13. UNA HERIDA MISTERIOSA

25 de junio.—Ya conozco el domicilio de Bautista (papá Macabeo); pero no le preguntaré quién es Gabriel.

No le preguntaré ni eso ni otra cosa.

Primero, porque es probable que no sepa nada, y luego, porque estoy casi seguro de que nada respondería.

Ese hombre ha de ser muy afecto a Jaime Cotentin para que éste, que no quiere ayudante, le haga asistir a sus trabajos, donde le presta una ayuda meramente material.

La cara tan vulgar (ni siquiera es feo) de Jaime Cotentin ha tomado súbitamente en mi espíritu proporciones inmensas. Y he querido leer algunos de los artículos que de vez en cuando publica en la nueva Revista de Anatomía y Fisiología Humanas. Son algo notable.

Hay en ellos una altura y una audacia de miras que trastornan todas las antiguas teorías. En otros tiempos no dudo que toda la vieja escuela se hubiera estremecido. Pero actualmente hay pasión por lo incógnito. La guerra ha pasado abriendo un abismo —o, si se quiere, colmándolo— entre el pasado y el porvenir.

A la vista tengo un artículo sobre «La degradación de la energía en el ser viviente», donde, a propósito de las tan interesantes teorías de Bernard Brunhes, se dicen estas frases, la última de las cuales me estremeció:

«En semejante termodinámica pudieran encontrarse cuerpos que se transformaran en cierto sentido, siendo así que la termodinámica clásica anuncia su equilibrio o su transformación en sentido inverso… Un sistema pudiera, en una transformación isotérmica, proporcionar un efecto útil superior a su pérdida de energía utilizable: EL MOVIMIENTO CONTINUO YA NO SERIA IMPOSIBLE».

Nada más fuerte ha escrito Duhem al fin de su obra sobre la viscosidad, el roce y los falsos equilibrios químicos… Y nos encontramos frente a la hipótesis de Helmholtz realizada, frente a la hipótesis de una restauración posible de la energía utilizable en los seres vivos…

Es decir: ¡la derrota de la muerte!…

¡Siempre el movimiento continuo!…

Por lo tanto, el viejo relojero y el joven estudiante están animados por el mismo pensamiento; el primero, desde el punto de vista mecánico; el segundo, desde el punto de vista fisiológico…

¡Oh, qué intensa debe de ser la vida de los cerebros tras esta pared a lo largo de la cual me paseo esperando a Cristina… y que separa los dos extraños dramas cuya clave aún no poseo!…

Lo que tengo es la llave de la puertecilla que da al jardín de los Coulteray, en el cual me encuentro en este momento. Parece ser, porque yo no estaba presente cuando ella la ha pedido, que el marqués no ha puesto ninguna dificultad para entregarla… Me la ha dado con la mayor naturalidad del mundo:

—Puede venir cuando quiera… ¡Está en su casa!… Esto pasaba ayer… Hoy he de entregar la llave a Cristina… Pero son las cinco de la tarde y aún no ha vuelto… Hace varios días que es más cara de ver. Me figuro que Gabriel reclamará su cuidados…

La salud del hombre misterioso debe de ser mejor, a juzgar por los hermosos colores de Cristina…

La intervención quirúrgica le habrá salvado definitivamente. Y no desespero de volverle a ver paseando por el breve cercado de los Norbert, llevado del brazo por su bella enfermera…

Aunque resulte extraño, ¡me parece que voy a odiar a Cristina!… ¿Por qué?… ¡Oh misterios del corazón humano!, que dijo el otro… ¡Porque engaña con ése a Jaime Cotentin!…

Ahora que he penetrado un poco en el cerebro del estudiante, Cristina me resulta una muñeca odiosa, despreciable… Si no le quiere, ¡que no le prometa nada!… Si no le ama, ¡que se lo diga!… Pero ¡engañar a un hombre semejante!… ¡Hola, ya está aquí!… ¡Qué juventud!… ¿Cómo no habrá de curar Gabriel ante esa sonrisa?… ¡Unas manos tan lindas sacarían de la tumba a un muerto!…

A propósito de tumbas y de muertos… No he vuelto a ver a la marquesa… Por lo tanto, no tengo que buscar excusas para devolverle sus viejos escritos de brucólacos, que por cierto he continuado hojeando, y que han acabado por darme asco a causa de su estupidez.

En cambio, Cristina ha visto a la marquesa. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? No lo sé.

Me ha dicho que la marquesa estaba otra vez malucha y que Saib Khan la veía casi a diario.

—¿Se ha retrasado? —pregunté a Cristina mirándola a los ojos.

—¿Por qué me mira siempre así? —preguntó ella acentuando su sonrisa—. Se diría que tiene algo que echarme en cara.

—Lo único que pudiera reprocharle es su ausencia.

—¡Qué galante! —dijo mirándome algo burlonamente por encima del hombro, y dirigiéndose a la bilblioteca.

Yo me había ruborizado hasta la raíz de los cabellos. ¡Pensar que he llegado a semejantes tonterías!… ¡Como si fuera un Adonis!…

Cuando, ya en la biblioteca, le di la llave del jardín, me dijo:

—Ahora es como si estuviéramos en nuestra casa… Llegamos por el jardín y nos vamos cuando queramos… No tenemos que tratar con el viejo portero ni tenemos que atravesar todo el palacio bajo las miradas inquisitivas de Sangor y entre las cabriolas simiescas de Sing-Sing.

—Eso usted… Yo no tengo llave…

—Mañana habrá hecha una igual para usted. Ya lo sabe el marqués. Quiere que estemos como en nuestra casa y que no nos moleste nadie.

—¿De veras?

—Tanto es así —dijo dirigiéndose a la puerta que comunicaba la biblioteca con el pequeño vestíbulo—, que esta puerta está cerrada, condenada… Solamente él puede entrar aquí…

—¿Sí? —pregunté asombrado—. ¡Cuántas precauciones!

—No quiere que la marquesa venga a estorbarnos.

—¡Comprendido, comprendido!

Yo hubiera debido alegrarme del aislamiento en que se nos dejaba a Cristina y a mi. Sin embargo, las muy oscuras circunstancias en que se producía el acontecimiento, así como el pensar en la otra mujer aislada que agonizaba arriba, agotada por una imaginación loca, me causaron cierto malestar que no sabría definir, pero que se experimenta en vísperas de alguna desgracia vagamente presentida… Y, efectivamente, varios minutos después, un incidente muy raro y hasta trágico vino a trastornarnos a Cristina y a mí en un grado que no sabría explicar…

Habíamos empezado a trabajar con una ventana abierta al jardín, cuando de repente fuimos sorprendidos por un gran grito de dolor que llenó todo el palacio…

Cristina y yo nos pusimos de pie, igualmente pálidos… ¡Habíamos reconocido la voz de la marquesa!…

Luego hubo gemidos, llamadas, gritos guturales de Sangor, maullidos de Sing-Sing y, sobre todo, órdenes breves repetidas y coléricas del marqués:

—¡Corred! ¡Más aprisa!…

En el vestíbulo, en la escalera, en todo el palacio, se oían grandes carreras y muebles derribados…

Me precipité a la puerta, que resistió. Cristina me dijo:

—¡Por el jardín, por el jardín!…

Y nos lanzamos al jardín, que por una pequeña avenida lateral comunicaba con el patio de honor, al que llegamos anhelantes…

En el umbral de la sombría bóveda, cuya puerta se hallaba cerrada, encontrábase el viejo portero, que parecía muy emocionado y estaba en pie, como incapaz de hacer ningún movimiento.

En cuanto nos vio, gritó:

—¡No intervengan!… ¡No intervengan!… Es otra crisis de la señora marquesa…

Seguimos adelante y, subiendo de cuatro en cuatro peldaños la escalinata, entramos en el palacio.

Todo el alboroto se oía ahora en el primer piso.

Guiados por un ruido de puerta rota y hundida, llegamos a un corredor que daba a las habitaciones de la marquesa… Había allí una puerta agujereada como por una catapulta. Luego, la alcoba de la marquesa…

La desventurada gemía y forcejeaba en manos del marqués… Llevaba un vestido de gala convertido en harapos… Las pieles de siempre estaban en el suelo, a sus pies, como una alfombra de nieve… Y ella estaba más blanca que sus pieles, más blanca que la nieve…

Sing-Sing, cuyos ojos de jade ardían con un brillo inaguantable, ayudaba al marqués en la sujeción de su esposa.

En cuanto la desgraciada nos vio, lanzó un gran grito en que ponía no sé qué esperanza:

¡Esta vez ha sido en el brazo!… Miren…

Levantó su brazo. Y vimos, no lejos del hombro, una heridilla por la que fluía abundantemente la sangre roja…

—¡Ah! ¿Estaban aquí? —exclamó el marqués; y aquello me asombró, pues por lo visto, no nos creía en el palacio—. ¡Mejor!… Podrán ayudarme a calmarla… No pasa nada, absolutamente nada… Se ha hecho una heridilla… ¡Apuesto cualquier cosa a que es un pinchazo del rosal!—… Pero se pone de una manera alarmante…

Mientras tanto, la marquesa no dejaba de repetir como en una especie de estertor:

—¡No me dejen!… ¡No me dejen, por favor!…

Acudió Sangor… También pareció tan sorprendido como su amo por encontrarnos allí… En la mano llevaba un frasco en cuya etiqueta leí: Citrato de sosa.

El marqués, en cuanto vio el frasco, gritó:

—¡No es eso, imbécil!… Te he pedido el cloruro de calcio.

Sangor se inclinó, se fue y volvió poco después con el cloruro de calcio pedido.

Bajo la acción del cloruro, pronto se detuvo la sangre que manaba de la pequeña herida… El marqués prodigaba cuidados a su mujer con gran dulzura y palabras de aliento, mientras ella se pasmaba…

Miré la herida. No era mayor de un buen pinchazo de alfiler.

Mientras tanto, se presentó el doctor indio.

El marqués le dijo:

—Se ha herido en el brazo y, naturalmente, ha habido una nueva crisis.

Saib Khan rogó que se le dejara solo con la enferma.

Ésta abrió los ojos y nos miró tan suplicante que me sentí hondamente conmovido. Sin embargo, ante las miradas de Saib Khan y del marqués, no se atrevió a decir nada. Sus temblorosos labios no dejaron pasar más que un débil gemido. Hubo que abandonarla.

El marqués nos lo indicaba ya. Salimos de la habitación. Nos seguían Sangor y Sing-Sing.

El marqués nos señaló la puerta hendida.

—He tenido que hundirla —nos explicó—. En sus crisis, no podemos dejar sola a la marquesa. Se mataría, se arrojaría por el balcón, se aplastaría la cabeza contra la pared…

—Pero ¿qué ha pasado? —preguntó Cristina.

Yo no pregunté nada. Estaba horriblemente turbado y apenas me atrevía a mirar al marqués, de tanto como temía que pudiera leer mis pensamientos, en mis inciertos y espantosamente inquietos pensamientos.

Nos llevó a un saloncillo reservado para la marquesa en la planta baja, y que aún tenía abierta una ventana al jardín. Junto a la ventana trepaba un rosal.

—La marquesa estaba tomando el fresco en esta ventana —nos explicó el marqués—. Yo no la he visto; pero Sing-Sing, que salía del garaje, la ha visto cuando lanzaba su grito de crisis… Ella, inmediatamente, con un desesperado clamoreo que no le había visto hacía tiempo, corrió al primer piso, para encerrarse en su habitación… Yo estaba en mi despacho… Pero no necesitaba explicaciones… ¡Sabia de qué se trataba!… Corrimos todos tras ella… Hubo que forzar la puerta… Ya saben ustedes tanto como yo —añadió dirigiéndose a mí—, puesto que nadie ignora nada de mi desgracia…

Cristina y yo volvimos a la biblioteca: ella, cariacontecida; yo, cada vez más agitado…

—¿Qué opina usted de todo esto? —me preguntó la joven.

Le dije:

—Cuando hemos entrado en el cuarto de la marquesa ¿se ha fijado usted en la cara del marqués?

—¡No! ¡Solamente miraba a la marquesa!…

—Pues yo he mirado al marqués… ¡Tenía cara de pocos amigos!… Sus ojos sanguinolentos parecían a punto de salirse de las órbitas como dos esferas de rubí; su boca se abría mostrando unos dientes feroces y sangrientos, y toda su cara parecía una de esas caretas japonesas hechas para asustar al enemigo. Nunca he visto nada comparable a aquello, como no sea las trazas ferozmente alegres del busto del marqués de Gonzaga que ocultan cuidadosamente en Mantua, en la planta baja del Museo Patrio, en un cuartito que recibe la luz por la plaza del Dante… El marqués del busto parecía en la víspera de Fornoue, el día en que pagó diez ducados por la primera cabeza francesa cortada por sus estradiotes, y en que besó en la boca al hombre que se la traía… No era un vampiro; pero era en cierto modo un bebedor de sangre…

—Precise su pensamiento —me dijo Cristina con voz sorda—. ¿Cree usted que realmente hemos sorprendido a «nuestro marqués» la víspera de Fornoue?

—Sería algo tan espantoso que no me atrevo a precisar semejante pensamiento…

Y me apresuré a añadir:

—Quizá solamente se tratase de una apariencia.

—De todos modos —murmuró Cristina—, si bien la víspera de Fornoue creía Gonzaga que iba a hartarse de nuestra sangre, su esperanza fue frustrada el día siguiente…

—Sí; alguien ha aguado la fiesta…

—Mi impresión —dijo Cristina— también es que hemos estorbado… Pero, tomando las cosas desde el punto de vista natural, no hay que asombrarse de que el marqués se haya visto desagradablemente sorprendido con nuestra llegada…

—¿Y si juera verdad? —pregunté.

—¿Si fuera verdad?… ¿Si fuera verdad?… —repitió ella.

—Dejemos de lado lo que es preciso dejar de lado… En fin de cuentas, ¡no se necesita haber vivido doscientos años para tener instintos de fiera!…

—Luego ¿usted cree?…, ¿usted puede creer?…

—Mire, Cristina… ¿Recuerda usted que Sangor, al llegar por primera vez al cuarto, llevaba un frasco?

—Sí, un frasco que, si no recuerdo mal, contenía citrato de sosa…

—¡Eso es!

—Y el marqués, ¿verdad?, le ha dicho que se lo llevara y que trajese cloruro de calcio…

Perfectamente, Cristina. Ahora, ¿puede usted decirme qué ha hecho el marqués con el cloruro de calcio?…

—Contener la hemorragia…

—Está bien… Pero ¿sabe usted, Cristina, para qué se emplea el citrato de sosa?

—¡No!

—Pues el citrato de sosa se emplea para provocar la hemorragia…

La joven me miró como si yo me estuviera volviendo loco.

—¿Para provocar la hemorragia?

—Me explicaré… Mejor dicho: sirve para que la sangre continúe fluyendo, desde el momento en que impide la formación del coágulo de sangre que cerraría la herida… Si se frota la herida o el pinchazo con citrato de sosa, la vena continúa derramando sangre como agua de una espita… ¡Y hay más!… Una boca que aspirase esa sangre y a la que se frotase con citrato de sosa, no tendría que temer la coagulación con que siempre hay que contar…

—Lo que usted me dice es verdaderamente horrible. ¿Dónde lo ha aprendido?

—En los más elementales libros de medicina… ¿No conoce usted el Labosse ilustrado?… Un encuadernador que no se interese solamente por las encuadernaciones tiene facilidades para enterarse de muchas cosillas.

Seguía mirándome y vi que estaba al menos tan agitada como yo.

—¡Horrible, horrible! —repitió—. ¡La ciencia al servicio del vampirismo!…

—En nuestros días, el vampirismo, si es que lo hay, ha de ser forzosamente científico.

Nos dimos cuenta de que ambos estábamos mirando los cuatro retratos de los cuatro Coulteray, que en lo alto de la pared nos miraban de una manera tan enigmática y turbadora. Declinaba el día, no dejando para contorno de las cosas más que una linea indecisa, una especie de esfuminatira.

—¡La verdad —exclamó la joven— es que se parecen de una manera extraña, muy extraña!

—¡Como que son el mismo! —repuse yo, procurando poner en el tono cierta ironía y desenfado—. Ha tenido tiempo de perfeccionar su método…

Pero pronto dejamos de bromear…, porque arriba continuaban los gemidos…

Y como los gemidos se prolongasen, no pudimos menos de estremecernos.

—De todos modos —insinué—, convendría saber cómo se ha producido la herida… Al fin y al cabo, el marqués nos habrá contado lo que le haya parecido…