Capítulo 6

1

El edificio del Almacén tenía algo que no le gustaba.

Ted Malory se irguió con una mueca. Llevaba tres días allí, con su equipo habitual de trabajo y un grupo temporal de cuatro obreros. No había hecho nunca un trabajo así de importante, y cuando consiguió el contrato estaba muy ilusionado. Todas las empresas de construcción de tejados de los condados de Gila, Coconino y Yavapai habían presentado sus ofertas, y cuando supo que el Almacén se había decantado por la suya, se había puesto eufórico. No sólo significaba ganar mucho dinero, sino que si finalizaba con éxito aquel proyecto, podría valerse de él para conseguir otros más importantes. Se vio construyendo tejados para los edificios de la Universidad del Norte de Arizona o los hoteles Little América en Flagstaff y El Tovar en el Gran Cañón.

Quién sabía adónde podría llegar gracias a aquella obra.

Pero las cosas no estaban saliendo como esperaba.

Para empezar, descubrió que no iba a ganar tanto dinero como había imaginado. O no tanto como la envergadura de aquel trabajo hacía suponer. El Almacén tenía un contrato estándar innegociable. Ellos fijaban las condiciones y, si no le gustaban, había muchos otros que no dejarían escapar la oportunidad de hacer el trabajo.

Así que terminó aceptándolo. No le gustaba, pero accedió a hacerlo.

Parte del trato era que todos los costes corrían por su cuenta. El Almacén le abonaba unos honorarios fijos y, con ellos, tenía que pagar la mano de obra y comprar todos los materiales para hacer el trabajo. Eso no era ningún problema para él. Sus precios solían incluir el material, y su colega Rod Hawkins, de la ciudad de Mesa, le hacía buenos precios. Pero los términos del contrato especificaban que tenía que comprar todo el material al proveedor mayorista del Almacén, y sus precios eran mucho más altos que los de Rod. Además, el representante del Almacén había calculado el plazo para construir el tejado muy por debajo de lo que tardarían en realidad, teniendo en cuenta la época del año y la superficie total del proyecto. Ya habían perdido dos días por culpa de la nieve.

Según sus cálculos, cuando hubieran terminado, a duras penas llegaría a cubrir los gastos.

Pero eso no era todo.

No era ni la mitad.

Ted dirigió la mirada más allá del tejado, hacia las montañas. La nieve seguía cubriendo el pico de Hunter, y las montañas de los alrededores estaban asimismo cubiertas de blanco. Inspiró hondo y echó un vistazo al extremo noroccidental del tejado y a la bolsa de plástico para las basuras. Desvió enseguida la mirada. Cada mañana, cuando llegaban, encontraban pájaros muertos en el tejado. Cuervos. No les habían disparado ni tenían heridas. Simplemente se habían… muerto.

Y habían caído del cielo sobre el tejado del Almacén.

Era inquietante y algo espeluznante, pero Joe Caballo Libre creía que era algo más, y la segunda vez que ocurrió, dejó el trabajo. En el acto. Se volvió y bajó la escalera por donde había subido.

Joe era su mejor hombre, su obrero más experto y su tejador más rápido, pero Ted se había molestado tanto que había dicho al indio que si se iba, no volvería a trabajar jamás para su empresa. Joe ni siquiera dudó en seguir bajando la escalera. Se limitó a gritarle a Ted que había sido un placer trabajar para él y cruzó el solar hasta su camioneta para marcharse.

Ted había lamentado de inmediato su reacción, y planeaba pedirle disculpas a Joe y ofrecerle de nuevo su puesto cuando el Almacén estuviera terminado. Pero los temores de Joe parecían haber afectado también a los demás hombres, que llevaban unos días inusualmente sombríos. Hargus ni siquiera había llevado su radiocasete al trabajo, y eso que lo llevaba a todas partes.

Hasta él se había sentido intranquilo y, aunque intentaba asegurarse de que trabajaban deprisa para terminar el tejado lo antes posible, también se aseguraba de que hacían el trabajo lo mejor que podían.

No quería tener que volver para corregir errores.

Sin embargo, no le había dicho ni una sola palabra de ello a Charlinda. Su mujer todavía creía que ese trabajo era una bendición del Señor, y dejó que lo siguiera creyendo. Ya era bastante supersticiosa, con todo ese rollo de la astrología, las cartas del tarot y demás sandeces, y sólo le faltaba contarle que Joe Caballo Libre se había ido y que la obra los tenía asustados a todos. Se habría puesto histérica.

Dio un aviso para que todos se tomaran diez minutos de descanso, sacó una cerveza de la nevera y se acercó al borde del tejado con los ojos puestos en el estacionamiento. El día anterior le habían dado una capa de sellador y estaba previsto pintarlo al día siguiente. Era un estacionamiento inmenso, que llegaba hasta la carretera, lo suficientemente grande como para contener a todos los coches de la ciudad y que sobrara espacio. Tres hectáreas y media de asfalto.

En realidad, era una lástima, porque había sido un prado muy bonito. Con sólo un mínimo esfuerzo, habrían podido hacer lo mismo que en el caso de Buy-and-Save o KFC: construir el estacionamiento de modo que se adaptara al contorno del terreno y conservar los mejores árboles. Pero no sólo habían talado los árboles existentes y se los habían llevado, sino que no se habían plantado otros.

No había sombra.

En Arizona.

Sacudió la cabeza. Bueno, suponía que cuando llegara junio, se dispararía la venta de pantallas solares para el parabrisas en el Almacén.

De hecho, le había sorprendido un poco la falta de arquitectura paisajista. Normalmente, hasta las empresas pequeñas intentaban que sus locales resultaran atractivos y agradables a la vista. Pero el exterior del Almacén era estrictamente funcional: un edificio de hormigón, una acera blanca y un estacionamiento negro. Ni plantas, ni árboles ni otra decoración. Parecía una prisión más que un establecimiento comercial.

Debajo, un trabajador que cargaba un gran palo metálico salía del Almacén en dirección a su camión, aparcado delante de la entrada.

Ted dirigió la mirada a lo lejos. La muerte de Hargrove no había repercutido en retrasos en la obra. El Almacén había llevado a uno de sus propios hombres y el trabajo había seguido adelante ininterrumpidamente, haciendo turnos de veinticuatro horas durante las últimas dos semanas y poder cumplir así el plazo exigido para cobrar la prima.

Frank Wilson, que había trabajado con Hargrove en el proyecto, le había dicho que el edificio tenía un sótano muy profundo, así como un par de singularidades más en las que el Almacén había insistido mucho. Nadie sabía por qué, pero nadie se había atrevido a preguntar, limitándose a seguir los planes del Almacén al pie de la letra.

Pájaros muertos y sótanos secretos.

Todo ello era un poco… espeluznante.

No, no un poco.

Mucho.

Se terminó la cerveza con un escalofrío, dejó caer la lata en el tejado y regresó a la zona donde había estado trabajando.

2

—¿Puedo hablar contigo?

Shannon alzó los ojos del suelo y vio a Mindy Hargrove sentada en el banco de madera que estaba a un lado de la calle y que hacía las veces de parada del autobús escolar. Mindy había estado faltando bastante a clase últimamente y se había estado portando de una forma que podría tildarse de extraña desde la muerte de su padre, pero ahora parecía realmente asustada. Iba despeinada, llevaba los vaqueros sucios y la blusa, antes blanca, medio desabrochada. Sus ojos tenían una expresión salvaje que Shannon no le había visto nunca y que le dio algo de miedo. Se preguntó si Mindy atravesaría alguna clase de crisis nerviosa, si se habría vuelto loca, y echó un vistazo rápido calle arriba y calle abajo con la esperanza de que alguien más pasase por allí, pero no había nadie aparte de Mindy y ella.

—Perdona, tengo prisa —se excusó—. Ya llego tarde, y mi madre me está esperando.

Mindy se levantó y se acercó a ella.

—Sé que a tu padre no le gusta el Almacén —dijo—. Por eso pensé que podía hablar contigo.

Shannon se pasó los libros de un brazo a otro. Aguantar a Mindy ya era bastante molesto cuando era una bruja malcriada, pero la nueva Mindy, aquella Mindy vehemente y perturbada que por alguna razón quería hablar con ella, a pesar de que habían sido enemigas implacables desde tercer curso, era todavía peor. Quería largarse de allí y alejarse de ella lo más rápido posible, pero se obligó a mostrarse agradable y fingir que no ocurría nada fuera de lo corriente.

—No es que no le guste el Almacén —contestó—, sino más bien que no le gusta el lugar y la manera que han elegido para construirlo.

Mindy miró disimuladamente a su alrededor para asegurarse de que nadie las observaba.

—Está construido con sangre —afirmó.

Shannon empezó a retroceder sin desviar los ojos de la chica.

—Perdona, pero es que tengo que irme —dijo.

—Hablo en serio. Ponen sangre en el hormigón. Estaba en los planes que le dieron a mi padre. Díselo al tuyo. Quizás él pueda decírselo al director del periódico y puedan hacer algo al respecto.

—De acuerdo —dijo Shannon para seguirle la corriente—. Se lo diré.

—Está construido con sangre. Por eso mataron a mi padre.

«Tu padre murió porque conducía borracho», pensó Shannon, pero asintió con una sonrisa y siguió retrocediendo antes de acelerar el paso y echar a correr. Se volvió a mirar por encima del hombro y vio que la calle estaba vacía; el banco estaba desocupado y Mindy había desaparecido.

3

Bill terminó la documentación del sistema de Información Geográfica el último sábado de enero. Cargó el manual acabado, lo envió por correo electrónico y lo celebró como solía hacer cada vez que terminaba un trabajo: sacó una chocolatina del cajón del escritorio, subió el volumen de la radio, se recostó en la silla y disfrutó del momento.

Mientras comía la chocolatina, miraba por la ventana. Había llovido durante los dos últimos días y la nieve que quedaba estaba casi toda fundida. Todavía lloviznaba, de modo que los árboles del exterior eran apenas unas siluetas negras. Se acabó la chocolatina y tiró el envoltorio a la papelera. Era en esos momentos cuando podía sacar realmente partido del hecho de trabajar en casa. En lugar de estar sentado ante una mesa encontrando papeles que mover de sitio, fingiendo estar atareado por si lo veía algún supervisor que pasara por allí, podía ver la tele, leer un libro, dar una vuelta o hacer lo que quisiera hasta que llegara el siguiente encargo. Cobraba un sueldo mensual, no por horas, y mientras cumpliera con los plazos de entrega de su trabajo, a la empresa no le importaba cómo pasara las demás horas.

Dicho de otro modo, su competencia y eficiencia se veían recompensadas con tiempo libre.

Que Dios bendijera la tecnología.

Apagó el ordenador y se desperezó. Luego se levantó y salió de su despacho. La cocina olía a sopa de tomate Campbell's, y los cristales estaban empañados. Parecía cálida, acogedora y confortable, y como las niñas no estaban, se sintió casi como cuando acababan de casarse, cuando todavía eran demasiado pobres para ir a alguna parte o hacer algo, y el sexo constituía su principal forma de diversión.

Ginny estaba delante de los fogones, removiendo la sopa. Se situó detrás de ella y le puso una mano entre las piernas, Pero Ginny se revolvió con un grito y casi le atizó con la cuchara, salpicándole la mejilla de sopa caliente.

—¡Dios mío! —exclamó Bill.

—Eso te enseñará a no acercarte a mí de esa forma sin que me entere.

—¿Qué te pasa? —Se secó la sopa de la mejilla.

—Nada —contestó Ginny—. Estoy preparando la comida. No esperaba que nadie me sobara.

—¿Quién creíste que era? Soy el único que está en casa.

—No se trata de eso.

—Antes lo hacía todo el tiempo. Antes te gustaba.

—Bueno, pues ahora no. —Siguió de espaldas sin dejar de remover la sopa—. Lávate —ordenó—. Vamos a almorzar.

—No nos peleemos, por favor —suspiró—. Lo siento, yo…

Ginny se volvió sorprendida.

—¿Quién se está peleando? —preguntó.

—Creía que estabas enojada conmigo.

—No.

—¿Por qué no te recuestas entonces sobre la mesa para que pueda cumplir con mis deberes maritales? —sugirió con una sonrisa.

—¿Por qué no te lavas las manos para que podamos comer? —replicó Ginny tras soltar una carcajada.

—¿Y después de comer?

—Ya veremos —dijo ella sonriendo.

Después de comer hicieron el amor en la habitación. Fue algo rápido y precipitado, por si Samantha o Shannon volvían temprano a casa. Luego Bill decidió ir a dar un paseo. Había dejado de llover en algún momento durante la última hora, y como llevaba encerrado demasiado tiempo, le apetecía salir. Pidió a Ginny que lo acompañara, pero ella le dijo que no tenía ganas y que, además, quería leer unas revistas.

Así que fue solo, disfrutando del olor a lluvia en las calles y de la imagen que ofrecía el cielo a medida que comenzaba a despejarse y dejaba ver rendijas azules en medio del gris dominante. Se dirigió a la tienda de Street para saludarlo, charlaron un poco y después se pasó por la tienda de discos de Doane Kearns, al otro lado de la calle, para rebuscar en los expositores de segunda mano que había en la pared del fondo y ver si encontraba algo interesante. Se decidió por una edición pirata de Jethro Tull y un viejo álbum de Steeleye Span que había tenido en la universidad pero que había perdido no sabía cuándo.

Antes de regresar a casa, entró en el café para tomar una taza rápida. Como de costumbre, Buck y Vernon estaban sentados a la barra, discutiendo. Ese día la manzana de la discordia era la música country.

—Mátame si quieres —decía Vernon—, pero me gusta Garth Brooks.

—¡Garth Brooks es un afeminado! Way Ion Jennings. Ése sí que es un cantante de verdad.

—¡Esa boquita! —advirtió Holly desde detrás de la barra.

—Perdona —se disculpó Buck.

—¿Todavía está vivo Waylon Jennings? —sonrió Vernon.

—Te pudrirás en el infierno por esto, macho.

Bill se sentó en la otra punta de la barra y saludó con la cabeza a los dos hombres, que le devolvieron el saludo.

Holly se acercó a él y le preguntó si quería la carta, pero Bill dijo que sólo quería tomar café, así que la camarera se volvió, sirvió una taza y se la dejó delante.

—Bill. —Se volvió en el asiento y vio a Williamson James, el propietario del café que en ese momento salía de la cocina por la puerta que había junto a la máquina de discos—. ¿Cómo te va?

—No puedo quejarme —respondió Bill a la vez que se encogía de hombros.

El propietario del café se sentó en el taburete que tenía al lado e indicó a Holly con un gesto que también le sirviera café.

—¿Viste el partido del jueves? —preguntó. Bill negó con la cabeza—. Es verdad; olvidaba que no te gusta demasiado el fútbol.

—Fútbol, baloncesto, béisbol, jokey… No miro ninguno —dijo Bill.

—¿No has jugado nunca a nada?

—No.

—¿Ni siquiera en el colegio?

—Bueno, sí. Hice educación física. Tuve que hacerlo. No tenía más remedio. Pero no por mi cuenta.

—¿Por qué no?

—Nunca me ha gustado. Los deportes son para personas que no soportan la libertad.

—¿Qué?

—Son para personas que necesitan que les digan qué hacer con su tiempo libre, que no saben pensar por sí mismas qué pueden hacer, que necesitan normas y directrices que seguir. Como las personas que dedican su tiempo libre a ir a Las Vegas, a jugar, es lo mismo: normas. Te dicen qué hacer. Otras personas deciden por ti cómo debes pasar el tiempo. Supongo que a algunas les va bien porque les quita presión. No tienen que pensar por su cuenta; lo encuentran todo dispuesto.

El hombre mayor reflexionó un momento para asimilarlo. Luego asintió despacio.

—Entiendo lo que dices —aseguró.

—Pues eres el primero —rio Bill.

Williamson carraspeó y se inclinó hacia delante.

—Voy a poner el café en venta —anunció.

—¿Qué?

—¡Chsss! Baja la voz —pidió el propietario con un gesto de manos—. Todavía no se lo he dicho a nadie. Ni siquiera Holly lo sabe.

—¿Por qué? ¿Qué ocurre?

—Nada. Es sólo que… —Su voz se fue apagando—. Pronto se inaugurará el Almacén, y nos llevará a muchos a la quiebra.

—Eso no afectará al café —dijo Bill a la vez que sacudía la cabeza.

—Van a tener su propia cafetería. No un snack-bar. Una cafetería de categoría.

—Eso no importa.

—Me temo que sí.

—Este café es un punto de referencia. La gente no va a dejar de venir para comer y beber en un almacén de descuento. Este local forma parte de Juniper.

—El caso es que nadie apoya a los negocios locales —comentó Williamson con una sonrisa llena de tristeza—. Sí, el café es un punto de referencia, y cuando ya no esté todo el mundo lo extrañará, y tu amigo Ben escribirá un artículo conmovedor sobre cómo eran antes las cosas. Pero lo cierto es que cuando la cafetería del Almacén empiece a ofrecer el café cinco centavos más barato que el mío, todo el mundo se largará de aquí tan deprisa que dará vértigo. —Señaló con la cabeza a Buck y a Vernon—. Incluso esos dos.

—No lo creo —lo contradijo Bill—. Lo que atrae aquí a la gente no son los precios, es el ambiente, es… es todo en conjunto.

—Estás equivocado. Puede que no creas que se trata del precio. Pero así es. Todo es una cuestión económica. Y cuando el Almacén empiece a poner anuncios llamativos en el periódico para pregonar sus excelentes ofertas, todo el mundo irá allí en tropel.

»Ahora mismo a duras penas me salen las cuentas —prosiguió Williamson—. No puedo permitirme competir. Saldría perdiendo en una guerra de precios. El Almacén puede aguantar todo lo que quiera. Puede reventar los precios hasta llevarme a la quiebra. —Suspiró—. Lo veo venir. Por eso quiero desprenderme de este local antes de que explote todo, mientras todavía pueda obtener una cantidad decente por él.

Echó un vistazo alrededor del café un momento antes de seguir.

—Quería preguntarte cómo podría anunciarlo por eso de Internet. Me imaginé que si alguien sabe cómo hacerlo, ése eres tú. Voy a poner un anuncio en revistas especializadas y todo eso, puede que incluso en el periódico de Ben, aunque no creo que ningún residente pueda permitirse comprar el local. Pero se me ocurrió que podría ponerlo también a través del ordenador. Para ver si obtengo alguna respuesta.

—Sí —dijo Bill despacio—. Podría ayudarte en eso.

—¿Qué te parece si escribo lo que quiero decir? ¿Podrías ponerlo en Internet por mí?

—Por supuesto, pero ¿realmente quieres hacerlo ahora? ¿Por qué no esperas, intentas aguantar y ves qué pasa? La gente de Juniper podría sorprenderte. Podría solidarizarse con el café. Hasta podría ser bueno para tu negocio. Las cosas podrían mejorar cuando la gente se entere de lo que ocurre.

—Los tiempos han cambiado —suspiró Williamson—. Hoy en día, todo el mundo está muy fragmentado. Esto ya no es un país. Es un conjunto de tribus que compiten entre sí por conseguir trabajo, dinero, atención mediática. Cuando yo era joven, todos éramos americanos. Entonces, hacíamos lo que teníamos que hacer, o lo que podíamos, para que este país fuera mejor. Hacíamos lo que era correcto, lo que era moral. Ahora la gente hace lo que le conviene, lo que le resulta económicamente rentable. —Sacudió la cabeza—. Antes nos preocupábamos por nuestra comunidad, estábamos dispuestos a hacer lo que fuera necesario para que el sitio donde vivíamos fuera mejor. Ahora lo único que le importa a la gente es cuánto cuestan las cosas. —Se detuvo y miró a Bill a los ojos antes de proseguir—. A nadie le importa un comino conservar nuestra ciudad, nuestra comunidad, nuestro estilo de vida. Lo único que les importa es ahorrar unos dólares para poder comprar a sus hijos las últimas zapatillas deportivas de marca. Es una idea bonita, pero nadie va a solidarizarse con el café. Imposible —sentenció antes de terminarse el café—. Por eso, quiero dejarlo ahora. Cuando todavía puedo.

4

El Día del Presidente, una tormenta dejó caer quince centímetros de nieve, y pasaron veinticuatro horas antes de que la retiraran de la calle. Pero, al final de la semana, se había derretido por completo, y el sábado decidieron ir al valle para relajarse y hacer algunas compras.

Salieron temprano, justo después del alba, y hacia las ocho se pararon en la ciudad de Show Low a desayunar en un McDonald's. Ginny, que iba mirando por la ventanilla mientras viajaban, contempló cómo el paisaje cambiaba de pinos a cactus, y las líneas limpias del bosque de Mogollon Rim daban paso a las agrestes formas rocosas del desierto de Mazatzals. Samantha y Shannon dormían en el asiento trasero mientras que Bill conducía feliz y tarareaba al son de las canciones que emitía la radio.

Las montañas y cañones eran majestuosos y, como siempre, Ginny estaba sobrecogida por la espectacularidad de las vistas, que la hacían sentir empequeñecida. Era entonces, cuando contemplaba el paisaje, cuando notaba la presencia de Dios. Había nacido en el seno de una familia católica, había ido a misa dos veces por semana desde que era niña hasta que fue a la universidad, pero en la iglesia jamás había sentido la inspiración que sentía allí, en la carretera. La excelencia y la magnificencia de Dios de las que había oído hablar habían sido para ella algo abstracto hasta que se casó con Bill y se trasladaron a Arizona. En la iglesia, nada la había hecho sentir tan religiosa, tan profundamente conmovida por Dios, como la imagen de su primer amanecer en el desierto durante su luna de miel.

Ése era el problema que había tenido con el catolicismo, su estrechez de miras, su vanidad, su autocomplacencia. De niña, le habían hecho creer que el mundo giraba a su alrededor, que si comía carne un viernes, si no se abstenía de algo durante la Cuaresma o si tenía una suave fantasía sexual con David Cassidy, estaría condenada para toda la eternidad. Dios siempre la estaba observando, siempre atento a las minucias de su vida, y se había sentido constantemente bajo presión, como si escudriñaran continuamente todos sus pensamientos y movimientos.

Pero había crecido, había descubierto que no era el centro de todo ni el punto de apoyo en el que descansaban el mundo y la Iglesia, y que si se acariciaba en la bañera o llamaba puta a Theresa Robinson, la civilización occidental no llegaría a su fin al instante. Y había llegado a considerarse un personaje secundario, apenas digno de la atención divina, aquí, en la Tierra, y durante sus años de secundaria, había decidido ser simplemente una buena persona, llevar una vida buena y confiar en que Dios sería lo bastante inteligente como para distinguir a la buena gente de la mala cuando llegara el día del juicio final.

Había sido esa tierra lo que había vuelto a despertar en ella los sentimientos religiosos. Había visto en ella la gloria de Dios, se había dado cuenta de nuevo de lo insignificantes que eran sus problemas y preocupaciones en el universo, y cómo eso no tenía nada de malo. Era como tenía que ser.

Se volvió hacia Bill, que tamborileaba en el volante una vieja canción de The Who, y sonrió. Tenía suerte. Tenía un buen marido, unas buenas hijas, una buena vida.

Y era feliz.

Bill la pilló sonriendo.

—¿Qué? —preguntó.

—Nada. —Ginny sacudió al cabeza sin dejar de sonreír.

Llegaron al valle poco después de las once. Se dirigieron al Fiesta Mall de la ciudad de Mesa y se adentraron en los confines climatizados del centro comercial. Una vez allí se dividieron en dos grupos: las niñas fueron a sus tiendas de moda y de discos, y ella y Bill a la multisala para ver una película. Quedaron en reunirse a las dos delante de Sears.

Vieron una comedia romántica, que Bill catalogó de telefilme, pero todo quedaba mejor en una pantalla grande, y estaba contenta de haber ido. Después, pasaron un rato en la librería B. Dalton. Ella se compró el último número de Vanity Fair y Bill eligió la nueva novela de suspense de Phillip Emmons.

Cuando salieron, Sam y Shannon ya los estaban esperando en un banco situado delante de Sears. Shannon se había comprado un casete de un grupo de rock de moda, un grupo que, al parecer, Sam no soportaba, y las dos niñas estaban discutiendo en voz alta sobre gustos musicales.

—Parad ya —ordenó Bill con la voz ronca de un árbitro de boxeo. Se sentó entre las dos—. Estáis empezando a llamar la atención. Si os ponemos traje de baño y os metemos en un recipiente lleno de barro, podríamos empezar a cobrar entrada y sacar algo de dinero extra para la familia.

—¡Eres asqueroso! —se quejó Shannon.

—Sí, bueno, es mi trabajo. —Las tomó de los brazos y tiró de ellas para que se levantaran—. Vamos, niñas, regresemos a casa.

Iniciaron el camino de vuelta, y esta vez conducía Ginny. Cuando llegaron a Payson el sol empezaba a ponerse, y cuando alcanzaron Show Low ya había anochecido. Como siempre, las niñas se habían dormido en el asiento trasero. Bill también había sucumbido al sueño y golpeaba con la cabeza el cristal de la ventanilla del copiloto.

Ginny disfrutó de aquellos momentos para ella sola. Era reconfortante estar rodeada de su familia y, al mismo tiempo, poder estar a solas con sus pensamientos. La carretera estaba vacía desde que habían dejado Show Low. El paisaje, tan imponente de día, quedaba totalmente oculto bajo el manto negro de la noche, salvo el angosto trecho de carretera que iluminaban los faros del automóvil. De vez en cuando la luz de alguna casa recordaba un faro en medio de la oscuridad del paisaje.

Justo antes del largo amanecer, cuando conducía por la extensión llana del bosque para entrar en Juniper, observó por primera vez que no estaban solos en la carretera. Por el retrovisor se divisaban los potentes haces de luz de un vehículo voluminoso que se acercaba a gran velocidad. Al instante se le aceleró el corazón, y su primera reacción fue despertar a Hill, pero se obligó a conservar la calma y seguir conduciendo. No era más que un camión que viajaba deprisa. Algo habitual en una carretera de Arizona.

Aun así, su reacción inicial fue de pánico; pensó que era normal que la gente que vivía sola en sitios apartados se volviera nerviosa y asustadiza y terminara viendo ovnis y creyendo en conspiraciones generalizadas del gobierno. La incongruencia de ver algo inesperado en plena naturaleza resultaba inquietante. Incluso en la carretera.

Ginny vio en el velocímetro que iba casi diez kilómetros por hora por encima del límite de velocidad, pero el camión se le acercaba deprisa, recortando la distancia que los separaba. Pensó en El diablo sobre ruedas, y echó un vistazo por el retrovisor. Lo llevaba inclinado para la conducción nocturna, pero incluso así los faros que tenía detrás parecían increíblemente brillantes, casi hirientes, y cuando se acercaron vio que no era el único par de luces; detrás del camión venían más.

Entonces, el primer camión la adelantó.

Era totalmente negro. Tanto la cabina como el tráiler se confundían a la perfección con la oscuridad que los rodeaba, y hasta las ventanillas de la cabina eran tintadas. Sintiendo un escalofrío, sujetó con fuerza el volante mientras el enorme vehículo se situaba delante de ella y se alejaba por la carretera hacia la noche, de modo que sólo podía ver la luz colorada de sus luces traseras.

La adelantó el siguiente camión.

Y seguía viendo el brillo de faros detrás de ella.

Pensó otra vez en despertar a Bill, pero algo la contuvo. Redujo la velocidad y se arrimó un poco a la derecha para que diez camiones más la adelantaran ilegalmente, pisando la raya amarilla, uno a uno, a toda velocidad.

Cuando los faros del coche iluminaron la puerta trasera del último camión, pudo leer dos palabras de un negro reluciente sobre negro mate: El Almacén.

Volvían a estar solos en la carretera. Al espirar con fuerza, se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento. Se dijo a sí misma que no había nada extraño en aquella caravana, que los camiones estaban simplemente transportando mercancías para el Almacén, y que estaba sucumbiendo a la paranoia de Bill.

Casi consiguió creérselo.