12. EL HOMBRE DE LOS BRAZOS ROJOS

¡No, no era cualquier cosa el prometido! ¡Vaya cabeza la que tenía! Lo que contaba era famoso. Cristina, por lo que veo, no debe aburrirse entre su padre, el relojero que busca el movimiento continuo, y su novio, el estudiante que busca algo parecido en sus estudios sobre las pulsaciones del corazón de Dios.

El caso es que yo le tenía lástima. Y entre esas cuatro paredes deben de llevar una vida moral de singular intensidad. ¡Claro está que no cuento a Gabriel!

No lo cuento, pero no dejo de pensar en él.

Gabriel, huelga decirlo, me interesa más que la marquesa. Su secreto me afecta más.

Naturalmente, no puedo separar de mi mente a Gabriel de Cristina.

Después de las confidencias de la señora Langlois he procurado sorprenderlos a ambos, presenciar de lejos sus castas efusiones…

Pero mis vigilias han sido inútiles.

Gabriel no se me ha aparecido más que en la punta del cincel de Cristina, en el rostro que ella dibuja amorosamente en la placa argéntea.

Estoy acostumbrado a sufrir y a que no se den cuenta de mis sufrimientos; pero llegará día en que gritaré, en que será preciso que grite…

¡Oh Dios mío! Haced que ese día tarde todo lo posible, Porque será el día final…

Era evidente.

Hace dos días que la marquesa me entregó los libros y folletos sobre «brucólacos». Desde entonces no la he vuelto a ver…

Y estoy encantado de ello.

Le tengo lástima, pero me fastidia.

Quisiera que me dejase un poco a solas con mis pensamientos, que ahora pertenecen exclusivamente al trío Cristina-Jaime-Gabriel.

Procuro sacar aparte el papel de Cristina en la extraña comedia sangrienta, que tiene algo de grotesco y algo de criminal.

Pero no llego a aislarla.

Cristina se me representa muy amable con su prometido Jaime y muy tierna con su… ¿qué?… Gabriel.

Porque, ¿qué es Gabriel?

¿Y qué soy yo, en fin de cuentas?

¿Acaso intervengo yo en esa historia del corazón?… Creo que sí… Hay momentos en que creo que sí… Claro está que es muy poco, poquísimo; pero no soy difícil de contentar… Me bastaría con tan poca cosa… Decididamente, me figuro que para ella no soy un simple espectador…

¿Desvarío? Poco antes escribía que ella no se daba cuenta de nada y que yo tendría que gritar algún día… Por lo tanto…

Pensándolo bien, ¿cómo admitir que una joven inteligente no haya visto nada, absolutamente nada, del drama que se desarrolla bajo mi máscara?

¡Admitámoslo!… Pero, entonces, ¿por qué graba el perfil del otro delante de mí?…

¡Qué necio soy!… ¿Acaso ella está enterada de que yo conozco al otro?

Mas ¡qué importa!… Un perfil tan bello, comparado con mi fealdad, ¿no es para que yo prorrumpa a gritos?

¡Ay de mí!… Quizá espera que grite…

¿Total? Que estoy enfermo… Y no me atrevo a mirar hacia el desenlace de esta enfermedad… ¡Me enveneno con una alegría!… ¡Sé que la curación no es posible, y no la quiero!… ¡Busco el aire que respira y que quiere compartir conmigo, como un intoxicado busca el estupefaciente!… Frecuentemente, llego el primero, y aguardo…, aguardo…

En todo el día no la he visto. Es un poco fuerte.

Por lo demás, ¡no he visto a nadie!

Y esta noche estoy completamente dispuesto a montar la vigilancia en la guardilla… Si no veo a Gabriel, quizá la vea a ella… Es raro que esta mañana, antes de marcharme yo, no haya visto al relojero detrás de los cristales ni haya visto salir al estudiante…, ni a Cristina… No se ha visto salir a nadie.

Pero a las nueve de la noche he visto llegar a un nuevo personaje… Es la primera vez que veo a este hombre, macizo, con cuello de toro, con la frente tan baja que va arrimado a las paredes como si se avergonzara de respirar el mismo aire que todo el mundo. Lleva una gorra redonda, sin visera y un traje informe, que parece formado sobre la base de un saco.

Bajo el brazo lleva un cajón envuelto en un forro de piel…

Parece un ayudante de verdugo.

Por lo visto, le esperaban en casa de Norbert, porque en cuanto ha llamado a la puerta le han abierto y ha desaparecido inmediatamente…

Como es natural, he corrido a mi observatorio.

En casa de Norbert parecen muy atareados… He visto que Cristina atravesaba el jardín varias veces… Llevaba una gran bata blanca, como las de las enfermeras…

Parecía muy agitada y como que Jaime la consolase.

Ambos desaparecieron detrás del pequeño pabellón de la derecha.

Al nuevo personaje no le vi, ni vi tampoco al viejo Norbert.

Así transcurrió una hora, en el mayor silencio. A la derecha, en la planta baja del pabellón, entre las tabletas de las persianas, brillaba luz…

De pronto, el mismo torbellino negro que yo había visto salir de la chimenea cierta noche y propagarse sobre toda la isla como un velo fúnebre, ascendió sobre el tejado… Y el mismo hedor espantoso me llegó hasta la guardilla.

Aquella noche no hacía viento, era sofocante el calor y pesaba el hedor sobre uno de tal manera que le producía una impresión horrorosa.

De pronto se abrieron las persianas de la planta baja del pabellón, y entre un resplandor de sangre cruzado de sombras, como un grabado de Goya, surgió ante mí un espectáculo que jamás olvidaré.

A la derecha parecía arder con un fuego infernal el hornillo de los experimentos, y al lado, junto a una mesa con blanco mantel sobre la que había trozos de carne humana, estaba el hombre macizo, con un delantal, con el pecho casi desnudo, con los brazos arremangados hasta el codo: unos brazos rojos, como si los hubiera hundido en entrañas sanguinolentas…

El estudiante estaba inclinado sobre el hornillo, enrojeciendo unas tenazas que de vez en cuando examinaba.

El viejo Norbert y Cristina, más cerca de la ventana, estaban inclinados uno a cada lado de una mesa de operaciones que yo no veía por completo, y sobre la cual estaba tendido Gabriel, de quien yo no veía más que la frente y los ojos cerrados.

El resto de la cara desaparecía vagamente bajo telas, bajo una acumulación blancuzca que le ocultaba nariz y boca. En cuanto al cuerpo, me lo ocultaban Norbert y Cristina.

Y desde mi pequeño observatorio asistía, con grandes dificultades, a una operación quirúrgica completamente excepcional.

Completamente excepcional, repito, porque aunque era evidente que Gabriel estaba dormido, eso no le impedía que en diversas ocasiones se levantara a medias, dando una especie de salto desordenado y feroz, para caer en seguida entre el relojero y su hija, que le cogían de manos y brazos y le devolvían a la primera posición.

Las tenazas incandescentes habían realizado tres veces su cometido.

¿Cuál era?

No se trataba sencillamente de botones de fuego ni de nada parecido, como puede suponerse.

Lo que se trabajaba y lo que yo oía requemarse era el interior del cuerpo. Luego Jaime arrojó las tenazas, y ayudado por el hombre de los brazos rojos permaneció inclinado sobre Gabriel durante un tiempo que me pareció infinitamente largo.

Cristina estaba de espaldas a mí. Yo deducía que por la manera como estaba colocada y como cogía la muñeca del paciente, no dejaba de tomar el pulso a éste, precaución primordial en una operación que me parecía prolongarse más allá de los limites ordinarios…

Por fin, el operador y su ayudante se levantaron.

Estaban tan rojos de la cabeza a los pies que daba miedo verles.

Jaime dejó el instrumental de acero, útiles de tortura y de salvación, sobre la mesa donde poco antes se encontraban los trozos de carne humana, que yo no veía ya y que arderían en el hornillo del laboratorio, porque persistía el espantoso hedor…

Y oí que Jaime decía claramente:

Por esta vez, basta. Hay que hacer desaparecer toda esta sangre… Y ahora, ¡suero, suero, suero!

Cristina se volvió y cerró la ventana.

Ofrecía una cara completamente serena y hasta una especie de alegría parecía resplandecer en su bella frente tranquila.

En vano busqué en sus adoradas facciones la huella de la emoción, siquiera física, que le habría «volcado el corazón» durante aquellos terribles minutos…

¡Nada!…

Ella, a quien poco antes había visto tan inquieta en el jardín, había sabido tener un corazón a tono durante una operación de la que dependía la vida de la persona amada.

Y había asistido como profesional a la tragedia del escalpelo y de las tenazas.

¡Oh! Por lo visto, tiene un carácter muy firme…

Es una mujer sólida. Y hablo tanto desde el punto de vista oral como desde el punto de vista físico…

Estoy seguro de que saldrá sonriendo de esta aventura que hubiera podido ser sencillamente un asesinato.

Gabriel será amado, Jaime se casará y el viejo Norbert, feliz entre su hija y los dos hombres que asegurarán la dicha de la encantadora muchacha, volverá tranquilamente a sus ruedas cuadradas…

¿Y yo?… ¿Y yo?…

Yo estoy sobre la pista del hombre de los brazos rojos y del cuello de toro, que acaba de salir.

Quizá, gracias a él, sabré por fin quién es Gabriel.

Se ha llevado el cajón forrado con piel de un color indefinible que ya le vi debajo del brazo cuando apareció.

Como se dirigiera hacia la ciudad, esperé que atravesara el puente para franquearle a mi vez. Ahora pasa delante de la Morgue, siempre con la cabeza baja y la traza tímida, avergonzado de sus andares pesados y fuertes.

La noche es hermosa. Por la plaza de Notre Dame pasean familias.

Atraviesa el Sena. Toma el negro conducto de la calle de los Bernardinos, desemboca en el bulevar Saint-Germain, marcha a lo largo de las paredes de Saint-Nicolas-du-Chardonet y vuelve a la izquierda por la calle Saint-Victor.

Una vez allí, entra en una bodega, y cuando aparece en el umbral oigo varias voces que le saludan con estas palabras:

¡Hola, papá Macabeo!

La bodega es también casa de comidas… Hay gente cenando. Seguramente serán parroquianos… Mi entrada allí causará sensación… No visto con gran elegancia… ¡Bah! Me tomarán por un estudiante de medicina recientemente instalado en el barrio.

Lo principal es no perder de vista a papá Macabeo…

Por cierto que, sin contestar al siniestro remoquete, ha ido a instalarse junto a una mesa arrinconada.

Por la puerta, abierta de par en par a la tibieza de la noche, veo cuanto pasa.

Por fin entro. Y los que cenan guardan silencio. Pero súbitamente dice una voz:

—¡Vaya guapo mozo!

Y noto risas ahogadas…

Como estoy acostumbrado, no paro mientes en la cosa… Mi vida sería un pugilato… Como es natural, lo que ha llamado la atención no es mi elegancia, muy relativa, sino mi fealdad… Y para que no me quepa duda, otro chusco dice:

—Oye, Carlos…, tu mujer, ¿no buscaba un amante?

Ahora ya son francas carcajadas.

Pero Carlos, que es el dueño, conserva la seriedad, único entre todos, y se me acerca para preguntarme qué deseo.

Ni he comido, ni sé cómo vivo, ni sé si tengo hambre, ni sé si podré comer… Como papá Macabeo, pido un trozo de Gruyere, pan y vino.

Los que cenan intentan varias veces trabar conversación con mi hombre.

—¿Ha sido hoy la distribución, papá Macabeo?

Papá Macabeo acaba por enfadarse y, plegando el diario nocturno que leía mientras comía, mira a su interlocutor de arriba abajo, parece apreciar su esquelética estructura en su justo valor y le dice con voz dulce, que contrasta con su aspecto rudo y salvaje:

En la distribución, no daría yo de tu carroña ni diez francos, a pesar del cambio.

No cabe duda de que papá Macabeo es empleado de anfiteatro o cosa parecida.

No te enfades, Bautista —dice el otro levantándose—. ¿No se puede gastar una broma?

Espero a que Bautista se marche. Y por la conversación de los que cenan, que son algo colegas, o sea empleados en los hospitales de la orilla izquierda, me entero de que Bautista es un hombre huraño, nada amigo de bromas. Parece ser que se trata de un hortelano arruinado por el granizo y los usureros, y recogido por Jaime Cotentin (hablan de Cotentin con el mayor respeto), el cual lo empleó en los «trabajos prácticos» y luego se ha servido de él para sus trabajos particulares. Bautista es quien le recoge las piezas anatómicas que el estudiante necesita para sus experimentos personales. En la escuela, a ciertas horas que no son un inconveniente para nadie, han puesto a disposición del estudiante un pabellón en el que se encierran éste y papá Macabeo. Todo ello se hace a espaldas del reglamento. Pero nadie reclama. A Jaime Cotentin se le permite todo… ¿Acaso es un genio?…