Aquella serie de desapariciones había llamado la atención de más de una persona. Al principio se tomó a broma y hablóse maliciosamente de ello. Luego, como se estuviera varios meses sin ver a Benito Masson, se habló de otra cosa. Pero, de todos modos, había alguien que pensó constantemente en tales desapariciones. Ese alguien era Violette.
Violette tenía el oficio de guardacaza, cuando le hacían el honor de encargarle de tales y tan importantes funciones… Por desgracia, pasaban años en que las sociedades de cazadores se desinteresaban completamente de las marismas de Corbilleres. Y entonces Violette se convertía en cazador furtivo. De todas maneras, era un gran elemento, porque con él siempre se tenía la seguridad de encontrar caza.
Violette no tenía ninguna cualidad que recordara la violeta: ni la lozanía, ni el perfume, ni la modestia… Hablando de caza y pesca, era infatigable; así es que era el amo del país; nadie podía atravesarlo sin que Violette dejara de echar la vista al osado que penetraba en sus dominios.
Siempre se le había visto con el mismo indumento: viejo pantalón de terciopelo, con polainas que ya habían perdido el color, grandes botas, un chaquetón que era todo bolsillos y del cual salían kilómetros de cordeles, extraordinarios ingenios de pesca; un morral que no se quitaba de la espalda aun cuando no llevara fusil (casos en que, por lo demás, podía tenerse la seguridad de que el fusil no estaba lejos), un cigarro que parecía una brasa apagada en sus labios secos y bajo su bigote amarillento, calcinado por el fuego del tabaco… Tenía una cara como labrada a hachazos, grandes orejas que se movían, narices siempre olisqueantes como las de un perdiguero, ojuelos de un verde claro entre largas pestañas albinas, ojuelos que alcanzaban increíbles distancias.
No había dos como él para el gavilán o para abatir una bandada de patos salvajes, que atraía con un equipo de flotantes muñecas de madera, en las noches claras, aprovechando las grandes emigraciones…
Vivía en una choza entre sauces amarillos que levantaban dos filas de troncos despanzurrados al borde de las marismas, y allí se estaba en un dominio medio terrestre, medio acuático, entre gladiolas, sagitarios y carrizos… Tenía su barquillo, su vivero barbudo, en torno al cual movía la percha negra y pasaban rápidas las locas escuadras de peces plateados…
Detestaba a Benito Masson por muchas razones. Una de las más importantes era que éste le había estropeado una ocasión extraordinaria de convertirse casi en un burgués, en un verdadero guardabosque establecido en la correspondiente casa. Ello había ocurrido cuando Masson se negó a vender su finca a un «pez gordo» que quería quedarse con todos los territorios circundantes, caza y pesca, y que hubiera hecho a Violette su hombre de confianza para toda la vida, pues el marqués de Coulteray (no se trataba de otro) parecía tener finalidades muy concretas referentes a aquella comarca…
Como un verdadero señor de pasados tiempos, quería dominar todo el país y que nadie le molestara alrededor de la gran propiedad que había adquirido al otro lado del vallecillo, y donde su querida, una bailarina célebre, una india llamada Dorga, daba todos los años, en fecha fija, unas fiestas a las que acudía gente desde muy lejos, hasta de Inglaterra… Pero el estúpido Benito Masson, que por lo visto ignoraba aquellas Circunstancias, no había querido saber nada.
Violette fue un día a ver al encuadernador para tantearle. Y le dio con la puerta en las narices, como a un ladrón. Ni tan siquiera tuvo ocasión de pronunciar el nombre del marqués. No le dejó decir ni diez palabras… Y el marqués se desinteresó seguidamente del asunto… El viejo guardabosque ni tan siquiera había vuelto a verle…
Ahora bien: esta razón para odiar a Benito Masson, a pesar de su importancia, no era la más fuerte de las que tenía Violette. La principal y la primera de todas era que aquel hombre horrible, feo como los siete pecados capitales, le molestaba en la marisma, no porque Benito Masson fuera repugnante a la vista, sino porque Violette no podía comprender lo que el otro iba a hacer allí.
Benito Masson era para Violette el mayor misterio del mundo, mucho antes de la desaparición de las mujeres, la cual, en fin de cuentas, podía explicarse muy bien por el espanto que les inspiraba aquel ser miserable, aquel «desgraciado de la naturaleza». Hacía tiempo que el guardacaza y cazador furtivo le observaba con creciente inquietud. Aun ahora, cuando pasaba por su lado, no dejaba de tener esa aprensión que se tiene cerca de un loco furioso, de quien cabe temerlo todo… Y es que Benito Masson vivía en la marisma como un verdadero salvaje, como el mismo Violette y peor vestido que él (cuando allí no había mujeres), durmiendo a la luz de las estrellas, pasando horas enteras sin moverse, acurrucado entre juncos, como si estuviera en acecho… ¡Y no pescaba ni cazaba jamás!… ¡Era un enigma!…
Aquello ponía enfermo a Violette… Nunca le vio un fusil, un aparejo, un cordel, un lazo, una red… Qué, pues, hacía allí, durante días y noches enteros, arrastrándose de acá para allá, curioseando con las manos en los bolsillos o deteniéndose con los ojos fijos, durante horas enteras, como si esperara algo, ¡como si cazara, como si pescara!… Pero no cazaba ni pescaba nunca…
A veces llegaba a hablar en voz alta, a solas… Violette le había oído…
¿Qué le ocurría a aquel pajarraco?… ¡Como no estuviera loco!… También parecía un criminal…
Violette no pasó de ahí en sus conjeturas. En cuanto tuvo la seguridad de que Benito Masson no cazaba furtivamente en un país donde únicamente podía hacerse aquello, dijo:
—Esto me huele a criminal…
Una vez admitido esto, fácilmente se comprenderá la impresión producida en el espíritu de Violette por la extraña desaparición de las mujeres que se habían sucedido tan misteriosamente en casa del encuadernador…
Hacía más de una semana que Benito Masson se había instalado nuevamente en Corbilléres, donde había reanudado sus costumbres de paseante melancólico, cuando Violette entró cierta noche en la cocina de El Árbol Verde, situada a la otra parte de la loma, en la vertiente desde donde se descubría un país que nada tenía que ver con la llanura pantanosa de Corbilléres y donde aparecía, entre verdoso follaje, la vasta cerca del parque de Las Dos Palomas, propiedad que el marqués de Coulteray había adquirido para hacerle a Dorga, su querida, un regalo regio…
El mesón estaba en los linderos del bosque, frente adonde se ponía el sol, resguardado del viento Norte por una encina magnifica, que era el árbol verde del título. Tenía un pórtico, un patio, una caballeriza y una cochera que servia de garaje, un predio en el que se cultivaban cuidadosamente patatas y legumbres, unos cuantos árboles frutales y una parra que aún ofrecía encima de la puerta sus ramas jugosas. Una derivación de ella se envolvía en un cenador, junto al pozo. La mesonera era la señora Muche, una buena mujer, toda anchura y buen humor desde que una muerte feliz la había librado del bárbaro de su esposo, que se pasaba el tiempo bebiendo las existencias y agotando las ganancias…
Violette siempre era bien recibido allí. Era el proveedor oculto de ciertas comidas clandestinas, en las que se comía lo que generalmente suele estar prohibido por las leyes. Desde muy lejos acudían a hacer comilonas en El Arbol Verde. Sobre todo se despachaba la especialidad constituida por un pollo relleno, asado y rociado con un valiente vouvray, todo lo cual glorificaba a la señora Muche.
Además, en aquella casa había discreción. Se podía ir con una señora con la seguridad de que no se les pediría certificado de matrimonio y de que no se escucharía detrás de las puertas. En aquella casa no tenían tales costumbres.
Cuando Violette entró en la cocina, la señora Muche estaba dedicada a los hornillos. El recién llegado no saludó. Se dejó caer en un banco, encendió su pipa con una brasa cogida con las tenazas, escupió en el fuego y miró la llama.
—¿Qué hay? —acabó diciendo la señora Muche—. ¿Se ha ido por fin ese Benito?
En realidad, la señora Muche no conocía las marismas. Jamás las había visto. Como siempre le habían dicho que la tierra de donde Violette traía cosas tan buenas era muy fea, nunca había sentido el deseo de atravesar bosques hacia lo alto de la loma para saber cómo era.
Sin embargo, hacía años que oía hablar del único hombre del mundo que quería vivir en aquel territorio con Violette y a pesar de Violette… Claro está que el guardacaza no le ocultaba nada del monstruo de fealdad que había escogido aquellas soledades para atraer mujeres y asesinarlas… Aquello constituía el fondo de los pensamientos de Violette, fondo que jamás había ocultado a la señora Muche, aunque sobre la base del más riguroso secreto. La buena mujer no hacía más que reírse. Y es que, a decir verdad, se reía de todo desde que su marido se había muerto.
—Pero ¿qué cara traes, Violette? —exclamó la señora Muche—. ¿Hay novedades por tu choza?… Parece que te pase algo… Creo que un buen vaso no te sentaría mal…
—Dame, pues, de beber, y lo sabrás todo… ¡Ha llegado la séptima!…
—¿Qué séptima?…
Violette se encogió de hombros.
—¿Quieres tomarme el pelo?… ¡Ya sabes de lo que hablo!… Tengo la seguridad de que esa joven acabará como las otras… Dentro de poco, ¡cómo si no hubiera existido!… Pero esta vez no ha de acabar la cosa así como así… ¡Por algo estoy aquí!…
La señora Muche, sin dejar de reír, le dijo:
—¿Estás aquí?… Perfectamente… ¿Y crees que te va a pedir permiso?… ¡Viejo celoso!…
Le sirvió de beber, pero Violette rechazó el vaso, lo cual era un mal síntoma.
—Ya veremos —dijo— si lo tomas a broma cuando te traiga una prueba, una sola prueba… No creo que sea difícil de encontrar…
—Ciertamente. En alguna parte las debe de meter, como no sea que se las coma…
—¡Hablo en serio!… Y te aseguro que no todas ellas han tomado el tren… Eso ya demuestra algo…
—Demuestra que se han marchado por la carretera… Desde el momento en que es tan feo como tú dices, no comprendo qué iba a retenerlas a su servicio en un lugar tan desolado… Quizá habrán tenido miedo…, y en este caso habrán procurado escapar…
—¿Miedo?… ¡Claro está que habrán tenido miedo!…
—¿Te lo han dicho?
—La última sí que me lo dijo…
Cogió el vaso, lo vació de un trago para darse ánimos o aclarar las ideas, y agregó:
—La última estuvo en esa casa cerca de tres semanas… Pude hablar con ella… Y me contó cosas de Benito…
—¿Tenía miedo y estuvo tres semanas en la casa?…
—Es que se quedó precisamente a causa del miedo.
—¿Se quedó porque tenía miedo?
—Lo que oyes… ¡Era una chica muy especial!… ¡Como que parecían los dos hechos para entenderse!… Pues bien; desapareció como las demás, como si hubiera volado, sin dejar la menor huella…
—A lo mejor es que, sencillamente, volvió a París…
—No… He hecho investigaciones… Conocía el nombre de ella y pude enterarme de dónde vivía… No se la ha vuelto a ver jamás… Se llamaba Catalina Belle. Y no se puede negar que era «bella»… ¡Qué mujer!… De haber querido ella, la hubiera librado del tal Benito; pero ¡yo no le daba miedo!… ¡Qué cosas más inexplicables!… La primera vez que le hablé era una tarde en que yo rondaba alrededor de la casa… Vi una sombra que escapaba presurosa. Luego se abrió la puerta y apareció Benito gritando con voz suplicante: «¡Catalina!… ¡Catalina!…»
»Pero Catalina se había quedado inmóvil, oculta tras un seto de rosales, a pocos pasos de mí, cuya presencia no sospechaba… Benito volvió a llamarla con voz colérica. Y como Catalina no respondiera, cerró la puerta furiosamente.
»Entonces Catalina se incorporó y corrió a la estación. Yo la seguí y la alcancé en un momento en que se había perdido en la oscuridad.
»—No tema nada —le dije—. Soy Violette, el guardabosque… ¿Qué le ha hecho ese miserable?…
»—Nada… ¡Es un hombre muy cortés!… Pero me da miedo…
»Solté una carcajada…
»—Usted —le dije— es la sexta con quien se porta cortamente… Pero todas acaban yéndose…
»—Ya me lo ha dicho él.
»—Se le van todas al cabo de veinticuatro horas…, de dos días…, de tres días… Usted ya hace nada menos que ocho días que está ahí… ¡Sí que tiene paciencia!…
»—También me lo ha dicho él.
»—¿Por qué no se va?
»—Porque es muy desgraciado… ¡Qué lástima da!… Llora, llora… Y he tenido compasión de él…
»—¿Continúa teniéndola?
»No me contestó…
»—¿Por qué ha escapado esta noche?…
»—¡Porque ha querido besarme!…
»—No tiene mal gusto. Y usted no puede tenerlo tan pésimo como para…
»Silencio. Como la joven no prosiguiera su camino, le dije:
»—Si quiere tomar el tren de las diez cuarenta, no tiene tiempo que perder…
»—¡No! —me replicó—. Sería una bobería… Vuelvo allá…
»—¿Adónde?
»—A su casa.
»—¿A casa de Benito Masson?
»—¡Sí!…
»Yo estaba anonadado…
»—¡Oiga!… Hace usted mal, muy mal… ¡Se lo digo yo!… ¡Se arrepentirá!… Ese hombre parece un criminal…
»La joven reflexionó un instante y repuso:
»—Hay momentos en que pienso lo mismo…
»—¿Y vuelve, a pesar de eso?
»—Por ver… Pero esto siempre acaba en lágrimas… ¡Bah! En el fondo no es peligroso…
»Volvió a la casita… Todo cuanto yo le dije lo oyó como quien oye llover… ¡Le divertía el hecho de que le diera miedo!… Decididamente, ¡es muy difícil entender a las mujeres!…
»Ya puedes suponer que los días siguientes estuve al acecho de los dos tórtolos… Y era cosa de risa ver cómo se arreglaba él… Por lo visto, ¡el monstruo quería embellecerse!… Llevaba un traje como en la ciudad, corbata, sombrero…
»Ella se burlaba de él a ojos vistas, sin perjuicio de tenerle miedo. Quería saber el desenlace de aquello… Y creo que lo supo a expensas suyas, creo que la curiosidad fue motivo de desgracia…
»Diez días después estaba de nuevo completamente solo, tan pronto paseando en la marisma con una cara espantosa, como retorciéndose en la hamaca con gruñidos de animal furioso y hasta mordiendo las cuerdas… Me entraban ganas de cazarlo de un tiro…»
—No digas tonterías, Violette —interrumpió la señora Muche—. Y veamos, veamos, ¿quién es la que acaba de llegar?…
—¡Una niña!… ¡No tiene más de diecisiete años!… Pero a ésa no la tocará, porque pienso intervenir como gendarme… No te rías; en cuanto ese Benito se propase, ¡le denuncio!… Ya veremos entonces cómo se explica…
—¿Sabes de dónde ha venido esa muchacha?
—Debe de ser del Bérry… Es del campo… Y le llama «tío»…
—¿Lo será de veras?
—¡Pst!… Por cierto que no ha hecho extraordinarios en honor a ella… No se ha vestido de señorito. Y parece tratarla más bien como a una criadita… La manda a recados. Ya no es el panadero quien lleva las provisiones… Ya no va nadie a la casita. Ha prescindido hasta de la fregona que tenía dos horas al día… Viven solos, completamente solos, lejos de todo el mundo, seguros de que nadie les molestará… Ella no es fea ni bonita. Y se llama Anie…
—¿Has hablado con ella?
—Sí… En seguida… Le he preguntado si le gustaba la marisma… Y me ha contestado:
»—¿Por qué no había de gustarme?… ¡Es tan bueno mi tío!…
»—Si es tan bueno como dices, mejor para ti —le he replicado—. ¡No lo ha sido para todas las que han venido antes que tú! De haberlo sido, no se hubieran marchado…
»Pareció sorprenderse por lo que yo le decía y se marchó pensativa, sin decir nada. Entonces le grité desde lejos:
»—¡Pregúntale a tu tío qué ha sido de ellas!…
»Echó a correr y no se detuvo hasta llegar a la casita».
—Veo que esa cuestión va a acabar mal —concluyó la señora Muche—. Te metes en lo que no te importa y haces mal, Violette… Pero ¡vacía ese vaso!…
—¡Caramba! ¡Si está ahí!…
—¿Quién?
—Ese individuo…
Y Violette agarró su bastón como si tuviera que defenderse contra algún terrible animal…
La señora Muche asomó la nariz a la ventana.
—¡La verdad es —dijo— que no tiene nada de guapo!
Benito Masson atravesaba el patio. La aparición de aquel hombre a la entrada de la noche era algo siniestro.
Salía del bosque como una fiera. Y su manera de ventear por todas partes, como si buscara una presa que devorar, era algo que estremecía.
De pronto vio a la mesonera y detrás al guarda, que le miraban, la primera con espanto, el segundo con su habitual hostilidad.
Sin vacilar, penetró en la cocina.
—He de hablar con usted —le dijo seguidamente al guarda—. ¿Quiere seguirme? Es cuestión de poco…
Violette volvió a sentarse en el banco, afectando una despectiva tranquilidad.
—¡Yo —declaró— no tengo nada que hablar con usted!
La señora Muche estaba lejos de encontrarse tranquila…
Tenía que preparar una cena para gentes de Las Dos Palomas, que aquella misma noche llegaban a la finca, donde no había nada dispuesto para recibirlas, y hubiera querido que aquellos dos hombres se hubieran ido con cincuenta mil pares de demonios… Además, Benito, como a tantas otras personas, le daba miedo.
—¿Por qué no van a hablar al cenador? —les sugirió.
Pero Violette no se movía y hasta pidió otro vaso.
—Es preciso, Violette —dijo Benito Masson—, que nos expliquemos de una vez para siempre. Este país es bastante grande para los dos. Y no podemos continuar molestándonos, estorbándonos…
—¿Le estorbo? —recogió el otro.
Benito Masson sentóse en un taburete, y con la cabeza baja, sombría y taciturna, dejando de mirarle, respondió:
—¡Sí!
—Entonces ¿he de… desaparecer? —preguntó osadamente el guarda.
Pero calló, porque antes de que acabara la frase, ya el otro había levantado la cabeza y le fulminaba con una mirada de fuego. Luego, aquella llama se extinguió, la cabeza volvió a caer sobre el pecho, y Benito agregó con voz sorda:
—Sé lo que va contando por todas partes… ¡Y ha de callar, Violette!… Estoy harto de habladurías… ¡Se han ido, sí!… No puedo tener una obrera… No puedo tener a nadie cerca de mí… Doy miedo a todo el mundo… Ahora mismo he asustado a la señora… ¡Déjeme hablar, señora!… Precisamente estoy satisfecho de explicarme delante de usted. Quizá usted logre convencer a Violette de que debe callar… Mi vida no tiene nada de misterioso… ¡Nunca he hecho daño a nadie!… ¡No hay más que mirarme para convencerse de que no necesito hacerles daño para que huyan!… Aquí no he venido para dármelas de valiente, ni para decirle a Violette: «Vive conmigo una sobrinilla, una huerfanita a la que he recogido, a la que no doy asco y que se aviene a hacerme de criada… Como ha sido muy desgraciada, me agradece cuanto pueda hacer por ella… Pues bien, Violette: ¡no hay que hacer que me tome ojeriza!…».
—¡Nada de eso me importa un bledo! —gruñó el guarda.
La mesonera había colocado un vaso delante de Benito Masson.
—Tiene razón el señor —dijo llenando el vaso—. No está bien eso de vivir en el mismo país mirándose con malos ojos… ¡Beban, dense las manos, y asunto concluido!
Pero Violette repetía tozudamente:
—¡No me importa nada de eso!… ¡No me importa nada de eso!…
Benito Masson rechazó el vaso, levantóse, se encaró con el guardabosque y le dijo con voz ronca:
—Si no le importa nada de eso, cuando la chica pase junto a usted, ¡tenga la lengua quieta, Violette!… Porque si ella se va a causa de sus habladurías, como quizá se han ido las otras, haré responsable a usted de lo que suceda… A mí la vida me sale por una friolera. Así es que me daré el gustazo de reventarle como a un perro…
Tras un breve saludo a la mesonera, se fue, atravesó el patio y entró en el bosque, que le acogió con su sombra.
—¿Ha oído a ese salvaje? —preguntó Violette cuando ya el otro se hallaba lejos.
—Me ha parecido muy exasperado ese hombre —dijo la señora Muche—. ¡Deseo por tu bien que se quede la séptima!