8. DONDE VUELVE A HABLARSE DE GABRIEL

4 de junto. —¿Cómo había de esperar yo esto?

Ante todo, conviene decir que «mi aventura» ha producido en el barrio una pequeña revolución.

La Ile-Saint-Louis se ha enterado con emoción de que la señorita Norbert me hacia frecuentes visitas. Y cuando se ha sabido que yo acompañaba a la hija del relojero a casa del marqués de Coulteray y que pasábamos horas enteras en la biblioteca de éste (indiscreción del noble anciano de gorra galoneada que guardaba la puerta principal), se ha rumoreado abundantemente en todas las tiendas, desde la calle de Le Regrattier hasta el puente Sully, y desde el muelle de Anjou al muelle de Béthune. Como además se sabía que yo no frecuentaba la iglesia, cuando un domingo me vieron entrar en San Luis de la Isla, siguiendo las huellas de la familia Norbert, dedujeron que yo estaba completamente perdido.

Todo el mundo opinaba que la archiduquesa del gran empaque me había «reducido a cero», me había «hechizado». Yo ya no comía, ni dormía, ni hablaba.

La verdad era que dos o tres veces —¡acontecimiento grave!— había descuidado la contestación a insidiosas preguntas de la señora Langlois. Supongo que al mismo tiempo no se descansaría en la trastienda de la señorita Barescat y que se trazarían planes para salvarme de los maleficios de «la familia del brujo».

¿Cómo pasaba aquello a un hombre tan tranquilo, tan arreglado, tan puntual y siempre tan cortés con su asistenta?

La señora Langlois se había jurado demostrarme que aún existía, y he aquí cómo lo consiguió.

Ayer, sobre las once de la mañana, entré en mi casa procedente del palacio de Coulteray, donde no vi a Cristina, lo cual me había puesto del peor humor, porque, además, mi prolongada conversación con el marqués (que también parecía esperar a Cristina) no había podido calmar mi impaciencia… Y encontré a la señora Langlois, que ya había acabado su trabajo hacía rato, pero que, incansablemente, lo volvía a empezar.

Al momento vi que la buena mujer tenía algo que decirme. La manera de cerrar la puerta, el modo de ponerse en jarras y toda la emoción que la henchía, me anunciaban que iba a enterarme de algo nuevo. No me equivoqué.

—¿Y su princesa? —comenzó diciendo—. ¿Verdad que esta mañana no la ha visto en casa de su marqués?…

Supongo, señora Langlois, que se referirá a la señorita Norbert… Perdone, pero ha de saber de una vez para siempre que la señorita Norbert hace lo que quiere… Es más: lo que haga o deje de hacer, no me interesa en modo alguno… Y adiós, señora Langlois. Recuerdos a la señorita Barescat…

La pobre mujer se puso primero roja y luego morada. Se mordió los labios, se cruzó febrilmente el mantón sobre el pecho plano y se dirigió hacia la puerta. Pero antes de salir, se volvió:

—Tenía que decirle que el joven ha vuelto.

No pude menos de preguntarle:

—¿Qué joven?

—El joven de la capa, botas y sombrero de la Revolución…

Creí que todo daba vueltas a mi alrededor. Y balbuceé:

—El que…

—El que nombró usted un día en casa de la señorita Barescat… ¡Ha vuelto!… ¡El joven Gabriel ha vuelto!…

La miré con ojos extraviados.

La señora Langlois, como yo estaba en la imposibilidad de ocultar mi emoción, gozaba ampliamente del efecto que había producido.

—¡Ja, ja!… ¿No me despedía?… Le advierto que a la joven le conviene él… Con esas trazas tan señoriles…

Me daban ganas de estrangular a aquella horrible mujer. Tenía que esforzarme para no saltarle al cuello…

Con una prodigiosa violencia sobre mí mismo, llegué a pronunciar con voz casi normal, mientras me enjugaba el sudor que corría por mis sienes:

—Me asombra usted, señora Langlois… Creí que ese joven estaba muy enfermo…

—Cierto es que no tiene buen aspecto… Pero ya viene el buen tiempo… Y los cuidados de ella servirán mucho para su restablecimiento…

—¿Le ha visto usted entrar en casa de Norbert?

—¿Entrar?… ¡No!… Ya le dije que nadie le había visto salir… Nadie sabe cómo se las compone… Diríase que lo tienen escondido. ¡A lo mejor es que lo persigue la policía!… Siempre he dicho que, teniendo en cuenta cómo va vestido, es seguramente un extranjero… ¿Encuentra usted natural todo eso?… Voy a decirle una cosa… Hace tres días me dieron las gracias…

—¿Le dieron las gracias, señora Langlois?… Pero ¿cómo se entera usted de las cosas?…

—¿Cómo me entero?… Cuando me propongo enterarme de alguna cosa, siempre consigo enterarme… Se lo puedo demostrar cuando usted quiera… Cuando me despidieron no me di por satisfecha, ni mucho menos… Le advierto que ya antes había observado que desde una guardilla de esta casa se podía ver perfectamente lo que pasaba en casa de ellos… Esta mañana he visto salir al estudiante, que se iba a clase como de costumbre… Luego ha salido el viejo Norbert… También esperaba ver salir a Cristina en dirección a casa del marqués, donde siempre está metida… No es un secreto para nadie… ni para usted, dicho sea sin ofenderle… Pero pasaban los minutos y los cuartos sin que apareciera Cristina… Entonces me he dicho: ¿qué puede hacer sola ahí dentro?… Quizá esté instruyendo a otra mujer para que le haga las faenas… ¡Habrá que verlo!…

»Como lo pensé lo hice… Trepando por una escalerilla, llegué al granero… Me aposté en la guardilla… ¿Y sabe lo que vi?… A Cristina y al joven de marras arrullándose… Daban tranquilamente la vuelta al jardín… Ella le llevaba del brazo y le decía: “Por aquí, Gabriel”, “Por allá, Gabriel”.

»Él no me pareció lo mismo que la primera vez que le vi… Entonces estaba tan tieso, tan tieso, que parecía haberse tragado el cucharón de la sopa… Y ahora ella le hablaba suavemente, como cuando se le dan ánimos a un enfermo… Se sentaron detrás del árbol… Él se dejó caer en el banco de madera rústica… Y ella le besó…»

—Si es un pariente —dije con la voz apagada—, no tiene nada de extraordinario.

—¡Oh, es que no lo besa como se besa a un pariente!… Además, ¡le mira de una manera más extraña!…

—¡Tiene usted muy mala lengua, señora Langlois! La señorita Norbert es de una conducta en la que nada se puede reprochar…

—No digo lo contrario, no digo lo contrario… De todas maneras, supongo que no le habrá contado a usted que mientras usted la espera en casa del marqués, ella se dedica a cuidar al pariente, a ese pariente que nadie conoce…

—Quizá me lo cuente esta tarde… Y tenga la seguridad, señora Langlois, de que se lo comunicaré inmediatamente, ya que me doy cuenta de que no se le puede ocultar nada…

—¿Se ha enfadado conmigo, señor Masson?…

—¿Yo?… ¿A santo de qué, buena mujer?… Y diga, diga, ¿estuvieron mucho tiempo en el jardín?…

—No llegó a media hora… Ella fue la primera en levantarse, y dijo: «Metámonos dentro, que papá no tardará en venir»… Él parece muy dócil… ¡Claro está que esa mujer hará de los hombres lo que se le antoje!… La señorita Cristina le ha cogido, pues, del brazo y se han ido poco a poco, dando la vuelta al pabellón por la derecha… ¿Conoce usted la puerta del laboratorio del señorito Jaime, que da al lado, a la pequeña avenida, frente &1 muro?… Pues por allí han entrado… Yo he continuado esperando… Ella ha salido del pabellón al cabo de un cuarto de hora, poco más o menos… Y se ha encerrado allá arriba, en su estudio… ¡Qué vida más extraña lleva esa gente!…

—¿Por qué? Ese hombre está enfermo, y habrá procurado alojarse en una casa donde le cuiden… Si es de la familia…

—¡Oh!… En cuanto a eso, ¡tengo la seguridad de que es de la familia!…

Y la señora Langlois, para que no me quepa ninguna duda acerca de la alusión, añade:

—¡Y pensar que esa mujer tiene novio!… Bueno, bueno. ¿Quiere darme dinero para comprar pasta para limpiar metales?…

Y se va triunfalmente…

—Conque ¿no ha muerto Gabriel?… Me alegro por Cristina…

Por lo visto es que al joven solamente se le dejó fuera de combate… Y los cuidados de Cristina y de Jaime Cotentin lo habían salvado.

La misma noche del suceso, el carnicero facultativo debió de tranquilizar a Cristina y al viejo Norbert acerca de las consecuencias del acceso de rabia que había abalanzado al relojero, como un loco, sobre su misterioso huésped…

Por lo tanto, no era un cadáver lo que la noche del siguiente día habían bajado, envuelto en una manta, ante mi vista, sino un magullado, un enfermo a quien habrían hecho las primeras curas en la habitación de Cristina y a quien, en cuanto se pudo, se trasladó a los dominios del estudiante, donde aún se hallaba…

El caso es que yo me había figurado cosas formidables… ¡Hasta había respirado un hedor!…

El espíritu va lejos por mal camino… Luego me di cuenta alguna que otra vez… Enriqueta Havard… y las demás…, todas las demás que no han vuelto… Eso me ha predispuesto a ver dramas por todas partes… ¡Pero, en general, todo son comedias!…

Lo que acabo de saber no aclaraba las tinieblas que rodean a Gabriel, el singular personaje, ni me informaba acerca de su presencia en el cofre, de su manera de entrar en casa de Norbert, ni de la actitud de toda la familia para con él… Pero, cuando menos, Cristina, a quien había visto tan tranquila al día siguiente del drama, no se me representaba ya como un monstruo inexplicable, como una muñeca sin corazón y sin piedad, como una fría carátula de la belleza a la que adoraba o pesar de todo, pero en la que no podía pensar sin un horror lacerante cuando no estaba bajo el yugo de su mirada…

Todo esto está bien, ¡muy bien!… Pero Gabriel vive y ella le quiere…

¡Oh, cómo ardían mis labios cuando la he visto esta tarde!… Estaba a punto de decirle: «¿Se encuentra mejor Gabriel?». Pero he callado al borde del abismo… He comprendido claramente que yo no tenía derecho a pronunciar la palabra «Gabriel»… Es un secreto, ¡el secreto de su corazón!, como dicen las novelas… Es una novela, sí… Y yo no soy personaje de su novela, ni intereso a su corazón… Únicamente estoy cerca de ella… Y si quiero continuar cerca de ella ¡he de procurar olvidar a Gabriel!…

Ella es todo alegría… Así se explica la irradiación de estos últimos días… Gabriel va bien, Gabriel pasea de su brazo por el jardín… ¡Procuremos olvidar a Gabriel!… ¡Ay, solamente pienso en él!… Por fortuna, el drama de aquí se apodera de mí con cierta brutalidad…

Cristina y yo nos encontrábamos en el cuartito que han puesto a nuestra disposición en el fondo de la biblioteca, cuando hemos visto llegar a la marquesa tan agitada que daba lástima… Sing-Sing corría detrás de ella… Como falta de aliento, murmuró:

—¡Arrojen a ese animalejo asqueroso!…

Despedí a Sing-Sing, que no protestó…

—¿Qué le ha hecho, señora? —pregunté—. Quéjese al marqués…

Sonrió pálidamente.

—Sing-Sing no hace más que seguirme a todas partes. Al marqués no me puedo quejar de nada…

Era presa de un temblor singular, de un temblor penoso para quienes lo advertían. Dirigiéndose a Cristina le dijo:

—¡Le suplico que me proteja!… Usted, que tiene influencia sobre el marqués, dígale que hay que dejarme en paz…, que mi pobre cabeza se turba… y que ese doctor acabará por volverme completamente loca…

—¿Qué doctor? —pregunté.

En aquel momento se abrió la puerta de nuestro despacho y apareció la cariátide de bronce. El hércules indio, inclinando la cabeza y la espalda como si sostuviera toda la casa, dijo:

—El señor marqués ruega a la señora marquesa que vaya a sus habitaciones, donde le espera el doctor.

Yo miraba a la pobre señora, cuyos dientes castañeteaban… Rodin, para su puerta del infierno, no ha inventado una cara en la que el espanto de lo que va a llegar abra surcos más profundos… Desolada de espanto, nos miró alternativamente… Yo, en verdad, no sabía qué actitud adoptar, pues en fin de cuentas ignoraba el caso…

Cristina le dijo con tristeza:

—¡Señora!… Es por su salud… Ya lo sabe usted…

La señora entreabrió los labios exangües, pero no salieron las palabras… Cada vez temblaba más… Y me miró con sus ojos inmensos y fríos…

—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Dios mío!…

No se me ocurría otra cosa.

Sangor repitió nuevamente su frase, con la espalda más encorvada, como si fuera a desplomársele toda la casa. Y cuanto más se doblaba, más colosal parecía en su abundancia muscular. Y como la escena parecía inacabable, el hércules se movió, se dobló más y alargó hacia la marquesa un brazo temible. La marquesa se puso en pie inmediatamente, estatuilla del horror frente a la estatua de la fuerza. Y desaparecieron ambos, mientras se oía reír a Sing-Sing tras las puertas cerradas.

Lo que acababa de ver me había anodadado. Desde luego, de no haber visto a Cristina tan tranquila hubiera intervenido. Como la mirase y no me dijera nada, exclamé:

—¿Sabe usted lo que van a hacerle?… ¿Por qué ese espanto?… ¿Quién es ese doctor cuya sola evocación parece agotarle la vida?…

—De no ser por ese doctor, ya hubiera muerto —respondió Cristina—. Ya verá usted cómo dentro de ocho días está desconocida… Hoy no es más que una sombra… No tiene fuerzas ni colores… Ha de quedar usted estupefacto cuando la vea con todos los gestos de la vida y con todas las gracias de la juventud.

—¿Y quién es ese hombre que realiza semejante milagro?

—Es un médico indio muy reputado en Inglaterra y que viene frecuentemente a París, donde tiene una clínica en la avenida de Jena… Es muy conocido… ¿No ha oído usted hablar del doctor Saib Khan?…

—Creo que sí… ¿No se publicó recientemente su retrato en el Roy al Magazine?…

—¡Eso es!

—¿Y qué le ordena?

—¡Oh! La cosa más natural del mundo: sueros y jugo de carne…

—¿Y para que la marquesa tome un poco de carne hay que hacer venir al doctor Saib Khan, a quien ella profesa tan gran horror?… No me negará, Cristina, que todo eso es muy incomprensible…

—¿Por qué?… Si usted la ha visto en el estado en que se encuentra es porque se niega a tomar todo alimento con una obstinación que sólo se ve en los que hacen la huelga del hambre… Y Saib Khan es el único que la hace comer…

—¿Cómo?

—La hipnotiza… Usted debe conocer su sistema, porque se ha hablado mucho de él… Obra sobre el espíritu para curar la materia… En fin de cuentas, no es una novedad, porque la India posee hace siglos una terapéutica del espíritu, junto a la cual la ciencia de nuestros Charcots modernos es un balbuceo de recién nacido… Claro está que cuando Saib Khan tiene que actuar con una cliente difícil, con una cliente esquiva, ha de obrar con una brutalidad psíquica de que no tengo idea, pero que aniquila a la pobre señora… ¿Comprende ahora la razón de que su resistencia me diera solamente tristeza, de que procurara infundirle ánimos, de que le dijera que «era por su felicidad»?…

—Y todo eso le ocurre porque se figura que está casada con…

Cristina me miró fijamente para decir:

—Acabe la frase…

—Pues bien: casada con un fenómeno que es más fuerte que la muerte… ¿No es eso?

Movió la cabeza de una manera que no me satisfizo más que a medias. Yo insistí:

—La cosa me parece inconsistente. Aunque se imagine semejantes cosas, no hay para dejarse morir de hambre.

—¿Qué quiere usted que le diga?

Al cabo de un instante agregué:

—Si no he comprendido mal, ese Saib Khan no podrá atenderla más que durante unas cuantas semanas.

Cristina, sin mirarme, me contestó:

—¡Oh! Es extraño ver con qué regularidad de péndulo la marquesa pasa de la vida a la muerte para subir a la vida y luego bajar. Al cabo de cierto tiempo reaparece en ella la manía que acabará por matarla si no la curan… El marqués tiene puestas sus esperanzas en Saib Khan.

—Descontando la manía, ¿es lúcida para todo lo demás?

—Muy lúcida y hasta sobremanera inteligente.

—Entonces parece mentira que no pueda hacérsele comprender lo absurdo de su manía… Y digo esto porque es de suponer que todos esos Coulteray, desde Luis Juan María Crisóstomo hasta Jorge María Vicente, tendrán auténticas partidas de nacimiento y de defunción…

—¡Todos no! Y eso es precisamente lo que causa la desgracia del marqués. Hay dos Coulteray que murieron misteriosamente en el extranjero… Ya sabe usted que eran muy amantes de las aventuras… Además, algunos han nacido en el extranjero… Por otra parte, ciertos documentos no son de una autenticidad absoluta, cosa corriente en Francia en los dos siglos anteriores. Nacimientos, matrimonios y defunciones, sobre todo en las grandes familias, se probaban más por el testimonio de los contemporáneos que por documentos, que se descuidaba extender o que las revoluciones habrían podido hacer desaparecer… La marquesa está al corriente de esta particularidad… No se ha podido demostrarle la muerte de los Coulteray ni su nacimiento de una manera categórica, a su juicio, porque yo he recibido todas sus confidencias, y, por otra parte, el marqués ha puesto a mi disposición todos los documentos de que disponía… Ésa es la cuestión, aunque parezca increíble…

—Pero si está en su sano juicio, ¿cómo se le ocurrió por primera vez semejante manía?

—Me hace usted, querido señor Masson, una pregunta que no sé contestar… ¡Lo ignoro en absoluto!…

En su respuesta había vacilación. Por lo visto, yo, sin saberlo, había aludido a lo otro, a aquello de que Cristina aún no me había dicho nada y que figuraba entre las grandes miserias que el marqués no comunicaba a todo el mundo y de las que, por lo demás, parecía consolarse perfectamente…

Durante esta fase de la conversación Cristina había tenido la cabeza inclinada sobre un trabajo de cincel y parecía muy absorbida por los rasgos delicados que su estilete abría con angular facilidad en la placa preparada al efecto. Yo, para verlo, me incliné sobre ella.

—Trabajo para usted —dijo con su voz armoniosa y serena—. Esta placa la ha de incrustar en la encuademación de los Diálogos socráticos…

Entonces reconocí cierto perfil apolíneo, con el ojo cortado en forma de almendra, con el dibujo de la boca, con el óvalo perfecto del tipo que tal vez tuviera Alcibíades o cualquier otro discípulo paseante por las umbrías del dios Academos, pero que se parecía, «como una gota de agua a otra», a Gabriel…