26. EL PATÍBULO

El proceso de Benito Masson se vio en Melun a principios de noviembre. Fue como hacia prever el sumario. Y en cuanto era posible, hasta pareció aumentar el cinismo del acusado. Sus respuestas eran una mezcla de Juan Hiroux y de Emilio Henry, de estupidez consciente y de jactancias audaces, en una lengua que tan pronto era carreteril como se elevaba súbitamente a la aspereza temible y soberana de un profeta bíblico para florecer severamente como una página de Bernardino de Saint-Pierre, terminada generalmente con una frase de jerga abominable.

El jurado sirvió de blanco para sus pullas peores. Al presidente del Tribunal le repitió lo que había dicho al juez de instrucción referente a que no le pagaban a él, sino a la justicia, para descubrir el paradero o el destino de las señoritas que habían pasado por Corbilléres, y que si le habían encontrado quemando a una muchacha descuartizada, se trataba de un accidente desagradable, sobre todo para ella, pero que no demostraba en modo alguno la culpabilidad del declarante.

No insistiremos en una actitud que, según la frase hecha, indignó a todas las personas decentes. El discurso del fiscal fue, como puede suponerse, implacable. Además, Benito Masson tenía tanto menos motivo para confiar en la indulgencia del representante del ministerio público cuanto que había tratado al honorable funcionario de «molde para hacer píldoras», porque tenía la cara picada de viruelas…

El momento más sensacional de aquellas vergonzosas sesiones fue, sin disputa, aquel en que Cristina Norbert se acercó a la barra. Entonces cambió por completo la actitud del acusado, que perdió su soberbia, se desplomó en el banquillo y ocultó la cabeza entre sus brazos. La declaración de Cristina fue breve y terrible.

La señorita Norbert no miró ni una vez a Benito, sino que, dirigiéndose a los jurados, parecía dictarles su deber. No faltaron a él. Benito Masson fue condenado a muerte.

Se negó a firmar la notificación de sentencia. El 2 de diciembre fue levantada en Melun, ante la puerta del cementerio, la siniestra máquina, como diría La Gaceta de los Tribunales. Todo el mundo tiritaba. El único que no temblaba era el condenado cuando bajó del roche que le traía de la cárcel. Llevaba erguida la cabeza que iban a cortarle. Miró sin emoción a los circunstantes. Todos esperaban un postrer insulto contra la sociedad, sobre la que durante todo el proceso había soltado su baba amarga. Nada de ello. Abrazó el crucifijo que le presentaba el sacerdote, pronunciando estas palabras:

—¡Éste sí que es un hermano!

Seguidamente se entregó a los ayudantes del verdugo.

Cayó la cuchilla. El señor de París ha dicho después muchas veces que jamás había presidido una ejecución semejante. Por lo común, el condenado, en cuanto sube a la tabla e introduce el cuello en la luneta, parece comprimirse, par efe hundir la cabeza en los hombros. En cambio. Benito Masson se acostó en la tabla como sobre un lecho largo tiempo esperado. Y su cabeza alargada, adelantada, parecía buscar ya el cesto en que iba a caer.

El cementerio estaba a dos pasos. La fosa se hallaba abierta. Hubo un simulacro de inhumación; pero la cabeza fue entregada en seguida a un ayudante de la Facultad de Medicina de París, que desapareció inmediatamente con su sangriento trofeo, como diría un redactor de sucesos.

Aquel mismo día, el defensor del desgraciado envió a la señorita Cristina Norbert el único papel que había dejado su cliente.

La joven pudo leer en el papel estos versos del Paseo sentimental:

El crepúsculo disparaba sus rayos supremos

y el viento mecía los blancos nenúfares;

grandes nenúfares que brillaban tristes

entre los juncos y las aguas tranquilas…

Yo vagaba solo paseando mi herida

por la orilla del estanque, entre la sauceda.

Entre la sauceda vagaba yo solo

paseando mi herida. Y el cendal espeso

de las tinieblas ahogó los supremos rayos

del crepúsculo en las aguas Ikndas…

Debajo de los versos se hallaba esta frase: ¿Por qué vino usted?

Ahora que se ha guillotinado a Benito Masson cabrá preguntarse la causa de que el autor del relato de esta aventura horrible la haya calificado de «sublime». Horrible, abominable, sí. Pero ¿sublime?… Pues bien, sí: la aventura de Benito Masson es sublime.