Capítulo 1

1

Bill Davis cerró despacio la puerta principal de su casa al salir. Recorrió el porche y se detuvo un instante al principio del camino de entrada para flexionar las piernas y respirar profundamente. El aire de sus pulmones salía en forma de bocanadas de vaho. Realizó cincuenta flexiones, se irguió, inclinó el torso a izquierda y derecha y luego bajó por el camino de entrada hasta la carretera sin asfaltar, donde inspiró profundamente una última vez antes de empezar su footing matinal.

Al pie de la colina, la tierra se convertía en asfalto. Davis dejó atrás el prado de Godwin y tomó Main Street.

Le gustaba correr a esa hora de la mañana. No por el hecho de correr en sí (eso era un mal necesario), sino por andar por ahí a esa hora. Las calles estaban prácticamente vacías. Len Madson estaba en la tienda de dónuts terminando la hornada de la mañana, y empezaban a llegarle los primeros clientes. Chris Schneider ponía los periódicos en sus expositores, y alguna que otra furgoneta se dirigía a una obra, pero aparte de eso, la ciudad estaba tranquila y las calles despejadas, y así era como le gustaba.

Atravesó el centro de Juniper y siguió hasta llegar a la carretera. El aire era frío pero denso, cargado de la rica fragancia de la vegetación húmeda, del olor a hierba recién segada. Respiraba profundamente mientras corría. Podía ver su propio aliento, y el aire fresco le resultaba vigorizante, le hacía sentir feliz de estar vivo.

En la carretera, la vista era más amplia: los árboles que flanqueaban la calle retrocedían y permitían ver el paisaje. Delante de él, el sol se elevaba tras unas nubes rotas que flotaban inmóviles sobre las montañas y que se recortaban contra el cielo pálido, negras en el centro y con el contorno de color naranja rosado. Una bandada de ocas volaba hacia el sur en formación en y que cambiaba cada pocos segundos porque un ave distinta se colocaba a la cabeza y las demás se situaban tras ella. Unos rayos de luz amarilla rasgaban las nubes, cruzaban las ramas de los pinos e iluminaban objetos y zonas a las que no solía prestarse atención: un pedrusco, un surco, un granero hundido.

Aquélla era su parte favorita del recorrido: el terreno abierto entre el final de la ciudad propiamente dicha y la pequeña subdivisión anexionada, conocida como Creekside Acres. La carretera de tierra que había al otro lado de Creekside Acres y que serpenteaba hasta su casa era más ancha y arbolada, pero aquel trecho, de kilómetro y medio más o menos, tenía algo que lo atraía. Había árboles altos que rodeaban un prado cubierto de vegetación que ascendía por la ladera de una colina. Y en la cara sur del prado se erigía, como un ídolo primitivo, un afloramiento rocoso cuya cara erosionada daba la impresión de estar esculpida adrede.

Aminoró un poco la marcha, no porque estuviera cansado sino porque quería saborear el momento. Dirigió la mirada a la izquierda y vio que los álamos que se entremezclaban con los pinos capturaban y amplificaban la brillante luz del sol. Se volvió entonces hacia el otro lado de la carretera, donde estaba el prado, pero notó que había algo distinto, algo que estaba mal. No sabía qué, pero al instante supo que en el prado había un elemento que estaba fuera de lugar y no encajaba.

El cartel había cambiado.

Sí. Era eso. Dejó de correr, jadeante. El cartel gastado que llevaba una década plantado en el prado anunciando «¡Bayless! ¡Inauguración en seis meses!» había desaparecido y lo habían sustituido por otro, un austero rectángulo blanco con letras negras que se sostenía firmemente sobre unos palos bien clavados en el suelo.

PRÓXIMA INAUGURACIÓN DE EL ALMACÉN

FEBRERO

Se quedó mirando el cartel. No estaba ahí el día antes, y la fría precisión de la letra y la promesa rotunda que expresaba el mensaje tenían algo que lo intranquilizaba un poco, aunque no sabía muy bien por qué. Sabía que era absurdo y, por lo común, no era de los que se guiaban por las corazonadas, la intuición o algo tan vago, pero el cartel le preocupaba. Supuso que se trataba de una reacción ante la idea de que se construyera algo, lo que fuera, en el prado, en lo que consideraba su sitio. Era cierto que se suponía que iba a construirse un supermercado de la cadena Bayless en ese lugar, pero nunca se había llegado a remover la tierra y el cartel llevaba puesto tanto tiempo que su promesa era vacía y sus palabras habían dejado de tener significado. Había pasado a formar parte del paisaje y era, simplemente, otra reliquia pintoresca al lado de la carretera, como el granero hundido o la antigua gasolinera Blakey rodeada de maleza al oeste de la ciudad.

Intentó imaginar un edificio enorme en mitad del prado y la hierba convertida en un estacionamiento, y le deprimió comprobar lo fácil que le resultaba. En lugar de ver el brillo del rocío en la hierba, vería el asfalto negro y las líneas pintadas de blanco extenderse ante él cuando viniera a hacer footing por las mañanas. Seguramente, la enorme masa cuadrada de hormigón del edificio le impediría ver la colina y las rocas. Las montañas que había más adelante permanecerían inmutables, pero sólo eran una pequeña parte de la belleza de aquel sitio. Era la confluencia de todo, la integración perfecta de todos los elementos, lo que hacía que ese trecho fuera tan especial para él.

Volvió a mirar el cartel. Detrás de él, entre los palos, vio el cadáver de un ciervo. No lo había observado antes, pero el desplazamiento de las nubes y el sol saliente habían cambiado el ángulo de la luz, y la forma marrón del vientre hinchado y la cabeza inmóvil que sobresalían de la hierba eran ahora claramente visibles. Era evidente que el animal había muerto hacía poco. Lo más seguro, por la noche. No había moscas, ni signos de putrefacción, y tampoco tenía heridas. Parecía que había tenido una muerte limpia, y por alguna razón eso le pareció peor augurio que si le hubieran disparado, lo hubieran atropellado o lo hubieran atacado los lobos.

¿Con qué frecuencia se moría un animal por causas naturales junto a un cartel que anunciaba una construcción?

Lo habría llamado un mal presagio si hubiera creído en tal cosa, pero no era el caso, y le pareció una estupidez pensarlo, imaginar siquiera que había una relación natural entre ambos hechos.

Inspiró hondo y reanudó la marcha. Bajó por la carretera hacia Creekside Acres con la mirada puesta en las montañas que tenía delante.

Pero siguió preocupado.

2

Cuando volvió, Ginny ya se había levantado y había preparado el desayuno. Samantha se estaba comiendo tranquilamente sus cereales calientes delante del televisor, pero Ginny y Shannon estaban discutiendo en la cocina. Shannon insistía en que no tenía que desayunar si no quería, que ya era lo bastante mayor como para decidir por ella misma si tenía hambre o no, mientras su madre la sermoneaba sobre la bulimia y la anorexia.

Ambas lo abordaron en cuanto puso un pie en la entrada.

—¡Papá! —exclamó Shannon—. Dile a mamá que no tengo que desayunar fuerte todos los días. Ayer por la noche cenamos muchísimo y no tengo apetito.

—Y dile a Shannon que si no deja de obsesionarse con su peso, terminará con un desorden alimentario —replicó Ginny.

—No voy a meterme en esto —repuso con las manos en alto—. Es algo entre vosotras dos. Yo voy a ducharme.

—¡Papá! —insistió Shannon.

—Siempre te inhibes —le recriminó su esposa.

—¡No vais a mezclarme en esto! —Tomó una toalla del armario del pasillo y se dirigió deprisa al cuarto de baño. Echó el pestillo de la puerta, abrió el grifo para que el agua tapara el ruido procedente de la cocina, se quitó el chándal y se metió en la ducha humeante.

El chorro caliente le sentó de maravilla. Cerró los ojos y alzó la cara hacia el agua, de modo que las gotitas le caían sobre la frente, los párpados, la nariz, las mejillas, los labios y el mentón. El agua se le deslizaba cuerpo abajo y se encharcaba a sus pies. Las escasas precipitaciones que se habían producido durante los meses de primavera y verano, así como las escasas nevadas del último invierno habían supuesto una reducción de la capa freática que había conllevado restricciones de agua en las casas de la ciudad, pero ellos tenían su propio pozo, de manera que se quedó un buen rato disfrutando de la ducha, dejando que el líquido caliente le acariciara los músculos cansados.

Cuando terminó de ducharse, las niñas ya se habían ido al instituto. Entró en la cocina y se sirvió una taza de café.

—Me habría ido bien que me apoyaras un poco —dijo Ginny mientras metía los platos de las niñas en el lavavajillas.

—Por el amor de Dios, no es anoréxica.

—Pero podría serlo.

—Estás exagerando.

—¿Ah, sí? Se salta el almuerzo. Casi todos los días. Y ahora quiere saltarse el desayuno. La única comida que toma ya es la cena.

—No es que quiera aguarte la fiesta, Gin, pero está regordeta.

Ginny echó un rápido vistazo alrededor como si Shannon pudiera haber vuelto sigilosamente para oír su conversación a escondidas.

—Que no te oiga decir eso —dijo.

—Tranquila. Pero es cierto. Es evidente que no sólo cena.

—No me gusta que esté siempre pendiente de la cantidad de comidas que toma al día, el tamaño de las raciones, su peso y su aspecto.

—Pues deja de machacarla al respecto. Eres tú quien le presta atención. Es probable que no fuera tan consciente de ello si no estuvieras sacándole el tema sin cesar.

—Tonterías. Si se lo permitiera, sólo comería una vez a la semana.

—Tú misma —dijo Bill encogiéndose de hombros. Observó con una mueca el cazo que había en los fogones. Los cereales calientes se habían pegado por el costado metálico del cacharro.

—No es tan grave como parece —aseguró Ginny—. Échale un poco de leche y caliéntalo.

—Comeré tostadas —contestó Bill a la vez que sacudía la cabeza. Sacó dos rebanadas del paquete de pan que todavía estaba abierto en la encimera y las puso en la tostadora—. Vi un cartel nuevo cuando hacía footing. Ponía que el Almacén iba a instalarse…

—¡Es verdad! Se me olvidó decírtelo. Charlinda me lo contó el viernes. La empresa de Ted va a presentar una oferta para hacer el tejado, y me comentó que puede ganar más con esta obra que en todo el año pasado. Si se la adjudican a él, claro.

—Estoy seguro de que muchos trabajadores de la zona se alegrarán.

—Creí que tú también te alegrarías. Siempre te estás quejando de lo caros que son los precios en la ciudad y de que tengamos que ir hasta Phoenix para encontrar cosas decentes.

—Y me alegro —dijo Bill.

Pero no era cierto. Si lo pensaba fríamente, podía llegar a admitir que el Almacén se instalara en la ciudad. Supondría un gran impulso para la economía local y no sólo significaría un incremento temporal para el sector de la construcción, sino una ampliación permanente en empleos de ventas y de servicios, en especial para los adolescentes. También sería bueno para los consumidores. Su municipio disfrutaría de los descuentos y de la amplia selección de productos de una gran ciudad.

Pero, por algún motivo, la llegada del Almacén no lo convencía, y no sólo porque iba a construirse en su lugar favorito. Por ninguna razón que pudiera justificar de modo racional, no quería que esa cadena de almacenes estuviera en Juniper.

Pensó en el cartel.

Pensó en el ciervo.

—Bueno, estoy segura de que los tenderos locales no estarán demasiado entusiasmados —comentó Ginny—. Es probable que el Almacén lleve a algunos a la ruina.

—Es verdad.

—Lo que nos faltaba en la ciudad. Más edificios abandonados.

Las tostadas salieron, y Bill tomó un cuchillo para la mantequilla del cajón de los cubiertos y sacó el tarro de mermelada de la nevera.

—Será mejor que me prepare —dijo Ginny, y salió de la cocina para ir al cuarto de baño.

Mientras se preparaba la tostada, Bill oyó cómo se cepillaba los dientes.

Unos minutos después, volvió maquillada, con el bolso en la mano.

—Hi ho, hi ho, me voy a trabajar —tarareó.

—Yo también. —Bill se acercó para darle un beso.

—¿Almorzarás en casa?

—Diría que sí. —Sonrió.

—Estupendo. Así podrás terminar de lavar los platos.

—Ah, las alegrías del teletrabajo.

La siguió hasta la puerta principal, la besó otra vez y observó a través de la mosquitera cómo bajaba los peldaños del porche y se dirigía al coche. La saludó cuando se iba, cerró la puerta, terminó de comerse la tostada, se lavó las manos en la cocina, cruzó el salón y recorrió el pasillo hacia su despacho.

Se sentó a su escritorio y encendió el PC. Como siempre, se sintió casi culpable mientras el ordenador se iniciaba, como si quedara impune por algo que no debería. Hizo girar la silla para mirar por la ventana. Puede que no fuera exactamente la vida que había imaginado, pero se le acercaba mucho. En sus sueños, tenía una casa grande de Frank Lloyd Wrightish con las paredes de cristal y estaba sentado ante un escritorio enorme de roble, desde donde contemplaba el bosque mientras escuchaba música clásica en un aparato estéreo de última generación. En la vida real, trabajaba en una abarrotada habitación trasera, cuyas paredes parecían un tablón de anuncios gigantesco, con artículos de revistas y notas de quita y pon pegados en casi todos los espacios imaginables. Y en la vida real no era tan culto como en sus fantasías: en lugar de música clásica, solía escuchar rock clásico en una radio portátil que sus hijas ya no usaban.

Pero todo lo demás era igual. La habitación tenía una ventana grande que daba al bosque. Y, sobre todo, hacía lo que quería, donde quería. Puede que sus deseos superaran sus posibilidades, pero no había claudicado. No había renunciado a su sueño ni aceptado un destino inferior, eligiendo una alternativa menos atrevida. Se había mantenido en sus trece y allí estaba, trabajando a distancia como redactor técnico para una de las principales empresas de software del país cuya oficinas centrales se encontraban a más de mil kilómetros de su casa, y comunicándose con sus superiores por módem y por fax.

El ordenador acabó de iniciarse y comprobó su correo electrónico. Tenía dos mensajes de la empresa (sin duda, para recordarle algún plazo de entrega), y un tercero de Street McHenry, el propietario de la tienda de material y equipo electrónico de la ciudad. Con una sonrisa, abrió el mensaje de Street. Se componía de tres palabras:

«¿Ajedrez esta noche?»

Bill tecleó rápidamente una respuesta y la envió: «Ahí nos vemos».

Street y él llevaban la mayor parte del último año jugando dos partidas distintas de ajedrez, una en línea y otra en un tablero tradicional. No es que fuesen unos entusiastas del ajedrez, y era probable que lo hubieran dejado hacía tiempo si no fuera por algo interesante e inexplicable: él ganaba todas las partidas con el ordenador; Street ganaba todas las partidas con el tablero.

No debería ser así. Los medios eran distintos, pero el juego era exactamente el mismo. El ajedrez era ajedrez, sin importar qué piezas se utilizaran o donde se jugara. Aun así, el resultado era el mismo.

Siempre.

Lo extraño de la situación bastaba para mantenerlos interesados en las partidas.

Bill envió un e-mail rápido a Ben Anderson para informarle de la partida de esa noche. El director del periódico, el otro miembro de su triunvirato virtual, acababa de enterarse del Gran Misterio Ajedrecístico de Juniper, como él lo llamaba, pero le fascinaba y quería estar presente en todas las partidas con el tablero y observar todas las partidas en línea para ver si podía detectar alguna pauta en su juego, cualquier motivo lógico que explicara por qué ganaban y perdían como lo hacían.

Hasta ese momento, la situación había sido desenfadada, la habían abordado con curiosidad pero con una actitud jocosa. Sin embargo, mientras miraba el mensaje de Street y pensaba en sus partidas de ajedrez del último año, por alguna razón se acordó del Almacén.

El cartel.

El ciervo.

De repente, su pauta de victorias y derrotas no le pareció tan inofensiva, y deseó haber cancelado la partida de esa noche en lugar de haberla aceptado. Ya sabía cuál sería el resultado, y eso, ahora, lo inquietaba un poco.

Dirigió la mirada hacia los árboles un momento, antes de volver a fijarse en el ordenador. No estaba de humor para ponerse a trabajar de inmediato, de modo que en lugar de abrir los dos mensajes de la empresa, salió de su cuenta de correo electrónico y entró en Freelink, su servicio online, para ver las noticias de la mañana.

Repasó los titulares del servicio.

«Tercera matanza en un Almacén en un mes».

Las palabras le llamaron poderosamente la atención. Había más titulares, noticias más importantes, pero no las veía y no le importaban. Helado, visualizó el texto del artículo. Al parecer, un dependiente del Almacén de Las Canos, en Nuevo México, había ido a trabajar con una pistola del calibre cuarenta y cinco metida en el cinturón, escondida debajo de la chaqueta de su uniforme. Había trabajado como siempre desde las ocho hasta las diez de la mañana y, entonces, durante su descanso, sacó el arma para empezar a disparar a sus compañeros de trabajo. Hirió a seis personas antes de detenerse para recargar la pistola, lo que facilitó que los miembros de seguridad del Almacén lo redujeran. Cinco de los seis heridos habían muerto. El sexto se encontraba en estado crítico en un hospital local.

Según el artículo, durante el último mes se habían producido incidentes parecidos en los establecimientos que la cadena poseía en Denton, Tejas, y en Red Bluff, Utah. En el de Tejas, había sido un cliente quien había empezado a disparar a los empleados, con el resultado de tres muertos y dos heridos. En Utah, un mozo de almacén había abierto fuego contra los clientes. Había utilizado un arma semiautomática, y consiguió acabar con las vidas de quince personas antes de que un policía fuera de servicio le disparara.

Los directivos del Almacén no habían comentado los incidentes, pero habían emitido un comunicado de prensa en el que afirmaban que se estaba investigando la posibilidad de que los distintos sucesos estuvieran relacionados.

Bill leyó de nuevo la historia, aún helado.

El ciervo.

Salió de Freelink y se quedó mirando un buen rato la pantalla oscura. Luego accedió de nuevo a su cuenta de correo electrónico para leer los mensajes de su empresa y empezar a trabajar.