Capítulo 3

1

Lo despertó una explosión ensordecedora.

Al principio, Bill creyó que formaba parte de su pesadilla. Había estado combatiendo criaturas del espacio sideral, y cuando oyó las detonaciones, creyó que eran una mera continuación del sueño. Pero Ginny se movía a su lado en la cama, y era evidente que también había oído el ruido.

Se volvió hacia él con los ojos todavía medio cerrados y preguntó:

—¿Qué es eso?

—Voladuras —respondió.

—¿Voladuras? —repitió ella, aturdida—. ¿Están ampliando la carretera o algo así? Porque ya nos habríamos enterado.

—No —dijo Bill. Apartó las sábanas y salió de la cama.

—¿Qué? —preguntó Ginny sacudiendo la cabeza.

—Nada. Vuelve a dormirte.

Se puso el chándal mientras su mujer volvía a acurrucarse en la cama. Sabía qué estaba pasando y no tenía nada que ver con la carretera. Sólo había una construcción de envergadura planeada en la ciudad ese otoño.

El Almacén.

Todavía faltaban quince minutos para que sonara el despertador, así que lo apagó antes de salir de la habitación. Fue hasta el cuarto de baño y se echó agua en la cara para despertarse del todo. Después se dirigió a la cocina y se tomó rápidamente un vaso de zumo de naranja antes de salir sigilosamente de la casa.

Ese día se saltó el calentamiento habitual; bajó deprisa el camino de entrada hasta la carretera y empezó a correr.

Juniper parecía más desierto aún que de costumbre, y por una vez la falta de gente le resultó agobiante en lugar de reconfortante. Había esperado ver más luces en las casas, más personas en las calles (¿acaso no había oído nadie las explosiones?), pero la ciudad seguía oscura, oscura y silenciosa, y casi soltó un suspiro de alivio cuando pasó ante los últimos edificios del centro en dirección a la carretera.

Aunque todavía no había salido el sol, al acercarse a su trecho favorito el cielo ya estaba iluminado tras las montañas. El bosque seguía a oscuras, con los árboles aferrados a la negrura de la noche, pero el claro que había delante era perfectamente visible y estaba bañado en una tenue luz azul. Aminoró la marcha, pero esta vez no para saborear el momento, sino para ver qué ocurría.

Se detuvo directamente delante del cartel.

En las veinticuatro horas que habían transcurrido desde la última vez que había estado allí, todo había cambiado por completo. El cartel seguía en su sitio, pero los árboles jóvenes y los arbustos que salpicaban el prado ya no. El prado en sí había desaparecido. Ya no quedaba hierba, y la tierra removida y unos palos de agrónomo marcaban los límites del solar en obras. Habían dinamitado parte de la colina, y había troncos y pedruscos esparcidos en abanico en la parte más alejada del montículo que seguía en pie.

Contempló la escena, horrorizado. Había visto fotografías de la deforestación de alguna selva tropical, de las consecuencias de las políticas indiscriminadas de tala y quema en los países subdesarrollados, pero ni siquiera en sus pronósticos más pesimistas habría esperado ver allí algo que se le pareciera. Sin embargo, ése era exactamente el aspecto que tenía. Los trabajos cuidadosamente planificados y metódicamente ejecutados para limpiar el terreno que una cadena importante como el Almacén se suponía que llevaría a cabo brillaban por su ausencia. No se había salvado ni un solo árbol, no se había hecho esfuerzo alguno por preservar o proteger las características de la zona. Simplemente, se habían talado los árboles, se había removido la tierra y dinamitado la colina.

Y todo en un día.

Ni rastro de los obreros; sólo se veían los bulldozers, las niveladoras, las palas y las grúas en el extremo sudeste del solar, rodeados de una valla de tela metálica. Hacía apenas media hora, quizá menos, que las explosiones lo habían despertado, pero aun así no se veía por ninguna parte a los hombres que habían hecho las voladuras. Echó un vistazo a su alrededor para intentar encontrar a alguien, a cualquier persona entre la maquinaria. Nada.

Frunció el ceño. Aunque sólo trabajaran de noche, era imposible que no quedaran por lo menos unos cuantos hombres, a no ser que hubieran abandonado la obra inmediatamente después de detonar los explosivos.

Pero no había visto coches en la carretera, ni se había cruzado con vehículos por la calle.

Saltó la cuneta y pasó junto al cartel para entrar en el solar. Al andar, las zapatillas deportivas se le hundían en la tierra recién removida y, mientras avanzaba entre piedras y surcos, rodeando ramas y rocas, su asombro por la ausencia de obreros se convirtió de nuevo en rabia por la destrucción del prado. ¿Cómo lo habían permitido? ¿Dónde estaban los inspectores de obras? ¿Dónde estaban quienes se encargaban de hacer cumplir las normas? La legislación municipal en materia de urbanismo no permitía a los constructores destrozar el paisaje. El Plan Rector municipal conminaba específicamente a todos los nuevos negocios a «someterse al espíritu y el estilo de la comunidad y de sus edificios, y a aunar sus esfuerzos para conservar todas las formaciones geológicas y toda la vegetación natural posible».

El gobierno municipal había elaborado el plan a principios de los ochenta en un intento de preservar el carácter único de Juniper y sus alrededores, y todos los gobiernos municipales posteriores habían reafirmado el compromiso de la ciudad con un crecimiento controlado, asegurándose de que el constructor de un edificio de pisos incorporara un grupo de pinos ponderosa en su proyecto paisajístico; supeditando la aprobación de una gasolinera a que la empresa accediera a desplazar su edificio cinco metros al norte para conservar una roca del tamaño de una casa que se había convertido en una referencia local, y cosas de ese tipo.

Y entonces, en un solo día, el Almacén había conseguido burlarse de todo el proceso y destruir sin ayuda el tramo más hermoso de carretera que había dentro de los límites municipales.

Bueno, no iba a ser por mucho tiempo. En cuanto el ayuntamiento abriera, iría y…

Se detuvo en seco, horrorizado.

El perímetro del solar estaba cubierto de animales muertos.

Inspiró hondo mientras contemplaba la escena. Los bulldozers habían retirado un muro de escombros hacia la parte posterior del terreno, donde formaba una barrera semicircular. Al principio sólo había visto árboles y arbustos, troncos y ramas, pero a esa distancia podía ver que también había restos de animales mezclados con la vegetación arrancada, cuerpos que yacían en el suelo delante de los escombros. Y cuando los recorrió despacio con la mirada de izquierda a derecha, contó cuatro ciervos, tres lobos, seis pecaris y un buen puñado de mapaches y ardillas.

¿Cómo habrían muerto tantos animales?

¿Y por qué?

El ciervo.

El ciervo había sido un presagio, un anticipo de lo que estaba por venir. Le había parecido extraño, hasta fantasmagórico, en aquel momento, pero ahora la muerte del animal parecía realmente malévola. Era como si el ciervo hubiera muerto como consecuencia de haber erigido el cartel. Y ahora habían muerto otros animales debido a que habían limpiado el terreno.

Sus muertes parecían ser el precio de la construcción.

Era un intercambio.

Sabía que era ridículo, pero la idea, lógica o no, le parecía acertada, y al observar de nuevo el montón de cuerpos, empapado en un sudor frío, se le puso la carne de gallina.

Empezó a avanzar. EL primer ciervo no mostraba signos de que le hubieran disparado ni otras heridas. ¿Habrían muerto aquellos animales por causas naturales?

Cruzó rápidamente el terreno irregular. Dos días antes, si alguien le hubiera sugerido algo tan absurdo como lo que estaba pensando, se habría reído. Era un solar en obras; habrían contratado obreros locales, personas a las que seguramente conocía, para limpiar el terreno y construir un edificio. No debería haber nada extraño en ello.

Pero lo había. No sabía cómo, no sabía por qué, pero de algún modo, todo había cambiado durante las últimas veinticuatro horas. El mundo entero parecía distinto. Su fe inquebrantable en lo racional y lo material se había resquebrajado, y aunque no estaba preparado para creer en fantasmas, duendes y hombrecillos verdes, ya no era tan escéptico como antes. Era una sensación desconcertante, que no le gustaba, y volvió a plantearse si no sería que su relación personal con aquella zona le impedía valorar objetivamente la situación.

«Tercera matanza en un Almacén en un mes».

Quizá no.

Alargó la mano hacia el primer animal: un lobo. Como el ciervo, tenía el vientre hinchado. También como el ciervo, parecía no tener signos externos de violencia. Ni siquiera parecía que un bulldozer lo hubiera empujado hasta allí. No tenía la menor marca. Era como si hubiera caminado o se hubiera arrastrado hasta ese lugar por voluntad propia y se hubiera muerto.

Dirigió la mirada más allá del cuerpo del animal, hacia el muro de escombros que había inmediatamente detrás, y el corazón le dio un vuelco.

Un brazo sobresalía entre la maleza y las rocas.

Dio un paso vacilante hacia delante para comprobar que lo que creía ver era cierto.

Entre las ramas desnudas de un manzano, asomaban una mano y un antebrazo pálidos, manchados de barro y sangre.

Mientras el sol se elevaba sobre las montañas, Bill regresó a trompicones por el terreno lleno de baches del antiguo prado y corrió por la carretera lo más rápido que pudo hacia la comisaría de policía de la ciudad.

A su vuelta con la policía, contestó a sus preguntas y presenció cómo sacaban el cadáver de los escombros. Después de que lo cargaran en una ambulancia y se lo llevaran, volvió a la comisaría con Forest Everson. El inspector le tomó una declaración oficial, que Bill leyó y firmó.

Cuando por fin hubo terminado con todos los formularios, preguntas e informes, eran más de las diez de la mañana. En medio del revuelo que había provocado el hallazgo del cadáver, Bill había dejado de lado la destrucción del prado y el incumplimiento descarado de las ordenanzas locales en materia de urbanismo del Almacén, pero a pesar de lo afectado que estaba por lo que había encontrado, no había olvidado su propósito inicial, de modo que se dirigió al edificio de al lado, donde estaba el ayuntamiento, para decir al joven funcionario con la cara marcada de acné que estaba tras el mostrador que quería hablar con alguno de los inspectores municipales.

—El señor Gilman estará fuera toda la semana —afirmó el joven.

—Y ¿quién es el señor Gilman? —preguntó Bill.

—El inspector municipal.

—¿No hay nadie más con quien pueda hablar?

—Bueno, ¿cuál es exactamente el problema?

—El problema es que quien se encarga de limpiar el terreno para el Almacén ha ignorado totalmente las regulaciones urbanísticas de Juniper. Ha talado todos los árboles del terreno, ha dinamitado parte de la colina…

—Tiene que hablar con el señor Curtis. Es el director de Urbanismo.

—De acuerdo —aceptó Bill—. Hablaré con él.

—El caso es que ahora no está aquí. Ha asistido a un seminario en Scottsdale —añadió el joven—. Si quiere, le diré que lo llame cuando vuelva. Sólo estará fuera un día. Tiene que regresar mañana.

—Mire, lo único que quiero es informar a alguien de lo que está pasando para que puedan enviar inspectores antes de que el daño sea mayor.

—Creo que está todo aprobado —comentó el joven, que parecía incómodo.

—¿Cómo? —Bill lo fulminó con la mirada.

—Creo que se le dio el visto bueno a todo. —Echó un vistazo alrededor de la oficina, como si buscara que algún superior lo ayudara, pero sólo había una secretaria en una mesa situada en la pared opuesta tecleando algo en un ordenador mientras ignoraba intencionadamente su conversación—. Tendría que hablar con el señor Curtis, pero creo que la Comisión de Urbanismo concedió una exención al Almacén.

—¿Cómo es posible? —exclamó Bill, anonadado—. No había oído nada al respecto.

—Tendría que hablar con el señor Curtis —insistió el joven, que movió los pies incómodo.

—¿Con el señor Curtis? ¡Quiero hablar con el alcalde!

—No está en el ayuntamiento, pero podría dejarle un mensaje para que lo llame.

—¿Hay alguien en el ayuntamiento en este momento?

—Esta tarde se celebra un pleno —repuso el joven—. A las seis. Podría sacar el tema en el turno abierto de palabra.

A Bill le pareció buena idea. El turno abierto de palabra. Un foro público era el sitio indicado para hablar de ese tema. Había algo turbio en todo ello. Al parecer, la Comisión de Urbanismo había tomado decisiones en sesiones cerradas que afectaban a toda la ciudad, sin ninguna aportación de la ciudadanía. No sabía si habría o no sobornos de por medio, o promesas hechas a cambio de dinero, de opciones de compra de acciones o de lo que fuera, pero había algo extraño, y había que darlo a conocer a la población.

Llamaría a Ben y se aseguraría de que saliera en el periódico.

—Gracias —dijo Bill al funcionario municipal—. Creo que expondré el tema en el pleno. ¿A qué hora empieza la sesión?

—A las seis. En el salón de plenos que está aquí al lado.

—Allí estaré —aseguró Bill.

Ginny llamó a la hora del almuerzo para preguntar cómo había ido todo. Bill la había telefoneado antes de ir a la comisaría de policía para decirle que había encontrado un cadáver y que no estaría en casa antes de que ella se fuera a trabajar. Le explicó que no sabían quién era el hombre ni cómo había muerto, pero que iban a llevar sus restos a la oficina del forense del condado en Flagstaff.

—¿Lo asesinaron? —preguntó Ginny.

—No lo sé. Supongo que no lo sabremos hasta que le hagan la autopsia.

—Es espeluznante.

Y eso que no sabía ni la mitad. Bill permaneció en silencio mientras pensaba si debía hablarle sobre los animales, pero algo se lo impidió, y cambió de tema para comentarle lo que había hecho el Almacén con su terreno.

—Así que eso eran las explosiones —comentó Ginny.

—Lo han destruido por completo. Pasa por allí en coche cuando salgas de trabajar. No lo reconocerás.

—¿Fue así como encontraste el cadáver? ¿Cuando estabas observando los destrozos?

—Sí. Recorría el prado, o lo que antes era el prado, y vi que un brazo sobresalía de los escombros. Fui a la comisaría y se lo conté a la policía. —Se reclinó en la silla y miró el bosque por la ventana—. No queda ni un árbol, Gin. Al final de la semana, las rocas, la colina y todo lo demás también habrá desaparecido. Sólo habrá un espacio llano y totalmente despejado.

—Pero ¿qué esperabas?

—No lo sé. Supongo que me imaginaba que habrían hecho un esfuerzo simbólico para conseguir que el Almacén armonizara con el paisaje y respetase a los residentes, ¿sabes? Pero lo han arrasado. Tala y quema. Parece un solar tercermundista. —Hizo una pausa—. Esta noche iré a la sesión plenaria del ayuntamiento para hablar sobre ello. Creo que han violado las ordenanzas municipales en materia de urbanismo, pero cuando hablé con un funcionario del ayuntamiento, me dijo que la Comisión de Urbanismo les había concedido una exención.

—¿Le preguntaste a Ben si sabía algo al respecto?

—No. Lo llamaré después.

—¿Y qué piensas hacer?

—Nada. Quizás algunas preguntas, obtener respuestas. No puedo decir que vaya a sorprenderme si resulta que nuestros líderes locales nos han traicionado, pero quiero asegurarme de que se asumen responsabilidades. ¿Querrás acompañarme?

—No.

—Venga.

—Tengo que trabajar en esta ciudad, ¿recuerdas? Esas personas con las que vas a enfrentarte son los progenitores de mis alumnos. De modo que preferiría mantenerme al margen.

—De acuerdo. Iré con Ben.

—Muy bien.

Ginny sólo tenía media hora para almorzar, y dijo que tenía que apresurarse a comer antes de que se le acabara el tiempo, así que se despidió de ella, colgó y fue a la cocina a prepararse su propio almuerzo: una lata de raviolis.

Esa misma tarde llamó a Ben, y el director del periódico le dijo que el cadáver era de un forastero que estaba de paso, un autostopista que al parecer se dirigía a Albuquerque. El examen preliminar indicaba que había muerto de frío, no a causa de una lesión o herida infligida.

—Supongo que estaría entre la maleza y una excavadora lo recogió cuando estaban limpiando el solar —dijo Ben—. Es extraño, pero perfectamente comprensible.

—¿Ah, sí? —se extrañó Bill.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Nada. ¿Vas a ir al pleno municipal esta tarde?

—Siempre voy. Es mi trabajo. ¿Por qué?

—Necesito a alguien con quien sentarme. Ginny no quiere ir.

—Qué pazguato eres. Yo me siento solo en todas las sesiones.

—Tú eres un machote.

—¿Por qué vas a ir? —resopló el director del periódico.

—Para impedir que el Almacén construya nada en Juniper.

—Un poco tarde para eso, ¿no crees? —rio Ben.

—Es probable. Pero ¿has visto lo que han hecho en ese terreno?

—El terreno es suyo.

—Existen ordenanzas, códigos, normas, leyes.

—Para los que, a veces, se conceden exenciones.

—¿Qué sabes? —preguntó Bill, sorprendido.

—No soy tonto de remate. Cuando veo algo que me parece un poco extraño, hago preguntas. Se supone que tengo que hacerlo, ¿sabes? Porque soy periodista.

—¿Y?

—Y, extraoficialmente, me dijeron que tuvieron que hacerse concesiones para que el Almacén se instalara en Juniper. En caso contrario, la cadena se habría ido a Randall. Había una especie de guerra de ofertas entre las dos ciudades, y aquella que ofreciera los mejores incentivos conseguiría los empleos adicionales, el aumento de impuestos sobre bienes inmuebles y todos los beneficios maravillosos que conlleva este nuevo negocio.

—Mierda.

—Lucharás en solitario. La ciudad lo está pasando mal. Mucha gente vendería a su madre si con ello se crearan nuevos empleos. Pensarán que adaptar unas cuantas normas estéticas es un pequeño precio que pagar a cambio de disfrutar de seguridad económica.

—¿Tú qué opinas?

—Lo que yo opine no importa.

—Pero ¿qué opinas?

Ben tardó un momento en hablar.

—¿Extraoficialmente? —preguntó.

—Extraoficialmente.

—Negaré haber dicho esto. Se supone que debo ser imparcial. Yo también me juego el sustento.

—Entendido —asintió Bill.

—No me habría importado que el Almacén se hubiera instalado en Randall.

Bill se percató de que había estado conteniendo la respiración. Así que soltó el aire.

—¿Por qué? —quiso saber.

—No lo sé —admitió el director del periódico.

—Vamos. Puedes decírmelo.

—No te engaño —aseguró—. De verdad que no lo sé.

—Pero no te gusta el Almacén.

—No —contestó Ben en voz baja y grave—. No me gusta nada.

2

Cenaron pronto para que pudiera llegar a tiempo al pleno. Samantha se había ofrecido a acompañarlo, pero Bill sabía que a sus dos hijas les inquietaba que hablara en la sesión del ayuntamiento y le dijo que no era necesario porque iba a ir con Ben.

Shannon fue más directa:

—No nos avergüences, papá.

—¿Acaso lo he hecho alguna vez? —Sonrió Bill.

—Siempre.

Él y Ginny soltaron una carcajada.

Las niñas, no.

Después de cenar, fue en coche al ayuntamiento, mirando por la ventanilla los escaparates vacíos y los edificios abandonados durante el trayecto. Desde que el aserradero había cerrado sus puertas a finales de los ochenta, el centro de la ciudad se había ido muriendo lentamente. Los residentes habían culpado de ello a los «verdes», un grupo indefinido que no sólo incluía a una amplia coalición de científicos, organizaciones ecológicas de ámbito nacional y ciudadanos corrientes de Arizona que se habían unido en defensa de la ardilla roja, en peligro de extinción, y que habían conseguido que el gobierno federal declarara una moratoria a la explotación forestal en aquella parte del bosque nacional Tonto, sino también a cualquiera que apoyara cualquier clase de regulación gubernamental, tanto si era para garantizar la salud o la seguridad como para prohibir el vertido de residuos tóxicos. Lo cierto era que la ardilla sólo había acelerado lo inevitable, y que eso había resultado ventajoso para la ciudad a largo plazo. La explotación forestal no habría podido seguir a ese ritmo más de media década antes de que se agotasen por completo las reservas forestales de la región. Los árboles eran un recurso renovable, y las compañías madereras habían hecho un buen trabajo reforestando el terreno, pero se seguían talando los árboles mucho más deprisa de lo que crecían.

El sector turístico siempre había sido el segundo más importante de Juniper, y si la deforestación hubiera echado a perder el paisaje, habría desaparecido. No había ningún ferrocarril ni carretera que cruzara la ciudad, porque no era práctico ni estratégicamente importante para ninguna empresa. La belleza de los pinares era el único atractivo de Juniper. La recesión había perjudicado el turismo, pero se estaba acabando y, a pesar de que el centro de la ciudad agonizaba, la región empezaba a recuperarse junto con la economía. Algunos inversores de fuera habían comprado tierras y habían construido multipropiedades en ellas, y se hablaba incluso de montar un complejo turístico cerca de Castle Creek.

Sin embargo, los sueldos elevados y los empleos fijos del aserradero habían quedado en el olvido, y el ayuntamiento y la cámara de comercio llevaban cierto tiempo intentado atraer a la zona a empresas comerciales e informáticas, así como a otras clases de industria ligera, para volver a crear puestos de trabajo en la región.

Y habían conseguido que el Almacén se instalara en ella.

Bill entró en el pequeño estacionamiento, parcialmente asfaltado, y aparcó su jeep junto a la camioneta de Ben. El director del periódico ocupaba un asiento en la primera fila del salón donde iba a celebrarse el pleno, y Bill se sentó a su lado.

—No está demasiado concurrido —comentó.

—Nunca lo está. Toma. —Ben le entregó una hoja de papel impresa por las dos caras—. El acta del día.

—¿Algo interesante?

—No —contestó Ben a la vez que sacudía la cabeza con una sonrisa de oreja a oreja—. Parece que tú serás el tema principal de mi artículo. Dales fuerte.

La sesión empezó poco después. Un pastor local dirigió una oración y el juramento de lealtad a la nación de los asistentes, hubo unas cuantas votaciones sobre cuestiones rutinarias y después el alcalde anunció que se iniciaba el turno abierto de palabra para el público.

—Te toca —dijo Ben dándole un codazo—. Levántate y habla.

Bill se puso en pie y se secó el sudor de las manos en los vaqueros. De repente estaba nervioso, y se dio cuenta de que no se había preparado lo que iba a decir. Debería haberlo escrito de antemano y traerlo impreso para leerlo. Ahora iba a vacilar y balbucear mientras soltaba una diatriba probablemente incoherente, lo que le restaría cualquier esperanza de credibilidad. Sus probabilidades de conseguir algún tipo de cambio se irían al garete.

—Diríjase al atril y diga su nombre y dirección para que conste en acta, por favor —indicó el alcalde, que había asentido con la cabeza hacia él.

Bill recorrió el pasillo lateral hasta la parte delantera del salón de plenos y se situó tras el atril. Se colocó el micrófono que tenía delante y habló:

—Mi nombre es Bill Davis. Vivo en el 121 de Rock Springs Lane.

El alcalde le hizo un gesto para que siguiera.

Bill echó un vistazo alrededor del salón y carraspeó, nervioso.

—Todos sabemos que el Almacén va a instalarse en Juniper —continuó—, y estoy seguro de que la mayoría de ustedes ya ha observado que los obreros de la construcción han destrozado un terreno situado junto a la carretera a este lado de Creekside Acres. Yo hago footing por allí todas las mañanas, de modo que lo vi enseguida. Tengo entendido que ese terreno es propiedad del Almacén, y comprendo que hay que limpiarlo para construir el establecimiento, el estacionamiento y todo lo demás, pero me da la impresión de que no se están siguiendo las normas locales sobre edificación, y sé que eso contraviene el Plan Rector municipal.

Se detuvo un momento, y antes de que pudiera continuar, el alcalde se le adelantó:

—Agradecemos su preocupación, señor Davis, pero el Almacén se ha convertido ya en un miembro responsable y respetado de la comunidad en otras ciudades. Es verdad que el proyecto del Almacén no se ajusta al Plan Rector de Juniper y que difiere, en ciertos aspectos, de nuestras normas y ordenanzas locales, pero hubo que hacer concesiones para atraer al Almacén a nuestra ciudad, y creemos que las contrapartidas las compensan con creces. Van a crearse nuevos puestos de trabajo y van a ofrecerse mejores productos a nuestros ciudadanos; a la larga, todo el mundo saldrá ganando.

—Eso lo entiendo —aseguró Bill—. Pero ¿por qué no tiene que seguir el Almacén las mismas normas que todos los demás? No creo que se les deba eximir de cumplir la ley, y estoy seguro de que muchos de los empresarios locales estarán de acuerdo conmigo.

—El Almacén es una cadena de ámbito nacional —explicó el alcalde—. Por razones obvias, tienen diseños y normas de construcción propios. Quieren que todos sus establecimientos tengan el mismo aspecto en todas las ciudades para que sean fácilmente reconocibles. La empresa no cede a las presiones locales debido a sus objetivos nacionales.

—Ocurre lo mismo que con McDonald's o Burger King —intervino Bill Reid, el concejal que estaba sentado a la derecha del alcalde—. Todos son iguales. Tienen que serlo. Si no, sus anuncios para todo el territorio nacional no funcionarían.

—Debo señalar también que todas las ciudades que tienen un Almacén han permitido a la cadena dictar los términos de su construcción —añadió el alcalde—. Si nosotros no hubiésemos accedido a sus deseos, Randall lo habría hecho. Y nosotros nos habríamos quedado sin el Almacén.

—Pero podría haberse instalado igualmente en Juniper y nosotros habríamos conservado intactas nuestras normas locales, así como el carácter de nuestra ciudad —alegó Bill—. No creo que fuera necesario destrozar totalmente el terreno para construir un edificio en él. Es exactamente eso lo que las normas y ordenanzas tienen que impedir, caray. El principal valor de esta ciudad es la belleza natural. No creo que debamos permitir que nadie nos lo arrebate.

Un hombre barbudo y corpulento de aspecto beligerante que estaba sentado al fondo del salón se levantó furioso y avanzó dando grandes zancadas hacia el atril. Bill no lo conocía personalmente, pero lo había visto por la ciudad, de modo que se apartó cuando el hombre se acercó al micrófono.

—Diga su nombre y su dirección —pidió el alcalde.

—Greg Hargrove —dijo el hombre—. Vivo en el 1515 de la calle Aspen.

Bill no sabía si había terminado su turno o si debía sentarse, pero no había acabado de decir lo que quería, así que se quedó donde estaba.

Hargrove se volvió hacia él y le espetó:

—¿Qué problema tiene?

—¿Cómo? —dijo Bill, desconcertado.

—Mi empresa limpió ese terreno. Seguimos las especificaciones que nos dio el Almacén, y tenemos todos los permisos correspondientes. ¿Qué problema tiene?

—No tengo ningún problema con usted —aseguró Bill—. Usted sólo hacía su trabajo. El problema lo tengo con los planes del Almacén y con el hecho de que la Comisión de Urbanismo y el pleno permitieran a la empresa ignorar nuestras ordenanzas locales y destruir una de las partes más bellas de la región.

—El Almacén creará puestos de trabajo —soltó Hargrove, sacudiendo la cabeza indignado—. ¿No lo comprende? Lo único que les preocupa a ustedes, los amantes de los árboles, es salvar a las ardillas. Les importa un comino la gente.

—Se equivoca —replicó Bill—. Me importa la gente. Me importan las personas de esta ciudad. Y estoy pensando en los intereses de todo Juniper a largo plazo, no sólo en los beneficios que van a obtener usted y otros constructores a corto plazo.

—¡Y una mierda!

Bill vio que Hargrove se estaba enfadando, y mucho, así que dio un paso atrás y sacó las manos de los bolsillos para tenerlas libres por si acaso tenía que defenderse.

—No permitiremos esa clase de lenguaje en el pleno —advirtió el alcalde.

—Nos trasladamos a esta ciudad porque nos gustaba la región —afirmó Bill sin alterarse—. Aunque no lo crea, el paisaje (los árboles, el bosque, las montañas) es el principal atractivo de este municipio. La gente no viene a vivir aquí buscando las ventajas ni los trabajos de una gran ciudad. Para eso, se va a Phoenix. O a Chicago. O a Los Ángeles. No es ésa la razón de que venga a Juniper.

—Lo único que le importa… —empezó Hargrove.

—Conservar puestos de trabajo y proteger el medio ambiente no son tareas incompatibles —lo cortó Bill—. Usted está pensando en términos antiguos. Está pensando como en el pasado. En la actualidad, gracias a la tecnología, se puede trabajar para una empresa con sede en Nueva York o en Los Ángeles, o incluso en París o en Londres, y tener una oficina aquí, en Juniper. Es lo que yo hago. Lo que quiero decirle es que sí, necesitamos empleos, pero podemos traer puestos de trabajo a nuestra región sin tener que sacrificar nuestra calidad de vida.

—Bueno, yo no entiendo de informática. Soy propietario de una constructora. No se puede hacer mi trabajo desde un ordenador.

—Lo entiendo…

—¡Usted no entiende un carajo! —estalló Hargrove—. Lo único que quieren los ecologistas es proteger hasta el último centímetro cuadrado de tierra, pero les importa un rábano cómo eso afecta a negocios como el mío. ¿Cuántas hectáreas más quiere proteger? ¡Todas las tierras de los alrededores pertenecen ya al gobierno! ¡Pero si prácticamente todo el condado es de la Oficina de Administración de Tierras, joder!

—¡Señor Hargrove! —exclamó el alcalde—. Si sigue usando esa clase de lenguaje, me veré obligado a expulsarlo de la sala.

—Perdone, señoría. —Hargrove parecía avergonzado.

—Mire —dijo Bill—, si Ted Turner o Bill Gates, o cualquier otro multimillonario, comprara exactamente esas mismas tierras, decidiera protegerlas y levantara una gran valla a su alrededor para dejarlas como están, a usted no le molestaría en absoluto. ¿Por qué está bien que una persona conserve un terreno para ella misma pero no que el gobierno lo proteja para generaciones futuras? Hace doscientos años, sólo había trece pequeñas colonias en la costa este de nuestro país. ¡Y ahora tendremos un Almacén de una cadena nacional en Juniper! ¡Si las cosas siguen a este ritmo, nuestros bisnietos vivirán en un mundo como el de Cuando el destino nos alcance o Naves misteriosas!

—Cuando el destino nos alcance. —Hargrove sonrió—. ¡Qué gran película!

—Esa no es la cuestión. Tenemos que pensar en el futuro…

—Señor Davis —lo interrumpió el alcalde—, creo que ya hemos discutido bastante este tema. Le agradezco su preocupación, pero creo que está empezando a ponerse un poco melodramático. El mundo no va a acabarse porque el Almacén se instale en Juniper. Lo que ocurrirá es que tendremos más empleos y un sitio mejor donde comprar. Y punto. Creo que los dos deberían sentarse. —Dirigió la mirada hacia el salón casi vacío—. Si alguien tiene algo que añadir con respecto a este asunto o quiere presentar cualquier otro, por favor que se dirija al atril.

Bill regresó a su asiento y se dejó caer en la silla situada al lado de Ben.

—Se acabó el partido —susurró el director del periódico—. Davis cero. El Almacén ha ganado todos los sets.

Bill echó un vistazo a su amigo.

—Gracias.

Volvió a casa enojado y deprimido. El alcalde tenía razón. Se había puesto melodramático, y aquel imbécil de Hargrove lo había liado y se había acabado yendo por las ramas. De nuevo se dijo que tendría que haber escrito de antemano su discurso.

Pero ya era demasiado tarde. El daño estaba hecho.

Cuando llegó a casa, la parte delantera estaba a oscuras. Entró y fue a comprobar cómo estaban las niñas. Sam estaba en su habitación, estudiando. Shannon hablaba por teléfono. Les dijo a las dos que se acostaran temprano porque al día siguiente tenían que ir a clase y luego se dirigió al dormitorio principal, donde Ginny estaba haciendo bicicleta estática mientras veía la tele.

—¿Cómo fue? —preguntó—. ¿Detuviste la construcción y conseguiste que el Almacén reconstruya la colina y replante los árboles?

Bill se sentó en la punta de la cama para quitarse los zapatos.

—No hace falta que seas sarcástica —dijo.

—Perdona. —Dejó de pedalear—. ¿Qué pasó, entonces?

—¿Tú qué crees? Nada. El pleno se baja los pantalones ante el Almacén. —Sacudió la cabeza—. No ven más allá de sus narices. Están dispuestos a arruinar un estilo de vida para conseguir beneficios económicos a corto plazo.

—¿Por qué no te presentas a las próximas elecciones municipales? —repuso Ginny—. ¿Por qué no dejas de quejarte conmigo y haces algo al respecto?

—Puede que lo haga.

Ginny desmontó de la bicicleta, se acercó a la cama y se sentó a su lado.

—No es el fin del mundo, ¿sabes? ¿No te parece que estás reaccionando de una forma un poquito exagerada?

—Eso es justo lo que dijo nuestro amigo el alcalde. —Sonrió con frialdad.

—Las cosas cambian. Sí, el Almacén derribó árboles y todo lo demás, y no debería haberlo hecho, pero me he enterado de que también compraron el solar vacío situado junto al Checker Auto y que van a convertirlo en un campo de béisbol. Quieren hacer algo por la ciudad.

—No entiendes lo que quiero decir.

—¿Qué quieres decir?

—Da igual.

—¿Da igual? Quieres…

—Estoy agotado —dijo Bill—. Llevo toda la noche hablando. Sólo me apetece acostarme. —Se levantó y se quitó los pantalones.

Ginny lo observó un momento.

—Muy bien —soltó con un tono de rabia contenida—. Me parece muy bien.

Durmieron separados, sin tocarse, cada uno en su lado de la cama.

Bill se quedó dormido casi al instante.

Soñó con animales muertos y con restos humanos, y con la construcción inacabable de un edificio negro que se elevaba varios kilómetros hacia un cielo contaminado.