23. EL CASTILLO DE COULTERAY

Aquella alegría fue de corta duración. Cristina, a quien no pudo ocultar la noticia, quería partir inmediatamente para Coulteray. En ella había desaparecido toda languidez.

—Si ha muerto por culpa mía —dijo—, si ha muerto porque no supe oírla, ¡la vengaré!… Le debo eso… ¡Su sombra no me perdonará jamás que con esa condición!…

Se hallaba en una agitación que no cesó más que a primera hora del día, cuando se vio con Jaime en un auto que había de dejarles en Coulteray a las diez de la mañana.

«Es preciso que me tranquilice —pensaba— para sorprenderle, ya que no debe recelar nada».

Todo cuanto decía Jaime no servía para nada. No le hacía caso. Todos sus pensamientos iban dirigidos contra el marqués. Ni tan siquiera pronunció diez palabras antes de llegar a Coulteray.

En otras circunstancias, aquel viaje hubiera sido delicioso para unos novios. Eso es lo que pensaba Jaime, a quien Cristina siempre se le escurría por una razón o por otra en el momento en que la creía más cerca de él.

Jamás la Naturaleza se había mostrado más bella ni más suave. Acababa septiembre. Un sol dorado difundía su vaporosa ternura sobre los dominios del Loire. Corot no hubiera conseguido un efecto más delicado. Jaime posó su mano sobre la de Cristina, que estaba helada. Él, en el paisaje amable y jubiloso, no pensaba más que en la vida. Ella no pensaba más que en la muerte, hacia la cual corrían a ochenta por hora.

Cuando llegaron a Coulteray, las campanas de la pequeña iglesia pueblerina y de la capilla del castillo se pusieron a lanzar los fúnebres tañidos.

—Sin duda la enterrarán hoy —apuntó Cristina, cuyos ojos se bañaron en lágrimas—. Me gustaría verla por última vez Le diría ciertas cosas al oído… Quiera Dios que lleguemos antes de la ceremonia.

A Jaime le resultaba cada vez más difícil ponerse de acuerdo con aquellos tristes pensamientos. Estaba molesto con la difunta porque le hurtaba el encanto de la hora. La presencia del pueblecillo en las faldas de la colina, entre verdura, con sus paredes blancas, con sus techos puntiagudos, con sus campos y sus viñedos; la cinta diamantina del riachuelo que unos cuantos kilómetros más abajo desembocaba, o mejor dicho, se perdía en el Loire; el hermoso cielo, la fluidez de la atmósfera, la alegría acogedora de los rostros encontrados hasta entonces al borde del camino, en los umbrales de las casitas que se abrían sin misterio como mostrando la felicidad doméstica, no le habían preparado a oír la lúgubre letanía del bronce que rezaban las dos campanas, las cuales parecían fundidas para solamente anunciar bodas y bautizos.

El pueblo estaba desierto. El automóvil lo atravesó y pasó delante del mesón de La Gruta de las Hadas sin encontrar a nadie. Parecía un pueblo abandonado.

El coche atravesó el puente de mampostería puesto para llevar al castillo, que se levantaba en la colina de enfrente.

En aquel país abundan las obras de la Edad Media y del Renacimiento, que realzan las naturales bellezas. El sentimiento de admiración ha detenido a todos los viajeros ante las ruinas imponentes y los magníficos fragmentos de los antiguos castillos de Chatelier, de la Guerche, de Roche-Carbon, de la Isla Bouchard, de Montbazon, de Chichón, de Amboise, de Loches, de Azay-le-Rideau… El castillo de Coulteray no descompone la colección.

No es menos notable por su arquitectura guerrera, sus almenas, sus matacanes y sus torres que por los frisos y bajos relieves tan delicadamente esculpidos en la fachada… La leyenda afirma que Diana de Poitiers tuvo bastante que ver en los embellecimientos de aquella temible mansión, y que Catalina de Médicis procuró convertirla en una cómoda residencia… Y en aquel país encantador, hasta la Edad Media parece alegre…

«Muy enferma estaría esa pobre marquesa —pensaba Jaime— para morirse aquí».

En la puerta del primer recinto del castillo, o mejor dicho, de lo que quedaba del primer recinto (piedras, plantas trepadoras y flores), bajaron del automóvil. En el patio había gente. Como que toda la comarca se había reunido allí. Asistían al entierro por curiosidad y por superstición, porque en el país de Coulteray son muy supersticiosos, quizá más que en todo el resto de la Turena, y desde luego más que en Bretaña, aunque de otro modo… Y habían acudido, no por ver a la muerta, sino por ver al vampiro, sin creer en el vampirismo, pero también sin rechazar de plano la leyenda con que les habían atemorizado de niños, cuando no se portaban bien.

La fúnebre aventura de Luis Juan María Crisóstomo, escapándose de su tumba para ir de noche a devorar a los vivos, sustituía ventajosamente, para los niños de Coulteray, la apelación al coco, tan usada en otras partes.

Cuando, ausentes los castellanos, el conserje acompañaba visitantes a la cripta, no dejaba de contar a los forasteros lo que desde siglos atrás se decía de la tumba sin ocupante.

—¿Cree usted eso? —preguntaba sonriendo el visitante.

—Lo creo y no lo creo; lo creo aunque no quiera creerlo —respondía el interpelado moviendo la cabeza.

No hay nada mas móvil que el carácter de los habitantes de la Turena, con su petulante buen sentido, su inconsecuencia, su finura de espíritu, su burlona filosofía, su escepticismo y su loca imaginación. ¿Qué cosa más interesante que aquel genio de una tan maravillosa agilidad que pasa sin esfuerzo de las bufonadas a los asuntos más graves, de la frivolidad a las consideraciones más serias y a veces más inesperadas por lo audaces?

Todo esto no es una digresión inútil en el umbral del castillo de Coulteray, en el momento en que la tumba va a cerrarse sobre la cara cérea de Bessie Anne Elisabeth Cavendish, esposa del último de los Coulteray, de Jorge María Vicente, que no era otro que Luis Juan María Crisóstomo, el vampiro de la leyenda. Faltaban unas horas para el acaecimiento de hechos extraordinarios que iban a trastornar toda una comarca…

No olvidemos que nos hallamos en un país donde hay un mesón que se llama La Gruta de las Hadas, cuya muestra representa un dolmen visitado por los más amables duendecillos. No lejos de dicho dolmen se encuentra otro de proporciones gigantescas, llamado El Palacio de Gargantúa. A pocos kilómetros de allí se encuentra la altura de San Nicolás, atalaya de piedras sin escuadrar que también pertenece a los tiempos célticos y donde el mago Orfón acumuló inmensas riquezas que en Nochebuena gusta de mover ruidosamente…

Todas estas supersticiones son graciosas, apacibles, poéticas, propias de una tierra donde se siente la felicidad de vivir y nada semejante a los espantos bretones. Y son supersticiones que constituyen el fondo de las costumbres, que están ligadas a ciertos usos, que son ocasión de ciertas fiestas, a las que hasta los más incrédulos tienen buen cuidado de asistir. Si tenemos presente todo ello, nos asombraremos menos de lo que va a ocurrir.

Por de pronto, no podríamos darnos mejor una cuenta aproximada de la situación moral —desde este punto de vista— de la población de Coulteray que refiriendo muy sucintamente el modo en que en diferentes ocasiones fue acogido el marqués. Ya hemos dicho que había nacido en el extranjero. No estuvo en Coulteray hasta hallarse en la flor de la edad. Y su aparición fue un acontecimiento más jubiloso que otra cosa.

Jorge María Vicente parecía encarnar en un todo el tipo del noble campesino de la Turena: era epicúreo, tenía la tez curtida y trataba campechanamente con la gente alegre y decidida. No era orgulloso. Daba fiestas rurales, sacaba a bailar a las muchachas y en las grandes fiestas anuales pagaba comilonas en La Gruta de las Hadas.

El vampiro, como se continuaba llamándole en secreto y en son de broma, tenía un gran éxito. A todos les era simpático. Decían: «Nuestro vampiro se porta bien. ¡Ojalá el diablo nos lo conserve dos o trescientos años más!».

Luego se marchó, volvió al extranjero. Durante varios años no se volvió a hablar de él. Al volver, no había cambiado. Continuaba buen mozo, con el mismo humor. En cambio, los campesinos habían envejecido.

De la India había traído una mujer muy joven, «bella como un sol», digna de La Gruta de las Hadas. Era muy galante con ella. Parecían adorarse.

Celebráronse fiestas en honor de ella y con motivo de la visita de algunos señorones de allende la Mancha, que tampoco eran motivo de melancolía. Y toda aquella gente partió para París en medio del general sentimiento.

Cuando, unos meses más tarde, Jorge María Vicente volvió a Coulteray con la marquesa, continuaba siendo el mismo en su manera de ser, de proceder, de ver jocundamente la vida; pero su esposa ya estaba desconocida.

Había perdido sus frescos colores; sus ojos, que antes reflejaban el cielo, tenían un velo fúnebre; y ella, a quien se había visto corriendo por los bosques como una Diana cazadora, paseaba ahora lánguidamente en el fondo de un coche, desde donde respondía con tristeza y con gesto cansino a los respetuosos saludos de la gente.

Entretanto fue despedida por un motivo fútil una mujer del pueblo que lavaba la ropa en el castillo y estaba casada con un brigadier de la gendarmería.

La señora de Gérard —que así se llamaba— fue la primera en propalar el rumor de que en Coulteray ocurrían cosas «bastante extraordinarias».

Aseguraba haber recibido confidencias de la marquesa, mujer digna de lástima, que, si no intervenía alguien, duraría poco tiempo. Entonces intervino el gendarme para hacer callar a su parlanchina media naranja. Y lo consiguió tan bien, por medios de que ella no se ufanó, que ya no fue posible sacar a la señora de Gérard una palabra referente al caso.

Pero la curiosidad de los pueblerinos ya estaba despierta; acechaban las salidas de la marquesa y suspiraban a su paso:

—Inconvenientes de casarse con un vampiro…

Además, no se portaban como antes con el señor de Coulteray. Le rehuían, volvían la cabeza cuando pasaba y se miraban mutuamente tan pronto con una especie de inquieta consternación como sonriendo de lo que pensaban, «ya que en fin de cuentas no era posible en nuestra época».

El marqués, en vista de ello, volvió a marcharse con su mujer.

Dos años después la trajo consumida. Y hoy la enterraba.

Cristina y Jaime llegaron en plena ceremonia.

Había quinientas o seiscientas personas, los hombres con la cabeza descubierta, la mayoría de las mujeres arrodilladas mientras avanzaba el fúnebre cortejo precedido del clero, seguido del alcalde, de los regidores y de lo que pudiéramos llamar fuerzas vivas de las cercanías.

Las «hijas de María», completamente de blanco, y las «damas del fuego», con su curioso indumento silvestre, que llevaban guirnaldas de hojas y flores del bosque, rodeaban el féretro abierto, según antiguo uso de la casa Coulteray, y en el que se sella a los muertos en su tumba ante todo el pueblo, llamado como testigo.

Las «darnos del fuego», entre las cuales había ancianas de blancos cabellos y jóvenes en la aurora de sus gracias, formaban una cofradía cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos y que había nacido de la costumbre druídica de celebrar la vuelta del solsticio de estío con demostraciones de gozo y hogueras en el claro de los bosques. Aquellas «damas» danzaban en torno a pirámides de leña encendida, como en otras provincias francesas hacen la noche de San Juan. En la comarca de Coulteray no había caserío, granja ni choza que en aquella ocasión no alzara hoguera. A los curas se les pide que las bendigan. Y cuando el fuego ha realizado su obra, se conservan cuidadosamente los tizones como preservativo contra la tempestad.

Así es que la religión y la superstición se unen la mar de graciosamente en aquel delicioso país. Aquel día se habían unido una vez más para llevar a la última morada a la que había sido condenada por un destino adverso a compartir el tálamo del «vampiro».

Pero detrás del ataúd, llevado por cuatro mocetones del pueblo, iba el «vampiro», con un rostro de gran dolor regado por tantas lágrimas y gimiendo tan penosamente que su corpachón se estremecía. Y la realidad de aquella desesperación conyugal no tardó en arrinconar en todos los cerebros la cruel leyenda, de la que, en fin de cuentas, tal vez era la primera víctima aquel pobre Jorge María Vicente.

Se recordaba con qué cuidado había atendido siempre a la marquesa. No se vio en él más que a un marido que lloraba a su mujer. Y se lloró, no solamente por ella, sino por él.

Es más: todo el pueblo se declaró a su favor a consecuencia de un incidente ocurrido cuando el cortejo dejaba el patio para entrar en el pequeño recinto del cementerio que precedía a la capilla. Estaba allí la señora de Gérard, que va era viuda, apoyada en la pared y disimulada tras una hiedra, pero de modo tan incompleto, que el marqués, a pesar de su desesperación, la vio. Entonces se irguió terrible y amenazante: sus ojos, hasta entonces bañados en lágrimas, parecieron secarse por el fuego que despedían; su brazo se tendió hacia aquella mujer cual si lo impulsara un resorte, que era seguramente el de la más extremada indignación, y su boca se movió, pero no tuvo ocasión de soltar el «¡Vete!» que la llenaba, porque la viuda, movida de espanto, había echado a correr fuera del castillo y bajaba hacia la pradera como un canto rodado.

Aquello le gustó mucho a la gente.

Todos comprendían aquella santa cólera. Al fin y al cabo, el pobre hombre ya estaría harto de historias. Y no ignoraría las estupideces que la Gérard propalaba desde el momento en que la había despedido. ¿Y aún había tenido ella el tupé de exhibirse en un momento semejante?

Terminado el incidente a satisfacción de todos, penetró el cortejo en la capilla. A Cristina y a Jaime les costó muchísimo colocarse en buen lugar. Jaime fácilmente hubiera renunciado a entrar en la capilla si Cristina, pletórica de emoción, no le hubiera tirado de una mano con fuerza irresistible.

—¡Quiero verla, quiero verla!

Aunque el féretro estaba abierto, no la había visto aún. Inútilmente había intentado atravesar las primeras filas, porque fue rechazada sin ver más que ramos de flores con los que se había hecho a la difunta un tálamo perfumado.

Ya estaba la canilla llena cuando Cristina vio delante del pórtico a un hombre con sobrepelliz, que repartía golpes con un bastón negro y plano, cuyas puntas estaban provistas de una armazón de plata. Así hacía retroceder a los fieles que le atropellaban.

No podía ser otro que el sacristán.

—¡Drouine! —bisbiseó la joven.

El interpelado se volvió y la vio cogida a Jaime por la mano. Cristina Norbert se presentó y presentó a su primo.

—¡Qué tarde llegan, Dios mío! —suspiró Drouine levantando los ojos al cielo—. ¡Si supieran cómo les ha esperado!

—¿Se la puede ver aún? —preguntó Cristina.

—Síganme —contestó. Y les hizo bajar inmediatamente por una escalerilla subterránea que llevaba a la cripta.

Ésta aún estaba desierta.

—Coloqúense en este rincón. Luego de la mita la bajarán aquí y podrán verla a su gusto. Nunca ha estado tan bonita; parece un ángel. Provisionalmente será colocada en la tumba del «vampiro», que, como ustedes sabrán, está vacía. Y de donde no saldrá más que para ser sepultada definitivamente en una magnífica tumba que el señor marqués encargará y que se colocará junto a la del conde Francisco II, llamado Brazo de Hierro y muerto en Tierra Santa. ¡Qué disgusto tiene el señor marqués!

Les dejó porque lo necesitaban arriba…

Estaban en una especie de hornacina abierta en la muralla y desde la cual dominaban la tumba del vampiro, que estaba abierta como esperando la nueva presa…

Sobre una tumba cercana habían colocado la losa que la cubría y en la cual aún podía leerse la inscripción relativa a Luis Juan María Crisóstomo, caballerizo de Su Majestad.

Jaime notó que la mano de Cristina se crispaba sobre la suya. Todo aquel aparato de muerte, todos aquellos cantos funerales en aquel recinto subterráneo parecían la quejumbre de los difuntos salida de las entrañas de la tierra. Todas aquellas figuras de piedra acostadas en los sepulcros, con las manos unidas en un postrer gesto de súplica y de oración antes del juicio final; toda aquella escena lúgubre iluminada por unos cuantos rayos que entraban por las ventanas abiertas a ras del suelo del cementerio, era como para impresionar a un espíritu menos quebrantado que el de Cristina.

En cuanto a Jaime, maldecía como siempre su propia debilidad, que le había llevado a encerrarse con Cristina en aquel mortuorio aposento, precisamente cuando soñaba para su novia el renacimiento de todas las fuerzas vitales en la apoteosis de una naturaleza triunfal…

Él, que tan fuerte era para con los demás y consigo mismo; él, que encarnaba la pura inteligencia, no existía ni había existido ante ella más que para ella. Y como hacía tiempo que lo comprendiera así, ya no luchaba contra ella. Si por un momento intentó reaccionar, comprendió al punto que ella, con su bella serenidad, con su dulcísima sonrisa, sin ninguna protesta, dejaría que se fuese… ¡De profundis clamavi ad te, Domine! Aquí abajo, y seguramente allá arriba, cada espíritu tiene su dueño. Ni al más orgulloso le está bien dárselas de listo. Poderosos cerebros han ido a remolque de mujeronas lamentables. Cristina, en fin de cuentas, era buena y linda… ¡Dies irae, dies illa!

Ya se abría la historiada verja que había detrás de la tumba del conde Francisco, llamado Brazo de Hierro. Y el cortejo de las «hijas de María» y de las «damas del fuego» precediendo al féretro que los mozos llevaban y que levantaron para dejarlo provisionalmente en la tumba del vampiro.

Hubiérase dicho que dejaban allí una maravillosa canastilla de flores en la que reposaba una virgen dormida…

Cristina, con sus ojos agrandados por la angustia y el dolor, miraba continuamente aquella cara ideal…

¡Oh, qué bella era en la muerte Bessie Anne Elisabeth!… Bella como Julieta en la tumba cuando penetró en la religiosa frescura del santuario oloroso que disipa todo el tormento y devuelve a la envoltura terrenal su pureza de aurora; bella como Ofelia adornada con su guirnalda de plantas salvajes y con los cabellos todavía húmedos de la flora de las aguas; bella como ella misma, que, finalmente, escapaba al ultraje de un insensato a quien había entregado contra sus esperanzas y deseos un corazón puro que finalmente escapaba de un círculo horroroso que no había podido comprender y donde su razón había sucumbido antes de que exhalara el último suspiro…

—¡Duerme, duerme tu último sueño! ¡Yo te juro que nada vendrá a turbarte! —murmuró Cristina transfigurada, sollozante y cayendo de rodillas.

A aquellos gemidos respondió un grito desesperado. Porque Jorge María Vicente se desplomó ante el ataúd, que tal vez él había abierto…

Terminó la ceremonia, se rezaron las últimas oraciones y corrió la losa sobre aquella que no vería más la luz del día.

Levantaron al marqués, que se dejó llevar como si padeciera parálisis. Sólo recobró un poco el uso de sus miembros cuando le dio la frescura del exterior y cuando vio a Cristina y a Jaime, que fueron los últimos en salir de la cripta. Dando algunos pasos hacia la joven le cogió ambas manos con una efusión que la dejó fría.

—¡Oh, gracias, muchas gracias por haber venido! Usted era una buena amiga de ella…

Cristina presentó a Jaime como su novio… El otro no les soltaba las manos. Y tuvieron que acompañarle hasta el castillo.

—¡No me dejen, por favor!… ¡Soy tan desgraciado!… ¡Oh, si ustedes supieran!… Pero a usted Cristina, nada tengo que decirle, porque lo sabe todo… Usted es la única que puede comprender el alcance de mi desgracia… Soy el más desdichado de los hombres…

Y mientras la multitud, emocionada o silenciosa, vaciaba el patio y volvía al campo para regresar a los hogares, el marqués les retenía a la sombra de aquel fúnebre castillo de puertas cerradas…

—Voy a irme —dijo con voz desgarrada— lejos, muy lejos… ¿Adónde?… Aún no lo sé… Pero no puedo quedarme aquí ni un momento, porque hay demasiados recuerdos…, demasiados recuerdos y demasiados dolores…

Se movió una puerta, se levantó una cortina y apareció una sombra que Cristina reconoció… Era el médico indio, Saib Khan en persona, que no pronunció una palabra… Jorge María Vicente se levantó al verle.

—¡Adiós, adiós, quizá para siempre! —suspiró con una especie de estertor—. ¡Oh, cómo la quería!

Y se fue… Oyóse el automóvil que se lo llevaba.

Cristina y Jaime quedaron impresionados por aquella extraordinaria desesperación. El ¡Oh, cómo la quería! les sonaría largo tiempo en el oído.

Jaime, tras unos instantes de tremendo silencio, dijo:

—Quizá ese hombre amaba de veras a esa mujer.

—Pero ¿cómo puedes decir eso?… También Ugolino quería a sus hijos…

—Es cierto —dijo Jaime, que por nada del mundo hubiera querido contrariarla en aquel momento.

Y, levantándose, añadió:

—Ahora, Cristina, vamos a irnos de aquí, donde no tenemos nada que hacer, y procuraremos olvidar todo esto.

—Vete, si quieres —le dijo la joven sombríamente—. Yo me quedo.

—¿Te quedas aquí?… ¿Para qué?

Cristina se había acercado a la ventana, y a través de las persianas miraba algo o a alguien con una atención feroz.

—¿Ves? —dijo la joven.

Jaime acercó la cabeza.

—Te he hablado bastante de ellos para que los reconozcas.

—Sangor y Sing-Sing.

—En efecto. Ellos no se han marchado… ¿Y quieres que me vaya yo?…

—¡Explícate, Cristina, que no te comprendo! —La joven se encogió de hombros.

A partir de entonces obró como si él no estuviera presente…

Abandonó aquel salón y pasó a otro… Su prometido le seguía, renunciando ya a interrogarla. Así atravesaron parte de la planta baja… El castillo parecía desierto, abandonado… toda la servidumbre estaría en algún apartado aposento, entregada a la francachela como se acostumbra en tales casos… Atravesaron inmensas estancias que habían conservado el carácter de siglos anteriores, con arcones de precio inestimable, con cofrecillos tallados, con armaduras cinceladas, con altas sillas que databan del reinado de Francisco I, con grandes chimeneas Renacimiento, maravillas apenas iluminadas por la escasa claridad que penetraba a través de las persianas. Por fin llegaron a un vestíbulo. La joven, con una prisa que su prometido no comprendía, subió por una escalera que allí había con los peldaños de mármol desgastado, con la barandilla de hierro forjado, y que tal vez no había sido reparada desde el otro Coulteray, desde Luis María Crisóstomo…

Al llegar al primer piso, Cristina, como guiada por un seguro instinto, se dirigió hacia una gran puerta que abrió de par en par.

Inmediatamente notaron el olor especial de las cámaras mortuorias…

Era la famosa habitación de Diana de Poitiers. En un estrado se hallaba aún la gran cama de pilares salomónicos todavía sembrada de flores… En los cuatro ángulos de la habitación aún exhalaban su perfume los cirios apenas apagados…

Se acercó a la ventana, la abrió, subió las persianas y entró la luz a torrentes.

Cristina miró las paredes, que estaban cubiertas de tapices de Flandes de alto lizo que representaban asuntos tomados de las novelas de caballerías. Jaime, cada vez más asombrado, vio que Cristina se interesaba cuidadosamente por aquellas figuras que recordaban las proezas de los caballeros de la Tabla Redonda. Luego de examinarlas, con una minuciosidad desesperante, pasaba de una a otra. Tan pronto se inclinaba como se ponía de puntillas o se subía a un escabel.

Por fin se volvió, con la cara contraída y lanzando un suspiro. Miraba a Jaime, pero parecía no verle, y, desde luego, no le oía, porque como él le dirigiera una pregunta encaminada a aclarar aquellas maquinaciones, que para él eran completamente incomprensibles, ella pasó junto a él sin contestarle. Y de pronto, Cristina, como obedeciendo a una idea nueva, salió de aquella estancia y por el pasillo entró en la pieza contigua.

Era una habitación Luis XV… Frente a la cama había un retrato de cuerpo entero de Luis Juan María Crisóstomo, a quien se reconocía perfectamente a pesar de la penumbra…, porque también allí estaban las puertas cerradas… Jaime entró tras ella. Seguramente estaban en la habitación del marqués actual.

El joven cerró la puerta y Cristina lanzó un grito.

Junto a la cama, pegada a la pared que separaba aquella habitación de la habitación de la marquesa, un rayo de sol alargaba su varita de oro, que parecía haber atravesado el muro… Era la luz de la habitación contigua, que llegaba hasta allí atravesando un agujero… Agujero que difícilmente se hubiera encontrado entre los arabescos que lo disimulaban por una parte y entre los personajes de los tapices por la otra…

Cristina se acercó mucho, y cuando acabó de mirar le dijo a Jaime:

—¡Mira, mira el agujero por donde el monstruo lanzaba su flecha envenenada!…

Y también él, que había tenido en sus manos el trocar, quedó convencido… Pero ¿no lo estaba ya a medias?… Sin embargo, ¿qué podían hacer estando ella muerta?…

Esta pregunta no se la dirigió a Cristina, la cual, sin embargo, contestó:

—¡Oh Bessie! ¡He sido una mala guardiana de tu vida; pero velaré tu muerte!…