14. VIGILIA

Era tarde. La hora de cenar hacía tiempo que había pasado… No nos decidimos a abandonar aquellos lugares habitados por un dolor tan misterioso… Supondrían que nos habríamos marchado ya…

Nuestro propósito no era ocultarnos. Resultaba indigno de nosotros. Ahora bien: en aquellas circunstancias, quizá nos necesitaran. Y eso es lo que podríamos responder a quien se asombrara de encontrarnos todavía allí…

En nuestro gabinete de trabajo habíamos encendido la lamparilla portátil, cuyo resplandor dibujaba un claro cuadrado en la oscuridad del jardín.

En el palacio reinaba de súbito un gran silencio, silencio que tal vez nos pesaba más que el lúgubre gemido, el monótono gemido que poco antes nos causaba una angustia tan aguda…

Así pasó media hora. Trabajamos vagamente en no sé qué cosa, aunque ocupados por pensamientos que no nos atrevíamos a comunicarnos. Por fin pregunté a Cristina:

—Ahora, Cristina, ¿cree usted que el marqués la dejará tranquila?

Pareció muy sorprendida.

—¿A qué viene esa pregunta? —replicó muy emocionada—. ¿Cree usted que tiene algo que ver lo que pasa arriba y lo que pueda suceder aquí?

—¿Es que no ha renovado las tentativas?

Pareció vacilar un momento, y finalmente dijo:

—¡No! Ya me he compuesto las cosas para que no reincidiera…

—Realmente, no puedo menos de reconocer que el marqués se ha portado siempre con una corrección perfecta para con usted… Diríase que no se atreve ni a mirarla, ni aun cuando le habla…

—Sin duda —explicó ella con naturalidad—, está algo avergonzado de haberse dejado llevar por… lo que pudiéramos llamar la violencia de su temperamento… En esos momentos, a decir verdad, resultaba poco simpático… ¡No se sabía si quería abrazarme o morderme!…

—¿Morderla? —repetí, mirándola.

—¡Cuidado con las interpretaciones! —repuso ella—. Es una manera de hablar… ¡Yo no creo en los vampiros!… Pero de todos modos, me daba miedo…

—¡Es extraordinario, Cristina, que haya continuado aquí!

—Ya le he explicado la causa, amigo Masson.

Y esta réplica me la lanzó como si yo la hubiera ultrajado…

Pero ella misma rompió el penoso silencio consiguiente, preguntando:

—¿Es cierto que tiene usted una linda casa de campo?

Esperaba tan poco aquella pregunta que quedé pasmado.

—¿Por qué lo dice?

Mirándome con profundo asombro, dijo:

—¿Qué le ocurre?… Creo que mi pregunta no tiene nada de particular…

—¿Por qué me habla de mi casa de campo?

—¿Cómo iba a pensar, Dios mío, que se inmutara por ello?… ¡Si está pálido!… Pero se lo voy a explicar… Fue el marqués quien me dijo que usted tenía una linda casa de campo. Y se extrañaba que aún no me hubiera invitado a ir a ella…

—Pero ¿cómo sabe que tengo una linda casa de campo?… ¡Ay Cristina!… Mi casa de campo no es linda, sino la más triste y melancólica mansión que se pueda encontrar entre los comienzos del bosque y un estanque negro, fangoso, con aguas de plomo… ¡No la invitaré nunca, Cristina!… ¡Y no vaya nunca!…

Ella estaba cada vez más estupefacta:

—¡Qué cosas más extrañas me está diciendo!… No esperaba que le inquietara tanto la pregunta… No insisto más, amigo mío…

—¿No le ha dicho el marqués cómo se ha enterado?

—Si… Es que cierta vez se le ocurrió la idea de comprar los vastos territorios de Corbilléres-les-Eaux… Su casa está Por allí, ¿no?

—Sí… Junto al estanque, muy cerca del estanque negro…

—El marqués visitó aquellos territorios y se informaría acerca de los propietarios de los terrenos que deseaba comprar para hacer de ellos una sola finca… Y entonces tendría ocasión de ver que su casa es linda…

Yo estaba tan agitado, que me dirigí a la ventana y la abrí… Necesitaba respirar… Necesitaba recobrar mi calma… Estaba disgustadísimo conmigo mismo por no haberme sabido contener…

En aquel momento, en el rectángulo de luz que sobre el césped se extendía delante de mí, vi que se deslizaba un bulto blanco, ligero y silencioso como un fantasma.

No tuve tiempo más que para precipitarme a la puerta que daba al jardín y que había quedado abierta. Así pude recibir en mis brazos al pobre ser agonizante, que ya no pesaba más que una sombra. Su aliento expiraba en sus labios exangües. El óvalo de su rostro se había alargado en una línea más ideal aún. La muerte parecía fijar ya aquella frágil imagen para la eternidad. Y el resplandor que vagaba en el fondo de sus órbitas, abiertas como dos abismos, no pertenecía ya a este mundo…

Y ella, mirando cosas que nosotros no podíamos ver porque no estábamos como ella en la frontera de la nada, nos dijo a los dos, porque también Cristina se había acercado:

Ya estarán convencidos… ¡No me han dejado más que el alma!…

Con infinitas precauciones la dejamos en un sillón. Su cabeza apoyada en el respaldo, era tan bella como un mármol sobre una tumba. Parecía mirar por última vez (y ahora sin espanto, porque esperaba escaparle al franquear las puertas de la muerte) al monstruo de las cuatro caras, que desde lo alto de la pared le dirigía sin cansarse su temible sonrisa.

—Hoy —dijo la marquesa penosamente— han visto ustedes su quinta cara cuando va a bebérseme la vida… ¿Verdad que les ha espantado?… Ahora se ha ido, se ha ido con toda mi sangre… Y voy a morir porque no me da miedo la muerte…

»Si, me he entendido con Sangor, que hace cuanto se le pide con tal de que no esté prohibido por su religión… Cuando yo esté muerta, vendrá a mi tumba a cortarme la cabeza. Y así no habrá peligro de que yo vuelva, como el monstruo, a beberme la sangre de los vivos…

»Los vivos pueden estar tranquilos, ¡muy tranquilos!

»Es la única manera de salvarme de la vida y de la muerte…

»¡Qué feliz soy!… Estoy segura de Sangor, de que me cortará la cabeza, como se ordena en el libro contra la resurrección…

»¿Ha leído usted los libros que le entregué, señor Masson?… Entonces, ya sabe usted que es preciso que se me corte la cabeza…

»Sí, sí… Estoy segura de Sangor, porque le he dado un magnífico collar de perlas…»

Y pronunciaba estas frases entrecortadas, como si fuera a morir a cada momento…

En cuanto a mí, me hubiera gustado hacerle una pregunta aprovechándome de que aún era tiempo.

Hubo un momento en que la marquesa calló, echó la cabeza hacia atrás con los párpados caídos y el cuello tenso, cual si lo ofreciera al cuchillo de Sangor.

Y le dije:

—Nos ha contado el marqués que cuando usted ha lanzado el primer grito estaba tomando el fresco en la ventana del tocador y se ha pinchado en el brazo con una de las espinas del rosal que trepa por la pared…

Se abrieron los párpados para dejar pasar una llamita que, casi inmediatamente, se apagó entre las pestañas contiguas.

—No me he pinchado en el rosal; nadie grita desesperadamente cuando se pincha en un rosal… He gritado porque me ha mordido…

—¿Estaba con usted en el tocador?

—¡No!

—¿Estaba en el jardín?

—Tampoco… No sé dónde estaba.

—Pero ¿cómo es eso? ¿La ha mordido sin estar con usted?

—Claro… Muerde cuando quiere y como quiere… En vano me envuelvo con pieles.

—¿Acaso muerde a distancia?

—¡Si!

No había más Que hablar. El asunto estaba concluso para sentencia.

Y estábamos los tres abatidos por ideas diferentes cuando apareció Sangor.

En sus brazos poderosos se llevó a la desventurada, cuya cabeza cayó sobre su hombro. ¡Oh, la cabeza que yo veía ya en un sueño de horror y de locura separada del tronco!

Por lo demás, todo se me aparecía ya bajo aquellos horribles colores… Y hasta la mirada de Cristina me pareció un poco turbia cuando, al quedarnos solos, le pregunté:

—¿Qué opina usted de todo esto?

Y, cosa rara, fue la primera vez que al hablar de la marquesa no le oí decir: «¡Está loca!».