25. MEDIANOCHE…

Cristina quiso pasar la noche en el castillo. A disposición de los dos jóvenes se puso el primer piso del ala norte, es decir, dos habitaciones separadas por un salón, que antaño habían formado parte de las habitaciones particulares de Catalina de Médicis, y que Luis Juan María Crisóstomo había transformado, por considerarlas señaladamente lúgubres, al gusto del día (que era el de la Pompadour), pensando reservarlas a los invitados de nota.

No podríamos decir si en su rococó completamente nuevo aquellos aposentos, que antes, cuando no habían sido disfrazados de una manera sorprendente, habían tenido su carácter, presentaban un aspecto sonriente y, como había de empezar a decirse en el primer tercio del siglo XIX, confortable: pero desde luego puede afirmarse que para los visitantes de nuestros días no hay nada más lamentable que aquellos adornitos tan recubiertos de polvo, que aquellas complicadas filigranas pegadas a muros de fortaleza. Todo ello aparece tan ridículo como al día siguiente de Carnaval unos oropeles que han aguantado la lluvia.

—¡Oh! —suspiró Jaime—. ¡Qué bien se está entre las cuatro paredes enjalbegadas de un cuarto de posada!

Y pensando que iban a comer en aquella morada, hizo una mueca tan expresiva que Cristina acabó teniéndole lástima.

—Si quieres —le dijo a su novio—, vamos a comer a la posada, ya que parece que tanto te gusta.

Y añadió:

—Puedes tener la seguridad de que ello me disgusta tanto como a ti quedarnos aquí… De todos modos, no me iré de Coulteray antes que Sangor… Ya saber la causa… De esos indios, y mediando la superstición, hay que esperarlo todo…

—¡Confío en la virtud de las alhajas de la marquesa! —apuntó Jaime, permitiéndose sonreír.

—Que la marquesa nos perdone…

Al bajar tuvieron la agradable sorpresa de encontrarse con que Sangor y Sing-Sing subían en un automóvil llevándose su pequeño equipaje.

Sangor saludó muy dignamente, y Sing-Sing, que estaba agarrado al volante como una mónita que jugase con una rueda, dio un chillido de adiós y movió el mecanismo.

Desaparecieron.

Entonces se presentó Drouine.

—Ya está —dijo—. No ha habido la menor dificultad… tenía un sable que me ha regalado… Yo, en cambio, le He regalado todas las joyas… ¡Buen viaje!…

Cristina lanzó un profundo suspiro y repitió:

—¡Que la marquesa nos perdone!…

Estaban frente a la cochera. La joven se dio cuenta de que aún quedaba un automóvil, que, por cierto, había visto varias veces en el palacio del muelle de Béthune, y que la marquesa utilizaba cuando iba a dar un paseo por el bosque de Bolonia o por los alrededores. Se acercó y lo miró de cerca. Era upa limusina excelente, de sólida carrocería, muy bien almohadillada en el interior. Cristina examinó las portezuelas y los cristales. Jaime, comprendiendo su propósito, miró también. Por fin, encontraron, junto al chófer, el botón que había que apretar para que se cerraran automáticamente las ventanillas. El coche quedó convertido inmediatamente en una caja cerrada de manera hermética…

Drouine les miraba hacer…

—¿Llegó en este coche? —preguntó Jaime.

—Sí —respondió Drouine—. ¡Pobre señora!…

—¡Qué mártir! —suspiró Cristina con lágrimas en los ojos.

—¡El Señor se ha apiadado de ella! —comentó Drouine moviendo la cabeza—. Ahora estará tranquila…

Cuando Jaime y Cristina llegaron a la posada de La Gruta de las Hadas se sorprendieron de la general alegría que allí reinaba. No conocían las costumbres. Nada como un entierro para dar apetito… y sed. Los vivos, por una natural inclinación del espíritu, se comparan con el muerto que acaban de llevar a la última morada y se felicitan interiormente de poder disfrutar aún de las alegrías de la vida y se aprestan tanto más a gozarla cuando el ejemplo que recientemente han visto, y que a veces les hace derramar lágrimas, les ha hecho asimismo medir la brevedad de los días…

Desde la fúnebre ceremonia no había cesado el holgorio. Aunque se habían levantado para una partida de bolos, pronto volvieron a la mesa para una comida que parecía no tener fin. La servidumbre había sido doblada. Por cierto que la viuda de Gérard servía en calidad de agregada. ¡Cuántas bromas había oído pobre el incidente de por la mañana, sobre el gesto del marqués para que se marchara!… ¡A ver si dejaba de contar histerias de vampiros!…

La querían hacer beber diciéndole:

—¡Brindemos por la vampiresa! ¡Así no la tirará de los pies!…

No respondió. Tenía el ceño fruncido, la mirada torva y los dientes rechinantes…

—¡No le gastemos bromas! —acabaron diciendo—. Se le enturbia la mirada…

Como en Coulteray se cree en el mal de ojo, la dejaron tranquila y se pusieron a entonar viejas canciones del país.

—Has hecho bien en aceptar la hospitalidad del marqués —dijo Jaime cuando Cristina y él acabaron de comer en el comedor—. Tienen cuerda hasta mañana por la mañana. ¡No hubiéramos podido cerrar los ojos!…

Volvieron al castillo, se besaron y se dieron las buenas noche. Jaime se acostó y se durmió al instante.

Cristina no se acostó, sino que se dejó caer pensativa en un sillón.

La ventana estaba abierta… Ante ella se ofrecía un paisaje lunar de gran extensión y de gran belleza. Primero aparecían las masas del castillo, con sus sombras crudas sobre la tierra desierta y silenciosa, no turbada por ningún ruido; luego el negro vacío de las zanjas que separaban el patio de honor del otro patio; después, el gran espacio blanco del patio últimamente citado; y al fin de la meseta, más allá de un murete, el cementerio, con sus cruces inclinadas o rectas, con sus losas musgosas, algunas de las cuales relucían como cristales bajo la luna… Detrás, aún surgía la esbelta silueta del siglo XIV en el fondo de la cual dormía para siempre tranquilamente la pobre Bessie Anne Elisabeth…

¿Cuánto tiempo estuvo Cristina pensativa? ¿Y en qué pensaba?…

De pronto, se estremeció… En el valle, la vieja iglesia romántica de Coulteray daba las doce campanadas de medianoche…

Cristina levantóse, cerró la ventana, porque tenía frío, y empezó a desnudarse.

Volvió a la ventana para correr la cortina; pero lanzó una sorda exclamación y se apoyó en el muro para no caer.

Había visto, con toda claridad, entre las tumbas del cementerio, un bulto blanco, completamente blanco, que se movía, que se deslizaba con una ligereza de fantasma…

Aquel bulto flotante e indeciso, que parecía atravesado como un cristal por los rayos de la luna, dio la vuelta a la capilla y desapareció en dirección a la estancia de Drouine.

Cristina hubiera querido gritar; pero no podía. Su garganta negábase a dejar escapar el menor sonido. El terror, dueño de sus sentidos y de sus órganos, la tenía anonadada entre un rincón y la ventana. De pronto, le fallaron las piernas, su cabera dio bruscamente en el suelo y el dolor que experimentó le devolvió la fuerza física necesaria para llamar. Entonces llamó a Jaime desesperadamente, sordamente, lúgubremente, en un estertor de mujer que se ahoga.

Jaime acudió y la encontró arrastrándose por el suelo en un desorden que la hubiera presentado medio desnuda de no habérsele soltado su admirable cabellera, que la envolvía protectoramente. Creyó que habría caído de la cama perseguida por una horrible pesadilla, de la que aún era presa.

Y ni siquiera lo dudó cuando, entre dos espasmos de horror, y mientras el brazo juvenil señalaba la ventana y la campiña lunar, oyó que Cristina decía:

—¡Ella! ¡Ella!… La he visto. Paseaba por el cementerio… ¿Qué hará, Dios mío, qué hará?…

Jaime, castamente, envolvió a Cristina en un abrigo y la dejó en la cama.

Luego procuró calmarla:

—¡Anda, Cristina!… ¡Despierta!… ¡No tengas esos sueños tan desagradables!…

Pero ella le replicaba ásperamente:

—No duermo ni sueño… ¡Te digo que la he visto como te veo a ti!… Ha corrido junto a la pared de la capilla… ¡Iba a ver a Drouine!…

Pasaron varios minutos en que los jóvenes trataban de convencerse mutuamente.

—Era de suponer que esto acabaría así, desde el momento en que, siendo tú tan impresionable, nos quedábamos en este castillo —gruñó Jaime—. Esta crisis es tan lógica como el desarrollo de un panadizo…

Apenas había terminado de hablar, cuando en la planta baja sonaron golpes sordos y repetidos. Quiso correr a la ventana y abrirla, para saber qué era. Pero ella le echó los brazos al cuello y le sujetó con fuerza invencible:

—¡No, no vayas!… ¡Estoy seguro de que es ella!

Luego callaron, porque habían cesado los golpes. Pero les pareció oír cierto ruido en el castillo. Se había abierto una puerta o una ventana… Zurrían otras puertas… Pasos… Una carrera… Saltos en la escalera…

Jaime se había erguido; pero Cristina lo apretaba contra su pecho.

—¡No vayas!… ¡No vayas!…

—¡Déjame al menos cerrar la puerta con llave!

Cristina lo abandonó un instante con una sonrisa agónica.

Y su novio corrió a la puerta y la abrió.

Se encontraron con una figura de aparecido que agitaba su sombra inmensa bajo la proyección de la lámpara. Era Drouine…

Entró, cerró la puerta descargando sobre ella todo su peso y procuró guardar equilibrio para respirar a su gusto.

Entonces vio a Cristina, que parecía tan trastornada como él.

—¿La han visto?… ¿La han visto?…

Cristina movió la cabeza. ¡También ella la había visto!…

Entonces, Drouine contó detalladamente y entre resoplidos:

—Dormía, acababa de dormirme… He oído su voz, que me llamaba… Al principio no he tenido miedo. ¡Era una voz tan dulce, tan dulce!… He creído soñar… Pero una piedrecita ha dado en el cristal de mi ventana… Entonces me he dado cuenta de que no soñaba… Me he puesto a temblar… Desde la ventana no veía nada de particular, y el cementerio me parecía tranquilo… Pero al abrirla he notado que la voz repetía con fuerza: «¡Drouine! ¡Drouine!…». Entonces la he visto, apoyada en un muro… «¿No me reconoces?», ha dicho. «Soy tu ama, la marquesa de Coulteray, la mujer del vampiro. ¿Qué has hecho de mí, Drouine?».

»He caído de rodillas, santiguándome… ¡Era ella!… Eran su voz, sus modales, tan dulces y tan tristes, todo… Continuó diciendo: “¿Qué has hecho de mí, Drouine?… ¿Por qué no me has entregado a Sangor?… ¡Mi cuello le esperaba!… Y ahora mi garganta tiene sed”».

»¡Si! ¡Tengo la seguridad de que ha dicho eso!… Hablaba con gran claridad, se oía su vocecilla clara como una campanita de plata en medio de la noche… Pero, de todos modos, lo que decía era terrible: “¡Tú has hecho de mi la esposa de Luis Juan María Crisóstomo para toda la eternidad!”»

»Luego ha desaparecido por una brecha en dirección al prado… Se ha vuelto un momento para decirme adiós con la mano y ha entrado en el bosque… —¡Que me lleve el diablo si miento!»

Drouine se había arrodillado, se persignaba y se daba grandes golpes en el pecho, como en acción de mea culpa, como si él fuera causante de cuanto ocurría.

Sollozando, insistió:

—¡Espantoso, espantoso!… ¡Yo la he entregado al demonio! ¡Que Jesús se apiade de nosotros!…

Cristina lloraba como una Magdalena. Jaime se había acercado a la ventana y miraba el paisaje tranquilo, el paisaje sin fantasmas, el paisaje que parecía inmutable en su solidez material, bajo los cielos claros y la fría mirada del astro de la noche…

—Aquí van a volverse todos locos con los cuentos de vampiros —les dijo—. ¡Drouine! Usted y yo vamos a bajar a la cripta…

—¡No, no!… ¡Vengo de allí!…

—¿Viene de allí?

—Sí… Cuando ella se ha marchado, al no verla, me he encontrado mejor… Además, me ha reanimado el aire fresco… Así es que he vuelto a pensar que había soñado y me he dicho que la cripta estaba cerrada y que sus muros son muy gruesos hasta para una vampiresa… Mi curiosidad, en fin, se ha sobrepuesto al miedo… Me he puesto unos pantalones, he cogido el llavero de la capilla y he bajado… Entonces me he dado cuenta de que si bien estaban perfectamente cerradas las grandes verjas de la cripta, tras la tumba de Brazo de Hierro, me había olvidado de cerrar la puertecilla que se abre al pie de la torre, que es por donde ustedes bajaron… Pues bien; por allí había salido ella… ¡Oh, no había lugar a duda!… La losa estaba fuera de su sitio, la tumba abierta, el féretro también… ¡Y dentro, no había nada!

—Quédese con Cristina y espérenme los dos.

Jaime ya había salido, a pesar del grito de la joven…

Desde la ventana le vieron atravesar corriendo el patio de honor y luego, con paso tranquilo, el otro patio… Por lo visto, procuraba dominarse, llegar con toda su sangre fría, no dejarse ganar por la locura ambiente…

De pronto, y simultáneamente, Cristina y Drouine dejaron oír un gemido ronco… La joven había agarrado el brazo del sacristán y se lo oprimía hasta hacerle gritar… Jaime acababa de entrar en el cementerio y en aquel momento había aparecido nuevamente el bulto flotante, deslizándose a lo largo de la pared de la capilla. El pálido fantasma de Bessie Anne Elisabeth volvía al cementerio…

Pasó ante el pórtico, llegó al torreón y desapareció por el portillo que llevaba a la cripta.

Jaime, que se había detenido un instante, siguió el mismo camino y penetró en el mismo sitio…

Cristina y Drouine, muy juntos, con la frente pegada a los cristales, no decían una palabra… Toda su vida se había refugiado en sus miradas, que no se apartaban del cementerio, de la capilla, del hueco de la puerta por la que Bessie y Jaime habían bajado a la tierra de los muertos…

Así transcurrieron unos minutos largos, muy largos… Por fin vieron reaparecer a Jaime… Y Cristina lanzó un profundo suspiro…

La cubría un frío sudor y le castañeteaban los dientes.

Drouine estaba completamente petrificado.

Jaime, una vez salido del cementerio, atravesaba el primer patio con paso tranquilo. Luego atravesó el patio de honor, levantó la cabeza hacia la ventana y saludó.

Al entrar en la habitación le miraron como si también él volviera del otro mundo.

—¡Sois unos niños! —les dijo—. Habéis soñado. Como los dos teníais las mismas preocupaciones, habéis tenido las mismas visiones… En la cripta, a pesar de cuanto diga Drouine, nada se ha movido… La losa está donde debe estar…

—¡Mientes! —exclamó Cristina—. ¡La has visto a ella lo mismo que nosotros!… Hasta te has detenido al verla… Y detrás de ella has bajado a la cripta…

—Así es —corroboró Drouine con la voz bronca.

Y se persignó nuevamente.

—¿Me tomáis por un impostor?… Pues bien: usted, Drouine, que es hombre, ¡acompáñeme a la cripta!… Y reconocerá su error…

—No; yo me quedo aquí —declaró sombríamente—. ¡Mañana será otro día!

Se quedó en el pasillo, envuelto en una manta. Cristina no quiso que Jaime la dejara sola y acabó durmiéndose en un sillón cerca del amanecer. El mismo Jaime empezaba a cerrar los ojos cuando un rumor de voces, procedente del exterior, les arrancó a su primera somnolencia. Alrededor de la capilla había un grupo de campesinos. Otros grupos corrían por el primer patio, llamando a Drouine. Y a cada momento aparecían más campesinos, que se dirigían, gesticulando mucho, hacia el castillo…

Para comprender la conmoción del pueblo de Coulteray hay que precisar los acontecimientos ocurridos en el pueblo la noche anterior, mientras Cristina, Jaime y Drouine pasaban en el castillo los angustiosos minutos de que se ha hablado.

La fiesta de La Gruta de las Hadas se había prolongado mucho. En esta clase de holgorios, bien sea a causa de una muerte o de una boda, siempre hay gente que nunca se decide a abandonar la mesa. Tanto más cuanto que las cartas acaban sujetando a los que titubean, a los que de todos modos tendrían mucho gusto en ir a acostarse…

A medianoche aún quedaban cuatro disputándose el dinero a golpe de cubilete. Eran Biroste, el herrero; Verdeil, que tenía un garaje y vendía esencia a la entrada del puente, en la reunión de los tres caminos, y que era el espíritu más avanzado de Coulteray; Nicolás, el tendero, y Tamisier, el comerciante en vinos más importante del pueblo y de los alrededores. También estaba, como es natural, Achard, el mesonero, que nunca había querido desempeñar ningún cargo en el municipio, so capa de estar bien con todo el mundo, pero que, a pesar de ello, era el jefe de la localidad, y, como si dijéramos, la clave de bóveda del país. Eran cinco cabezas bien sentadas, a las que resultaba difícil hacerles creer, como se dice vulgarmente, que un burro vuela.

Cosa de un cuarto de hora después de las doce, aquellos cinco hombres oyeron un fuerte grito, lanzado por la viuda de Gérard, que se había quedado en la posada para ayudar al servicio y que, una vez terminada su tarea, atravesaba el patio para volver a su casa, situada en las afueras del pueblo, cerca del puente, casi enfrente de casa de Verdeil.

Tan horrible era el grito, que los cinco se estremecieron y se levantaron al mismo tiempo para saber lo que ocurría.

En el patio encontraron a la viuda de Gérard, casi convertida en estatua, con la boca aún abierta del grito que había dado, y mirando como iluminada ante ella, hacia el campo. Siguieron instintivamente la dirección de aquella mirada de loca y vieron un bulto blanco que bajaba del castillo envuelto en un velo…

Tan viva era la claridad, tan brillante la luz de la luna llena, que podía distinguirse la guirnalda de flores que coronaba la cabeza del fantasma le caía junto con los cabellos sobre sus hombros.

No vacilaron. Al momento comprendieron que era ella, la nueva vampiresa que acababa de escaparse de la tumba y caminaba hacia Coulteray.

No era posible que se equivocaran los seis… Así es que cogieron a la viuda de Gérard y se metieron en el mesón… Cerraron puertas y ventanas, las atrancaron, avisaron a las criadas y se reunieron todos en la misma sala… La viuda de Gérard se puso a rezar el Avemaría junto con las criadas. Los hombres no decían nada, estaban muy pálidos, se avergonzaban de su miedo…

—A pesar de todo —dijo Achard el mesonero—, estamos idiotas; porque eso es imposible.

Pero los otros protestaron. La habían visto saliendo de la muralla del castillo…

Por lo visto —sentenció el herrero—, somos victimas de una brujería… Nunca hubiera creído que hoy ocurrieran tales cosas.

—¿Y qué vendrá a hacer aquí esa mujer?

Achard estaba muy intranquilo. Y con gran enfado hizo callar a las mujeres, que no casaban de repetir el Avemaría.

—¡Esto ya pasa de la raya! ¡Cómo van a reírse mañana de nosotros!…

Y salió de la estancia.

Le gritaron que estuviera quieto. Pero no podía. Abrió una ventana y seguidamente llamó a los demás, que se levantaron a disgusto.

Las mujeres, que no se movieron, oían decir:

—¡Ya está ahí otra vez!… Ahora sube… Entra en el castillo… Vuelve al cementerio. ¡Ojalá no saliera más!… Los vampiros no trabajan más que de noche… Le dará miedo el día… ¿Y el marqués?…

Las mujeres redoblaron los rezos con una especie de furor sagrado… Pero los hombres las hicieron callar de nuevo cuando volvieron al centro de la habitación: ya estaban familiarizados con la idea del vampirismo… Además, habiendo visto entrar a la vampiresa, se habían tranquilizado… Tenían un día por delante para decidir lo que hubiese que hacer.

Lo que sobre todo los molestaba era pensar que no les creerían, que se burlarían de ellos…

Tal temor era quimérico, porque a los primeros rayos de la aurora, cuando la gente se atrevió a salir a la calle, se levantó todo Coulteray…

No sólo la gente de la posada había visto a la vampiresa: otras gentes incluso la habían oído, como, por ejemplo, dos vecinas de la viuda de Gérard, que vivían cerca del puente, las cuales fueron despertadas por los gritos de «¡Adolfina, Adolfina!», que así se llamaba la susodicha viuda. Se levantaron y vieron a la marquesa tal como la habían visto en el ataúd aquella misma mañana…

Permaneció unos instantes en medio de la carretera, con la cabeza vuelta hacia la casa de Adolfina, que no podía contestarles, porque estaba en el mesón. Y las dos vecinas juraban que ello era absolutamente cierto. Finalmente, la vampiresa se fue lanzando un gran suspiro.

Las dos vecinas habían pasado el resto de la noche rezando. Ya se comprenderá fácilmente que no se necesitaba tanto para alarmar a todo el país…

Cuando se supo lo sucedido a Drouine, se inclinaron los más incrédulos, menos tres: el alcalde, el médico y el cura.

El médico, señor Moricet, explicó científicamente un acontecimiento tan extraordinario. No era la primera vez que se encontraban frente a una «alucinación colectiva». Se explicaba, porque la leyenda del vampiro estaba arraigada y porque la gente del mesón se encontraba medio borracha… Como se consultara a Jaime Cotentin, opinó, naturalmente, lo mismo que aquellos caballeros. Él no había visto nada, como no fuera una tumba intacta…

No obstante, había de por medio todo un pueblo soliviantado por la superstición, y al que había que calmar.

Para ello se dijo:

—Si la tumba no hubiera sido provisional, si la losa hubiera estado sellada y cimentada convenientemente, si el ataúd de plomo hubiera estado bien pernado (porque era un ataúd de pernos para abrirlo fácilmente en la ceremonia definitiva) el vampiro no hubiera podido escaparse ni pasear de noche por Coulteray… Por lo tanto, se debía dar una satisfacción al pueblo abriendo la tumba, ensenando a todos los restos mortales de Bessie Anne Elisabeth y cerrando convenientemente y ante todos el féretro y el sepulcro… Además, el cura pronunciaría con solemnidad las palabras de exorcismo.

Así se hizo, con lo que todo el mundo quedó tranquilo de momento. Cristina volvió a ver a su amiga y se le embrollaron las ideas al considerar que una muerta tan muerta, por decirlo así, hubiera dado la noche anterior un paseo tan resonante. Ya no sabía lo que había visto ni si realmente había visto algo… En cuanto a Drouine, estaba más hosco que nunca, y no cabía hablarle de alucinación particular o colectiva. Había visto a la muerta bajo su ventana, había visto la tumba vacía… Jaime tuvo que hacerle callar…

Cristina, cuya debilidad era extrema, hubiera querido irse por la tarde de aquel mismo día, notable para siempre en los anales de Coulteray, y en el que la leyenda del vampiro recobró una fuerza que llegó hasta las provincias limítrofes, con lo que los visitantes afluyeron al país en proporciones tales que el mesonero Achard se hizo rico, así como el sucesor de Drouine, que, por cierto, no dejaba de contar la historia de la vampiresa como si le hubiera ocurrido a él…

Por lo que hace a Cristina, aquella misma tarde, al entrar en el castillo tras la ceremonia del exorcismo, fue presa de un extraño sopor que quizás procedía sencillamente de su debilidad. Se acostó y no salió de dicho estado hasta el día siguiente) por la mañana, en que vio entrar en el patio del castillo la famosa limusina de puertas de hierro que no había visto salir.

Aquella mañana el coche estaba abierto, no tenía nada de misterioso. En cambio, lo guiaba Jaime, cosa que no dejó de asombrar a Cristina.

—¿De dónde vienes en ese coche? —le preguntó.

—Me daba lástima ese pobre Drouine, que quería trasladarse en seguida. Como la viuda de Gérard también quería marcharse del pueblo y han de casarse, les he llevado esta misma noche, a sus ruegos, a Sologne, donde Drouine posee una finquita en la que piensa acabar sus días… Si he cogido este coche es porque no había otro… Los desgraciados creo que se hubieran vuelto locos si están una hora más aquí…

—¡Lo comprendo! —dijo Cristina—. Vámonos también nosotros cuanto antes…

Durante el viaje estuvo varias horas sin hablar. No se sabía si dormía o si reflexionaba. Abrió un momento los ojos y preguntó a Jaime:

—De todas maneras, es extraordinario que me hayas dejado en el castillo sin avisarme antes… Porque el caso es que mientras te llevabas a esa gente me he quedado sola…

—No —repuso Jaime——. No estabas sola, porque el doctor Moricet, a quien se lo rogué, ha pasado la noche en el castillo…

Por la tarde llegaron a Tours, donde recibieron un despacho del viejo Norbert que les decía: «Volved inmediatamente; Gabriel me tiene preocupado».