Capítulo 5

1

Una capa de escarcha cubría el suelo, pero Bill se levantó tan temprano como de costumbre. Se puso el chándal, los guantes, un par adicional de calcetines, el gorro de esquí que Ginny llamaba «gorro de indigente» y salió a hacer su footing matinal como todos los días. Sabía que estaba obsesionándose un poco, pero cuando había empezado a hacer ejercicio, se había prometido que hiciera sol, lloviera, cayera aguanieve o nevara, correría cinco kilómetros al día por lo menos.

Y había cumplido esa promesa.

Hizo deprisa los estiramientos, corrió hasta la carretera de tierra y la siguió colina abajo a través de los árboles. Cuando llegó a la carretera asfaltada y al prado de Godwin, siguió recto en vez de girar hacia Main Street.

Había dejado de correr por la carretera.

Pasó ante el estacionamiento de caravanas y entró en la zona residencial de Juniper con cuidado de no resbalar con la escarcha del asfalto. No había modificado su ruta de footing matinal en los diez años que había vivido en Juniper, en parte por costumbre y en parte adrede. No era la clase de persona que modifica arbitrariamente su rutina. Cuando encontraba algo que le gustaba, no lo cambiaba.

Pero ese día había modificado su rutina.

Pensó en el solar del Almacén, el lugar que tanto le gustaba antes pero que ahora evitaba deliberadamente. Los árboles devastados y el terreno allanado tenían algo que no le acababa de convencer. Le recordaban el condado de Orange, el lugar donde había nacido y crecido, donde había visto cómo los naranjales y los fresales se habían ido sustituyendo por bloques de pisos pintados de color melocotón y centros comerciales idénticos entre sí; le deprimía ver la tierra allanada, la colina demolida, la valla de tela metálica que rodeaba la maquinaria pesada. Lo trastornaba, lo enojaba y le amargaba el humor del footing matinal.

Pero no era sólo eso, ¿verdad?

No, tenía que admitirlo. No.

Al principio había sido desconcertante darse cuenta de que no era el hombre tranquilo, racional y sensato que siempre había creído ser, pero se había adaptado al instintivo Bill Davis mucho más fácilmente de lo que habría creído posible. Había sido una transición básicamente indolora, y ahora se encontraba buscando relaciones ocultas y no lineales entre hechos inconexos del mismo modo que antes habría intentado encontrar la razón lógica de cada cosa que ocurría. Confiar más en las corazonadas que en los hechos probados le resultaba extrañamente liberador, y en cierto modo, exigía más agudeza mental, más análisis comparativo, más disciplinas intelectuales de las que normalmente se asociaban al método científico y a mantenerse fiel a un modo de pensar preconcebido.

Pero eso era intelectualizar.

La verdad era que el Almacén le hacía sentir miedo. Podría deducir las razones de ello, pero tanto si podía racionalizarlo como si no, tanto si podía explicar su existencia como si no, lo sentía. Era su reacción natural al solar en obras, y por eso había cambiado su ruta de footing.

La última vez que estuvo allí, el martes anterior, cuando tuvo que ir a Flagstaff en coche con Ben para comprar una bomba de agua para el coche, había observado que la estructura del edificio ya empezaba a elevarse. No perdían el tiempo. Por lo general, las obras se alargaban meses en la región, ya que los contratistas locales eran lentos, pero el Almacén debía de haber ofrecido alguna clase de prima por terminar pronto, porque había pasado menos de un mes desde que había encontrado el cadáver y el tenerlo ya estaba preparado; los cimientos, inusualmente profundos, excavados, y el cemento vertido.

Resultaba escalofriante.

Tomó la calle Granite, bajó más o menos un kilómetro y medio por la calle hasta donde terminaban las casas y siguió después por Wilbert hacía Main Street. Tenía las mejillas encendidas por el frío, y le costaba respirar el aire gélido. Estaba saliendo el sol, apenas un punto brillante en la capa gris de nubes que cubría el cielo.

Giró a la izquierda por Main Street, con la carretera detrás de él, y se subió a la acera que recorría todo el centro de la ciudad. Aminoró la marcha al instante. Al otro lado de la calle, había un cartel colgado en el escaparate vacío entre la heladería Yummy y el videoclub Barn: «Aceptamos solicitudes de trabajo para el Almacén».

Incluso con aquel tiempo, a esa hora de la mañana había gente haciendo cola en la acera. No sólo adolescentes, sino también adultos. Mujeres bien vestidas y hombres sanos.

Se paró delante del quiosco de prensa y fingió abrocharse una zapatilla deportiva mientras contemplaba la otra acera. Pensó que parecía una oficina de empleo. La disposición del escaparate vacío, la rectitud de la cola y la actitud estoica de la gente tenían un aspecto vagamente militar. Podía ver su aliento en el aire frío, pero no oía sus voces, y cayó en la cuenta de que ninguno de ellos hablaba.

Era extraño.

Lo que lo hacía más extraño aún era que conocía a la mayoría de las personas. Muchos eran vecinos suyos; mejor dicho, eran amigos suyos, pero estaban todos tristes, silenciosos, mirando fijamente el escaparate vacío, sin entablar siquiera la conversación banal y educada de unos desconocidos.

Paul Mitchell, el director del KFC, echó un vistazo al otro lado de la calle y vio a Bill, que se enderezó y lo saludó sonriente con la mano. Pero aquél no le respondió y volvió a concentrarse en el escaparate.

Bill reanudó la marcha y recorrió rápidamente el centro de Juniper. Un sudor frío le cubría la piel, y el corazón le latía con fuerza. La cola de solicitantes lo había desconcertado más de lo que quería admitir, y observó que había algunas zonas de la calle ensombrecidas, rincones oscuros que el tenue amanecer cubierto de nubes no llegaba a alcanzar y seguían dominados por la noche. No se relajó hasta que hubo dejado atrás Main Street y se dirigió hacia el prado de Godwin de vuelta a casa.

2

Las Navidades no fueron las vacaciones que deberían haber sido.

Ginny supervisaba los desperfectos del salón mientras Bill recogía las cajas y el papel de regalo para tirarlos al contenedor que había en la calle. Ese año las vacaciones habían empezado tarde, y no habían tenido demasiado tiempo para ir a comprar regalos. Habían ido a Flagstaff, y no a Phoenix, pero ya no quedaba demasiado a la venta, de modo que tuvieron que conformarse con lo que encontraron. Ginny pensó que el año siguiente sería más sencillo. Podrían comprar en el Almacén sin moverse de Juniper, y no tendrían que desplazarse a una ciudad más grande para adquirir los regalos.

Tanto Samantha como Shannon estaban en sus habitaciones, escuchando los cedés nuevos que habían recibido, mientras miraban o guardaban los demás regalos. Por primera vez, ninguno de sus abuelos había podido ir. Los padres de Bill pasaban las vacaciones con la hermana de éste en San Francisco, y los padres de Ginny estaban de visita en casa de su hermano en Denver, y era evidente que las niñas los habían extrañado. Todos habían estado más apagados ese año, y habían desenvuelto los regalos mecánicamente, sin la alegría habitual.

Bill tampoco había sido el mismo; no lo era desde que encontró el cadáver de aquel forastero. Se decía a sí mismo que era algo que podía pasar, aunque no entendía la fobia que sentía por el Almacén. Tal vez el cadáver lo hubiera asustado, y podía comprender su enfado con el Almacén por haber destruido aquel hermoso terreno, pero no que se sintiera resentido de una forma visceral hacia el futuro establecimiento.

Últimamente, tampoco Ginny estaba del todo bien, y aunque lo había atribuido a las tensiones habituales de las fiestas y a las repetidas quejas de Bill sobre el Almacén, se debía a algo más y no acababa de saber el qué.

Bill regresó, recogió sus regalos del suelo del salón y los dejó en la encimera de la cocina. Luego estrechó a su mujer entre sus brazos y la besó con una sonrisa:

—Gracias por los regalos —le dijo—. Han sido unas Navidades maravillosas.

No era cierto, y ambos lo sabían, pero ella le devolvió la sonrisa y lo besó.

—Te amo —dijo.

—Yo también te amo.

Pensó que el año siguiente serían mejores. Se aseguraría de que lo fueran.