7. EL MARQUÉS

1 de junio. —He visto al marqués; es campechano. Pero antes había visto sus retratos. Es una anécdota muy chocante que conviene contar aquí, porque para mí ha representado la primera luz proyectada sobre la singular intelectualidad de la marquesa.

Como Cristina no se hallaba presente, yo me he encontrado muy cohibido. Era la segunda vez que me presentaba sin encontrar a nadie, pues no considero al felino Sing-Sing y a la cariátide de Sangor. No me atrevía a tocar nada, y para calmar mi impaciencia procuraba fijar mi atención en cuatro retratos que representan al padre, al abuelo, al bisabuelo y al trisabuelo del actual marqués, o sea toda la serie de los Coulteray hasta Luis XV… Los otros, según parece, se encuentran en la galería del primer piso… Pero aquéllos me bastaban de momento…

Aquellas cuatro imágenes me ofrecían la historia del vestido masculino en Francia durante un período de ciento cincuenta años, con la extraña particularidad de que los diferentes atavíos parecían vestir a la misma persona: tanto se parecían los Coulteray.

Casi me atrevo a decir que se asemejaban hasta en el tono y en las maneras. Bajo los encajes y los faldones del traje Luis XV, bajo la corbata a la Garat, el traje y las polainas a la inglesa del año IX, bajo la levita de amplio cuello del tiempo de Carlos X, bajo el traje a la francesa del segundo Imperio, se encontraba al mismo Coulteray subido de color, de nariz fuerte, de boca carnosa, aunque no desprovista de finura, de ojos llenos de un fuego extraño y turbador, de frente algo estrecha, pero voluntariosa, subrayada por cejas unidas por su nariz y, sobre todo, de un gran talante de audacia algo insolente que parecía decir: ¡el mundo es mío!

La visión que yo había tenido del marqués actual, sentado dentro de un coche veloz, había sido muy fugitiva para que yo pudiese decir que continuaba tan de cerca como los demás la semejanza con el trisabuelo. Y dije en voz alta:

Falta aquí el retrato de Jorge María Vicente.

Apenas acababa de expresar mi pensamiento, cuando detrás de mí dijo una voz:

—¡Está!

Me volví.

La marquesa estaba allí, siempre tiritando en sus pieles. Yo me incliné.

—¿No lo ve? —preguntó.

—¿Dónde? —repuse yo, un poco asombrado por la manera con que me preguntaba aquello. Parecía hablar como soñando, y sus ojos eran inmensos…

—¿Dónde?… ¡Ahí!…

Y con el dedo me señalaba los cuatro retratos.

—¿Cuál? —interrogué cada vez más estupefacto.

No importa cuál —me contestó con voz muy tenue.

Y como vencida por un gran esfuerzo, se dejó caer en un butacón.

Entonces se abrió la puerta y entró el marqués.

No sé si vio a su mujer. Creo que no se dio cuenta de ella. Estaba colocada de manera que él podía no verla. De todos modos, ella no hizo ningún movimiento. Quedó acurrucada en su rincón, como un animalillo blanco, tímida, sin atreverse a respirar…

En cuanto vi de cerca al marqués, comprendí lo que la marquesa había querido decir con su «no importa cuál». En realidad, se parecía a cualquiera de los alineados en la pared.

—¡Ah!… Usted será, sin duda, el señor Benito Masson… No puede figurarse cuánto me alegro de verle… La señorita Norbert me ha hablado frecuentemente de usted, y le estoy muy agradecido porque quiere dedicarme parte de su tiempo… Tiempo que aquí será muy bien empleado…

»¡Ah!… ¿Estaba contemplando los Coulteray?… Vale la pena… ¿Verdad que no parecen hombres aburridos?… Realmente, tuvieron mala reputación… No me quejo, ¿eh?… ¡Vaya una estirpe!… Eso sí, siempre fieles a su rey… ¿Conoce usted nuestra divisa? Más de lo justo.

»¡Hermosa divisa! Siempre más de lo justo, tanto en el bien como en el mal, tanto en la guerra como en los placeres… Hablo del tiempo en que había placeres, ¡claro está!… Esos señores conocieron aquellos tiempos… ¡Les envidio!… Hoy sólo tenemos contadas distracciones; ¡ni tan siquiera se puede cazar!…

»¡Oh, qué hombre era Luis Juan María Crisóstomo, primer caballerizo de Su Majestad!… Hemos hecho grandes cosas. No cabe duda… Nos maldicen en todos los manuales de Historia de Francia, redactados por los masones de hoy… porque en cuanto a los de antaño…, ¡todos hemos sido más o menos masones!… Recuerdo, y ello ocurrió a mi bisabuelo, que era el primer gentilhombre de cámara de Luis XVIII; recuerdo, repito, que aquella noche se rio a más y mejor… Era una noche de iniciación en que mi bisabuelo pasó “de veras” su espada a través del neófito que había pronunciado palabras muy desagradables para el honor de una dama que tenía el de ser a la vez querida de Su Majestad y de mi bisabuelo. “¡Era una prueba!”. El pobre neófito murió, como es natural. Como ve usted, no se portó mal…».

Y al pronunciar estas últimas palabras, se volvía hacia mí, de manera que, a decir verdad, yo no sabía de quién hablaba cuando decía «como ve usted». ¿De su bisabuelo? ¿De sí mismo?…

Y reía, reía de todo corazón y con toda su boca de dientes blanquísimos, de colmillos agudos… ¡Oh, era un hombre de buen humor, que tomaría bebidas secas y comidas sangrientas!…

—¿Ha observado usted cómo nos parecemos todos?… Se continúa la estirpe…, se continúa la estirpe… (Creo que aquel día el marqués debió de beber, para hacer honor a su divisa, «más de lo justo», o plus oequo, como decimos en latín.)

De todas maneras, era un hombre nada misterioso, y que no suscitaba, como la marquesa, «ideas de fantasmas», dicho sea hablando como las beatas…

Y nos dejó allí, mientras Sing-Sing corría delante de él abriendo puertas, y oíamos sus enormes carcajadas, que parecían lo único vivo en aquel viejo palacio dormido.

Luego todo volvió a sumirse en el silencio, todo se borró nuevamente. Y la nubecilla blanca que había detrás de mí, preguntó:

—¿No le encuentra terrible?

—Nada de eso —contesté sonriendo—. Encuentro que el señor marqués es un hombre vigoroso y lleno de salud…

¡Quizá, quizá! —bisbiseó ella—. Precisamente eso quería decirle yo: «¡Es terrible por su vigor y su salud!».

Cada vez comprendía menos las palabras de aquella mujer. Y el aire de misterio con que me decía todo aquello me pareció completamente pueril. ¿Qué podía querer darme a entender con aquel «¡quizá, quizá!»?…

Echándose con gesto friolero las pieles sobre el hombro desnudo, añadió:

—¿Ha observado usted que el marqués, cuando habla de los Coulteray, de éste, de ése, de otro, pronuncia frecuentemente la palabra «yo»?…

—¡Oh señora!… Seguramente dice «yo» como podría decir «nosotros los Coulteray»…

—¡No es eso! ¡No es eso!… Dice yo me acuerdo de tal cosa… Y, por lo tanto, cuenta la anécdota como si le hubiera sucedido a él…

¿Adónde iría a parar?… Siempre tenía muy abiertos los ojos, que reflejaban un pensamiento que sólo ella veía…

—¡Oh señora!… Cuando el marqués dice «yo me acuerdo», hay que comprender «yo me acuerdo de que me han contado»… No puede ser de otra manera… El señor marqués no puede acordarse de una cosa que sucedió cuando él no había nacido aún…

—¡Claro! —dijo ella suspirando—. ¡Claro!…

Y se levantó.

—Se ha marchado en seguida —explicó— porque Cristina no estaba aquí… Le ruego, señor Masson, que cuando Cristina esté aquí no la deje sola con ningún pretexto… ¡Hasta la vista, señor Masson!… ¡Ah!, Sing-Sing estaba detrás de nosotros escuchándonos…

Me volví… En efecto, el monito indio mostraba sus ojos de jade tras la puerta entreabierta… Y le despedí palmoteando, según me había recomendado Cristina…

La marquesa, antes de irse, me tendió la mano con un gesto extraordinariamente cansado…

—Tengo una gran confianza en usted, señor Masson… Le hablo de cosas cuya importancia no comprenderá usted hasta más tarde… Cristina no quiere comprender… Me satisface mucho que usted esté aquí…

Y, resbaladiza, desapareció aquella figurita que tiritaba en el hermoso día del tibio mes de junio… Por un balcón entreabierto penetraba en la biblioteca el perfumado jardín, como entra la vida en una tumba privada de su momia… Y precisamente la vida entró con Cristina, resplandeciente de juventud, las mejillas purpúreas, la boca en flor…

Me dio ambas manos.

—¿Se ha aburrido mucho sin mí?…

No le contesté. ¿Qué hubiera podido decirle? ¿Que para mí no había vida más que junto a ella? Mi corazón tumultuoso me ahogaba.

¿Vio mi turbación?… Sin duda… Pero, de todos modos, no reveló nada…

Quitóse el sombrero en una actitud deliciosa, en aquella actitud especial que ponía en torno a su cabeza la luminosa corona de su brazo rosado…

—¡Vamos a trabajar! —me dijo—. ¿Ha visto usted a la marquesa?

—¡Sí! Y al marqués también… El marqués no me parece hombre de grandes complicaciones… Pero ¡la marquesa!…

—¡Oh!… ¿Ya ha empezado?… Cuénteme lo que le ha dicho…

Le narré detalladamente la entrevista…

—¡Pobre mujer! —Suspiró—. ¿No le ha parecido un poco… un poco… loca?…

—Por lo menos, rara… ¿Cómo es que siempre tiene frío?…

—Ya le he dicho que es una mujer de gran imaginación… Se imagina que tiene frío, ¡y lo tiene de verdad!… ¿Sabe usted su preocupación, la preocupación que la obsesiona, la preocupación que la hace pasear como una sombra por este palacio de la Bella durmiente en el bosque?… Es cosa para no creerla. Y yo no la hubiera creído si el mismo marqués no me hubiera abierto los ojos sobre la extraña monomanía de su mujer… Monomanía de la que él ha sido el primero en sufrir, porque ha amado mucho a su mujer… Pues bien: la marquesa se figura que todos los marqueses que ve usted en las paredes y el de ahora, o sea Jorge María Vicente, son… ¡el mismo!…

—¡Ah!… Ahora comprendo…

—Ahora comprenderá seguramente su «no importa cuál», que ya me dijo a mí y que yo repetí al marqués, quien me lo explicó con una gran tristeza…

—Está loca, pues.

—Sí… En concepto de ella, el marqués Luis XV que está en esa pared, el famoso Luis Juan María Crisóstomo ¡no ha muerto!… Y los demás, tampoco… El Jorge María Vicente de hoy es aún y será siempre Luis Juan María Crisóstomo… Y digo que será siempre, porque ella está convencida de que su marido no puede morir… a menos que…, a menos que…

—Diga…

—¡Oh! —exclamó Cristina—. ¡Quiere usted saber demasiado!… Sería entrar en un orden de ideas que aún no tengo derecho a tratar con usted… El marqués, a quien ha visto tan contento y tan encantado de la vida, no gusta de que conozcan todas sus miserias… Precisamente, cuando le veo tan exuberante, supongo que busca olvidarlas… Ya le digo que ha querido mucho a su mujer… Y estoy segura de que aún la quiere… Es más: ¡creo que sólo ama a ella!…

»A veces intenta reír conmigo de lo que le ocurre… Pero no me engaña con su jocosidad… “¡Míreme!” —me dice—. “Y dígame si parezco un Cagliostro o un conde de Saint-Germain…” ¿Verdad que tiene gracia?… Pues eso se le ha ocurrido a mi mujer… Y no hay manera de apearla de su creencia… Antes de tenerla me miraba con cariño; ahora no puede verme sin espanto. ¡Tanta gracia tiene la cosa, Cristina, que no tengo más remedio que abrazarla a usted…! Así las gasta señor Masson…; lo que ocurre es que no quiero que el marqués me abrace…, porque tengo novio…

—¡Ah! Sí, es verdad… Hace tiempo, ¿no?…

—Mucho tiempo.

—¿Y ha de durar mucho tiempo el noviazgo? —me atreví a preguntar.

En vez de contestarme, volvió al tema de antes.

—La marquesa —dijo— es una inglesita sentimental, educada en la India, donde las más extravagantes teorías espiritistas causan estragos en los salones de la alta sociedad. Seguramente ha asistido a sesiones de ese fakirismo que trastorna los cerebros inseguros, y la marquesa es un cerebro inseguro.

»Además, lee mucho; se atiborra de noveláis del “más allá”. Por otra parte, el marqués, exuberante de vitalidad, quizá no ha comprendido que había que tratar con la mayor delicadeza a esa mujercita colocada entre dos mundos. Total: que hoy la ruptura es completa, o está a punto de serlo. Se cuentan cosas estrambóticas del célebre compañero de orgías, del Parc-aux-Cerfs, del famoso Luis Juan María Crisóstomo, que, como todos los señores de su tiempo, practicaba más o menos el ocultismo. La pobre marquesa las ha leído y ha visto esos cuatro retratos que, en efecto, tanto se parecen. Nada más. Ahora ya conoce usted a la marquesa. Procure, señor Masson, curarla, si puede, de su idea fija.

—He de hacerle otra pregunta, señorita Cristina… La marquesa… ¿es celosa?

—No. ¿Por qué?

—Porque al irse me ha dicho que, cuando usted estuviera aquí, no la dejara sola.

—Ya sé por qué se lo ha dicho. Los celos no tienen nada que ver con ello. Es una cosa sin importancia… Pero, de todos modos, prefiero que, dentro de lo posible, esté usted aquí cuando yo esté.

Cristina, en fin de cuentas, no me ha explicado la causa de que la marquesa me hiciera tal recomendación.