6. LA MARQUESA DE COULTERAY

Cristina me llevará donde quiera. Acepto todo cuanto me propone. Soy el último de los cobardes, porque ahora ya sé por qué ha venido a buscarme y por qué me aguantará cerca de ella… ¡Porque soy feo!…

Cuando se hayan fijado en la necesidad de poner a una tercera persona en su intimidad, habrán pensado en mí inmediatamente. ¿No soy yo esa «tercera persona» ideal? Piensan que no tendrán nada que temer de mí. Pero los monstruos no gustan de que abusen de ellos.

En fin: veremos. Dejémonos llevar, ya que no puedo hacer otra cosa.

Henos a los dos en el callejón que lleva al muelle, en el callejón que no suele ser más que una corriente de aire y que esta mañana es sacudido por un ventarrón que limpia furiosamente toda la isla de las escorias de la noche. ¡Oh polvo nocturno, fúnebre hedor! ¡Que se lo lleve el viento, que se lo lleve! En el viento, no veo más que las piernas de Cristina forradas de seda, dando con taconcillos Luis XV sobre el viejo pavimento del rey. «Bajo tus zapatos de satén, bajo tus deliciosos pies de seda, pongo mi gran alegría, mi genio y mi destino».

Todavía tiene empaque esta decrépita mansión, que se levanta ante nosotros como una sombra fastuosa del pasado… El palacio Coulteray y el palacio Lauzun son seguramente los más bellos de la isla. Y el primero, uno de los mejor conservados en su ancianidad, el que ha sido menos retocado por nuestros modernos arquitectos. Hemos penetrado bajo sus bóvedas por un portillo de la enorme puerta con grandes clavos y dos hojas. Y hemos encontrado a un noble anciano con una gorra galoneada que parecía esperarnos. Produjo el portillo tras de nosotros un ruido sordo, y entramos en una oscuridad en la que gravitaba el peso de varios siglos.

Luego dimos en el patio de honor, que Cristina me hizo atravesar rápidamente. Sobre las losas con borde musgoso era ella la única en no titubear…

No me dio tiempo para admirar la curva armoniosa de la escalinata… Estábamos ya en el despejado vestíbulo, donde fuimos acogidos por una especie de gato humano, que salió de no sé qué recoveco y cuya cara de bronce bruñido, con dos enormes ojos de jade, llevaba un turbante de seda inmaculada…

—Es Sing-Sing —musitó Cristina—, el lacayo indio del marqués, muchacho muy simpático y servicial, pero un poco molesto, porque se entremete en las piernas, se coloca en una cornisa o se balancea del montante de una puerta «para dar miedo en broma»… Apártelo palmoteando, como a un animalillo, como lo que es… ¡Vete, Sing-Sing!…

Sing-Sing nos abandona, y en tres saltos se llega a una especie de hornacina muy adornada, que tiene algo de garita y de canastilla y donde, envuelto en mantas, espera órdenes, mientras medita sus pequeñas farsas.

Cristina empuja una puerta y atravesamos muchos salones con artesonados incomparables, con antiguos dorados, con muebles de grandes paramentos, que sólo asoman los pies taraceados… ¡Oh, el pasado intacto y glorioso!… Y he aquí que, súbitamente, en el vano de una puerta, surge una estatua del Pendjab, un hércules indio que fríamente nos saluda abriéndonos con un gesto augusto la puerta de la biblioteca.

—Éste —dice Cristina— es Sangor, el primer camarero del marqués, su doméstico de confianza. Sangor tiene algo de divinidad. Siempre parece salir de una conferencia con Buda. Y trae un vaso de agua azucarada como si ofrendara todos los tesoros de Golconda. Fíjese en él. Se le tomaría por un bruto, cuando es inteligente, a mi parecer. En realidad, no se sabe si comprende a uno, pero le adivina. ¡Y es fuerte como una cariátide!

—Pero ¿es que aquí sólo hay servidumbre india?

—No. El portero, a quien usted ya ha visto, es francés. El único. La servidumbre de la marquesa es de Inglaterra. Los servidores del marqués, sí, son indios… Como usted sabrá, se casó en el Indostán…

—Lo sé… Pero esta biblioteca ¡es prodigiosa!… No había usted exagerado nada…

—¡Nunca exagero nada!

En aquella biblioteca pálida, muy pálida, de viejas maderas borrosas, de molduras gastadas, de celosías con el dorado perdido y ligeras como los primeros enlaces de una canastilla destinada al tocador de una coqueta, había millares y millares de volúmenes con encuadernaciones centenarias… Sospeché, desde luego, maravillas en lo que veía sobre mesas y en facistoles…

—¡Oh, ya verá, ya verá! —me dijo Cristina—. Hay libros inapreciables y autógrafos rarísimos, como no los posee ni el Arsenal. En este cofrecillo flordelisado está el libro de horas de Blanca de Castilla, que legó al santito de su hijo… Lea: «Es el salterio del señor don Luis, que había pertenecido a su madre». Procede de los dispersos tesoros de la Santa Capilla. Ésta es la biblia de Carlos V, en la que manuscribió el rey: «Este libro es de mí, el rey de Francia»… Y este misal, cuyas hojas tienen sendas guirnaldas, se debe al incomparable pincel del «maestro de las flores», el gran artista de nombre desconocido… ¡Oh querido encuadernador, qué manantial de inspiración es esto!… En esta arqueta se conserva la carta de amor de Enrique IV abrazando un «millón de veces» a la marquesa de Verneuil… El marqués quiere reunir los autógrafos, si encuentra un encuadernador digno de reunirlos. ¡Téngalo en cuenta, Benito Masson!

Yo estaba anonadado. De mí solamente subsistía el artista… Hasta el enamorado parecía haber huido… De pronto, en aquella estancia lívida, por la que se deslizaba una luz mezquina, noté que el drama (olvidado por un instante) penetraba con aquella figura de ensueño, envuelta en pieles blancas, que caminaba hacia nosotros… Pero ¿qué drama?… ¿El que en parte había visto desarrollarse ante mis ojos?… ¿Otro de aquí que aún no conocía?… Quizá los dos…

Cuando recuerdo aquella primera hora singular pasada en el viejo palacio de Coulteray, lo que domina en mí es la impresión de que tal vez uno de los dos dramas pudiera explicarse algún día por el otro y de que en todo no eran independientes entre sí… El muro levantado antaño para separar la vieja morada, no separaba ya desde que Cristina daba tan fácilmente la vuelta.

¿Qué había de verdad en cuanto me había contado por la mañana? Quizá iba a saberlo de la propia boca del pálido fantasma que avanzaba hacia nosotros… Era la marquesa. La reconocí, aunque me pareció mucho más exangüe que cuando la vi por primera vez. Su aparición me sumió inmediatamente en ese indefinible ensueño que nos causa una música dulce y triste traída a nuestros oídos por una brisa lejana a través de un gran silencio… ¿Qué hálito del más allá levantaba aquella frágil imagen? Así como Cristina parecía la realización ideal de la vida por su parecido con las más suaves figuras del Renacimiento italiano, el rostro de la marquesa tenía un aire de sueño con transparencias tan delicadas que se hubiera temido profanarlas al examinarlas. Yo no me cansaba de mirar a Cristina; pero ante aquella lady lánguida, no se podía más que bajar la vista por temor a rozarla o quizá por compasión, tanto más cuanto que aquella forma fugitiva estaba iluminada dulcemente por la triste llama de una mirada llena de inquietud y de dolor.

Pude observar inmediatamente que era esperado, porque, apenas me hubo presentado Cristina, la marquesa me agradeció con efusión el haber acudido. Por cierto que lo hizo con gran rapidez, como si temiera ser sorprendida. Con voz que recordaba el piar de un pajarillo caído del nido, me dijo:

—La señorita Norbert nos ha hablado de usted… El marqués necesita un hombre como usted para sus colecciones, que estima en mucho… ¡Figúrese que la señorita Norbert quería abandonarnos!… ¡Es tan triste esto!… Pero en compañía de un artista como usted seguramente tendrá paciencia… También yo amo los libros… Y vendré a verles de vez en cuando… Me aburro… ¡Ay, si supiera usted cómo me aburro!… Perdón… He sido educada en la India… No hay que dejarme sola, no hay que dejarme sola…

Dicho esto, se fue apresuradamente. Y desaparecía como si se filtrara a través de las paredes, repitiendo las palabras: «No hay que dejarme sola».

Cristina no me había mentido. Si se quedaba en aquella casa, no era tanto por el marqués como por la marquesa, que le inspiraba lástima… Claro está que de tratarse de una intriga con aquel hombre, no me lo iba a decir… Y Cristina murmuró:

—¡Pobre mujer!

Permanecimos silenciosos un momento. Yo, a través de los cristales, miraba el jardín que se extendía detrás del palacio, y que me pareció algo descuidado, lo cual, ciertamente, no era para desagradarme. El ya próximo verano vencía en las frondas de verdura y en la libre eclosión de las flores. Me volví hacia Cristina para decirle:

—La salud de la marquesa me parece muy precaria.

Apoyando la frente en los cristales, me contestó:

—Eso depende de los días. A veces parece a punto de expirar… Luego, con jugo de carne, recobra fuerzas y se muestra normal…

—¿Cómo normal?… ¿Qué quiere usted decir?…

—Nada… Lo único que creo es que la marquesa tiene demasiada imaginación… Sí; hay días en que se cree más enferma de lo que está… Y eso basta para que efectivamente enferme…

Y Cristina, sin transición, agregó:

—¡Ay señor Masson!… Quería decirle una cosa… ¿Ve aquella puertecilla del fondo del jardín?… Da a la calle que hemos seguido para venir aquí… Está a unos cincuenta metros de su casa… Le seria mucho más cómodo venir aquí por esa puerta y entrar por la puerta de la biblioteca que da al jardín, en vez de dar la vuelta por la entrada principal y tener que esperar al cancerbero… Le indicaré al marqués que le conceda la llave.

—¿Cree usted que el marqués se la dará a un desconocido?

—En primer lugar, usted no es un desconocido… Además, el marqués no me negará la llave, desde el momento en que soy yo quien la pido para usted. Ahora bien: cuando usted la tenga, me la dará…

—¿A usted?

—¡A mí!… ¿Por qué pone esos ojos de asombro, esos ojos que demuestran los peores pensamientos? Si necesito esa llave, no es para venir aquí a escondidas…, puede usted creerlo. Es para huir, si lo necesito.

—¡Apenas podía dar crédito a lo que oía!

—¿Acaso el marqués es un hombre terrible? —preguntó.

—Ya lo verá usted.

Nuevo silencio… Lo veré si quiero, porque, en fin de cuentas, no se ha decidido nada. Pero me guardo muy mucho de expresar esta opinión, juzgándolo vano e inútil a causa del poco caso que hago de mi voluntad frente a la de Cristina… Sin embargo, no puedo disimular mi inquietud. Hace algunos minutos la marquesa y Cristina ¡me han paseado por una atmósfera tan insegura! La hija del relojero comprende mi vacilación:

—Aquí no ocurre nada más que lo que le he dicho, y que no tiene nada de excepcional…

—¿Veré ahora al marqués?

—Hoy quizá no… Creía que lo encontraríamos… Pero todavía estará algo avergonzado de la escena de esta mañana…

—¿Esta mañana?

—Sí; ha querido abrazarme… Es lo único grave que ha pasado entre nosotros… Es perdonable…

—¿Cómo?

—Se lo perdono… Pero tomo mis precauciones para el porvenir. Nada más.

—¡Ya!… La llave… y yo…

Cristina comprende mi estupefacción y ocurre el hecho estupefaciente de que me coge la mano y la conserva entre las suyas, como si mi mano le perteneciera. Era un gesto con el que tomaba definitiva posesión de mi persona. Y me dice:

—Sea mi amigo… ¡Hace mucho tiempo que lo deseo!

¡Mucho tiempo!… Sin embargo, cuando pasaba cerca de mí durante meses y años, ni tan siquiera pestañeaba y su mirada había permanecido «helada en el lago inmóvil». ¡Ten compasión, Cristina!… «No me hagas llorar», como dicen mis pobres versos… Soy huérfano… Soy un niño… No me atraigas a tu fuego… Nada puede contenerme… Y quizá no me perdonarás tan fácilmente como has perdonado a tu marqués…

Yo no me atrevía a hablar ni me atrevía a moverme por miedo a una catástrofe, a una imprudencia, a una torpeza, a una caricia por mi parte, que aun cuando la ofreciese de la manera más delicada, no podía ser, procediendo de mí, más que una brutalidad… (En cuanto a eso, juro que sabia a qué atenerme.) De todos modos, mi mano debió de quemarla, porque la soltó de pronto como se suelta un hierro que arde. Pero encontró una excusa a su gesto demasiado brusco:

—¡La marquesa!

Yo no había oído nada. Mas las pieles blancas habían vuelto, en efecto. Estaban detrás de nosotros, envolviendo una cara inquieta, sonriente y lejana, como un viejo dibujo al pastel.

—¿Se queda, señor Masson?

—¡Sí, sí, me quedo!… Pueden estar tranquilas…