¡Gabriel ha muerto! ¡Ha muerto Gabriel! ¡El viejo lo ha hecho polvo! Para mí, eso es lo único importante. Lo demás ya se explicará después si es muy necesario; mas, para mi, sólo es necesaria la muerte de Gabriel. Ya no está entre Cristina y yo. ¿Habré adelantado mucho con ella? ¡Poco importa! Mi corazón se ha refrescado con la sangre derramada por el viejo.
Ya no apoyará ella su cabeza en el hombro del joven, bello como un semidiós; ya no les veré abrazados. ¿Qué harán del cadáver? He esperado toda la noche, pero no se ha abierto la puerta del taller.
No pudiendo ya con la fatiga y la emoción, he descendido, me he echado en la cama y me he dormido con una inmensa alegría. Al despertar, aún tenía el alma en fiesta. ¡Ha muerto Gabriel!
¡Oh, el grito de triunfo en el umbral de la vida nueva!
El corazón que sangra en mi pecho está grave y jubiloso. Pero ¿cómo me atrevo a escribir semejantes palabras ardorosas? ¿Celebro un cobarde asesinato? ¡Bah! También yo opto por el principio de Schelling: «Los espíritus superiores están por encima de las leyes». Pero ¿soy un espíritu superior? Quizá sí y quizá no. Desde luego, soy un maldito superior.
Y eso implica derechos que no comprenden los demás seres… ¡Cuánto me ha tentado Dios desde que estoy en el mundo!… ¡Cuidado! Basta de divagaciones, basta de sacrilegios… Volvamos a la tierra… He aquí que la mujer de las faenas llama en la puerta de la tienda.
Generalmente, a esta hora —las ocho— el viejo está ya tras sus cortinas, inclinado sobre sus ruedas cuadradas, y la señora Langlois no tiene más que empujar la puerta de cristales. Pero hoy aún está cerrada la puerta de madera. La señora Langlois, a la que conozco bien, pues también me hace las faenas, está desconcertada. Llama y vuelve a llamar con su puño seco e impaciente. Por fin le abren. Es el viejo. Al entrar ella, el carnicero facultativo sale inmediatamente, casi corriendo, a la calle. Temerá llegar tarde a clase. Cuando pasa me fijo en él. Aparte de su ceño fruncido, me parece tan Insignificante como todos los días.
La puerta del establecimiento está entreabierta. Ya no veo al viejo. ¡Ay, si entrara ahí, y yo que estoy enterado, yo que podría ver!… Porque ya se las arreglarán para que la señora Langlois no vea nada… Pero yo… Y de repente, sin pensarlo, agarro mis existencias de pieles, atravieso la calle y entro en la casa del crimen… Atravieso luego la tienda y el comedorcito que hay a continuación, y en el cual se encuentra la señora Langlois realizando su tarea. Escoba en mano, me interpela al pasar; pero yo penetro en el jardín.
Allí doy con el viejo Norbert, estupefacto y anonadado ante el acontecimiento extraordinario de un audaz que se ha atrevido a franquear los cinco metros cuadrados de la tienda y se pasea por el jardín como Pedro por su casa.
—¿Qué quiere usted? —acaba por rezongar fijando en mí sus ojos grises con aguzada hostilidad.
—Soy el encuadernador, caballero.
—Creí que mi hija se había entendido con usted.
Y entre dientes ha añadido unas cuantas palabras, según las cuales he creído comprender que Cristina había dado a la visita que había hecho, una importancia que la había servido de pretexto para no acompañar al relojero y a su sobrino en el paseo dominical.
Entonces sonó detrás de nosotros la voz de Cristina, diciendo:
—Deja subir al caballero, papá…
No me lo hice repetir. Y sin esperar el permiso del viejo, a quien dejé algo boquiabierto, subí apresuradamente la escalera que llevaba al taller, en cuyo balcón estaba asomada Cristina.
Se hallaba tan tranquila como la víspera en mi casa. Nada en sus trazas y en su fisonomía ofrecía el menor reflejo del terrible drama de la noche pasada.
¿Cuáles eran mis pensamientos a la sazón? ¿Acaso me daba cuenta de ellos? Iba a entrar en la estancia donde, según me constaba, no penetraban más que Cristina, su padre y su prometido, aparte de la víctima. Iba a entrar, además, varias horas después del asesinato. Y, para colmo, era la misma Cristina quien, con el gesto más natural, me abría la puerta.
Mis ojos se dirigieron inmediatamente a los balaustres del balcón, al suelo del estudio, a la mesa, al armario, como si fatalmente tuviera que encontrar las huellas sangrientas del crimen. ¡Qué puerilidad! Desde el momento que me recibía allí es que ya se había hecho lo preciso. ¿Lo preciso? Ni tan siquiera parecía barrido el suelo… En aquella larga estancia, donde penetraba la luz a mares, nada, absolutamente nada, hubiera podido llamar la atención de la mirada más recelosa, como, por ejemplo, la mía, que había visto asesinar a Gabriel.
Es más: yo sabía por especiales confidencias de la señora Langlois que el viejo, la chica y el novio se encerraban allí horas y horas luego de haber corrido las cortinas, para una misteriosa ocupación que, como ya he insinuado, empezaba a preocupar a algunas pobres cabezas del barrio. Y luego de echar un vistazo a aquella estancia vulgarísima, cabía, en verdad, preguntarse si la señora Langlois no había soñado.
Un gran diván en un rincón, cortinajes, unas cuantas telas, estudios, modelos de la Antigüedad colgados de la pared, dos pedestales con arcilla confusa envuelta en telas blancas, una librería acristalada, en la que no había libros, sino unas cuantas estatuillas policromas que me recordaron que dos años antes la señorita Cristina Norbert había expuesto en el Salón de los Independientes un pequeño Antinoo de singular belleza, aunque había dado principalmente que hablar por la materia completamente nueva de que estaba hecho, y a la cual se buscaba un nombre, cuando la artista, una buena mañana, retiró su envío sin dar explicaciones.
En el fondo de la estancia, un cortinaje levantado a medias daba a un cuartito que seguramente era la alcoba de Cristina.
Mis ojos, que no podían pararse en nada, volvieron al armario.
Pero Cristina me recordó tranquilamente el objeto de mi visita, rogándome que me sentara en el sillón donde la antepenúltima noche había visto que se sentaba Gabriel.
Si ella estaba tranquila, yo no lo estaba. Ardía mi cerebro, temblaban mis manos.
Sentóse frente a mí. Yo no me atreví a mirarla. A pesar de que la noche anterior le habían asesinado al amante, se interesaba por la finura y el color de mis pieles.
Luego me dijo que me proporcionaría unos cuantos dibujos, con arreglo a los cuales tendría que hacer una encuademación estilo mosaico.
—¿Es, pues, un trabajo de lujo? —pregunté.
—Sí —me contestó—. Y voy a confesarle que esos libros no son míos ni son para mí. Traiciono un secreto; pero estoy segura de que no me venderá. Pertenecen al señor marqués de Coulteray, dueño de nuestra casa, a quien vi hace poco, y que busca un encuadernador artístico que se dedique a su biblioteca, en condiciones muy excepcionales, sí, pero tal vez no muy molestas para usted, que es vecino. De usted le he hablado y se ha servido de mí para ponerle a prueba. Perdóneme.
Di las gracias balbuceando como un niño tímido y confuso. Poco me interesaban los libros. Mucho la idea de que había pensado en mí, de que yo existía para ella, de que ella había intervenido para hacerme un favor. Estaba yo como embriagado. Poco antes me había acercado a la hermosa mujer con horror y preguntándome qué impasible metrónomo palpitaba bajo su corpiño. Y ahora hubiera besado el borde de su falda como a la diosa de la Piedad.
Sí, sí. Era adorable por cuanto se inclinaba sobre mi abominación, por cuanto sonreía a mi asquerosidad. Porque aquel ángel sonreía…
Y el caso era que la noche anterior le habían asesinado al amante en aquel mismo lugar.
Al resurgir súbitamente este pensamiento, me tambaleo. Mi estúpida mirada da una vuelta más a la maldita estancia, que nada me revela de su secreto, y luego se detiene nuevamente en el armario: en el armario de donde salió y donde quizá lo han vuelto a meter mientras le hacen otra tumba… Porque tal vez está aún ahí el muerto magnifico…
¿Tal vez? ¡No! Estoy seguro de ello.
Una fuerza de la que no soy dueño encamina mis pasos hacia el mueble fatal.
—¿Adónde va, caballero?…
Esta vez me parece que su voz es menos segura y que el gesto con que me detiene ha sido un poco precipitado.
Ahora me corresponde el turno de tener lástima. Y recobrándome digo, por decir algo:
—Es un viejo armario normando…
Es, caballero, un viejo arcón completamente auténtico del Renacimiento provenzal… No me queda otro mueble dé mi madre. Ella lo heredó de su abuela. Dentro guardo ropa blanca y fuerte como ya no se hace ahora.
Me inclino para despedirme. Me alarga la mano. Comprendiendo que si la toco con mis labios voy a hacer locuras, echo a correr… En fin de cuentas, ha muerto. ¡Ha muerto! Y eso es lo principal… El viejo Norbert estaba en su derecho, en el derecho romano, que es el único derecho en la casa de uno… Cierto es que si bien ha matado al hombre de la capa, no ha tocado un pelo de su hija… Pero ¡ha hecho bien!… Una criatura semejante es sagrada, haga lo que haga. ¡Buen pater familias! Le estrecho la mano en su tienda antes de correr a encerrarme en la mía. ¡Qué horrible es todo esto!…