Capítulo 2

1

Greg Hargrove miró con ceño el contrato que tenía sobre la mesa. No le gustaba hacer negocios de aquel modo. Podría ser la tendencia del futuro y todo lo que se quisiera, pero todavía le gustaba tratar con sus clientes a la antigua usanza: en persona. Todo el intercambio de faxes, llamadas telefónicas y envíos por mensajería FedEx podía estar muy bien para las empresas de inversiones de Wall Street, pero una constructora no se dedicaba a los servicios ni al trabajo administrativo, sino al trabajo manual. A un trabajo de verdad, hecho por hombres de verdad. Hombres que creaban algo, que producían algo tangible con sus manos.

Y no le parecía bien abordarlo de aquella forma.

Tomó el contrato. Era el trabajo de más envergadura que había tenido hasta entonces, puede que el de más envergadura que fuera a tener nunca, y no le convencía tener que comunicarse exclusivamente por escrito. Quería ver una cara, sentir un apretón de manos, oír una voz.

Bueno, había oído una voz. Varias voces, de hecho. Todas ellas por teléfono. Voces formales de negocios que se dirigían a él, pero no hablaban con él y no parecía importarles un comino lo que tuviera que decirles.

Los últimos días, ni siquiera eso. Sólo había habido formularios, listas, especificaciones y requisitos.

Le resultaba especialmente molesto que le enviaran tanto papeleo por fax durante la noche. Ya era bastante difícil no poder hacer negocios con un ser humano en persona, pero ¿hacerlo cuando él ni siquiera estaba en la oficina? ¿Y tener que averiguar lo que ocurría por la mañana, después de que sucediera? Eso lo sacaba realmente de quicio.

Estaba acostumbrado a poder mostrarle una obra a un cliente, a explicarle qué se estaba haciendo y por qué, a recorrer con él los distintos pasos y fases, responder preguntas y disipar dudas.

No a archivar informes.

Ni a que le criticaran sus informes.

Eso era lo que más le molestaba. La pérdida de control. En todos los proyectos en los que había trabajado, él había sido el único que estaba al mando. Había sido quien llevaba la voz cantante. Había seguido las instrucciones del cliente, desde luego, y sus construcciones se adaptaban a ellas, pero dentro de ese amplio margen, había sido él quien tomaba las decisiones. Ahora, en cambio, era un simple trabajador que cumplía órdenes y a quien no se le permitía pensar.

Y no le gustaba.

Y sólo estaban en las fases de planificación. No quería ni imaginarse cómo serían las cosas cuando empezara la construcción propiamente dicha.

Se decía a sí mismo que serían mejor. Tenían que serlo.

Llamaron a la puerta que tenía detrás y se volvió. Tad Buckman estaba apagando el cigarrillo en la losa del umbral con la bota de trabajo.

—¿Preparado para ponerse en marcha, jefe? —dijo—. Vamos a empezar a supervisar.

—Sí —asintió Greg tras suspirar—. Enseguida me reuniré contigo. Deja que tome las hojas con las instrucciones.

Dejó el contrato sobre la mesa y, antes de acercarse al archivador para buscar los papeles, se detuvo ante el fax para comprobar las modificaciones de esa mañana.

2

Tenía un retraso.

Shannon cerró la taquilla, hizo girar la llave de la combinación y se pasó los libros de una mano a otra. Jamás se retrasaba. Sabía que algunas chicas eran muy irregulares, pero ella no. Su ciclo menstrual no había variado un solo día en toda su vida.

Y ahora tenía un retraso de tres días.

Sujetó los libros contra su cuerpo mientras recorría el pasillo para asistir a la clase de álgebra, la primera de la mañana. Era una estupidez, y sabía que era imposible, pero tenía la sensación de llamar la atención, como si ya se le notara, y trató de taparse la tripa al andar.

Quizá su madre tuviera razón. Quizá debería comer más. De esa forma, podría atribuir el volumen creciente de su vientre al aumento de peso y no al embarazo.

Quizá no estuviera embarazada.

Suspiró. ¿Con su suerte?

No, estaba casi segura de que estaba embarazada.

Seguramente, de gemelos.

En las películas, en los libros, en las revistas, las chicas siempre compartían aquellas cosas con sus hermanas, pero ella no podía, de ningún modo, hacer eso con Sam. Le gustaría poder tener una de esas conversaciones nocturnas en la habitación mientras sus padres dormían, poder explicarle su problema a su hermana y recibir comprensión y consejo, pero era imposible que eso sucediera. Sam era demasiado perfecta. Era bonita, caía bien a todo el mundo, sacaba buenas notas y nunca se metía en problemas. Aunque los chicos la perseguían desde que tenía quince años, Shannon dudaba de que su hermana se hubiera acostado aún con alguien. Era probable que esperara a casarse.

Sam le haría más reproches que sus padres, si cabe.

No, no podía comentárselo a su hermana.

Tampoco podía comentárselo a Diane. Diane era su mejor amiga, pero también era una bocazas, y sabía que a poco que le insinuara sus temores, al día siguiente todo el instituto sabría la noticia. Y muy exagerada.

No quería eso.

Sólo podía decírselo a Jake. Y sabía que tampoco le gustaría oírlo. Ignoraba cuál sería su reacción, pero tenía una idea muy aproximada, y con sólo pensar en la conversación posterior, se le hacía un nudo en el estómago.

Ojalá estuviera segura. Eso facilitaría las cosas. Lo peor era la incertidumbre. Si supiera con certeza que estaba embarazada, por lo menos podría hacer planes, decidir qué hacer. Tal como estaban las cosas, sólo podía preocuparse y hacer conjeturas.

Se compraría uno de esos tests de embarazo y lo haría allí mismo, en los lavabos del instituto. Pero sabía que, por más que se escondiera, sus padres acabarían enterándose.

Una de las muchas desventajas de vivir en una ciudad pequeña.

Eso sería algo bueno que conllevaría el Almacén: el anonimato.

El Almacén.

Era patético lo entusiasmados que estaban todos con el Almacén. Por la forma en que hablaban, se diría que iba a instalarse en Juniper una cadena de la categoría de Neiman Marcus y no una de almacenes de descuento. Era como…

Resbaló con el pie izquierdo.

No iba mirando por dónde andaba, y había pisado algo tirado en el suelo. Mientras trataba de conservar el equilibrio, sujetó con fuerza los libros y se tambaleó hacia atrás, chocándose sin querer con Mindy Hargrove.

—¡Oye! —dijo Mindy, que la apartó de un empujón—. Ten cuidado, Davis.

—Lo siento —se disculpó Shannon una vez recuperada—. Me resbalé.

—Sí, seguro.

—Fue sin querer.

—Ya.

—Oh, no me toques lo que no suena, Mindy —soltó Shannon, y se alejó con el ceño fruncido.

—Ya te gustaría, ya.

Shannon oyó cómo los chicos que había en el pasillo soltaban exclamaciones. Les levantó el dedo corazón a modo de insulto y siguió avanzando hacia su clase de Álgebra. Segundos después, Diane se acercó corriendo hasta ella.

—Eso estuvo genial —rio.

—¿Lo viste?

—Le diste de lleno. Casi la tumbas.

—Había agua o algo en el suelo. Iba distraída y me resbalé.

—Esa bruja engreída se lo tiene merecido.

—¿Engreída? —Shannon fingió incredulidad—. ¿Mindy?

Diane soltó una carcajada y ambas entraron en el aula justo cuando sonaba el timbre.

No vio a Jake hasta la clase de Historia. Había tenido la esperanza de que la menstruación le bajara a lo largo de la mañana, durante una de sus clases, pero no fue así. Deseaba con todas sus fuerzas hablar con él y decírselo, pero, aunque se habían sentado juntos en clase, había demasiada gente y no era un buen sitio para sacar el tema.

Decidió esperar al almuerzo, pero cuando llegó el momento no se le ocurrió una forma de abordar la cuestión. Estaban sentados solos en una pared cercana a la calle Junior, comiendo en silencio, y Shannon estuvo a punto de decírselo varias veces, pero pensó cómo reaccionaría y no encontró la forma de hacerlo.

Su angustia debía de ser evidente, porque a mitad del almuerzo, Jake le tomó una mano entre las suyas y le preguntó si le pasaba algo.

Casi se lo contó.

Casi.

Pero entonces pensó que podría bajarle la menstruación en cualquier momento, quizás antes de que acabara de almorzar, quizá durante la siguiente clase, así que sacudió la cabeza, se obligó a sonreír y respondió:

—No. No me pasa nada. ¿Por qué?

3

Ginny estaba sentada en la sala de profesores mientras almorzaba y miraba a los niños jugar en el patio. Las persianas estaban medio echadas, pero podía ver la canasta y la rayuela, además de la parte inferior del tobogán y la estructura de barras. En medio de la actividad caótica de los niños, observó que Larry Douglas perseguía a Shaun Gilbert hasta meterse en la zona destinada a la rayuela, lo que hizo que las niñas que estaban jugando llamaran a uno de los monitores.

Ginny sonrió mientras se terminaba los fideos precocinados. Meg Silva, que daba las clases de sexto y que también había estado mirando por la ventana, sacudió la cabeza.

—Todos los Douglas son unos gamberros —dijo—. El año pasado tuve a Billy Douglas. Me he enterado de que lo acaban de expulsar temporalmente del instituto por causar destrozos en el centro.

—Larry no es ningún gamberro —la contradijo Ginny—. Puede que sea algo hiperactivo, pero no es mal chico.

—Aprendes a reconocerlos —gruñó Meg—. Ya me lo dirás de aquí a quince años. —La mujer mayor arrugó el envoltorio de su bocadillo y lo tiró a la papelera que había debajo de la mesa antes de levantarse de su asiento y acercarse despacio al sofá.

Ginny observó cómo Meg se acomodaba y volvió a dirigir la vista al patio. Se preguntó si estaría tan quemada como Meg cuando tuviera su edad. Creía que no.

Cabía la posibilidad.

Pero creía que no.

Le gustaba enseñar en un centro de primaria. Su padre no entendía por qué no daba clases en un instituto y estaba convencido de que no hacía más que desperdiciar su talento, pero ella disfrutaba trabajando con niños pequeños. Tenía la impresión de que, a su edad, influía más en ellos y podía hacer más para moldear y formar su personalidad. Además, los niños de primaria eran encantadores. Los alumnos de primer ciclo de secundaria eran unos mocosos malcriados, y los de segundo ciclo estaban demasiado sumidos en mi propio mundo adolescente como para prestar atención a los adultos. Pero los alumnos de primaria todavía la escuchaban y respetaban su autoridad. Y, sobre todo, le gustaba de verdad trabajar con ellos. Sin duda, había algunas manzanas podridas. Siempre las había. Pero, en general, eran buenos chicos.

Mark French, el director, entró en la sala de profesores y se acercó a la máquina de café.

—Parece que por fin la cultura llegará a Juniper —comentó.

Ginny se volvió hacia él.

—¿Perdón?

—El Almacén —aclaró levantando el periódico que tenía en la mano—. Al parecer van a tener una cafetería que servirá capuchinos y un restaurante de sushi en lugar de un snack-bar normal y corriente. Y un videoclub de películas extranjeras. A la venta y en alquiler. El norte de Arizona accederá por fin al siglo XX.

—Cuando esté terminando —se quejó Meg.

—Más vale tarde que nunca. —El director terminó de servirse el café y se despidió de ellas con la cabeza—. Señoras.

—¿Señoras? —gruñó Meg en cuanto salió de la sala de profesores.

Ginny soltó una carcajada.

Volvió a mirar el patio por la ventana. Estaba contenta. ¿Capuchinos? ¿Sushi? ¿Películas extranjeras? Era como un sueño hecho realidad.

Se moría de ganas de contárselo a Bill.

Iba a ponerse muy contento.