Epílogo

1

Durante semanas, Internet había sido un hervidero de noticias sobre el Almacén y los cuerpos sin vida aparecidos en él. Se habían difundido y analizado fotografías procedentes de todo el país de personas que habían ido en coche o a pie al estacionamiento de distintos establecimientos del Almacén. Los teóricos de las conspiraciones y los ufólogos habían hecho su agosto postulando supuestos de lo más complejos que se ajustaban a sus ideas preconcebidas y, al mismo tiempo, explicaban lo sucedido en los establecimientos del Almacén. Hasta las agencias de noticias habían puesto énfasis en la historia, aunque guardaban extrañamente silencio sobre las causas, y sus expertos habituales no ofrecían ninguna opinión en público.

En Juniper, dieciséis hombres y mujeres, todos ellos empleados del Almacén, habían ido a morir al estacionamiento.

Un montón de animales había hecho lo mismo.

Street había vuelto. Tras haber visto todo el jaleo en las noticias desde la caravana que tenía alquilada en Bishop, California, supo que por fin su vida ya no corría peligro. Viajó en coche a Juniper al día siguiente y volvió a abrir su tienda como si nada hubiera pasado. No fue a ver a Bill para informarle de que estaba de nuevo en la ciudad, ni lo llamó, sino que le envió un e-mail que ponía:

«¿Quieres jugar al ajedrez esta noche?»

Nada más leer el mensaje, Bill fue hasta la tienda de material electrónico y Street le contó lo que había pasado la noche que abandonó Juniper. Bill, a su vez, le explicó lo ocurrido a Ben.

Estuvieron callados un instante mientras pensaban en su amigo, y luego Street entró en la trastienda y sacó dos cervezas de la nevera, de modo que los dos brindaron por su compañero de fatigas.

Bill no había cumplido el plazo de entrega de la documentación de recursos humanos, pero no importaba. Los contratantes que tenían que recibirla no tenían demasiada prisa, y además, era el primer plazo que incumplía. Sus supervisores de Automated Interface supusieron que no le habían dado el tiempo suficiente, de modo que le prolongaron el plazo.

Bill lo tenía todo muy bien encarrilado para cumplirlo.

Y sanseacabó. La vida volvía a su rutina habitual. La semana anterior se había elegido un nuevo equipo municipal, y aunque había sido un asunto complicado y el municipio había tenido que contratar a un abogado y a un contable externos para revisar todo el papeleo, el departamento de policía volvía a ser un organismo municipal, y la mayoría de las «reformas» que había financiado el Almacén estaban en proceso de rescisión. Dos noches antes, se había celebrado en el gimnasio una sesión plenaria en la que Ted Malory había ejercido como nuevo alcalde. En dicha sesión se había aprobado por unanimidad, a pesar del recelo de la mayoría de los presentes, imponer temporalmente un impuesto del uno por ciento sobre las ventas hasta que Juniper dejara de estar en números rojos.

El Almacén seguía abierto. Bill había dimitido, y Russ Nolan, un empleado que ocupaba un puesto directivo en la cadena de mando, había sido nombrado director temporal. Nolan había seguido encantado los métodos anteriores, pero se había adaptado a la nueva situación, había cambiado y parecía bastante sensato.

Sin embargo, nadie sabía cuánto tiempo seguiría abierto el Almacén. Se rumoreaba que Federated, Wal-Mart o Kmart iba a comprar la cadena. Cuando Bill llamó al director, éste no pudo confirmarle los rumores, pero tampoco los descartó automáticamente.

Según otro rumor, Safeway o Basha iba a comprar el antiguo Buy-and-Save y a convertirlo en uno de sus establecimientos. Aunque Bill no deseaba que otra cadena abriera nunca más un punto de venta en Juniper, a Ginny parecía entusiasmarle la idea, y tuvo que admitir que no iba a luchar contra ello.

No le quedaban demasiadas ganas de luchar.

Él y Ginny seguían reconciliándose. Habían discutido detenidamente lo que había ocurrido. Muchas veces. A primera vista, todo estaba bien, todo había vuelto a la normalidad, y ninguno de los dos había sacado a colación lo de Dallas en varias semanas. Pero seguía ahí, entre ambos, y Bill no creía que fuera a desaparecer nunca del todo.

Pero lo entendía.

Podía vivir con eso.

Era tarde, pasada la medianoche, después de hacer el amor. La puerta del dormitorio estaba cerrada con llave, y Shannon dormía en su habitación al otro lado del pasillo. Estaban tumbados en la cama, desnudos sobre las sábanas, y Ginny siguió suavemente con los dedos el contorno de la marca en las nalgas de su marido. El Almacén lo había marcado para siempre, y aunque él y Ginny habían hablado sobre la posibilidad de que un cirujano plástico le eliminara la marca, Bill había decidido conservarla. Ya no le dolía, y quería tener la cicatriz.

Para recordárselo.

Para no olvidarlo nunca.

—¿Dónde crees que estará Sam? —preguntó Ginny en voz baja.

—No lo sé —contestó él tras sentarse en la cama.

—Dijo que iba a volver. —Bill se sonrojó avergonzado, y desvió la mirada sin decir nada—. ¿Crees que estará bien?

—Eso espero.

—Pero ¿lo crees?

—No lo sé —admitió.

Ginny empezó a sollozar en silencio. Movía los hombros y las lágrimas le resbalaban por las mejillas, pero sólo se le escapó un suspiro ahogado. Bill se inclinó hacia ella y la estrechó con fuerza entre sus brazos.

—Lo superaremos —aseguró—. Sobreviviremos.

De repente, él también estaba llorando. Ginny se apartó para mirarlo y le secó las lágrimas de las mejillas mientras él le secaba las suyas.

—Sí —convino Ginny, y ambos sonrieron.

2

Habían estado viajando la mayor parte del día. No veían una auténtica ciudad desde Juneau, y no se cruzaban con un edificio desde hacía más o menos una hora después de eso. La carretera había dejado de estar asfaltada hacía rato, y aunque el todoterreno Explorer no tenía ningún problema con las piedras y raíces del camino embarrado, a Cindy Redmon no le gustaba estar tan alejada de todo, no le gustaba encontrarse en mitad de ninguna parte. Agradecía la iniciativa de Ray de pasar una luna de miel única, y la idea de una semana idílica en el bosque le había parecido muy romántica, pero Alaska no era exactamente lo que se había imaginado. El paisaje era hermoso, sí; tan pintoresco como lo pintaban los folletos y los libros. Pero también era frío. Y remoto. Y cuanto más se adentraban en el bosque, menos cómoda se sentía con el hecho de que la radio fuera su único contacto con la civilización.

¿Y si tenían un accidente?

¿Y si uno de los dos sufría un infarto o se atragantaba con una espina de salmón?

Ray, que pareció captar su estado de ánimo, le sonrió.

—No te preocupes, cariño —le dijo—. No pasará nada.

Entonces tomaron una curva y, en un pequeño claro abierto en medio de un grupo de árboles enormes, vieron el Mercado.

Ninguno de los dos dijo nada. No era especialmente impresionante. No habría destacado en una ciudad, en una zona civilizada. Pero allí, en un bosque de Alaska, parecía realmente milagroso, y Cindy se quedó mirando el pequeño edificio mientras Ray reducía la marcha del Explorer.

Era del tamaño de un pequeño supermercado y estaba construido con el mismo estilo, con una fachada lisa y un tejado inclinado. Pero no tenía ventanas, sólo una puerta de entrada y una pared de hormigón ligero. Lo más extraño de todo era el letrero, un rectángulo independiente de luz brillante que lucía el nombre del establecimiento en letras verdes sobre fondo blanco: El Mercado.

—El Mercado —leyó Ray—. ¿Qué clase de nombre es ése?

—Llama la atención —indicó Cindy.

—No necesitaba ningún letrero para eso —rio Ray—. Aquí no. —Aparcó delante del edificio—. Recuerda Apocalypse Now o algo así, ¿verdad? ¿Cuándo creen que están en mitad de la selva y se encuentran con un escenario montado para ofrecer espectáculos a los soldados?

Tenía razón. Era algo igual de surrealista. Pero también había algo más, algo que a Cindy no le gustaba, algo que empezaba a hacerla sentir muy incómoda.

—Vámonos —le pidió a Ray—. Larguémonos de aquí. No me gusta este sitio.

—Echémosle antes un vistazo.

—No quiero.

—Venga.

—¿Y si dentro hay un grupo de chalados de esos que creen que está a punto de llegar el fin del mundo? ¿O algún psicópata caníbal? Por lo que sabemos, ahí dentro podrían esconderse Norman Bates o el Carnicero de Milwaukee.

—Correré el riesgo —rio Ray, que abrió la puerta y bajó del vehículo—. Voy a entrar para comprar algo de comida. ¿Quieres algo?

Cindy negó con la cabeza.

—¿Seguro que no quieres venir? —insistió él.

Ella asintió, y observó cómo Ray salía del coche y avanzaba pesadamente por el barro medio endurecido, abría la pesada puerta de madera y entraba en el establecimiento.

Pensó que no debería haberlo dejado ir. Debería haberle hecho pasar de largo.

Contuvo el aliento y no se dio cuenta de que estaba sujetando con fuerza el apoyabrazos hasta que Ray salió del Mercado unos minutos después con una bolsa grande de víveres.

¿Una bolsa grande de víveres?

Se subió al Explorer y dejó la bolsa en el suelo, entre ellos, con aspecto aturdido.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Cindy cuando puso en marcha el todoterreno—. ¿Qué compraste? —Hurgó en la bolsa y sacó un cómic, una caja de cereales, un par de calcetines y un casete de Tom T. Hall—. Creía que ibas a comprar algo de comida.

—Cállate —le espetó Ray, y hubo algo en su voz que le puso los pelos de punta, que hizo que no quisiera preguntarle nada más—. Vámonos de aquí.

Arrancó, botando en un charco medio congelado y un bache rocoso. No apartó los ojos del camino que tenía delante, sin mirar alrededor, si mirarla a ella, sin mirar atrás, con una expresión lúgubre en los ojos.

Antes de que llegaran a la siguiente curva, antes de que los árboles taparan por completo la vista tras ellos, Cindy se volvió en su asiento y entornó los ojos para mirar por la polvorienta ventanilla trasera y concentrarse en un leve movimiento.

La puerta del edificio se abrió.

Nunca olvidaría el momento en que le pareció ver al propietario del Mercado.

Fin