15. LA CATÁSTROFE

30 de junio. —¡Todo ha terminado! ¡Todo ha terminado! Y yo tengo la culpa. Como dicen en las novelas populares, lloraré mucho tiempo lágrimas de sangre. He perdido a Cristina, y estoy nuevamente desterrado en mi siniestra casucha campestre de Corbilléres, junto al estanque de las aguas de plomo.

Paso los días guardando el luto de mis últimas ilusiones y de mi loco amor…

Esta última e insípida frase me exalta el corazón… ¿Ilusión? ¿Loco amor?… ¿Voy a poder escribir con agua de rosas lo que me ha sucedido?… Me había convertido en una especie de bestia embrujada alrededor de Cristina.

Conviene decir que hacía ocho días que estábamos solos en el palacio. El marqués se había llevado a la marquesa expirante a su viejo castillo de Coulteray, sin duda para que estuviese más cerca de la tumba que la esperaba.

Les había seguido toda la servidumbre.

¡Solo con Cristina!

Y he aquí lo que sucedió:

Era una noche después de cenar… Sin habernos dado cita, Cristina y yo estábamos en el jardín donde nos encontrábamos algunas veces…

Tras las escenas que habíamos presenciado, había cierta cosa misteriosa que parecía unirnos más. Al menos, así me lo figuraba yo, que nunca había visto a Cristina tan confiada, ni tan sencilla, ni tan cerca de mí.

La noche, tras un día de mucho calor, era de una dulzura inefable… Yo nunca había sido tan feliz. Estábamos sentados uno junto al otro. Una misma ternura (que en Cristina quizá no era, ¡ay!, más que serenidad) nos tenía silenciosos… Volaban mis pensamientos. A nuestro alrededor, las murallas grises se fundían en el descanso; una encina solitaria titubeaba de embriaguez inclinándose sobre el oscuro abismo de nuestros corazones. Con un gesto inconsciente a más no poder, mi mano se posó sobre la suya. Y la mano tibia permaneció en la mía.

Claro está que, naturalmente, cuando pienso en aquel minuto precioso, evoco la noche, las propicias tinieblas, el velo sagrado tras el cual fue olvidada mi fealdad.

Del hecho de que Cristina no hubiera retirado la mano deducía yo que mi contacto no le disgustaba, cosa que podía pasar por la victoria más grande de mi vida. Y en aquel momento me preguntó ella con el tono de la más burlona confidencia:

—¿Está verdaderamente loca?

—¿Quién? —interrogué yo, bastante despechado al darme cuenta de que incluso entonces el pensamiento de la joven estaba tan lejano que yo no lo alcanzaría nunca.

—¿Quién ha de ser? La marquesa.

—Si he de serle franco, no pensaba ahora en esa desventurada… ¿Por qué me pregunta eso?…

—Porque…

—¿No estábamos de acuerdo en lo que a ello se refería?… ¿Podemos hacer algo que no sea tenerle lástima?…

—¡Tenerle lástima! —repitió Cristina con su voz de ensueño—. No ha sabido resistir…

—¿Qué quiere usted decir?… Explíquese, Cristina…

—Si le digo esto, cosa a la que no concedía la menor importancia, es a causa de cierta coincidencia que, lo confieso, no deja de preocuparme…

—Me intriga, Cristina…

Mientras tanto, su mano continuaba en la mía, lo cual me inspiraba tales pensamientos, que a duras penas podía seguir el hilo de lo que me decía.

—Pues bien: también yo me he pinchado…

—¡Dios mío!… ¡Explíquese, Cristina, explíquese!…

—¡También yo me he pinchado en el rosal!… Pero ya hace tiempo de ello… Y me pinché precisamente en el brazo y en el mismo lugar que ella… Y antes que ella…

Intenté mirarle el rostro; pero lo tenía inclinado y vuelto.

—Tiene gracia la cosa —dije yo con gran frialdad—. Estaba usted asomada a la misma ventana y fue pinchada Por el mismo rosal… ¡Es algo extraordinario!…

—No —dijo ella suavemente, con su voz siempre lejana—. No tiene nada de extraordinario… Pero figúrese usted que a consecuencia de aquel pinchazo me sentí como embotada, ya que no como envenenada, y en un estado de tal debilidad cerebral que al entrar en la biblioteca me tendí en el diván, cerré los párpados y tuve el más doloroso de los sueños…

—¿Cuál?

—Vi al marqués con el horrible rostro que le encontró usted la otra tarde, cuando entramos en las habitaciones de la marquesa al enterarnos del accidente… Se acercó a mi. Y a pesar de todos los esfuerzos para alejarlo, se apoderó de mi brazo y pegando sus labios a mi herida, aspiraba toda mi sangre, toda mi vida…

—¿Tuvo usted verdaderamente ese sueño?

—De veras.

—¿Le había contado ya la marquesa todas sus historias de brucólacos?

—Sí.

—¿Y se durmió usted en el diván, debajo de los cuatro retratos de los cuatro Coulteray?

—Precisamente.

—Entonces, usted misma puede sacar la conclusión, Cristina.

—¡Ya la he sacado! ¡Ya la he sacado!… Pero entonces, no había visto a la marquesa pinchada como yo en el brazo por inclinarse a la misma ventana, ni la había visto gritando como un fantasma: «¿Se han convencido ahora?… ¡No me han dejado más que el alma!…».

—¡Pero Cristina!…

—Lo mismo me digo yo… «Pero Cristina…».

—¿Y cómo se ha resuelto su caso? —pregunté, impaciente por el tono quejumbroso y algo inquietante que tomaba para contarme su sueño.

—Pues se resolvió cuando me desperté…

—¿Estaba sola entonces?…

—¡Si!

—¿No estaba el marqués allí?

—No. Lo primero con que mis ojos se encontraron fue con la imagen de los cuatro Coulteray, dentro de sus marcos.

—¿Y cómo se encontraba usted?

—Anonadada.

—¿Qué hizo?

—Ir a ver al marqués para decirle que no me probaba estar en su casa y que, como no me encontraba bien, quizá estuviera algún tiempo sin volver…

—¿Le contó el sueño?

—Si…

—¿Y qué dijo?

—Que su mujer nos volvería locos a todos… También me aconsejó que fuera a descansar una semana o dos al campo… Precisamente fue entonces la primera vez que me habló de Corbilléres-les-Eaux…

Me estremecí; pero ella ni tan siquiera se dio cuenta…

—¿Y no fue usted al campo?

—No… No podía dejar a papá ni a Jaime…

(Yo pensaba: ni a Gabriel.)

Hubo un silencio. Luego añadió:

—Sin duda me tomaría usted por una necia… Y sin duda hago mal en hablarle de que esa casa, con sus singulares habitantes y con sus trazas misteriosas, ha producido en mí un extraño sentimiento de inquietud…, luego del accidente del otro día…

Sin embargo, ha venido con más frecuencia que nunca… —murmuré acercándome a ella (nuestras manos continuaban unidas)—. ¡Oh Cristina, Cristina, alma querida! Cada casa, como cada corazón, tiene su misterio… (Ahora fue ella la que se estremeció…) Le juro, Cristina, que ese pinchazo de rosal en virtud del que ha sangrado su brazo no es nada junto a otras horribles heridas por las cuales fluye y se derrama hasta la última gota la vida de un corazón. ¿Por qué representarse a los vampiros con cara de muerto? El mayor brucólaco del mundo es un niño de mejillas rosadas con un carcaj y flechas… ¡Se llama el Amor!…

—¡Tiene razón, amigo mío! —aprobó Cristina en voz muy baja e inclinando completamente la cabeza.

¡Qué silencio siguió a aquellas palabras!… Por fin, al oído de la que callaba junto a mí, me atreví a murmurar el principio de una lamentación fruto de mi ingenio, que a ella debía gustarle, especialmente por cuanto la había aprendido de memoria:

«¡Oh dulce dama! ¿Cómo has venido hasta aquí? Extrañas son tus pupilas, extraño tu vestido, extraña la gloriosa longitud de tus trenzas».

No me dejó seguir; pero su mano estrechó nerviosamente la mía. Y semejante presión precipitó el curso de mi vida hasta la sensación del ahogo.

—Repóngase, Benito —me dijo levantándose y dejándome la mano libre—. Hace mal en decirme tanta cosa bonita. Mi vestido no tiene nada de extraño, ni usted ha visto nunca suelta mi cabellera, porque no soy excéntrica ni coqueta. Y si vengo aquí más de lo frecuente es porque no está el marqués.

Dijo, y entró en la biblioteca mientras yo me desplomaba anonadado en el banco.

Unos instantes después me levanté vacilante y dispuesto a recibir injurias. Pero en nuestro pequeño taller me encontré con que Cristina lloraba…

Olvidando ya mi furor, me disponía a pronunciar unas palabras de consuelo en las que, como es natural, no dejaría de cargar con todas las culpas, cuando me di cuenta de que lágrimas de Cristina caían sobre la imagen cincelada (en la cual había trabajado con un asiduidad que tanto me hacía sufrir) del bello Gabriel.

Así es que al momento sentí en mi interior un río de amargura, de la que destilé varias gotas:

—¡Ah, si yo fuera tan guapo como ése!…

Creí que la cortaría. ¡Qué error! Me dirigió una mirada en la que brillaba una innegable simpatía, y me dijo:

—¡Ay, si usted fuera tan guapo como él!…

Era para morirse de risa si yo no hubiera estado tan enamorado y si hubiera podido olvidar por un segundo que yo era la primera víctima de aquella ridícula situación.

Lo más inaudito, que comenzó a abrirme extraños horizontes, fue que Cristina intentó arrogarse inmediatamente el susodicho papel de primera víctima…

—¡Ay amigo mío, gran amigo mío…! —gimió—. ¡Cuán desgraciada soy!…

—¿Acaso cree usted que yo me paseo por los Campos Elíseos?…

—¡Usted es mucho menos digno de lástima que yo! —me explicó con esa lógica espontánea, Cándida e irrefutable que a menudo se encuentra en todas las mujeres—. Y es mucho menos digno de lástima por que yo tengo la culpa de su desgracia… ¡Y menos mal si sólo se tratara de usted!…

—¿Cómo? —exclamé, cada vez más desconcertado—. ¿Se refiere al prosector?… ¿Por qué no se casa con él?

Yo experimentaba una funesta alegría en lacerarme y en lacerarla tanto como estaba en mi mano. Y esperaba llevar hasta el fin mis posibilidades para ello, ya que habíamos emprendido una carrera hacia el abismo.

—¡Porque no le amo! —me confesó con un gran suspiro, mientras dejaba caer gruesas lágrimas sobre la imagen aborrecida por mí…

—¿Puede explicarme, Cristina, cómo le ha dado palabra de casamiento sin quererlo?

—Con toda lealtad —repuso—. Jaime, desde su más tierna infancia, no vive más que para mí. Las contadas cosas de que usted está enterado le permitirán oírme sin sonreír cuando yo le diga que Jaime está en camino de ser, no uno de los sabios más ilustres, sino el más ilustre entre todos los del siglo presente. Pues bien: a Jaime le importa un bledo cuanto se refiere a la gloria, a la fortuna y a la Humanidad en general. ¡No vive más que para mí! Ese genio, a quien no puede oírse diez minutos sin quedar maravillado, no tiene más finalidad que estrecharme entre sus brazos y hacerme la madre de sus hijos… ¿Y quiere usted que en un santiamén sople yo sobre esa llama, convierta en cenizas ese hogar, donde quizá vaya a calentarse la Humanidad futura?… ¡No!… ¡Le pertenezco!… Lo sabe… ¡Y eso le da fuerzas!… De haber querido él, yo hubiera sido suya… Pero tiene su propósito y su orgullo… Quiere entregarme su dote, algo que aún no se ha entregado en ninguna boda: la cadena de oro mediante la cual los hombres, creadores de la vida, tendrán a su vez vencida a la divinidad.

—¡Bello regalo! ¡Hermosa joya! —repliqué yo sin pestañear—. Pero la forja de una joya así exige mucho tiempo. Y si usted no quiere al forjador…

—¡Masson!… Al decir yo, sólo a usted, que no amo a Jaime, quiero decir que no lo amo tanto como merece ser amado un cerebro como el de él… ¡Abusa usted de mi consideración y está en camino de traicionar mi confianza!…

Los golpes que ella me asestaba a diestro y siniestro, aunque parecían acariciarme, habían acabado por aturdirme.

Y entonces, perdiendo todo freno, dejé que hablara el animal que llevamos dentro:

—Usted tendrá consideraciones con él y consideraciones conmigo; pero, mientras tanto, a quien abraza es a ése…

Al principio no comprendió… Pero debió de sentir que ante ella pasaba alguna cosa temible, por cuanto levantó hacia mí una cara de mujer que se ahoga. ¡Oh, la pobre mujer daba lástima bajo el velo de sus lloros!… Pero era demasiado tarde para salvarla del suplicio que yo le imponía, pues mi mano aún señalaba la cincelada imagen de Gabriel, que lloraba las mismas lágrimas que ella…

Al comprenderme, se heló de pronto todo el dolor de Cristina, que se expansionaba libremente ante mí como ante un amigo… Se levantó temblorosa y fue a hundirse en la oscuridad de la biblioteca, adonde yo no me atreví a seguirla…

¿Cuántos minutos pasaron así? No sé decirlo…

Estaba seguro de que en su aislamiento sólo pensaba en él. Y acabó dándome la prueba de ello.

Me llamó. Su voz estaba lejos de ser hostil. ¿Era natural? ¿Procedía de un esfuerzo hecho para pedirme algo? No intenté resolver el problema, porque ya no podía con mis nervios… Lo mejor era que me dejase en paz… Hubiera debido comprender que hay ciertas horas graves, cargadas de una insoportable voluptuosidad, durante las cuales es muy peligroso llamar con voz de miel a los poetas.

Me senté en la punta opuesta del diván, por una postrera precaución, rayana en la más alta virtud, y a causa de la cual reclamo el beneficio de circunstancias atenuantes en la escena fatal que me ha privado para siempre de Cristina.

—¡Amigo mío! —me dijo con un suspiro en que palpitaba todo su amor (no por mí, ¡claro!) y todo su temor—. ¡Amigo mió! ¿Puede usted tener celos de una imagen?

—¿A qué mentir? —repliqué bruscamente—. La adoro y la odio como el maldito que se halla en el polo opuesto de Dios y cuyo tormento no cesará hasta el día en que lo Bello y lo Feo se acerquen para aniquilarse. En cuanto a nosotros, ¡aún no hemos llegado ahí!… Su dulce voz, al llamarme, me pone enfermo de furor si es una añagaza… Pero me deja más blando que Hércules a los pies de Onfala si vibra con verdadera ternura, como a veces me he atrevido a esperarlo y como esta noche me atrevo a suponer… O va usted a arrojarme con palabras duras, o va a tener piedad de un condenado… Yo me entiendo, yo… Tranquilícese… Dice usted que le ha dado palabra de matrimonio a un hombre a quien no ama, y que le ofrecerá un cuerpo virgen… ¡Sublime, sublime!… Pero, ya que usted tiene buenos sentimientos para conmigo (frase sencilla, popular y deliciosa que tiene la dulzura del rocío sobre las parrillas en que se retuerce el príncipe de los aztecas), va usted a dejar de mentirme… ¡Ay Cristina! Lo que yo le he visto abrazar no era un perfil de plata. Esa imagen tiene un nombre ¡Se llama Gabriel!…

El efecto fue fulminante. La sombra de Cristina se irguió en el vano de la ventana. Y se inclinó tan cerca de mí, que noté su rápido aliento sobre mi frente bañada en sudor.

—¿Cómo lo sabe usted, cómo?

Entonces se lo conté todo… No quise ocultarle nada de mi vergonzoso espionaje… Además, le pinté muy crudamente las escenas que había presenciado…

Apenas me daba tiempo a respirar, porque repetía:

—¿Qué más, qué más?…

Le referí que había creído en la muerte del misterioso desconocido, que le había visto convaleciente, que presencié el horror de la operación y la abnegación y la zozobra de la joven…

—Supongo —terminé diciendo con la más triste ironía— que ya estará fuera de peligro.

No respondió a estas palabras… Se había desplomado junto a mí… Y entonces fue ella quien puso su mano sobre la mía. ¡Cómo ardían ambas!… Mi amada parecía horriblemente abatida… Pero por fin dijo penosamente:

—¿Qué ha pensado al ver a mi padre?

—Su padre —respondí— ha estado violento, y me figuré que había acabado con Gabriel… No obstante, aquel acto salvaje tenía una explicación… En cambio, ¡eso de que una joven, con apariencias de virtuosa, oculte a Gabriel en un armario!

—¡Alto ahí! —masculló ella—. Si no quiere que le odie, no solamente ha de abandonar ese escarnio infame, sino que ha de jurar que olvidará todo cuanto ha visto. Y no se pregunta tan siquiera lo que hace Gabriel en nuestra casa, ni la significación del drama que usted ha presenciado… No es usted el único que ha visto a nuestro huésped. También le ha visto nuestra asistenta. Y sé que ha hablado de ello con la señorita Barescat. La última versión dice que se trata de un extranjero proscrito y condenado por traidor a su partido… Son cuentos de la gente… Nosotros no tenemos que dar informes a nadie, sino a la policía, en el caso de que los pida. Ahora bien: no le negaré que tenemos un interés inmenso en que la policía traspase nuestro umbral lo más tarde posible… Y si, a pesar de todo, viniera a nuestra casa, también a la policía le pediríamos que guardara nuestro secreto hasta el día, quizá no muy lejano, en que podré contárselo todo… ¿Puedo confiar en usted, amigo mío?

—¿En qué sentido?… En fin de cuentas, ese hombre no es digno de compasión, aunque haya sido maltratado por el padre de usted… ¡Ya quisiera yo estar secuestrado como él!…

Continúa haciéndome sufrir, Benito… Y el caso es que yo podría hacerle callar con unas cuantas palabras; pero el secreto no me pertenece… Y he jurado a Jaime…

Se interrumpió de manera que no supe lo que había jurado a Jaime. Luego prosiguió:

—Acabemos en lo referente a Gabriel… Puedo jurarle, querido amigo, que mi cariño hacia él nunca ha pasado de los límites de un amistoso abandono. Mi cabeza ha descansado en su hombro. Mis labios han rozado su mejilla. He abrazado su belleza… Pero, ¡ay!, tampoco le puedo amar… Lo único que tiene es belleza. Su cabeza está vacía, ¿comprende?

—Los imbéciles siempre tienen suerte —repliqué con una carcajada diabólica—. Pero ¿qué necesita usted, Cristina, para ser feliz? El perfil de Apolo Pitio, el cerebro de Jaime Cotentin…

—¡Y el ardiente corazón de Benito Masson! —concluyó ella a media voz.

—¿Todo eso en un solo hombre? —proseguí yo en un tono cada vez más brutal—. Veo, amiga mía, que ni unos ni otros estamos cerca del paraíso.

—¡Cálmese, Benito!… Nunca me había hablado así. Y crea usted que me asusta.

—Envidio al hombre de la cabeza vacía —exclamé. Y me puse a llorar como un niño de diez años.

Ella cometió la equivocación, la gran equivocación, de acercarse más en un momento que no era, que no podía ser, más que de lástima, y que acabó de exaltar en mí un romanticismo desenfrenado, esa especie de frenesí dé la palabra que oculta, bajo sus oropeles de feria, el dolor humildísimo y muy sencillo de un pobre ser que nunca ha sentido posarse en sus labios los labios de una mujer…

Tenía gracia lo del tierno y casto abandono sobre el hombro del galán de la cabeza vacía… En la escuela nos han enseñado la historia de una mujer, reina por la jerarquía, la belleza y la inteligencia, que besaba al poeta dormido, por feo que fuera… Y yo me preguntaba ante Cristina a guisa de Alain Chartier, con un lujo de vocablos tras el cual disimulaba en lo posible mi terrible timidez… Para unos soy un gran poeta; para otros, un saltimbanqui. Para mí, un mendigo. Bajo mis sollozos hinchados de retórica, una mujer que me amase verdaderamente leería al punto esta palabra: «Bésame».

Pero tan miserable es mi vida que no puedo pronunciarla.

Sin embargo, Cristina la ha oído… Y he aquí que la divina mujer se inclina hacia mí; su hálito abrasa mis arterias, mientras el rojo corazón de su boca se entreabre sobre la mía… Voy a morir de gozo, voy a perecer de repente consumido por la llama sagrada… ¿Por qué no he cerrado los ojos?… Alain Chartier dormía… Sí; pero Margarita abría de par en par los ojos sobre aquella sublime fealdad que honraba con un beso regio…

¿Por qué has cerrado los ojos, Cristina?… ¿Acaso te parece demasiado clara todavía esta noche?… ¿Es por pudor?… ¡Voy a saberlo, Cristina!

Abre, pues, tus párpados y abraza a tu poeta… ¡Animo, valor!…

Queda, pues, contento, Benito, porque tu Cristina ha abierto los ojos al oír tu estúpida orden… Los ha abierto y ha lanzado un suspiro de asco.

La pobre ha hecho lo que ha podido y tú te has portado como un miserable… Has estado a punto de estrangularla… Ha caído bajo tus golpes y has huido hasta aquí, hasta las orillas del pequeño estanque siniestro con aguas de plomo.

Por primera vez le has pegado a una mujer. Sólo tienes una excusa: la de que nunca has querido a otra como a ella…