Miércoles. —¡Bueno! ¡Cristina no ha muerto de desesperación! Está en mi taller y nada muerta, por cierto. ¡Doy fe de ello! Realmente, ha sido una gentileza suya esto de venir a tranquilizarme… Porque esta vez, si ha traspuesto el umbral, ha sido por mí y como adivinando que sólo su presencia podía calmar mi angustia, como adivinando que yo sabía…
Ha venido, sí; pero ¿adónde quiere llegar, adónde?
Está llena de gracias y viste de modo encantador un nuevo vestido primaveral, que seguramente se ha confeccionado ella misma con sus dedos de artista que no preveían el luto…
¡Oh, lo que una joven bonita puede hacer con linón blanco y azul y unos bordados!…
Claro está que no se ha hecho el vestido por mí, pero no me cabe duda de que por mí se lo ha puesto.
De estar su cuerpo verdaderamente enlutado, ¡muy temible es su vestido de claridad!… ¿Qué designio abrigará Cristina para ser coqueta con el monstruo?
Procuro no perder de vista semejante pregunta, para pisar tierra firme en la nueva revuelta de la inexplicable aventura. Pero luego abandono la pregunta, prescindo de todo y me siento dar vueltas en el fondo del abismo, horriblemente feliz al verme hundido por ella, bajo su mirada que me sonríe, que me necesita… Porque si no me necesitara, no estaría aquí con toda su coquetería… ¡Me necesita para su crimen!…
¡Que haga de mí cuanto quiera!… ¡Estoy presto a cargar con todas las responsabilidades!…
No puedo concebir que el menor peligro amenace a esta muchacha admirable, cuyas manos desnudas revolotean entre las páginas de Verlaine.
Durante más de dos años he visto pasar a esta duquesa despreciativa. Y para que su gracia zalamera venga a sentarse ante mí, ante mi mostrador, ha de haberse producido algo fabuloso.
¡Bendito se el crimen… y el horrible hedor que esta noche me desgañitaba bajo el techo, el maldito hedor del holocausto que había de perseguirme toda la vida!… Ya no lo noto, porque ha venido el perfume de ella…
¡Oh, el olor de su carne viva y desnuda bajo los linones con bordados!
¡La vida es más fuerte que la muerte!
¡Habla, mujer!
Espera un poco. Primero voy a enviar a un recado al aprendiz, que anda al olisque por el fondo del taller… Y luego voy a cerrar la puerta para que la calle no entre en mi casa. ¿Comprendes?… Esto será tema de conversación en las veladas de la isla… El hocico de la señorita Barescat ha avanzado entre los vidrios inquietantes de sus gafas y bajo el arco de triunfo de su gorro planchado; la cara chata de la señora Langlois refleja una puesta de sol en el horizonte limitado por la salchichería… Tras los cristales tiemblan las cortinillas bajo dedos ágiles…
—Me acerco a usted como a un amigo…
Intento sonreír.
—¿Como a un amigo? Pero ¡si no me conoce!…
—Sí, caballero, le conozco… Por de pronto era usted mi vecino desde hace años. Y como soy curiosa, he querido saber quién era mi vecino…
—Un pobre encuadernador, señorita…
—¡Un gran poeta, caballero!
He quedado inmóvil. Mi silencio no la ha turbado lo más mínimo. Ha apoyado su codo ebúrneo (porque las mangas de la blusa de linón son muy cortas) en los volúmenes amontonados ante ella, ha colocado suavemente su cabeza adorable en los pétalos de su mano no deshonrada por ninguna alhaja, y mirándome —¡mirándome!— ha recitado:
«Dedicado a la que pasa. Cuando pasas cerca de mí, no muevas, por amor de Dios, las cejas; que tu mirada permanezca helada en su lago inmóvil; si quisieras, las carantoñas de tus ojos beberían la sangre de mucha gente. ¡Oh dulce amada! En nombre de tu juventud, ¡no me hagas llorar!… Soy un huérfano, soy un niño… ¡Nada podría contenerme!… ¡No me atraigas a tu fuego!… Tu amor me ha vuelto semejante a las nubes desgarradas por la tempestad».
—¡Basta! —interrumpí con una agitación rayana en el ataque de nervios—. ¡Basta! Esos versos son muy malos. Olvida usted que, si bien la encuademación que les adornaba en la última exposición obtuvo el primer premio, ellos no tuvieron ningún éxito… Y así había de ser, ya que, en fin de cuentas, no iban firmados por ningún nombre conocido…
—No llevaban firma alguna —dijo ella sin conmoverse por el estado en que me veía—; pero pensé que serían de usted…
Palidecí atrozmente, sin atreverme a mirarla. A la embriaguez de poco antes sucedía una rabia que me ahogaba… Aquella mujer, sin duda alguna, se estaba burlando de mi. ¡Y con qué tranquila audacia! Por fin pude hablar y le manifesté:
—¡Qué cruel es usted!… A decir verdad, yo siempre he pensado que era usted demasiado guapa para no ser la crueldad personificada, quizá sin figurárselo, lo cual es su única excusa…
—Continúe —repuso ella lentamente—. Yo no he venido aquí en busca de cumplimientos.
—¿En busca de qué ha venido?…
Luego de pronunciar tales palabras, hubiera querido recogerlas. Pero yo estaba fuera de mi. Y como sucede a todos los tímidos cuando dan un escape inesperado a su atrevimiento, perdí toda noción de la medida. Sin esperar su respuesta, la abrumé con reproches estúpidos, como si me hubiera dado algún derecho sobre ella mediante su anterior conducta para conmigo…
Yo, sí, había hecho versos, mas para mi solo. Y nadie, ni ella, podía venir a mofarse de mi soledad y de mi desgracia…
—Asegura usted conocerme —añadí—, y antes de entrar aquí no ha encontrado nada mejor que tomar por cómplice mi vanidad de autor, ¿eh? De sospechar usted el desprecio que siento por mí y por los demás, por todos los demás, se hubiera abstenido de aprender de memoria un mal secreto olvidado por mí hacía tiempo.
No repuso nada; pero cuando yo hube acabado, continuó tranquilamente diciendo versos míos, y hasta prosa, lo cual es bastante raro… ¿Dónde, en qué cajón del muelle había podido encontrar los miserables opúsculos?… Conocía toda mi obra, mi obra pobre, desgarradora, blasfematoria, enternecedora e indignante… Y la conocía igual que yo, mejor que yo, pues su manera de decir demostraba que a veces añadía un sentido superior a un texto cuyo valor no había percibido yo en su totalidad…
Decididamente, la inteligencia de Cristina es prodigiosa. Lo digo sencillamente, sinceramente, porque soy muy difícil de comprender y ella es casi la única persona que me ha comprendido. De todas maneras, me anonada esa revelación. Desde un tiempo que yo no podía calcular, esa mujer que pasaba cerca de mí sin mirarme jamás, ¡vivía con mis pensamientos!…
¿Por qué ha esperado tanto para revelármelo? ¿Por qué? ¿Por qué hoy y no ayer?…
Seguramente lee en mí como en un libro, porque al punto contesta:
—Hace poco, caballero, me ha preguntado qué venía a buscar. Pues bien: ¡he venido para pedirle un gran favor!… Mi padre, mi primo y yo atravesamos en este momento una crisis atroz… (¡Hola, hola! —pensaba yo—. ¡Ya está todo en claro! Ella sabe que yo sé, que yo he visto. Siente la necesidad de explicarse, cede a la necesidad de entrar en negociaciones con el vecino de enfrente. ¿Qué mentira voy a oír?…) Una crisis atroz —repitió ella. Y bajó la cabeza, y sus ojos se apartaron de mí, y la sala se llenó de una sombra opaca—. Estamos arruinados… Hace tiempo que nos hemos comido lo heredado de mi madre… Y lo que ganamos es una insignificancia… Veo en esa estantería los Estudios filosóficos, de Balzac. ¿Ha leído usted La investigación de lo absoluto? Claro está que la habrá leído. No sé si usted opinará como yo; pero estimo que esa novela y Luis Lambert son las obras más bellas, más nobles y también más dramáticas de Balzac. ¿Qué cosa más angustiosa, en verdad, que la suerte de aquella familia burguesa y próspera arruinada poco a poco por una idea genial? Nada resiste a la sublime locura del inventor, y los hijos se ven obligados a sufrir el desastre del viejo Claés como… ¡Ya me entiende usted, caballero! Ahora bien: en lo referente al relojero de la Ile-Saint-Louis hay una pequeña diferencia… Los hijos del héroe de Balzac no creen en su genio; su mujer tampoco (lo cual hace más emocionante su abnegación); en cambio, los hijos de Norbert, o sea su sobrino y yo, tienen la fe más absoluta en él, y de ser necesario no hubiera vacilado en obligar a su padre a seguir el camino emprendido en el caso de que hubiera vacilado…
—¡Caramba! —exclamé—. ¿Y todo eso por el movimiento continuo?
Por el movimiento continuo o por otra cosa, caballero.
—No me tenga por indiscreto. Ya sabía que al hablarle del movimiento continuo no le manifestaba ninguna novedad, respecto a los rumores que corren por las trastiendas del barrio.
Cristina levantó la cabeza, sonrió y todo quedó nuevamente iluminado a giorno.
—Hablemos seriamente, por favor… Le voy a decir de qué vivimos… Ya le he demostrado que le conocía mejor de lo que se figuraba… Ahora voy a demostrarle que le considero como a un amigo… (Su cara se puso extraordinariamente sena.) ¡Sí! Voy a hablarle como a un amigo, como a un hermano… (¡Ah! Ya está aquí lo que yo esperaba… ¡Como a un hermano!… Estas mujeres siempre me hablan como a un hermano…)
—Estamos —continuó diciendo— a merced del propietario de nuestra casa, el marqués de Coulteray… Le debemos muchos meses… Si se le antoja puede echarnos mañana mismo a la calle. Y no lo hace por mí… El marqués de Coulteray me galantea… (¡Cómo! ¡Otro! ¿Y ha venido para decirme eso?… Me parece que la Virgen de la Ile-Saint-Louis tiene bastante que hacer con su prometido, el cadáver de su Gabriel, su marqués y su hermano el encuadernador artístico. ¡Oh Cristina, enigma cada vez más indescifrable!) Me galantea de una manera muy discreta…, al menos hasta ahora… Mi presencia en su casa le gusta, y hasta asegura que le es necesaria… Todos los días paso algunas horas en su palacio con excusa de trabajillos a realizar, como por ejemplo, aplicaciones para viejos facistoles, cierres para antifonarios… Su biblioteca no tiene par… Ya lo verá usted.
—Ya lo veré —dije por decir algo, con aire desconcertado.
—Claro, claro. Al menos así lo espero, porque en caso contrario no habría razón para que yo viniera a hacerle tales confidencias.
—Está bien, está bien… Continúe…
—Al final de la biblioteca hay un cuartito de unos cuantos metros cuadrados, que el marqués ha hecho transformar para mí en taller, y que también le servirá a usted si… acepta la proposición que le hice el otro día… Tengo confianza en usted, Benito Masson, y se lo he dicho todo… (¡Oh, cómo mienten las mujeres!) ¡Ayúdeme!… Si rompo con el marqués, no solamente perderé el pequeño sueldo de que vivimos, sino que seguramente no vacilará en echarnos a la calle… Y seria una verdadera catástrofe que abandonáramos nuestro domicilio de la Ile-Saint-Louis.
Silencio. Ya habíamos llegado a lo interesante. Siempre es peligroso abandonar un sitio donde recientemente se ha cometido un asesinato. Un cadáver suele dejar huellas, aun cuando se le haya sometido a la acción del fuego. ¡Cuántos ejemplos de esto trae la sección de sucesos!… Porque el caso era que, mientras la joven me hablaba de un asunto no esperado por mí, yo no pensaba más que en el drama que yo había visto y del que ella parecía no acordarse… Pero, en fin, ¿vamos a entrar ya en lo interesante?… ¡Ca! Me he equivocado otra vez. Gabriel ni de cerca ni de lejos será tema de la conversación. Cristina, muy triste, continúa diciendo:
—Sería una verdadera catástrofe para nuestros trabajos… No podemos llevarlos a otra parte, porque nos es imposible material y financieramente… Sería el fin de todo. Sería el fin de tres vidas, y quizá de más.
¡Hola, hola! ¿Conque Gabriel no entra en la cuenta? La joven se figura que yo no sé nada… De todos modos, ella está enterada y no parece preocupada en modo alguno. Pero ¿qué cosas imagino? A lo mejor, ella, con su rostro radiante y su vestido claro, no piensa más que en aquello… Sería, claro está, un monstruo… ¿Por qué no?… Con ella voy del cielo al infierno tan rápidamente como una onda hertziana. Somos dos monstruos hechos para comprendernos… Y le digo:
—Si no me equivoco, me pide usted que acepte ser algo así como bibliotecario encuadernador del señor marqués de Coulteray. Y me pide usted eso porque teme quedarse a solas con él…
—¡Eso, eso es!… ¿Ve usted qué confianza?
—Veo, en efecto, la confianza… ¡Oh, la confianza!… Pero el marqués me considerará como un enemigo…
—No, porque yo he impuesto condiciones… Lo mejor es que usted lo sepa todo… Yo quería irme o hacía como que quería irme para no volver… Me había dicho cosas que me habían desagradado. Es un gran señor extraordinariamente cortés, y a veces increíblemente audaz… Llegó a creer que yo no volvería… Y entonces me suplicó… Yo le dije que no me quedaría si no había una tercera persona… Y aceptó… Pero todo esto es muy reciente, ¿eh? De esta misma mañana. Y he venido a verle, porque seguidamente he pensado en usted…
—Como en un viejo amigo, como en un hermano, ¿verdad?… Pero —pregunté de repente— ¿qué pinta la marquesa en todo esto?
—La marquesa —respondió Cristina frunciendo el ceño— también me ha rogado que me quede. (Siempre ocurre lo mismo, pensé.)