan un fondo como el mío, pero ponen a la venta los diez más escuchados dos semanas antes de que mi distribuidor pueda siquiera enviármelos. Los adolescentes son los que me dan de comer, ¿sabes? Si no tengo esas novedades en los estantes, los chicos no vienen. —Suspiró—. Y aunque pudiera tener la música en los estantes, es probable que no vinieran. No puedo igualar los precios del Almacén, y mucho menos ponerlos más bajos.
—¿Crees que podrás aguantar? —preguntó Bill.
—Espero que sí, pero no lo sé. Puede que esté paranoico y que me conceda a mí mismo una importancia desmesurada, pero tengo la sensación de que el Almacén está intentando llevarme a la quiebra.
—Para tener el monopolio de la venta de música.
—Sí. Entonces podría aumentar los precios y empezar a obtener beneficios en lugar de soportar pérdidas —explicó Doane con una sonrisa irónica—. Si te estoy conmoviendo, no dudes en comprarme algo hoy.
—Lo haré —aseguró Bill—. Ya pensaba hacerlo.
Terminó comprando un cedé del primer álbum de Cormac McCarthy, un ejemplar en vinilo de ¡Viva Terlingua! de Jerry Jeff Walter y un vinilo pirata en concierto de Tom Waits y León Redbone en 1979.
—¿Dónde consigues estos discos pirata? —preguntó Bill mientras extendía un talón en el mostrador.
—Tengo mis recursos. —Doane sonrió y adoptó cierto aire de misterio.
Bill salió de la tienda con las compras bajo el brazo. El disco pirata le había costado mucho, y era probable que Ginny se enojara con él, pero era un álbum muy buscado, y lo consideraba todo un hallazgo que valía el elevado precio que había pagado por él. Además, quería apoyar a Doane y ayudarlo como pudiera. Rebuscar en los montones de álbumes de segunda mano era una de sus aficiones favoritas, y no sabía qué haría si la tienda de discos cerraba. Comprar en el Almacén y ver sólo las novedades no era exactamente lo mismo.
Bajó despacio la calle y, al observar por primera vez los pocos peatones que había en el centro de Juniper, cayó en la cuenta de que era posible que algunos de los comercios tuvieran que cerrar.
Ya lo sabía antes, claro, pero entonces se percataba de que cualquiera de aquellas tiendas podía desaparecer en cualquier momento. Aunque nunca se había parado a pensar en ello, había esperado que Juniper se conservara siempre igual, y lo desconcertaba saber que la estabilidad no estaba garantizada y que nada era permanente ni siquiera en una ciudad pequeña. Se habían trasladado a Juniper precisamente porque era una ciudad pequeña. Les gustaba ese ambiente, ese estilo de vida. Querían educar a sus hijas en una comunidad donde los vecinos se hablaran entre sí, donde los tenderos conocieran a sus clientes por su nombre, y habían esperado que la ciudad seguiría siendo así a lo largo de sus vidas, que las familias que habían echado raíces allí no se mudarían a otra parte, que los comercios seguirían abiertos, que nada cambiaría.
Pero ahora todo estaba cambiando.
Se detuvo en el café a tomar una taza rápida y vio a Ben sentado a la barra, comiendo solo, con un cuenco medio vacío de chile con carne de Williamson James delante de él. Se le acercó por detrás, le dio una palmadita en el hombro derecho y se sentó en el taburete que tenía a su izquierda.
—Hola, muchacho —dijo—. Cuánto tiempo sin verte.
—Gilipollas —contestó Ben.
—¡Esa boquita! —advirtió Holly.
Bill pidió café y la camarera se lo sirvió con celeridad. Bill dio un sorbo lento a su taza y sacudió la cabeza con un suspiro.
Ben tomó un bocado de chile con carne y se limpió los labios con la servilleta antes de hablar:
—¿Qué te pasa?
Bill le describió su visita a la tienda de discos.
—Sabía que el Almacén afectaría a los comerciantes locales —dijo luego—. Pero no creía que los efectos se notarían tan deprisa.
—Muchos negocios ya se están resintiendo —apuntó Ben—. La mayoría de las tiendas familiares viven al día, y algo como esto tiene un impacto inmediato sobre ellas. —Sacudió la cabeza—. Steve Miller me dijo que está pensando en cerrar. Esa tienda es propiedad de su familia desde que su abuelo la abrió hará unos sesenta años.
—¿No hay nada que podamos hacer?
—Joe Modesto, del First Western Bank, va a crear un nuevo programa de préstamos para negocios pequeños con la intención de ayudar a los comerciantes locales, pero no creo que vaya a haber demasiados interesados —explicó encogiéndose de hombros—. Creo que la mayoría de gente preferirá cortar por lo sano a incurrir en más deudas. —Sonrió con amargura—. Lo irónico del caso es que el periódico anda muy bien de dinero. El Almacén nos contrata anuncios a toda página desde que abrió sus puertas. Estoy seguro de que te habrás dado cuenta. Esta semana, hasta incluyeron un encarte: un suplemento de dos páginas con vales. Nuestros ingresos por anuncios han aumentado mucho.
—Bueno, supongo que eso es bueno —comentó Bill, vacilante.
—Preferiría que las cosas fueran como antes.
—¿Y quién no?
De vuelta a casa, Bill pasó por el nuevo parque y encontró un campo de béisbol claramente marcado con una valla de protección demasiado grande hecha de tela metálica y dos gradas de metal de tres pisos. Un equipo de trabajadores estaba instalando una valla alrededor de una pista de tenis adyacente al campo de béisbol. Al otro lado de una extensión abierta de césped había una zona de juegos infantiles con columpios, toboganes, estructuras de barras y balancines. A su lado, había más trabajadores que vertían hormigón para hacer una piscina pública.
El parque era bonito. Nuevo, limpio y bien diseñado. Como todo lo relacionado con el Almacén. Pero, al mismo tiempo, se veía artificial, como un regalo demasiado caro que un conocido da para ganarse una amistad inmediata.
A pesar de lo bonito que era el nuevo parque, prefería el antiguo, con su valla de protección combada, hecha de restos de tubos oxidados y de alambrada rota, sus malas hierbas, su neumático a modo de columpio y su primitivo cajón de arena.
¿Tenía que cambiarlo todo en Juniper el Almacén?
Lo primero que hizo al llegar a casa fue poner el ordenador en marcha.
Había recibido un nuevo encargo: redactar las instrucciones para un nuevo paquete contable.
Un paquete contable que se estaba creando específicamente para el Almacén.
Bill se quedó mirando la pantalla sin hacer avanzar el texto, sin imprimir el mensaje, simplemente releyendo el párrafo de introducción que la empresa le había enviado por e-mail. Se sentía extraño, incómodo, intranquilo. Automated Interface era una de las empresas informáticas más grandes del país, y en los últimos años le había encargado que redactara la documentación de sus programas para un montón de empresas importantes: Fox Broadcasting, RJR Nabisco, General Motors, General Foods… Pero aunque el Almacén era una empresa nacional, mantenía con ésta una relación de trato cercano, y le resultaba extraño saber que ayudaría a crear un producto para ella.
Se sentía como si estuviera trabajando para el Almacén.
En cierto sentido, lo estaba haciendo. Y no le gustaba. Ahora sabía cómo se sentían todos aquellos pacifistas que terminaron trabajando en Rockwell, McDonnell Douglas y otras compañías de defensa aeroespacial. Se enfrentaba a un dilema moral. Había racionalizado el hecho de comprar en el Almacén, se había dicho que no estaba traicionando sus principios al hacerlo ni al dejar que su hija solicitara un empleo en él, y se sentía cómodo con ello. Pero aquello era distinto. Releyó el mensaje una vez más antes de hacer avanzar el texto para ver los detalles del encargo.
Sabía que no podía rechazar aquel trabajo. No podía darse el lujo. Si se negaba a hacerlo, Automated Interface lo despediría y contrataría a otro redactor técnico. Así que, en cierto sentido, no estaba en sus manos, no era él quien tomaba la decisión.
Pero se sentía culpable. Se sentía como si tuviera que hacer algo para evitar contribuir a fortalecer el Almacén, y cuando Ginny llegó a casa de trabajar, seguía sentado delante de la pantalla del ordenador, releyendo el encargo.
Esa noche cenaron fuera. Pollo. Él seguía llamando «Coronel Sanders» al restaurante, aunque el coronel llevaba mucho tiempo muerto y años antes se había vendido el negocio a una cadena. En la actualidad, el brillante letrero rojo y blanco que había en la fachada del local rezaba KFC.
Se preguntó cuántos chicos sabrían que KFC significaba Kentucky Fried Chicken.
No demasiados.
Todas sus vidas estaban dirigidas por empresas. Las compañías hacían pruebas de mercado de sus marcas, logotipos y portavoces, celebraban conferencias y reuniones para decidir cómo captar mejor a su público potencial, y basaban sus decisiones en datos demográficos. Se daba a las tiendas de las cadenas nombres étnicos o aspectos campechanos, se intentaba disimular los distintos tentáculos de los enormes conglomerados haciendo que parecieran formar parte de otras empresas más pequeñas. Los verdaderos negocios pequeños, de propietarios locales, estaban empezando a ser algo del pasado.
Mientras estaban en el restaurante, Shannon vio un grupo de amigas suyas en una de las mesas y pidió permiso para reunirse con ellas. Ginny se lo concedió a condición de que estuviera en casa a las diez. Sam había quedado con dos amigas en el cine, así que Ginny y él la dejaron allí al regresar a casa.
—Parece que tenemos por lo menos un par de horas para nosotros solos —comentó Ginny, que se acurrucó a su lado en el coche durante el trayecto de vuelta.
—Eso parece —coincidió Bill.
—¿Te apetece aprovecharlas?
—A mí siempre me apetece —sonrió.
Aunque no le apetecía del todo, y le costó más de lo que había previsto. Apenas tuvieron tiempo de vestirse y hacer la cama antes de que Shannon llegara. Sam apareció veinte minutos después, y las dos se fueron inmediatamente a sus respectivas habitaciones, cuyas puertas cerraron con llave.
Después de tomar sendas duchas, Bill y Ginny vieron el último informativo de Phoenix por televisión y se acostaron. Bill pensaba en lo que Shannon les había pedido esa noche: una tarjeta de crédito propia. Carraspeó antes de hablar:
—¿No te preocupa que las niñas sean demasiado…? —Se le apagó la voz.
—¿Materialistas?
—Sí.
—A veces —admitió Ginny, que se había girado para mirarlo.
—Es nuestro deber, como padres, inculcarles valores —dijo él y, tras una pausa, añadió—: A veces me pregunto si hemos hecho bien nuestro trabajo o si hemos fracasado por completo.
—La sociedad es autocorrectora. Los hijos se revelan contra sus padres, y por eso el péndulo siempre vuelve.
—Pero no creí que serían tan… materialistas.
—Creíste que serían más como nosotros.
—Pues sí.
—Yo también —suspiró Ginny.
Volvieron a quedarse en silencio. Bill pensó en Shannon y Sam, pero lo que en realidad le preocupaba no eran las niñas. Era su nuevo encargo, era la tienda de Doane, era el Almacén, era… todo.
Se durmió intentando pensar en la forma de evitar redactar las instrucciones para el nuevo paquete contable del Almacén.
3
Samantha observó los números decrecientes sobre la puerta del ascensor. Le vino a la cabeza una vieja película del doctor Seuss que había visto cuando era pequeña: Los 5.000 dedos del Dr. T. En ella, había una serie de mazmorras, y un ascensorista vestido de verdugo iba cantando las espantosas especialidades de cada planta subterránea a medida que el ascensor bajaba.
El señor Lamb no iba vestido de verdugo, pero la sensación se acercaba mucho a la de la película.
El director de personal la había llamado el día antes para decirle que le habían dado el trabajo. Al oír la voz de aquel hombre por teléfono, empezaron a sudarle las manos y se acordó del detector de mentiras y la muestra de orina. Quería decirle que se fuera al diablo, que se negaba a trabajar en el Almacén. Pero se oyó a sí misma aceptar con una vocecita asustada. Lamb le pidió que se presentase a la mañana siguiente en el Almacén una hora antes de que el establecimiento abriera.
—Tenemos que cumplir unas cuantas formalidades antes de que empiece —indicó el señor Lamb al teléfono—. Una vez acabadas, iniciaremos su formación.
—Allí estaré —dijo ella.
Cuando llegó esa mañana, la zona del estacionamiento reservada para empleados ya estaba llena, pero todavía no había visto a nadie que no fuera el señor Lamb. El interior del edificio estaba a oscuras, y solamente unas tenues luces de emergencia iluminaban vagamente el tenebroso almacén. Lamb la condujo hasta su despacho, donde le pidió que firmara unos formularios de información fiscal y otros de información adicional, así como un juramento de confidencialidad.
—¿Un juramento de confidencialidad? —se sorprendió mientras leía el papel que tenía delante.
—Es sólo una formalidad —explicó Lamb—. Así nos aseguramos de que no utilizará lo que aprenda en el Almacén para ayudar a ninguno de nuestros competidores.
La idea no la convenció, y la expresión «juramento de confidencialidad» le recordó organizaciones clandestinas y sociedades secretas, pero leyó el documento y no logró encontrar nada específicamente ofensivo en él, así que lo firmó y escribió la fecha en la parte inferior.
—Muy bien —dijo el señor Lamb tras recoger los formularios—. Ya casi hemos terminado. Ahora sólo le falta correr baquetas.
—¿Correr baquetas? —preguntó con un escalofrío.
—Será mejor que nos demos prisa. —Consultó su reloj—. Nos están esperando. Y el Almacén abre de aquí a cuarenta y cinco minutos. Tenemos que acabar antes.
Se levantó y rodeo la mesa de su oficina. Samantha lo siguió por un corto pasillo hasta un ascensor.
Y ahora estaban allí, descendía despacio en el ascensor, mientras contemplaba cómo se iban iluminando los números a medida que dejaban atrás el sótano y el primer subsótano para llegar al segundo subsótano.
¿Por qué tendría el Almacén dos subsótanos?
No estaba segura de querer saberlo.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, Samantha comprendió por qué no había visto a ningún empleado en la planta baja.
Estaban todos allí abajo.
Un pasillo interminable de cemento se extendía ante ella, de modo que parecía mucho más largo que el edificio de la superficie, y estaba flanqueado por hombres y mujeres vestidos idénticamente con el uniforme verde del establecimiento. La imagen en sí ya era bastante inquietante, pero además los empleados guardaban un silencio absoluto y lucían una expresión seria y adusta.
—Baquetas —anunció el señor Lamb.
Quiso dar media vuelta, quiso regresar a la planta baja y marcharse, y esta vez lo habría hecho, pero las puertas del ascensor se habían cerrado tras ella y el señor Lamb le puso una mano en la espalda para conducirla hacia delante, hacia el pasillo.
La mayoría de las caras que tenía delante eran conocidas, pero la miraban como si no la reconocieran, y se le aceleró el corazón. Intentó captar la mirada de Marty Tyler, y también la de May Brown, que ocupaban el primer lugar a cada lado del pasillo, pero el rostro inexpresivo de ambos la hizo cambiar de idea.
¿Qué esperaban que hiciera? Y ¿para qué? Miró al señor Lamb, que seguía a su lado.
—Desnúdese —ordenó el director de personal—. Debe quedarse en ropa interior.
—No quiero hacer esto —dijo Samantha, sacudiendo la cabeza y con voz asustada—. He cambiado de opinión. No quiero el empleo. No quiero trabajar aquí.
—Ya es demasiado tarde para eso —replicó el señor Lamb—. Desnúdese.
Miró a los empleados que flanqueaban el pasillo, pero seguían callados. Ninguno de ellos había hablado ni hecho el menor movimiento.
—Quédese en bragas y sujetador —exigió el señor Lamb, y esbozó una sonrisa desagradable para añadir—: Si es que lleva sujetador.
—No puedo…
—Desnúdese —ordenó—. ¡El Almacén abre a las ocho! No tenemos tiempo para juegos.
Asustada, se agachó para desabrocharse las zapatillas deportivas. Alzó los ojos, convencida de que se estarían riendo de ella, pero las caras de los empleados seguían imperturbables.
Se quitó la blusa y los pantalones.
Estaba al principio del pasillo en ropa interior, temblando tanto de miedo como de frío. Se tapaba el pecho con el brazo izquierdo y la zona púbica con el derecho. Se volvió hacia el señor Lamb.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
—Corra baquetas. Si llega al final, se unirá a la familia del Almacén. Será una de nosotros.
¿Si?
Miró el pasillo y por primera vez vio que muchos de los empleados tenían algún objeto en la mano. Objeto que podían utilizar a modo de arma.
—¡Corra! —dijo el señor Lamb.
Corrió; notó que le golpeaban las nalgas con una percha, que le atizaban el pecho izquierdo con un matamoscas… El dolor era terrible y se le saltaban las lágrimas, pero siguió concentrada en el final del pasillo y mantuvo el rumbo entre las dos filas de empleados, obligándose a acelerar la marcha. Le clavaron una aguja de tejer en el brazo, y tuvo que contenerse para no gritar.
—¡Eres fea! —le chilló alguien.
—¡No tienes tetas!
—¡No vales nada!
—¡No tienes culo!
—¡Eres idiota!
—¡No sabes hacer nada bien!
Conocía a todas esas personas, pero no podía distinguir quién le gritaba qué. Todo, los golpes y los insultos, era desconcertante, y apenas veía por culpa de las lágrimas, pero se obligó a seguir avanzando. Recibió un puntapié en la espinilla y empezó a sollozar y llorar a gritos, pero siguió adelante.
—¡Fracasada!
—¡Blanca de mierda!
—¡Imbécil!
Llegó al final del pasillo, donde se encontró con una pared de cemento. Inspiró hondo, se secó las lágrimas y se volvió.
El señor Lamb asentía al otro lado del pasillo.
Lo había conseguido.
Se había terminado.
Estaba magullada y ensangrentada, pero todos los empleados la rodearon y la abrazaron.
—Te amamos —dijeron al unísono—. Te amamos, Samantha.
Seguía llorando, pero los abrazos la reconfortaban, y agradeció las palabras cordiales. Devolvió el abrazo a sus nuevos compañeros de trabajo y los besó en la mejilla mientras reía entre lágrimas.
—Te amamos —repetían.
—Yo también os amo —les respondió.
—Felicidades. —El señor Lamb se acercó a ella con una sonrisa para entregarle el uniforme verde del Almacén y un ejemplar de un libro negro que se identificaba con unas letras doradas en relieve como La Biblia del empleado—. Ya es de los nuestros.