8 de junto. —Cristina tenía razón una vez más. He vuelto a ver a la marquesa, y estaba desconocida.
Para semejante transformación han bastado tres días. Ahora es un ser vivo. Y parece tomarle gusto a la vida…
Sale (o la sacan…) en coche descubierto y tirado por caballos… Le gustan mucho… Vuelve del Bosque con las mejillas floridas… Sin embargo, su mirada siempre es triste e inquieta, aunque la sangre circula nuevamente por sus venas… El espíritu continúa enfermo, si bien el cuerpo anda mejor…
Sale con su señora de compañía inglesa… Guía Sandor, a cuyo lado lleva a Sing-Sing… No recibe jamás ninguna visita… Cristina me dice que la causa de ello es que no quiere recibir a nadie… Se niega a frecuentar la sociedad… Y la sociedad no insiste… Ha comenzado a circular el rumor de que la pobre señora no tiene un cerebro muy bien sentado… Sus silencios, sus cosas raras, su aire cada vez más lejano han separado de ella, poco a poco, a todas las amistades del marqués.
El marqués, en los primeros meses después de su regreso a Francia, dio algunas fiestas en su palacio. Pero después cesó bruscamente todo aquel movimiento que resucitaba el muelle de Béthune. A Jorge María Vicente se le tiene lástima.
Sin embargo, sus amigos se felicitan de que se haya sobrepuesto a sus desgracias domésticas.
Como es natural, todas estas informaciones me las ha dado Cristina, que está muy enterada.
—La sangre de los Coulteray es más fuerte que todo —me dice—. ¡Han pasado por tantos trances!… Un pequeño burgués se vería aplastado bajo ese infortunio. Él se busca queridas. Quería que yo formara parte de su colección; pero no lo ha conseguido. Ya se ha consolado de ello o, al menos, me lo parece. Yo no soy ni puedo ser más que su amiga y la amiga de la marquesa: necesitan de mí entre los dos… y ya conoce usted el secreto de mi situación aquí.
Mientras tanto, ha entrado el marqués con un frasco y unos vasitos de plata en la mano. Brillaban sus ojos.
—Quiero que prueben —dijo— lo que Saib Khan acaba de indicarle a la marquesa. Ella lo ha probado y lo ha encontrado excelente. ¡Como que parece un cocktail!… ¿Y saben ustedes qué es? ¡Una mezcla de sangre de caballo, de hemoglobina y de no sé qué más!… Pruébenlo… No es ninguna sosería, sino algo de un sabor capitoso y caliente para el estómago, como un rancio armagnac… ¡Hay para resucitar a un muerto!… ¡Y da un apetito!…
—Bebimos. Aquello, en efecto, no desmentía al marqués.
—Con esto, Cristina, la repondremos en quince días.
Y dirigiéndose a mí, añadió:
—¿Estaba usted aquí cuando han venido a buscarla para que la viera el doctor? ¿Le ha contado Cristina?… Usted es un amigo… ¡Pobre mujer! ¡Si pudiéramos salvarla!… Si el cuerpo se porta mejor, la cabeza irá bien…
Se dio una palmada en la frente, y se fue con su botella y con sus vasos, encantado, resplandeciente…
—¡Siempre ocurre lo mismo! —me dice Cristina—. ¡Siempre se figura que su mujer va a salvarse!… Mientras tanto, esta noche irá a ver a su Dorga…
—¿A su Dorga?
—Sí; a la danzarina india.
—Por lo visto, el marqués, aunque ha vuelto, no sabe prescindir de la India.
—A esa danzarina se la trajo de allá al mismo tiempo que a su mujer…
—¿No me dijo usted que adoraba a la marquesa?
—¡Oh, qué Cándido es usted!… Un Coulteray puede adorar a su mujer y tener diez queridas… Ésta le hace mucho honor, da que hablar a todo París…
9 de junto. —He visto a Dorga… Sí; yo, que no salgo de noche diez veces al año, he tenido la curiosidad de presenciar las danzas de la bella india… He ido al music-hall. Como dicen las gacetillas, la sala presentaba un «brillante aspecto».
Yo esperaba ver una danzarina medio desnuda, con unas cuantas alhajas, con discos en los pechos, con cinturón de metal y con pesadas ajorcas en los tobillos. También esperaba esos rítmicos movimientos de caderas en una decoración de Pagoda, que es lo que constituye el tan aludido «género» desembarcado en Europa con la última Exposición. Pero vi aparecer una soberbia criatura, de tez apenas ambarina y con un vestido de gala a la última moda.
¡Caramba! Al marqués le gustan los contrastes. La marquesa y Dorga son el día y la noche, un día pálido, muriente, con un postrer rayo de sol bajo un cielo septentrional y anémicos atardeceres, y una noche cálida, ardiente, fabulosa, donde brillan todos los fuegos orientales. Por cierto que los ojos de cruel voluptuosidad de Dorga resplandecen más que las joyas que la constelan y que la diadema que cabrillea sobre su dura frente.
Es el Oriente con un vestido de la «rué de la Paix», son las piernas de la diosa Kali en medias de seda y bailando un shimmy escuchado en un silencio angustioso.
Tras la última danza, cuando la sala pudo respirar, una fulminante aclamación demostró el contento de los espectadores, que «deseaban más»… Pero la danzarina, tan despectiva como bella, había desaparecido y ya no volvió…
Se reflejaron las luces sobre los rostros lívidos o colorados, según los temperamentos, y vi que el marqués, escarlata, salía de un palco con Saib Khan…
Se dignó reconocerme y me dijo:
—¿Ha visto usted, ha visto usted?… ¡Qué maravilla!…
Con gran estupefacción por mi parte, me cogió del brazo:
—Vamos a felicitarla.
Me dejé llevar. Y pronto llegamos a su camarín, que estaba asediado, pero que no se abrió más que para nosotros. Dorga estaba semidesnuda entre flores.
El marqués me presentó:
—El gran poeta Benito Masson.
No protesté. Era incapaz de pronunciar una palabra. La miraba a hurtadillas, vergonzosamente y con aire maligno, con un aire que suelo tomar con las mujeres para enmascarar mi timidez… Ella me había lanzado una mirada por el espejo y ni tan siquiera se había vuelto… Unas cuantas palabras de vaga cortesía. Debió de encontrarme muy mal vestido. Pidió champaña y se metió detrás de un biombo. Yo huí con la cabeza ardorosa y los oídos llenos de zumbidos.
Sentía un odio feroz hacia el marqués y hacia todos los hombres ricos que no tienen más que inclinarse y arruinarse para conquistar mujeres como aquélla.
¿Y yo?… ¿Qué tendría yo?… Nada más que la imagen de Cristina… ¡Oh, la encantadora y sutil efigie!…
¡Ay Dios mío! Tengo ganas de tatuarme la piel como un colonial, como un aventurero… Un corazón con una flecha. Alrededor: «Amo a Cristina»… Y cuando me mire en el espejo de mi armario, tal vez crea que ya ha llegado…