1
Bill había tenido la firme intención de boicotear el Almacén, pero, para su consternación, se encontró acudiendo allí para hacer compras a menudo. Le ofendía la forma en que la empresa había comprado a las autoridades municipales; detestaba el modo en que el Almacén había pasado por encima de todo como una apisonadora para instalarse en Juniper; recelaba de todos los hechos extraños que habían rodeado su llegada, pero tenía que admitir que el Almacén tenía una selección excelente de… bueno, de casi todo.
Y lo cierto es que era mucho más cómodo comprar allí, en Juniper, que ir hasta Flagstaff o Phoenix en coche.
Aun así, siempre intentaba comprar primero lo que necesitaba en tiendas de propietarios locales. Y si ellos no tenían lo que buscaba, entonces iba al Almacén.
Pero la preocupación que había sentido, aquella inquietud extraña que lo había acompañado desde que descubrió el primer ciervo muerto, había desaparecido por completo. Era difícil pensar en muertes de animales y accidentes misteriosos cuando había gente comiendo sushi y bebiendo capuchinos en un establecimiento moderno y bien iluminado en el que podías encontrar los últimos libros, cedés, videojuegos, ropa, productos cosméticos y electrodomésticos a un pasillo o dos de distancia.
Al principio sentía que había traicionado sus principios. Pero, a medida que pasaban los días, incluso esa sensación desapareció, y no pasó demasiado tiempo antes de que ir al Almacén fuera como ir a Buy-and-Save o Siddons Lumber; algo que hacía sin dificultad y con naturalidad, de modo mecánico.
Cuando pensaba en ello, le molestaba.
Pero cada vez parecía pensar menos en ello, y cuando una noche Ginny le contó que Sam quería solicitar un empleo a tiempo parcial en el Almacén, no puso objeciones.
—Necesita ahorrar algo de dinero para la universidad, ¿sabes? —explicó Ginny—. Lo necesitará aunque le concedan una beca. Y además quiere comprarse un coche. Mencionó algo de ir contigo a la subasta de Holbrook.
Ginny ya le había insinuado varias veces que Sam quería trabajar en el Almacén, y él había pensado en esas personas que hacían cola delante de la oficina de empleo de la empresa y en todas las cosas extrañas que habían rodeado al establecimiento desde que se había empezado a construir, rechazando automáticamente la idea. Pero ahora le resultaba difícil seguir pensando en malos presagios. ¿Qué podría ocurrirle a su hija? Especialmente, si sólo trabajaba a tiempo parcial. Siempre estaría rodeada de otras personas, tanto empleados como clientes, y era de locos imaginar que todos ellos sufrieran algún extraño efecto sobrenatural.
¿Sobrenatural?
La mera idea parecía absurda.
—El Almacén ofrece horarios flexibles a los empleados a tiempo parcial —añadió Ginny—. Y paga mejor que George's, el KFC o cualquier otro sitio en el que suelen trabajar los chicos de la ciudad.
—Ya veremos —contestó Bill—. Ya veremos.
2
El Almacén era la comidilla de la escuela.
Ginny no recordaba otro tema que hubiera dominado tanto todas las conversaciones. Elecciones municipales, estatales y federales, guerras, incidentes internacionales… Nada había despertado tanto interés en el profesorado, el personal administrativo y el alumnado como el Almacén.
Era deprimente que la inauguración de un almacén de descuento afectara más a la vida de las personas que cualquier acontecimiento mundial importante.
Pero ella hacía como todos los demás, y hablaba sobre las prendas increíblemente modernas y los precios sorprendentemente bajos, así como de la amplia gama de electrodomésticos que ahora podían conseguirse en la ciudad.
—Yo ya estoy en números rojos —dijo un día Tracie Welles durante el almuerzo, mientras comentaban lo mucho que habían gastado en el Almacén—. He superado el límite de mi MasterCard, y tuve que comprar un par de cosas a plazos.
Ginny pensó un instante en los camiones negros que había viso en la carretera de noche, en la gran proporción de habitantes de Juniper que se estaban endeudando con el Almacén, y un rápido escalofrío le recorrió el cuerpo.
Pero a continuación la sensación desapareció, y rio con los demás profesores mientras especulaban qué dirían sus cónyuges cuando empezaran a llegarles los cargos de las tarjetas de crédito.
Lo que realmente le sorprendía era el total cambio de actitud de Bill hacia el Almacén. Durante meses, había mostrado una hostilidad visceral hacia cualquier cosa que estuviera remotamente relacionada con ese establecimiento. Ahora, de repente, toda esa negatividad había desaparecido. Era como si se hubiera convertido al instante. Había ido a la inauguración, había visto que nada raro o fuera de lo corriente tenía lugar, nada malo ni inusual, y todas sus reservas se habían desvanecido. Iba al Almacén, compraba en el Almacén e incluso, a veces, iba a curiosear al Almacén.
Y la noche anterior, prácticamente había llegado a aceptar que Sam trabajara en el Almacén. Siempre había milagros.
Al salir del trabajo, de regreso a casa, Ginny pasó en coche por delante del instituto. Sabía que era una mala costumbre. Y, como sus amigos le decían, debería confiar un poco más en sus hijas. Pero trabajaba en un colegio; sabía cómo eran los chicos en la actualidad.
Además, hasta las chicas buenas hacían cosas malas.
Así era como Samantha había sido concebida. Aunque no lo lamentaba. Amaba a su hija. Pero eso no quitaba que seguramente su vida habría sido muy distinta si no se hubiera quedado embarazada tan joven. Para empezar, habría terminado su licenciatura. Incluso podría haberse doctorado. Pero le habían caído encima las responsabilidades de la maternidad, y casi antes de que se diera cuenta de lo que ocurría, dejó la universidad, ella y Bill se casaron y sus planes para el futuro se vieron radicalmente modificados.
Quería algo mejor para sus hijas. Quería que ambas terminaran sus estudios, que se encontraran a sí mismas antes de que se vieran obligadas a asumir los papeles que desempeñarían el resto de sus vidas. No quería que pasaran directamente de ser hijas a ser madres. Necesitaban tiempo para ser adultas, para forjarse su propia identidad sin la presencia de padres, parejas o hijos.
De modo que sí, quizás a veces las controlaba demasiado. No quería que anduvieran por ahí sin ninguna supervisión. Las vigilaba para asegurarse de que estaban donde dijeron que iban a estar. Bill y ella habían fijado un horario estricto de llegada a casa. Algo extraño para las familias de Juniper. Pero, con un poco de suerte, sus hijas no terminarían como la mayoría de chicas de la ciudad.
Paró en el mercado agrícola para comprar verduras, después fue a buscar pan y leche a Buy-and-Save y por fin se dirigió a casa. Bill no estaba. Según indicaba una nota que colgaba en la nevera, había ido a casa de Street. Tenía, por lo tanto, la casa para ella sola. Por una vez.
Shannon llegó media hora después, cuando Ginny estaba triturando los tomates para preparar pasta con salsa. Depositó los libros de texto en la mesa que había junto a la puerta, se dejó caer en el sofá y puso inmediatamente la tele con el mando a distancia.
—El silencio es oro —comentó Ginny.
—El silencio es aburrido —respondió Shannon—. No soporto llegar a casa y que no se oiga nada. Es angustiante.
—A mí me gusta —comentó Ginny, pero su hija ya estaba haciendo zapping para intentar encontrar la tertulia que hablara sobre el tema más escandaloso.
Samantha entró pocos minutos después. Sonrió, saludó y fue a su cuarto a dejar los libros antes de volver a la cocina y sacar una lata de refresco de la nevera. Se sentó al otro lado de la mesa donde Ginny estaba preparando la comida y suspiró melodramáticamente.
Ginny procuró no sonreír y siguió triturando tomates.
—Necesito dinero —comentó Samantha.
—Podrías intentar conseguir un trabajo.
—A eso me refiero. —Se inclinó hacia delante—. El Almacén todavía acepta gente, pero no sé cuánto tiempo más lo hará. Los empleos que ofrece desaparecen deprisa. Pronto habrá cubierto todas las vacantes.
—¿Por qué no rellenas una solicitud entonces?
—¿Puedo?
—A mí me parece bien.
—Ya sé que a ti te parece bien. Pero ¿ya papá?
—Pregúntaselo —sugirió Ginny, que se detuvo un segundo con una sonrisa en los labios—. Creo que todo irá bien.
—¿Hablaste con él?
—¿Para qué están las madres?
—¡Oh, gracias, mamá! —Samantha se levantó de un salto, se acercó a ella y la rodeó con los brazos para darle un abrazo.
—¡Puaj! —soltó Shannon desde el sofá—. Creo que voy a vomitar.
—Podrías aprender un poco de tu hermana a ser agradecida. —Rio Ginny.
—Sí, ya.
Samantha siguió en la cocina, hablando entusiasmada sobre cómo combinaría los estudios con el trabajo, mientras su madre terminaba de preparar la salsa y empezaba a hervir la pasta. Cuando Bill llegó a casa, la muchacha dejó de hablar para sumirse en un silencio nervioso y expectante, mientras Shannon se reía de ella desde el salón.
Ginny hizo callar a su hija menor con una mirada rápida.
—Hola, papá —dijo Samantha, que salió de la cocina para recibirlo.
Bill frunció el ceño, receloso, aunque su expresión era medio fingida. Dirigió la mirada de Samantha a Shannon y, después, a Ginny.
—Muy bien, ¿qué pasa? —dijo—. ¿Quién ha destrozado el coche? ¿Quién me estropeó el ordenador? ¿De quién es la factura telefónica de novecientos dólares?
—Caramba, papá —soltó Samantha—. ¿No puedo decirte «hola» sin que exageres y le busques un motivo?
—No —respondió Bill.
Shannon soltó una carcajada.
Ginny vio que la cara de su marido reflejaba que entendía lo que ocurría. Cuando éste la miró, asintió de modo casi imperceptible y le pidió con los ojos que cumpliera su promesa.
—Tu madre me contó que quieres trabajar a tiempo parcial —comentó Bill.
Ginny lo miró agradecida.
—Voy a necesitar dinero para ir a la universidad el año que viene —asintió Samantha.
—Y ¿dónde quieres trabajar?
—¿En el Almacén? —dijo, esperanzada.
Bill suspiró.
—Ya sé que no te gusta el Almacén —añadió Samantha enseguida—, y lo comprendo. Pero pagan bien, y sólo es a tiempo parcial. También adaptarán mi horario al de mis clases.
—¿Ya has hablado con ellos?
—No. Pensé que antes debería pedirte permiso.
—Bueno, en ese caso… —Fingió pensar un momento—. De acuerdo —concluyó.
—¿Puedo trabajar ahí?
—Supongo que sí —asintió Bill a regañadientes.
—¡Gracias! —le dio un fuerte abrazo—. ¡Eres el mejor padre del mundo!
—Esto se pone cada vez más vomitivo —soltó Shannon.
—¡Es verdad que lo es! —insistió Samantha.
—Callaos todos —pidió Ginny entre carcajadas—. Y lavaos las manos, que vamos a cenar.
3
Samantha alzó los ojos para contemplar la fachada del Almacén, inspiró hondo, se secó las palmas húmedas de las manos en la parte posterior del vestido y entró después de pasarse la lengua por los dientes para cerciorarse de que no los llevaba manchados de lápiz de labios.
Estaba nerviosa. Había esperado que se concedieran los puestos de trabajo automáticamente a los primeros en solicitarlos, pero en el instituto le comentaron que, en realidad, el Almacén estaba rechazando gente. Según Rita Daley, Tad Hood había solicitado un puesto de reponedor y se lo habían denegado. Al parecer, buscaban cualidades específicas en sus futuros empleados, y no estaban dispuestos a conformarse con menos.
En cierto sentido, eso era buena señal. Significaba que todavía había vacantes. Pero también aumentaba la presión. Quizás ella tampoco fuera lo que estaban buscando.
A lo mejor no era lo bastante buena.
Alejó ese pensamiento de su mente. Era la chica más lista de su clase, seguro que sería la mejor del curso, y lo más probable era que también fuera la reina del baile. Si ella no era lo bastante buena, ¿quién iba a serlo?
Sintió la oleada de aire frío en cuanto cruzó la entrada, y lo agradeció. A pesar de sus intentos de sentirse segura de sí misma, a pesar de lo mucho que se había animado, seguía sudando de nervios y se quedó un momento allí, en la puerta, dejando que el aire acondicionado la refrescara.
Un hombre mayor con una sonrisa postiza en la cara y un chaleco verde del Almacén sobre una camisa blanca estaba de pie junto a los carritos. Samantha se acercó a él.
—¿Dónde podría recoger una solicitud de empleo? —le preguntó.
—En el departamento de atención al cliente —le dijo, señalándoselo con la mano.
—Gracias. —Fue en la dirección que le indicaba, y un segundo después veía las palabras «Atención al Cliente» en la pared, encima del departamento de electrónica.
Jake, el novio de Shannon, estaba en el mostrador pidiendo una solicitud para él, y le dirigió una sonrisa cuando se acercó.
—Hola —la saludó.
—Hola —repuso Samantha tras devolverle la sonrisa.
Nunca le había gustado Jake, y no entendía qué le veía su hermana. De pequeño, había sido un malcriado y un listillo, e incluso ahora tenía algo de lobo con piel de cordero, una zalamería que le daba grima y que le parecía increíble que Shannon no percibiera.
—¿Qué puesto solicitas? —quiso saber Jake.
—El que sea.
—Yo también. —Rio y la miró de una forma que le resultó demasiado personal, demasiado íntima, y que la hizo sentir violenta.
—¿Saldrás con Shannon esta noche? —preguntó adrede.
—Oh, sí —respondió él.
—Pues divertíos. —Le sonrió con dulzura y se volvió para mirar de nuevo a la joven que estaba detrás del mostrador—. Me gustaría solicitar un empleo a tiempo parcial.
—¿En ventas? —preguntó la mujer.
—Sí.
La mujer tomó un formulario de un estante de debajo del mostrador.
—Puedes llevártelo a casa, rellenarlo y devolverlo cuando estés preparada. —Metió el duplicado del formulario en una máquina cuadrada y sin ninguna característica especial que emitió un sonoro clic—. Tienes una semana.
—¿Hay alguna entrevista…?
—Una vez que hayan revisado tu solicitud, puede que te llamen para hacer una entrevista.
—Gracias. —Sonrió a la mujer, recogió la solicitud y se volvió para irse. Jake andaba despacio por el pasillo central del departamento de electrónica fingiendo mirar radiocasetes, con la evidente finalidad de esperarla, pero Samantha se desvió al llegar a los televisores y recorrió los electrodomésticos hasta llegar cerca de las cajas de salida.
Miró la solicitud que tenía en la mano y repasó rápidamente algunas de las preguntas. Sabía que quedaría bien sobre el papel. La aceptarían en cuanto vieran algunos de sus datos personales, los clubes a los que pertenecía, su media de notas y sus actividades extracurriculares. Era imposible que pudieran encontrar a nadie mejor.
Se sentía bien, segura de sí misma, y decidió volver más tarde para comprar, después de rellenar y entregar la solicitud. No estaría de más que su futura empresa supiera que compraba allí. Además, necesitaba unos vaqueros nuevos.
Miró hacia atrás, hacia el departamento de electrónica, para asegurarse de que no hubiera ni rastro de Jake, y pasó deprisa por caja antes de salir en dirección al estacionamiento.
4
—Cada departamento, cada pasillo, cada rincón del Almacén dispone de cámaras de vídeo ocultas que están conectadas las veinticuatro horas del día y que captan toda la actividad en su ángulo de visión.
El señor Lamb cruzaba a toda velocidad la enorme sala donde se almacenaban las mercancías. Tenía la actitud de un militar, como si desfilara, y avanzaba resueltamente entre los estantes llenos de productos empaquetados en cajas de madera hacia la puerta blanca situada al otro lado de la sala. Jake iba detrás de él, intentando seguirle el paso. July Bettencourt y otros chicos que habían intentado sin éxito conseguir empleo en el Almacén le habían contado cosas malas sobre el establecimiento, pero hasta el momento él no había tenido ningún problema. Había entregado su solicitud el día antes por la tarde, y el señor Lamb lo llamó esa misma mañana para que fuera a la entrevista. Afortunadamente, la entrevista había sido corta, y el director de personal le mostraba ahora el local como si le hubieran concedido el puesto. Aunque no sabía si era así o no.
Y le daba miedo preguntarlo.
El señor Lamb intimidaba mucho.
Llegaron a la puerta blanca, Lamb la abrió y siguieron por un estrecho pasillo blanco que Jake imaginó que debía de correr paralelo al departamento de ferretería, detrás de la exposición de neumáticos.
—Aquí está la sala de vigilancia —indicó el señor Lamb tras abrir una puerta y entrar.
—Caramba —exclamó Jake.
—Sí —sonrió el señor Lamb.
Las paredes de la sala estaban recubiertas de pantallas de televisión, y cada una de ellas mostraba una zona diferente del establecimiento. Había diez o doce hombres, a los que Jake no reconoció, sentados delante de puestos individuales de una consola de control que rodeaba la habitación. Cada uno de ellos parecía vigilar lo que ocurría en un grupo de seis televisores: tres pantallas en vertical y dos en horizontal.
—Éste es nuestro equipo de seguridad —explicó el señor Lamb—. Ahora mismo estamos utilizando un equipo interno de las oficinas centrales de la empresa. Está aquí para montar el almacén y ayudar con la formación. Esperamos contar con un equipo local en funcionamiento a finales de mes. —Se volvió hacia Jake—. Usted es la primera persona que contratamos para ese equipo.
Le habían dado el trabajo.
Jake se humedeció los labios y carraspeó, nervioso.
—Todavía voy al instituto —dijo—. Sólo puedo trabajar a tiempo parcial.
—Conocemos sus horarios, señor Lindley —repuso el director de personal con frialdad—. Tenemos tres turnos. El suyo sería de tres de la tarde a nueve de la noche, si le parece bien.
Jake asintió tímidamente.
—Muy bien. —El señor Lamb se giró hacia la pared más cercana—. Como vigilante de seguridad, será responsable de observar a los clientes en estas pantallas de vídeo y anotar cualquier actividad inadecuada para que la dirección pueda decidir luego si es factible o no demandar o emprender cualquier otra acción necesaria. —Se acercó y señaló una serie de números en un visualizador digital debajo de una de las pantallas—. Como puede ver, se graba todo. Si se produce algún incidente, anotará el número correspondiente para que se pueda localizar fácilmente en la cinta.
Jake asintió, sin saber muy bien si tendría que prestar más atención, si eso formaba parte de su formación, o si sencillamente era una información general que se le repetiría cuando empezara la formación en sí.
—¿Cuándo empezaré? —preguntó.
—¿Cuándo le gustaría empezar?
—¿Mañana? —se ofreció.
—Muy bien —sonrió el señor Lamb—. Habrá una sesión de formación de dos días antes de que empiece a supervisar el departamento de tarjetas. Si hace bien este trabajo, puede que ascienda. —Hizo una pausa teatral—. A los probadores de mujeres.
Tras sonreír de oreja a oreja, el director de personal condujo a Jake al otro lado de la sala y señaló una pantalla que estaba sobre la cabeza de un joven con el pelo rubio cortado al rape.
En la pantalla, Samantha Davis se desabrochaba el cinturón, se bajaba la cremallera y se quitaba los vaqueros dentro de un probador. El joven rubio giró un mando de la consola y la cámara hizo un zoom de la entrepierna de Samantha. Sus braguitas estaban agujereadas y, a través del pequeño resquicio, se le podía ver el vello púbico rubio.
Jake se excitó al instante, y se puso disimuladamente la mano derecha delante de la entrepierna para intentar ocultar su creciente erección. A menudo había imaginado cómo sería la hermana de Shannon desnuda, y allí estaba, en carne y hueso.
Rubia natural.
Samantha se ajustó bien las braguitas, que le marcaron con claridad la hendidura entre las piernas, antes de probarse los vaqueros que había llevado al probador.
Jake no se atrevía a moverse, temeroso de que la menor fricción le hiciera explotar. Alzó los ojos a la pantalla, maravillado. ¿Podría estar allí sentado espiando cómo las chicas de Juniper se probaban prendas, verlas en ropa interior y cobrar por ello? Era el paraíso.
El señor Lamb sonrió abiertamente y rodeó los hombros de Jake con un brazo.
—A veces —aseguró—, ni siquiera llevan bragas.
5
Bill se quedó mirando la pantalla del ordenador.
Street había ganado la partida de ajedrez.
Tardó un momento en comprender lo que había pasado. No se lo esperaba, no estaba preparado, y se sentía descolocado. Cuando su cerebro asimiló finalmente lo ocurrido, se recostó en la silla mientras un escalofrío le recorría el cuerpo.
No era un momento trascendental. No había pasado nada importante. Coño, en realidad, era algo que tendría que haber sucedido hacía mucho tiempo. Lo sorprendente era que no hubiera ocurrido antes.
Pero después de tantas victorias consecutivas, aquella derrota le pareció premonitoria, y se encontró atribuyéndole un significado que quizá no tuviera.
¿Quizá?
No había ningún quizá. La derrota en una partida de ajedrez no tenía ningún significado; ninguno en absoluto.
Entonces, ¿por qué se sentía… inquieto?
Sonó el teléfono. Sería Street, sin duda.
—¡Contesto yo! —gritó. Tomó el inalámbrico de la mesa y pulsó el botón de contestar—. ¿Diga?
Era Street, pero no había llamado para regodearse, como Bill se esperaba. Por el contrario, parecía apagado.
—Gané —soltó, y su voz tenía un punto temeroso, como si acabara de romper un espejo y esperara la llegada inminente de siete años de desgracia—. No creí que ganaría.
—Yo tampoco —admitió Bill.
Hubo un silencio al otro lado del teléfono.
—¿Quieres llamar a Ben y venir a jugar con el tablero? —dijo Street al cabo.
—Claro. —Bill buscó su reloj, que había dejado sobre la mesa—. ¿Qué hora es?
—Todavía es temprano. ¿Por qué no venís?
—De acuerdo. Nos vemos a las diez —aceptó Bill. Cuando iba a colgar el teléfono, se lo acercó de nuevo a la oreja—. Oh, casi se me olvida: Felicidades.
—Gracias —respondió Street, pero su voz no sonaba alegre.
Bill colgó el teléfono, apagó el ordenador y salió de su despacho para dirigirse a la cocina en busca de un vaso de agua.
—Todavía vive aquí —comentó Shannon en voz alta desde el salón.
—Muy graciosa —replicó Bill con una mueca.
Ginny lo miró desde el sofá.
—Podrías pasar un poco más de tiempo con tu familia y un poco menos escondiéndote en tu despacho con el ordenador —dijo.
—Sí, mamá.
—Te pasas todo el día con ese ordenador. ¿También tienes que hacerlo de noche?
—Lo siento —se disculpó mientras tomaba un vaso del armario, lo aclaraba, lo llenaba de agua del grifo y se la bebía.
—Y ¿qué plan tienes ahora? —preguntó Ginny—. ¿Te quedarás aquí con nosotras por una vez, o irás a pasar el rato con tus amigotes?
—¿Mis amigotes?
—Tus amigotes —repitió Ginny desapasionadamente.
—Bueno… Pensaba ir a casa de Street a jugar una partida rápida.
—Dios mío. ¿No crees que por una vez podrías hacer algo conmigo en lugar de con tus amigos?
Su voz había perdido todo rastro de ligereza, de broma. Si es que alguna vez las había tenido. Shannon, que estaba sentada en el suelo, se acercó al televisor fingiendo no poder oír lo que estaba viendo.
—De acuerdo —dijo Bill tras dejar el vaso en el fregadero—. Me quedaré en casa. Ya jugaremos la partida mañana.
—Pero te habrás enfadado, ¿no? Y te pasarás toda la noche callado y haciendo pucheros —lo azuzó Ginny.
—Pero ¿qué te pasa hoy? —Rodeó la mesa de la cocina para ir al salón a sentarse junto a ella en el sofá—. ¿Estamos en esos días del mes?
—Eres asqueroso —se quejó Shannon.
—¿Te dicen las hormonas que te enojes conmigo? —Pellizcó el costado de Ginny para hacerle cosquillas y ella se echó a reír a su pesar.
—Eres asqueroso —dijo Ginny también.
—Pero eso te gusta. ¡A que sí! ¡A que sí!
—¡Papá!
—Muy bien, muy bien. Perdona. —Le dio un beso rápido a Ginny—. Deja que llame a Street para cancelarlo.
—¿Estás seguro de que no vas a hacer pucheros?
—Sí —contestó. Y mientras recorría el pasillo de vuelta a su despacho, se dio cuenta de que no le había mentido a Ginny. No estaba enfadado. De hecho, no le molestaba en absoluto no poder ir a jugar al ajedrez esa noche.
Se sentía aliviado.
—Gracias, Fred —dijo Street, mientras entregaba el cambio a su cliente.
—Gracias a ti —contestó el hombre mayor, que asintió con la cabeza y recogió la bolsa con los enchufes que había comprado.
Ben esperó a que el cliente hubiera salido de la tienda para dirigirse a Street.
—¿Qué pasó con las palabras «de nada»?
—¿Qué?
—Me da la impresión que cada vez que doy las gracias a alguien, ese alguien me da las gracias a mí. Hoy en día todo el inundo da las gracias a todo el mundo. Ya nadie dice «de nada».
—¿Qué te pasa? ¿Quieres convertirte en humorista o algo así?
—Como hace un momento. ¿Qué tienes que decir cuando alguien te compra algo? Tienes que darle las gracias por comprar en tu tienda y ser cliente tuyo, ¿no? ¿No es eso lo que haces? Y él tendría que decirte «de nada». Ésa es la respuesta adecuada cuando se dice «gracias». Pero Fred respondió: «Gracias a ti». ¿Por qué? ¿Qué te agradece? ¿Que le devuelvas el cambio?
—Déjalo ya, ¿quieres? —pidió Street a la vez que sacudía la cabeza—. He tenido un día horrible.
El director del periódico miró a Bill y cambió de tema.
—Bueno, a lo mejor ahora comienza una nueva pauta. A lo mejor él ganará todas las partidas virtuales y tú ganarás todas las partidas con el tablero.
—Street tiene razón —terció Bill—. Déjalo ya.
No le apetecía hablar sobre la partida de ajedrez. De hecho, no le apetecía volver a jugar nunca al ajedrez. Había ganado la partida en el tablero en su pequeño experimento, y aquella inversión de la pauta lo había alterado mucho más de lo que quería admitir. No lo había sorprendido. En realidad, lo había esperado, pero confirmarlo sólo había empeorado las cosas.
También Street había evitado comentar el tema. Sólo Ben parecía no haberse inmutado por lo ocurrido, y lo analizaba de modo desapasionado, como si fuera un geólogo que acabara de encontrar alguna clase de formación cristalina interesante.
—Caray —exclamó el director del periódico con un suspiro—. Qué alegres estáis hoy. Si vais a pasaros el rato lamentándoos, me vuelvo a la oficina.
—¿A trabajar? —sonrió Bill.
—¡Sigue vivo!
—Están hablando de aumentar el impuesto sobre las ventas un cero con veinticinco por ciento —comentó Street—. El ayuntamiento. ¿Sabéis algo de eso?
Bill negó con la cabeza.
—Creo que ya es seguro —asintió Ben—. Es lo que se rumorea.
—¿Por qué? —preguntó Bill con el ceño fruncido—. No me había enterado de nada.
Street soltó un bufido burlón.
—Al parecer, el Almacén estuvo exento de pagar el estudio del impacto sobre el medioambiente —dijo—, las tasas, los servicios urbanos, o cualquier otra cosa que los demás habríamos tenido que pagar. Se les concedió un trato preferente.
—Incentivos —corroboró Ben.
—Ahora los demás tenemos que compensar esos ingresos no obtenidos.
—Imagino que los residentes locales estarán muy descontentos —comentó Bill.
—Eso espero.
—Sólo es un cero con veinticinco por ciento —indicó Ben—. Un centavo por cada cuatro dólares.
—A la gente seguirá sin gustarle.
—Siempre me pareció irónico, ¿sabes? —prosiguió Ben—. Son los más contrarios a pagar impuestos los que suelen ser militaristas entusiastas. Están dispuestos a matar por su país, pero no a pagar por él.
—Ha vuelto el hippy —rio Bill.
—Lo admito.
—No es tan sencillo —repuso Street—. Estos impuestos son los que realmente perjudican a los pequeños negocios como el mío. Un establecimiento como el Almacén puede permitirse absorber la pérdida y no repercutirla al consumidor. Pero los demás tenemos que llegar a fin de mes. Tendré que subir los precios. No mucho, pero quizá lo suficiente como para dar un margen adicional al Almacén.
—Además —añadió Bill—, ese impuesto no servirá para tener mejores carreteras, mejores hospitales o cosas que beneficien a la gente. Pero permitirá subvencionar a una empresa próspera con dinero de los contribuyentes. A expensas de nuestros comerciantes locales…
—Exactamente —corroboró Street.
—Ya lo sé. Lo entiendo —dijo Ben—. Pero dirán que es un pequeño precio que hay que pagar por conseguir tantos puestos de trabajo. Y que, a la larga, el Almacén proporcionará más ingresos a la ciudad de los que está restando con estos incentivos.
—¿Y tú te tragas toda esa bazofia? —resopló Street.
—Yo no he dicho eso.
—Pues lo parece.
—Mira, no quiero pelearme contigo. Estoy en contra de subir el impuesto sobre las ventas para beneficiar al Almacén, claro. Pero acabo de entrevistar a Rod Snopes y a sus compañeros para un artículo que estoy escribiendo, y tengo que admitir que estoy un poco harto de toda esa basura radical antiimpuestos y antisistema.
—¿Y dices que eres hippy? —rio Bill.
—Reformado.
—Hablas como un respetado miembro del statu quo.
—En realidad, no. Es sólo que muchos de esos fanáticos como Rod están muy preocupados por el gobierno federal, y yo nunca he visto que el trabajo de un organismo gubernamental valiera nada. Esos tipos tienen mucho miedo al Gran Hermano y a un totalitarismo espeluznante, pero siempre me ha parecido que nuestro gobierno está lleno de chapuceros ineptos, de organizadores de planes generales no demasiado bien coordinados. ¡Por Dios, si ni siquiera sabrían hacer un robo de quinta categoría! Creo que es de las empresas de quien hemos de preocuparnos. Ellas son las que tienen el dinero. Son las que pueden permitirse contratar a los mejores y más brillantes para que ejecuten competentemente sus planes. Son más eficientes, están mejor dirigidas y mejor organizadas. Qué coño; pueden sobornar a los cargos públicos si necesitan un favor político.
—Como el Almacén —concluyó Street.
—Exacto.
—De acuerdo —dijo Bill—. Te pido perdón. Sigues siendo un hippy.
—No tiene gracia —intervino Street—. Estamos hablando de mi futuro. —Miró con tristeza por la ventana—. O de que no tengo ninguno.
—Siempre te quedará el recurso de pedir trabajo en el Almacén —le sugirió Ben.
—No tiene gracia. —Street suspiró ruidosamente—. No tiene ninguna gracia.