XXIV
«ALAS POOR GABRIEL!»

Jaime Cotentin y Lebouc volvieron juntos a Toug. Jaime parecía muy abatido; Lebouc, que de tiempo atrás se había hecho un alma de filósofo, gracias a la cual recobraba su serenidad indiferente luego de cada desastre:

—No hemos tenido suerte —se limitó a decir.

Jaime suspiró.

—Si el golpe no hubiera sido tan fuerte, si el marqués hubiera vivido solamente unos minutos, hubiéramos obtenido de él lo que queríamos… El miedo nos lo entregaba… ¡La muerte nos lo ha robado en el momento en que abría la boca!… Ese hombre, que no creía en nada, había visto de pronto el espectro de su mujer… Menos mal que ahora la pobre mujer ha muerto de veras. ¡Ya nada le atormentará!…

A requerimientos de Lebouc, explicó el disector que Bessie-Anne Elisabeth, a la que se creyó muerta una primera vez, no había padecido más que una cierta crisis cataléptica, en la que entraba por mucho la sugestión. Son numerosos los casos de personas que se creen muertas, sobre todo entre aquellas cuyo cerebro, demasiado débil, ha frecuentado excesivamente la idea del más allá… Bessie se creía muerta y cala en catalepsia para despertarse de noche, a la hora en que sabía que tenía que salir de la tumba, como todos los vampiros, bajo la obligación de un destino ineluctable… Jaime había seguido la primera noche, luego del entierro, a aquella figura fantasmal y había asistido al caso, que conocía perfectamente… La había visto volver a la cripta y colocarse ella misma en su sepulcro. Ella, por su parte, le había visto, le había mirado sonriendo tristemente y le había dicho con voz opaca: ¡Hasta mañana a medianoche! La catalepsia se le apoderó inmediatamente…

¿Cómo había salido por sí sola de la tumba? Eso es lo que se preguntó Jaime… Y llegó a la conclusión de que Sangor había acudido para realizar su horrible oficio, ella se había despertado cuando abría el féretro Sangor y éste había huido… Ello explicaba la facilidad con que Drouine había podido, varias horas después, librarse del indio, que, además, iba cargado de obsequios…

Jaime se guardó mucho de comunicar a Cristina lo ocurrido realmente en la cripta. Su novia tenía el espíritu muy trastornado en aquel momento para intentar explicarle científicamente un fenómeno que era más fácil negar. Y negó…

Pero ¡había que salvar a la desgraciada Bessie!… Para intentar curarla, había que comenzar librándola del marqués, causa de todos sus males. En consecuencia, decidió enseñarla muerta y en su tumba a la vista de todos. Luego selló públicamente la losa. La siguiente noche fue a ponerla en libertad a la hora en que salía de su crisis. Y ayudado por el doctor Moricet, a quien había puesto en antecedentes, de Drouine y de la viuda de Gérard, a quien los dos médicos acabaron convenciendo de la verdad, transportaban a la desgraciada en un auto que la llevaba a un pasaje desierto de Sologne, donde Drouine tenía una finquita.

Allí había permanecido. El doctor Moricet iba a verla todas las semanas. Tan pronto abrigaba alguna esperanza como desesperaba de llegar a un buen resultado. Era demasiado tarde. La monomanía de la vampiresa acabarla triunfando. Aún se escapaba de noche para irse a su tumba. Una vez llegó a caminar leguas y leguas por un camino imposible, para llegar a Coulteray. Aquella noche habló con la gente del mesón. A Drouine le costó Dios y ayuda alcanzarla y llevársela. Y él era el fantasma a quien hablan visto persiguiendo a la vampiresa, que ya estaba definitivamente loca.

—Ahora comprenderá usted —acabó diciendo Jaime Cotentin— cómo se me ocurrió la idea de servirme de eso espectro viviente para obtener las confesiones del marqués.

—Bien discurrido estaba —dijo Lebouc—. Pero en la vida, señor Cotentin, hay que tener suerte. Nosotros, por desgracia, no la tenemos. ¿Quiere que le dé un consejo leal? Haga como yo. Procure que le olviden… Adiós, señor Cotentin.

—Adiós, señor Lebouc.

Y el desgraciado Jaime, volviendo aquella misma noche a París, se decía:

«El mejor medio de hacerse olvidar es desaparecer para siempre… Me parece que si no encuentro a Cristina no duraré mucho… Nada me interesa en el mundo…»

Y si pensaba en su autómata era para maldecirlo…

Al entrar en la tienda de la calle del Santísimo Sacramento, llamó la atención de Jaime el desorden que allí reinaba. En los rincones se amontonaban resortes, muelles, ruedas dentadas, todo ello retorcido, estropeado, sin ninguna aplicación inmediata.

Reconoció trozos de las famosas ruedas cuadradas que tanto habían intrigado al barrio y restos del famoso sistema de movimiento continuo, que los habitantes de la Île-Saint-Louis no recordaban que nunca se le hubiera dado cuerda.

En medio de todas aquellas ruinas estaba el viejo Norbert, sentado a su mesa, con la lupa ante el ojo, tranquilo, con gestos cansados y precisos, arreglando un reloj…

No pareció asombrarse de ver a su sobrino, al que le dijo:

—¡Hola! ¿Eres tú?… Hace varios días que tengo un telegrama para ti. No sabía dónde mandártelo. Lo he leído. Parece urgente…

Jaime se arrojó sobre el telegrama. Estaba puesto a su nombre, procedía de Peira Cava y lo firmaba Cristina. Leyó: «Ven pronto. Necesitamos de ti los dos».

Quiso hablar al viejo, pero el otro atajó diciendo:

—Haz lo que quieras. Nada de eso me interesa.

Partió cuanto antes para el Mediodía. Al día siguiente, a las cuatro de la tarde, llegaba a Peira Cava. Al bajar del auto vio a una joven enlutada y con ojos de haber llorado. Era Cristina.

—¡Llegas demasiado tarde! —le dijo—. ¡Ha muerto!

La cogió del brazo para sostenerla. Así siguieron el camino que llevaba a la casita del bosque de Mairise. Con inconmensurable tristeza, Cristina lloraba a Gabriel y Jaime lloraba a Cristina, que el otro, aun cuando estaba destruido, parecía haberle robado para siempre…

—¡Perdóname, Jaime!… Pero nunca se sabrá lo que ha sido Gabriel ni lo que hubiera podido ser de haber querido vivir… Pero no quería… Ya te contaré un día, detalladamente, cómo caí en manos del marqués y de sus amigos, cómo me veía perdida para siempre y cómo Gabriel surgió en el momento supremo para arrancarme de los brazos de aquellos vampiros… Todos se precipitaron sobre él, pero él era más fuerte que todos. Le acribillaron y descargaron sobre él sus armas, pero todo fue inútil. Pasó, me cogió y me trajo aquí… Sin embargo, para él era el fin. Antes de venir a salvarme, ya había sido medio aplastado por un formidable accidente. Todo su sistema nervioso había sido furiosamente afectado y su circulación se hacía con dificultad… No quería que yo le curase. ¡Y había lanzado sus llavines a un precipicio antes de arrojarse él mismo!… Deseaba morir, morir para siempre… Ya sabréis la causa… Entonces te telegrafié, a pesar de que me había prohibido y de que me vigilaba constantemente. Me decía: «Ya que sólo me quedan unas horas de vida, que nadie venga a turbarlas».

Finalmente, una noche en que sus gestos se habían hecho más lentos y más difíciles, me dijo adiós y me hizo jurar que no le seguiría… Se lo juró, pero le seguí de lejos… Tenía yo la esperanza de que tal vez se detuviera de repente, y entonces, a su pesar, podría curarlo… Pero había reunido sus últimas fuerzas, usaba su último resorte, me llevó por las nieves, por el camino de Plan-Caval, hasta muy lejos.

De pronto se irguió sobre una cumbre, como si pusiera por testigo al cielo y la tierra, levantó los brazos y se arrojó al precipicio… Acudí como una loca. Dando un gran rodeo y a costa de mil peligros, llegué al fondo del precipicio, donde descubrí sus pobres restos destrozados… Los he traído y los verás… Tu hijo, Jaime, era sublime… ¡Qué desgracia ha sido su muerte para el mundo!…

Jaime, en vez de contestar, callaba y lloraba… ¡Lloraba por él mismo!… Cristina añadió:

—Aquí se ha creído en un accidente. Yo he procurado que lo creyeran. Se ha buscado el cadáver; pero como ha llegado el deshielo, ha parecido natural que no se encontrase nada. Sienten mucho que haya perdido a mi hermano. El cura de Luceram vino ayer para decir en nuestra capillita una misa por el descanso de su alma. ¡Poco pensaría que estaba dentro de mi armario!…

Habían llegado a la casita. En el hogar ardía un buen fuego de leña.

—¡Caliéntate, que debes de estar helado! —dijo Cristina—. Voy a traerte un tazón de caldo y todos sus papeles, todo lo que me escribía. Así comprenderás por qué ha querido morir. ¡Qué alma! ¡Y cómo ha sufrido!

Volvió con un tazón de caldo y con una cajita que contenía los preciosos papeles.

—Lee —dijo—. Hasta ahora.

Y se marchó sollozando.

Jaime sacó de un bolsillo interior una gruesa libreta, en la que había anotado cotidianamente sus trabajos y en la que se podían encontrar precisadas con el mayor cuidado todas las condiciones de la sublime máquina. Unió la libreta a los papeles que le había entregado Cristina y que aún no había leído, y lo arrojó todo al fuego.

Cuando volvió Cristina no quedaban de los maravillosos documentos más que cenizas y unas puntas de hojas requemadas. Cristina comprendió lo que acababa de ocurrir. Lanzó un grito y corrió hacia la chimenea.

A continuación damos unas cuantas líneas de las pocas que pudo salvar del desastre:

«Soy, si, un espíritu puro y me enorgullezco de ello. Y tu gloria eterna, ¡oh, Cristina!, será haber amado una idea, mejor tal vez de lo que hubieras amado mi mismo corazón de haber habitado éste en mi primera etapa dentro de un cuerpo bello, dentro de un cuerpo contrario a lo que era el de Benito Masson. ¿Ves, Cristina, lo que admiramos en el hombre? Emerson lo ha dicho: “La forma de lo informe”, la concentración de la inmensidad, la morada de la razón, el refugio de la memoria. ¡Oh los pensamientos! ¡Qué seres más ágiles y flexibles! Las cosas del corazón aún pertenecen a la tierra; pero el pensamiento alado que no tiene ningún peso terrestre, es lo divino».

Lo que acabamos de leer es el canto triunfal; pero he aquí el desesperado clamor que todo lo explica:

«He alargado los brazos, he oprimido sobro mi pecho frío tu cuerpo y tu rostro convulso; pero no he notado la tibieza de tu lado… ¡Oh, quien me dará tu calor y tu perfume benditos!… ¡Cristina, Cristina!… Emerson es un necio… El orgullo de pensar no compensará nunca del amor, del amor tal como lo ha querido la creadora naturaleza, del amor en cuyo fondo todo se une… ¡Ay, Cristina! Al principio paseaba a tu lado mi soberbia, me ufanaba de ser un espíritu puro y mostraba atrevidamente mi felicidad… Pero me engañaba a mí mismo, sólo era feliz porque aún no me había retirado completamente de la tierra, como un operado a quien lo acaban de cortar los brazos y continúa notándose la mano herida… Recordaba tu perfume y me bastaba verte para sentirte… Me paseaba por la naturaleza sin estar todavía completamente aislado. Pero poco a poco disipóse la figuración y desaparecieron las seudosensaciones. Fui reducido a un mecanismo que paseaba mi pensamiento. Me vi convertido en un espíritu puro… ¡Qué miseria! Esta vida no puede durar… Tu Jaime me ha impuesto el más cruel de los suplicios».

He aquí unos líneas postreras:

«¡No, no hay en el mundo mayor dolor que ser un espíritu puro!… La religión cristiana, que ha puesto en la primera fila de sus dogmas la resurrección de la carne, ha comprendido esa verdad… Sí, Cristina, eso es el paraíso: renacer en carne y hueso para dar un beso efímero en el que se ponga toda una eternidad… Una eternidad sin ese beso, ¿para qué?… Adiós, adorada mía…»

Dos años más tarde, si por ventura se hablaba del muñeco sangriento, de la «epidemia de pinchazos», de la seudorresurrección de Benito Masson, de los thugs y de sus pequeños trocares, se consideraba todo ello como una pesadilla que había sacudido a París en una época en que los espíritus hablan perdido todo equilibrio: enfermedad a lo que la policía no había sido ajena… Jaime y Cristina se habían casado. El disector se había establecido en Peira Cava como el más humilde de los médicos rurales con el apellido de Beigneville, que era el de su madre.

La señora de Beigneville tuvo tres hermosos niños, ninguno de los cuales se llamó Gabriel.

Pero Gabriel continuaba viviendo en el corazón de Cristina y esperando en su armario.

No había querido separarse de aquellos restos. Jaime había consentido en ello. Y el famoso cerebro de Benito Masson era conservado aparte, en un bocal a propósito.

La señora de Beigneville era dulce, era buena, era la más sencilla de las mujeres. Su única distracción, aparte de sus hijos, consistía en abrir, cuando estaba sola, su armario y trabajar en la reconstrucción de Gabriel.

Ya había conseguido resultados muy apreciables. La circulación no dejaba nada que desear, y el suero funcionaba bien. Y un día en que Jaime se fue a cazar con unos amigos y el teniente de los alpinos que mandaba el puesto de Plan-Caval, fue Cristina a coger el bocal donde se bañaba en el suero alimenticio el cerebro de aquel a quien en el fondo de su corazón aún llamaba «¡Mi Gabriel!». ¡Qué emoción cuando lo abrió!

Pero ¡ay, el bocal estaba vacío!

Jaime Cotentin había tomado sus precauciones…