Capítulo 7

1

Toda la ciudad acudió a la inauguración del Almacén. Aunque era un día entre semana, fue como si la ciudad hubiera declarado fiesta. Varios negocios cerraron, se suspendieron las obras en más de una casa, y Bill tuvo la impresión de que muchas personas habían llamado a sus jefes diciendo que estaban enfermas para no ir a trabajar.

Recorrió lentamente con el coche los carriles del estacionamiento en busca de una plaza vacía.

—Aparca junto a la carretera y vayamos andando —sugirió Ginny—. Estás perdiendo el tiempo. No vas a encontrar ningún sitio.

—Sí, papá —la secundó Shannon—. Vamos a ser los últimos en llegar.

—El Almacén no va a moverse del sitio —dijo él—. Estará aquí todo el día.

Aun así, se dirigió al extremo opuesto y entró en uno de los dos estacionamientos adyacentes que daban a la carretera. Samantha y Shannon abrieron enseguida la puerta, bajaron del coche y se acercaron corriendo al edificio adornado de banderas.

—¡Hasta luego! —exclamó Shannon.

—¡No os marchéis sin avisarnos! —les gritó Ginny. Y bajó del coche sonriendo a Bill—. Un día emocionante.

—Sí —contestó Bill secamente.

Bajó el seguro, cerró con un portazo y se volvió hacia el Almacén. Durante el último mes, había empezado a hacer footing otra vez por la carretera. Parecía haber superado su aversión física al solar en obras, y pasaba por esa zona cada mañana, incapaz de mantenerse alejado, lleno de curiosidad por los progresos del Almacén. Se encontró observando las distintas fases de la obra con una especie de fascinación malsana, la misma que había sentido por el perro en descomposición que sus amigos y él habían encontrado en un estacionamiento vacío cercano a su instituto cuando estudiaba secundaria. Le asqueaba lo que veía pero no podía desviar la mirada.

Pero, incluso para él, el Almacén formaba ya parte de la ciudad. Una parte molesta, pero parte al fin y al cabo. Le costaba recordar dónde había estado exactamente la colina, cómo era el afloramiento rocoso. Ya sólo podía ver el edificio del Almacén.

Se preguntó si alguien, en alguna parte, tendría una fotografía del prado tal como era antes.

Era probable que no.

La idea lo deprimió.

—Vamos —dijo Ginny—. No puedes posponerlo más. —Rodeó el coche, le tomó la mano y recorrieron juntos la hilera de vehículos estacionados delante del Almacén.

Hacía calor, algo que no era habitual a principios de primavera, pero la temperatura bajó considerablemente cuando llegaron a la sombra que proyectaba el edificio. Cuando estuvo cerca de él, Bill alzó la mirada. Era enorme. Sabía que era grande, pero le había sido imposible hacerse una idea exacta desde la carretera.

Sin embargo, allí, delante del edificio, mientras avanzaban hacia él, su tamaño gigantesco lo abrumó. La fachada del Almacén era tan extensa como un campo de fútbol y tenía tres pisos de altura. No había ventanas, sino varios grupos de puertas de cristal tintado en el edificio de hormigón, que, por lo demás, era uniforme. Parecía un gimnasio de instituto que hubiera tomado esteroides. O un búnker para una raza de gigantes.

Clientes y curiosos llegaban en tropel desde el estacionamiento, recorrían la acera que bordeaba el edificio y cruzaban las puertas automáticas. Ginny y él se unieron a ellos.

Y entraron en el Almacén.

El interior del edificio no era tan intimidatorio. Por el contrario, era moderno, agradable y acogedor. La temperatura era confortable, la música de ambiente, apenas perceptible, era placentera en lugar de empalagosa, y el ambiente olía a cacao, café y caramelos. El alto techo blanco estaba provisto de fluorescentes que iluminaban todo el establecimiento con una luz clara y alegre, haciendo que en comparación la luz natural pareciera pálida y apagada, y las baldosas blancas del suelo relucían entre los inacabables estantes atiborrados de toda clase de productos.

Un hombre mayor a quien Bill sólo conocía de vista les sonrió, les dio la bienvenida al Almacén y les ofreció un carrito, que Ginny aceptó. Siguieron adelante despacio, echando un vistazo alrededor. A su izquierda había una doble fila de cajas registradoras situadas en paralelo a las puertas de salida. En ellas ya había gente empujando los carritos, sacando talonarios y tarjetas de crédito, pidiendo bolsas de papel en lugar de bolsas de plástico a los sonrientes dependientes de aspecto impecable.

Costaba creer que un almacén tan bien surtido y moderno eligiera establecerse en Juniper. Y todavía costaba más creer que semejante establecimiento fuera a ganar dinero. Parecía fuera de lugar, como una ballena en una pecera, y Bill se preguntó por qué una gran empresa como el Almacén situaría un punto de venta tan enorme en una ciudad tan pequeña. Los residentes eran en su mayoría pobres, con unos ingresos escasos o discrecionales, y aunque el Almacén pagara sólo el sueldo mínimo, los gastos generales de un establecimiento como ése tenían que duplicar por lo menos las estimaciones de ventas más optimistas.

No sabía cómo el Almacén podría tener beneficios en Juniper.

—Hola. —Se volvió y vio a Ben, con el cuaderno en la mano y la cámara de fotos colgada del hombro—. Hola, Gin —añadió mirando a su esposa.

—Noticia de portada, ¿eh? —sonrió ésta.

—No seas así —dijo Ben—. Que no haya noticias es positivo. Podemos considerarnos afortunados de vivir en un lugar donde la inauguración de un almacén es un acontecimiento noticiable.

Ginny le puso una mano en el brazo a Bill.

—Voy a mirar la ropa —anunció—. Te dejo el carrito.

—¿No quieres que te entreviste para el periódico? —preguntó Ben—. Necesito las primeras impresiones de los compradores locales.

—Quizá después.

Cuando Ginny se alejó, el director del periódico se volvió hacia Bill.

—Venga, ¿y tú? —le dijo—. No querrás que trabaje de verdad, ¿no? Imaginaba que podría conseguir declaraciones de algunos amigos y no tener que molestar a personas de verdad.

—¿Personas de verdad?

—Ya sabes a qué me refiero.

—Si realmente quieres una declaración mía, te la daré, pero no creo que sea lo que quieres oír.

—Crees bien. El Almacén es ahora nuestro principal anunciante, y nos comunicaron de arriba que no se entendería que se cubriera negativamente la inauguración.

—¿Newtin ha cedido? —Bill no se lo podía creer. El propietario del periódico siempre había dicho que era él quien decidía lo que se publicaba, que no se entrometía en la presentación de las noticias ni intentaba influir en el punto de vista editorial.

—Es un nuevo amanecer —comentó Ben, encogiéndose de hombros.

Bill sacudió la cabeza.

—No me lo habría imaginado nunca —dijo.

—Así que, ¿no quieres mentir? ¿Decirme algunas palabras de ánimo y algunos elogios falsos?

—Lo siento.

—Será mejor que vaya a buscar a algún otro incauto —asintió Ben—. Hasta luego.

—Hasta luego.

Bill empujó el carrito hacia delante. Miro a la derecha y le pareció ver la cabeza de Ginny sobre un perchero con blusas en el abarrotado departamento de moda femenina, pero no pudo estar seguro. Siguió adelante por el pasillo central, dejó atrás la sección de muebles y los estantes llenos de productos de limpieza, y se detuvo en la sección de libros y revistas. Tuvo que admitir que la selección del Almacén era impresionante. El gigantesco expositor de revistas no sólo contenía People, Newsweek, Time, Good Housekeeping, Vogue y los principales periódicos nacionales, sino también publicaciones especializadas menos conocidas como The Paris Review, The New England Journal of Medicine y Orchid World. Incluso había números de Penthouse, Playboy y Playgirl, toda una primicia para esa ciudad. Los estantes de libros junto al expositor de revistas estaban bien surtidos de obras de King, Koontz, Grisham y otros best sellers, así como novelas de Wallace Stegner, Rachel Ingalls y Richard Ford.

Hasta la selección musical era increíble. Se dirigió al departamento de electrónica y repasó los cedés, donde encontró de todo, desde los grupos más actuales de rock y rap hasta artistas contemporáneos clásicos poco conocidos como Meredith Monk y la Illustrious Theatre Orchestra.

Estaba predispuesto a detestar el Almacén (quería detestarlo), y le decepcionó no encontrar nada que criticar o menospreciar. De hecho, en contra de su voluntad, se encontró divirtiéndose y disfrutando de sus recorridos exploratorios por los inacabables pasillos. Nunca lo admitiría en voz alta, pero admiraba lo que el Almacén había hecho en aquel establecimiento.

Se sentía culpable por contemplar siquiera semejante blasfemia.

Delante de la concurrida cafetería, se encontró de nuevo con Ben cerca de las puertas automáticas que daban a la guardería. Cuando Bill se acercó, el director del periódico hizo un amplio gesto con la mano para señalar lo que le rodeaba mientras sorbía un café con leche.

—Menudo sitio —comentó—. Menudo sitio.

—Sí —asintió Bill—. Menudo sitio.

Ginny caminaba despacio, mirando admirada a su alrededor, llena de una agradable sensación que era apremiante y cómodamente nostálgica a la vez. El Almacén era bonito. Era como estar en California, o aún mejor. Los pasillos se extendían interminables delante de ella, los estantes llegaban casi hasta el techo y contenían productos tan nuevos que ni siquiera los conocía.

Recordó el primer centro comercial en el que había estado, el Cerritos Mall. Había ido con Ian Emerson, su novio de entonces, y había sido igual: el tamaño, las posibilidades, la maravillosa novedad. Cerrito era en aquella época una pequeña comunidad láctea en medio de la expansión urbanística del sur de California, pero en apenas unos años había surgido una ciudad totalmente nueva alrededor del centro comercial. Éste había servido de catalizador del cambio; un imán para casas, negocios y otras tiendas, el centro a cuyo alrededor giraba todo lo demás. ¿Ocurriría lo mismo ahora? ¿Se dispararía de repente el número de habitantes de Juniper y recorrería la ciudad una fiebre urbanística, de modo que su pintoresco estilo de vida rural desaparecería?

Esperaba que no.

Pero casi podría valer la pena.

El Almacén era una bendición del Señor.

Tocó un par de vaqueros Guess que colgaban de un perchero y una blusa de Anne Klein. No se había dado cuenta de lo mucho que extrañaba poder acceder fácilmente a todo eso. Ir en coche hasta el valle y comprar en el Fiesta Malí o en el Metro Center había sido siempre divertido, algo que disfrutaba y que esperaba con ganas, pero tener modas actuales allí, en la ciudad, poder probarse ropa bonita siempre que quisiera, sin tener que planear un viaje y dedicarle todo un día, era algo totalmente distinto. Se sentía como si hubiera estado conteniendo el aliento durante largo tiempo para conservar el oxígeno y la hubieran dejado ahora en una atmósfera rica donde podía respirar hondo libremente. Se había acostumbrado a pasar sin ciertas cosas, y si bien había llegado a adaptarse hasta tal punto que ni siquiera notaba lo que se estaba perdiendo, ahora que volvían a estar a su alcance lo agradecía.

Era el paraíso.

Ya no tendría que ir nunca más a Phoenix.

Todo lo que necesitaban estaba justo allí, en Juniper.

El Almacén era maravilloso.

Shannon deambulaba feliz por el departamento de moda juvenil. Las prendas eran tan buenas como las de cualquier centro comercial, puede que mejores. Era como si hubieran tomado las mejores ropas de las mejores tiendas y las hubieran reunido todas en un solo almacén.

Un almacén de descuento.

Era como un sueño hecho realidad.

Tomó una falda de un perchero y la levantó. Tenían diseños que sólo había visto en las revistas.

Dejó la falda en su sitio y miró alrededor en busca de Samantha. Su hermana estaba en la sección de calzado, hablando con Bernadine Weathers. Bernadine era un muermo, y como no le apetecía escuchar el tono monótono de su voz comentando lo que pensaba del Almacén, se adentró en el departamento para alejarse de ellas. Pasó junto a madres con sus hijas, mujeres mayores y amas de casa de mediana edad hasta que encontró a tres amigas suyas en la sección de lencería.

—¿Qué opinas? —le preguntó Diane cuando llegó a su lado.

—Espléndido —sonrió Shannon.

—¿Verdad que sí? —Diane miró disimuladamente en derredor, como si comprobara que nadie las estaba escuchando. Junto a ella, Ellie y Kim rieron. Se inclinó hacia delante y señaló la lencería—. ¿Has visto lo que tienen aquí?

Shannon negó con la cabeza.

Diane volvió a mirar alrededor y retrocedió unos pasos hacia el pasillo más cercano. Levantó disimuladamente un body de encaje rojo de uno de los colgadores del pasillo.

—Sin entrepierna —comentó. Alzó la prenda para mostrarla, y Shannon vio que tenía incorporada una gran rendija en esa parte.

—Quizá deberías comprarte uno —sugirió Kim. Ellie rio y añadió—: A Jake le gustaría.

—Sí, claro —respondió Shannon sonrojada. Pero se quedó mirando el body cuando Diane lo devolvía a su sitio y pensó que seguramente Ellie tenía razón. Y a ella le gustaría ponérselo para él.

2

Ky Malory contempló los estantes del departamento de juguetería con los ojos desorbitados. Vio un montón de petardos perfectamente dispuestos delante de él, incluidos cerezas explosivas y M80 de diversos colores. Alargó la mano para tocar tímidamente uno y tembló de emoción al notar la aspereza del embalaje.

¿No eran ilegales los petardos en Arizona? ¿O les habían mentido a él y a sus amigos? No sería la primera vez. A menudo, los adultos mentían o exageraban cuando se trataba de cosas que creían peligrosas para sus hijos.

—¿Ky?

Alzó los ojos y vio que su padre estaba a su lado, sonriéndole. Apartó enseguida la mano del estante y retrocedió con aire de culpabilidad, pero la reprimenda que esperaba no llegó. En lugar de eso, su padre siguió sonriéndole.

¡Su padre era demasiado alto! ¡No veía los petardos!

Sonrió para sus adentros. Estaba contento; se sentía especial. La mayoría de establecimientos disponía las cosas para los adultos. Incluso los juguetes. Pero en aquél había algo para los niños como él, algo pensado específicamente para que los adultos no pudieran verlo. Era evidente que los petardos estaban en un estante tan bajo para que los padres no los descubrieran. Puede que fueran ilegales. O quizás el Almacén sabía que a los padres no les gustaban los petardos. En cualquier caso, era como si se hubiera sellado un pacto entre el Almacén y él, y juró no contárselo a su madre ni a su padre.

Si antes el Almacén ya le gustaba, ahora le encantaba.

Estaban juntos en aquello.

La mano grande de su padre lo agarró del hombro.

—Yo construí el tejado de este edificio, Ky —le dijo—. ¿Lo sabías? De todo el edificio. De un lado a otro. De delante a atrás.

Asintió para fingir que le interesaba lo que su padre le decía, pero seguía concentrado en los petardos. Vio que las cerezas explosivas parecían cerezas de verdad: tenían el cuerpo rojo y las mechas verdes como tallos.

No había visto nada tan estupendo en toda su vida.

Y lo mejor de todo, lo más excelente, eran los precios junto a los códigos de barras en el borde del estante.

M80: 25 centavos.

Cerezas explosivas: 15 centavos.

Petardos: 5 centavos.

¡Cinco centavos cada uno!

Si sus amigos y él juntaban su dinero, podrían comprar muchísimos. Y podrían tirarlos en papeleras, ponerlos en buzones, atarlos a la cola de algún gato. ¡Podrían hacer explotar toda la ciudad, coño!

—¿Te gusta el Almacén? —preguntó su padre—. ¿A que es bonito?

—Es fantástico —sonrió Ky—. Me encanta.