Tanto cinismo, tanta truculencia, un interés tan evidente en aumentar en todos el horror inspirado por una serie de crímenes de que Benito Masson no se declaraba inocente más que en unos términos y en un tono que quitaban desde luego todo valor a una declaración que él mismo no parecía tomar en serio, habían acabado por inspirar a Jaime Cotentin, el prometido de Cristina, reflexiones que no podían nacer más que en un espíritu tan científicamente, es decir, tan lógicamente abierto como el suyo, preparado, además, por un severo método para no dejarse influir por las contingencias.
«Este hombre —se decía el prosector— corre a la muerte como hacia una liberación. Eso es lo que principalmente demuestran sus contestaciones. Si él mismo pudiera demostrar sus crímenes, seguramente lo haría. Y al no poderlo, desencadena contra él, con su actitud, el furor de los jueces y del público, que desprecia… Al mismo tiempo, se venga de antemano del error que va a ponerle en manos del verdugo gritando: “¡Soy inocente!”… Pero poco falta para que añada: “¿A que no me lo demostráis?”… Todo eso es muy de Benito Masson… Por otra parte, no se ha encontrado la menor huella de las otras seis víctimas. Y en cuanto a la séptima, anda descaminado cuando dice que el hecho de que se haya descuartizado a una mujer y se la haya puesto en un hornillo no demuestra que se la haya muerto…»
Cotentin no participaba a nadie aquellas reflexiones. No le gustaban las discusiones ociosas. Sabía que no conmovería la seguridad de nadie ante una culpabilidad que «saltaba a la vista». Sobre todo tenía mucho cuidado en ocultar el fondo de sus pensamientos a Cristina, que había visto demasiadas cosas para poder admitir ni por un segundo que Benito Masson no era un abominable criminal. Por cierto que Cristina, en tanto, había recibido un mensaje de Coulteray que le decía: «¡Adiós, Cristina!… ¡Todo ha terminado!…».
El drama fabuloso con que había tropezado en Corbilléres y la consiguiente postración física y moral le habían hecho olvidar la otra tragedia no menos sombría, no menos macabra, que se desarrollaba en otro rincón de Francia y que, precisamente, había sido la causa de su visita a Benito Masson.
Jaime Cotentin, por su parte, temiendo bastante tiempo por la vida o por la razón de Cristina, no había pensado más en la marquesa ni en su desesperado llamamiento.
Los primeros requerimientos del sumario y los penosos interrogatorios que dejaban a Cristina abatida bajo el peso del más horrible recuerdo, hubieran contribuido a arrojar a la oscuridad de su pensamiento, si por casualidad hubiera aparecido, la aventura fantasmal en el fondo de la cual se debatía aquella pobre lady, tan pálida, tan pálida, que el marqués había traído de la India.
Una desgracia presente es egoísta. Exige todos los cuidados, atrae sobre sus heridas y no permite mirar alrededor más que cuando éstas se han cerrado… Además, no hay que olvidar que, en último término, había que demostrar la realidad del infortunio de la marquesa… El trocar era digno de tenerse en cuenta; faltaba saber si se le había atribuido una importancia exagerada o si se le había asignado un papel que no era el suyo…
De todos modos, con las emociones sangrientas de Corbilléres, el trocar que Cristina se había llevado en el bolso para enseñarlo a Benito había desaparecido… ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo?…
Sin duda cuando Cristina corría por los senderos resbaladizos, combatida por el miedo y por el viento. Se habría abierto el bolso y se habría escurrido el instrumento quirúrgico…
Cristina y Jaime no pensaron en ello hasta que les llegó el billete tan breve y tan lúgubre de la marquesa.
La visión de la pequeña Anie ardiendo en el hornillo de Benito Masson había borrado tan completamente cuanto no se refería directamente o parecía no referirse a los crímenes de Corbilléres, que Cristina no habló a nadie del extraño trocar.
… Además, no se lo encontró nadie, a pesar de todas las investigaciones de la policía judicial, que registraba todo Corbilléres y el campo, en busca de los restos de las seis víctimas que faltaban. Si los agentes de la Seguridad General hubieran descubierto un objeto tan curioso, seguramente hubiesen dado cuenta de él.
—¡Vamos! —dijo Cristina a Jaime Cotentin—. Hemos esperado mucho… Quizá yo, por mi escepticismo, por mi orgullo, por mi «suficiencia», haya sido la causa del fallecimiento de esa desgraciada… Si hay alguna ocasión de salvarla, ¡aprovechémosla!… ¡Qué remordimientos tengo!… Cuando me creía muy inteligente, no era más que una necia… Mi calma para juzgar de las personas y de las cosas, el tan ponderado equilibrio de mi espíritu, no eran más que la armazón de una idiotez que me espanta… ¿Estás tú tranquilo?… A los imbéciles les parecerá que sí… Pero yo siempre he visto la inquietud de tu alma… ¡Nada te ha parecido jamás imposible… Me asombré de no verte sonreír cuando te hablé por vez primera del vampirismo que reinaba en el palacio de Coulteray…! Cuando yo, en un tono que hubieran envidiado todos los Prudhomme del mundo, hablaba de «ciencia», tú me respondías hablando de «misterio»… He tomado a mi padre por un monómano y tiene genio: he amado a Gabriel sin creer… Quizá le amo todavía y tal vez no creo aún.
—¡Oh Cristina! —protestó Jaime con infinita tristeza.
—Perdón, Jaime, pero no quiero ocultarte nada… He visto al marqués y a Benito Masson a mis rodillas; lo que no he visto, yo que creía conocerlo y adivinarlo todo, era que se trata de dos monstruos… ¡Corramos a Coulteray, Jaime!…
—Aún estás muy débil, Cristina.
—Razón de más para irnos al campo. Los médicos seguramente me ordenarán que esté una temporada en la Turena, clima suave y templado, que me repondrá de mis últimas emociones… Nadie se extrañará de mi ausencia, y los magistrados no podrán oponerse a ello. Además, el sumario está a punto de darse por concluido. Si no se encuentra a las otras seis víctimas se supondrá que se debe al hecho de que las haya quemado. ¡Qué bandido! ¡Y pensar que me dedicaba versos! ¡Y pensar que derramaba lágrimas sobre mi mano!… ¿Vamos, Jaime?
—Ya sabes que hago cuanto quieres… Además, tienes razón… Nuestra presencia puede ser útil allá…
—¡Que el cielo te oiga! ¡Pero ya sabes que nos ha escrito que todo ha terminado!…
—Desde el momento en que ha podido escribir, no había terminado…
—Pues avisa a mi padre que nos marchamos… ¿No será perjudicial para Gabriel tu partida?…
—No… Ahora ya puedo ausentarme, aunque sea por largo tiempo…, siempre que tu padre se quede y tenga cuidado…
—¡Oh! ¡En cuanto a eso, ya sabes que apenas le deja y que casi no se ha separado de él para venir a verme!… ¡Nadie habrá estado tan bien atendido como Gabriel!… ¡Pobre papá!… Gabriel es algo de su vida… Y también de la tuya, Jaime…
—Mi vida eres tú, Cristina.
—Pues vámonos de este barrio, de esta isla donde me parece que el miserable aún ronda a mi alrededor con su sonrisa tan horriblemente melancólica y con aquellos versos que recitaba en un tono de liturgia… «Por el amor de Dios; no muevas las cejas cuando pases cerca de mí; que tu mirada permanezca helada en su lago inmóvil…», etcétera, etcétera, y otras cosas del mismo jaez que me llenaban de gozo a pesar de mi apariencia de estatua… Porque yo soy en el fondo una sentimental… Sí, algo parecido a Jenny la obrera, con la diferencia de que lo que necesito no son flores, sino poemas…
—¡No gastes bromas!… Porque a pesar de las bromas, eres una sentimental… No se es grande más que por los sentimientos y por la bondad… ¡Y tú has sido buena!…
—Buena para ti, buena para él, buena para todo el mundo… ¡Y a todos os hago sufrir!… Pero ¿acaso sé yo lo que quiero? —acabó lanzando un grito que terminó en un sollozo.
Se la llevó aquella misma noche. Sí, era preciso que saliera de París… Y decidió que una vez en la Turena la cuidaría como a una niña, entre plantas y flores, en la resplandeciente dulzura del verano que declinaba.
Y al llegar a Tours se enteró con alegría, por la lectura de los periódicos nocturnos, de que aquella misma mañana había muerto Bessie Anne Elisabeth, marquesa de Coulteray, nacida Cavendish…