XXIII

Siento que te lanzan sobre mí grandes temores

y negros batallones de inconcretos fantasmas…

VERLAINE

Jaime Cotentin, al dejar en Tours a Lebouc, le dijo:

—Alójese en la posada de «La Gruta de las Hadas» y no se preocupe de mí. No quiero exhibirme. Si el marqués me viese o tan sólo se enterase de que estoy por la comarca, se figuraría en seguida que vengo a reclamarlo a Cristina o entregarme a costa suya a alguna violencia. Y desaparecerla…

Lebouc llegó a Coulteray hacia las siete de la tarde. La ceremonia fúnebre había sido fijada para la mañana siguiente.

El mesón de Achard estaba atiborrado de gente. Aquella animación era obra de los rumores. El vampiro no había tenido una buena prensa. Los últimos rumores de la capital hablan llegado hasta Coulteray. Incluso se hablan repartido diarios en que se aludía directamente al marqués. Las historias de estranguladores y de vampiros de la India hablan impresionado hasta a los más pacíficos. Se recordaba que a Coulteray había ido con criados muy extraños. La última vez, sin embargo, no había traído más que un camarero. Se había privado de los servicios de Sangor y de Sing-Sing. Y había hecho bien.

No obstante, aún le defendían el cura y el alcalde. Y el doctor Moricet se limitaba a encogerse de hombros cuando le contaban lo que se decía por el país. El centro de todo aquel movimiento era el establecimiento de Achard.

Allí estaban Achard, Bridaille y Verdeil, que no se apeaban de lo que hablan visto y oído, y que lo repetían incansablemente. Desde lejos acudía la gente para oírselo contar, y, de paso, vaciar algunos vasos.

El tendero Nicolás y el comerciante al por mayor de vinos Tamisier lamentaban no haberse hallado presentes cuando el fantasma habló; pero como puede suponerse, no hablan olvidado la sesión en que la viuda de Gerard lanzó tan agudo grito que les hizo levantarse para ver cómo la marquesa volvía al cementerio…

Aquella tarde, la viuda de Gerard, que se llamaba señora de Drouine desde que se había casado con el de Sologne, había llegado con su nuevo esposo.

Los dos se alojaron en casa de Achard. Huelga decir que la conversación era muy animada en la sala del mesón. Drouine mostraba su frente taciturna. El matrimonio no lo había cambiado mucho. Era el mismo patán con la cabellera de crin, los miembros bastos y los hombros cargados. Pero el ex sacristán parecía ocultar bajo aquella envoltura rugosa un alma cada vez más Cándida, revelada por su mirada de infantillo, por sus ojos de un azul como el del manto de la Purísima. En el fondo, no se sabía qué pensar de él, cosa que probablemente le ocurría a él mismo. Afectaba una gran prudencia, y se limitaba a mover la cabeza ante las palabras más atrevidas. Y era curioso el hecho de que su mujer parecía burlarse de él:

—¿Por qué eres así?… ¿Crees que no tienes derecho a decir lo que piensas?…

Y volviéndose a los demás, les decía:

—¡Éste sí que vio cosas la primera noche!…

Él acabó por decir:

—¡Déjame en paz, Adolfina!

Pero Adolfina se vengaba. No había olvidado cómo fue arrojada por el vampiro, delante de toda la población, cuando se verificaba el entierro. No guardaba contemplaciones al marqués y excitaba a Bridaille, a Verdeil y a Achard a que repitieran «lo suyo» a los recién llegados.

Los tazones de vino caliente, los ponches, calentaban el corazón y los cerebros. Bridaille, el herrero, daba puñetazos sobre la mesa como sobre un yunque.

—Nosotros no somos unos niños… Verdeil, que se dedica todo el día a maquinarias, no creo que se asombre de una cosa que no existe; no creo que tome por verdad una figuración… Aunque me obligaran a poner la mano en mi fragua repetiría yo que nos habló y nos preguntó por el camino de su tumba…

Cuando pronunciaba aquellas palabras se abrió la puerta y entró un hombre cuya sola presentación impuso el silencio.

Lebouc, desde su rincón, supuso que se encontraba frente al marqués. Y no se engañaba.

No parecía contento el señor marqués. En su cara color de ladrillo ardían los ojos con una llama maligna. Nunca había parecido más cerca de la apoplejía. Su mano derecha manejaba un látigo de perro, cuya cinta chascaba febrilmente en los leggings.

—¡Buenas noches! —gruñó sentándose junto al fuego—. Al pasar he entrado para oír las tonterías que decía Bridadle. Y me parece que he entrado muy oportunamente…

—Tal vez —repuso Bridadle sin desconcertarse—. Pero en todo caso, no soy yo el único que dice tonterías aquí… Pregunte a Achard, a Verdeil, a Tamisier, a Nicolás, sin contar a Drouine y a su mujer Adolfina… Creo que somos una buena colección… Lo que me consuela es que el único que no dice tonterías es usted, señor marqués…

—¡Hola, Drouine! —exclamó el marqués—. ¿Has vuelto?

—Sí, señor marqués —respondió el otro ruborizándose como si estuviera en la primera comunión—. No he querido dejar pasar una ceremonia semejante sin presentarle mis respetos y sin renovarle mi pésame…

—Veo que todo el mundo estará presente —comentó el marqués sin dejar de jugar con el látigo—. Lo celebro, por lo que representa de buen recuerdo para la marquesa. Y espero que luego los imbéciles nos dejarán en paz a ella y a mí…

Entonces, Verdeil, el que tenía el garaje junto al puente, se levantó y se colocó frente al marques para decirle fríamente:

—Le prohíbo que me trate de imbécil.

—¡Ja, ja! —exclamó el marqués—. Vaya, vaya… Es usted un espíritu superior, ¿eh?… No va a misa, no cree en Dios ni en el diablo…

—En efecto —corroboró Verdeil.

—Pero cree en los fantasmas…

—Es que sólo creo en lo que veo y en lo que oigo… Y yo he visto, he oído y he reconocido a la mujer del vampiro…

Al oír esta palabra, el marqués se levantó jurando. Se había puesto lívido. Parecía que iba a escupir al otro. Pero se contuvo…

—¡Sois indignos de mí, que siempre me he portado tan bien con vosotros!… ¡Estáis más atrasados que los peores salvajes!… Me habéis visto alrededor de la marquesa… Durante mi ausencia, y para tranquilizar vuestros embrutecidos cerebros, se ha abierto su tumba y se os la ha enseñado… Desde entonces nadie ha bajado a la cripta… Mañana por la mañana la volveréis a ver y se encerrará definitivamente a la desventurada a quien no he dejado de llorar… ¿Y habláis de vampiros?… ¡Canallas!

Todos se pusieron en pie con una indignación que no anunciaba nada bueno. Bridadle había derribado la mesa que se hallaba delante de él y se llegaba al marqués, luego de haber producido un fragor de vajilla y de vasos rotos.

Achard tuvo el tiempo preciso para interponerse.

¿Qué prueba eso? —le preguntó al marqués.

—¿Qué quiere usted decir?

¿Qué prueba que nos la enseñe mañana por la mañana? Sale de la tumba por la noche, al filo de las doce… como todos los vampiros… ¡No se haga el ignorante! ¡De eso sabe usted bastante más que nosotros!…

El marqués le lanzó una mirada siniestra y le dijo:

—Aplazo la ceremonia para mañana por la noche, a las doce… ¿Estás satisfecho?

—Sí —dijo Achard.

—¡Y pensar que estamos en el siglo XX! —masculló el marqués, dándose un latigazo.

Se fue rugiendo. Ya estaba lejos cuando aún se le oía jurando, blasfemando, insultando a Dios y a los hombres.

Cuando a la mañana siguiente se supo en Coulteray y en los alrededores que la interesante ceremonia había sido aplazada hasta la noche, a consecuencia de la escena del mesón, se apoderó la fiebre de todo el mundo. ¡Qué jornada más llena de ansiedad!…

Por la tarde, el marqués se había encerrado en el castillo con el alcalde y el cura, que le consolaban como mejor podían. Pero se encontraba en un estado de exaltación poco común en él. Lo que espetó al primer magistrado de la población acerca del cretinismo de sus administrados dejó tan patitieso al pobre hombre, que éste se juró que no se presentaría en las próximas elecciones. También el abandonarla aquel pueblo absurdo y lo dejaría entregado a su vergonzosa superstición…

Al oír aquella palabra —superstición—, el marqués, un poco calmado por lo que se refería al alcalde, se dirigió al cura, que también se llevó lo suyo…

—Si hubiera menos historias de santos, de milagros, de tumbas abiertas, de resurrecciones, de fantasmas y de otras necedades mezcladas con las leyendas…

—¡Que me perdone si alguna vez le he dado algún disgusto y que descanse en paz en su nueva tumba!…

Luego se puso a elogiar la arquitectura y los motivos decorativos de la nueva tumba. Era cara, pero pensaba el marqués que todo lo merecía Bessie-Anne Elisabeth…

En torno al castillo empezó a oírse un ruido sordo. A pesar del vivísimo frío, el cementerio y los patios ya estaban llenos de gente.

La noche, por lo demás, era hermosa. Una gran Luna pálida se deslizaba tras las nubes plateadas…

Partieron los tres hacia la capilla. Al reconocerlos, les dejaron paso. A la vista del marqués, cesó todo murmullo. Esperaban… Y más de uno se estremeció pensando en la espera…

Ya estaba todo preparado para la ceremonia. El vicario se había ocupado de ello. Pero no se abrió la cripta hasta el último momento, porque la gente se aplastaba contra la puerta. Las mujeres, sobre todo, demostraban una exagerada curiosidad. Las había que se hallaban allí desde horas antes.

Lebouc fue uno de los primeros en entrar en la cripta; pero estaba receloso porque no había visto a Jaime.

Algunos grupos, que hablan pasado las horas de espera vaciando botellas aportadas en previsión, estaban alegres y se dedicaban a bromas que no lograban ningún eco. Les decían:

—¡Callad, herejotes!

En la cripta, sin embargo, reinaba el silencio…

Se había levantado un pequeño altar en el fondo, precisamente sobre la tumba de Francisco III, llamado Brazo de Hierro, que murió en Tierra Santa. Y allí celebró el oficio el cura.

Se aplastaba la gente en la escalera que comunicaba la cripta con el coro y en la estrecha escalera del torreón que subía directamente al cementerio.

La nueva tumba, realizada en ese estilo en que el Renacimiento empieza a borrar el gótico flamígero bajo el florecimiento de sus líneas y la abundancia del dibujo, era muy admirada por cuatro figurillas de ángel que decoraban las esquinas.

Estaba abierta, esperando que le llevaran el féretro de Bessie-Anne Elisabeth, aún bajo la losa de la tumba de Luis Juan Crisóstomo.

Una vez terminado el oficio y llegado el momento en que los obreros quitaron la losa sepulcral, quedaron en suspenso todas las respiraciones. Entonces sonaron en la torre doce campanadas. Y se acabó de quitar la losa.

Un largo gemido lúgubre salió de la concurrencia, acompañado de gritos con que se encomendaba a Dios y a los santos.

La tumba conservaba el féretro que se le había confiado; pero el féretro abierto estaba vacío…

La vampiresa, a la que en la última ceremonia todos hablan visto tendida en el ataúd, ¡había salido de su tumba!…

Todas las miradas se dirigieron entonces al marqués, mientras las mujeres calan de rodillas. Y un murmullo amenazador a más no poder comenzó a envolverle.

Se había erguido, desconcertado, inquieto, pero todavía temible… Y entonces un ruido procedente del cementerio anunció que por éste o en sus cercanías ocurría algo extraordinario.

Luego se oyeron gritos horribles en la escalera del torreón. Los que allí estaban procuraron huir. Algunos cayeron en la cripta, rodando por los escalones. Y tras ellos apareció un bulto largo y blanco…

Muy tiesa, como si en vez de andar se deslizara sobre la tierra, como se había manifestado en las noches de Coulteray, venía… venía… Bessie-Anne Elisabeth, marquesa de Coulteray, nacida Cavendish… Y se dirigía hacia el marqués, que, con los brazos en cruz, el rostro exangüe y la boca abierta, pero incapaz de articular ningún sonido, retrocedía… retrocedía…

Cuando ya no pudo retroceder más, cayó de rodillas.

El fantasma había alargado los brazos…

Bessie, con voz de ultratumba, pronunció:

¡Te acuso!…

Pero el marqués se había desplomado. Su cabeza sonó horriblemente contra la piedra de la tumba. Y lanzó un suspiro tremendo, una especie de estertor, al que respondió un gemido más espantoso todavía.

Hacia el agonizante corrió un hombre, que le alzó la cabeza.

—Antes de morir, ¡dime qué has hecho de Cristina!

¡Ay! Jaime Cotentin no tenía en sus brazos más que un cadáver, junto al cual no tardó en rodar el espectro, definitivamente agotado, de Bessie…

¡Estaban muertos los dos!… El doctor Moricet, que había seguido a Jaime, lo comprobó y declaró que aquella vez ¡todo había terminado!

Pero aquellas palabras no podían calmar a una multitud supersticiosa, cuyo espíritu acababa de ser exaltado por la trágica escena. Como el alcalde y el cura expresaran su opinión de que los marqueses fueran colocados inmediatamente en la tumba, ocurrió de pronto uno de los acontecimientos que no pueden suceder más que en ciertos momentos en que el alma de las multitudes es arrebatada a su pesar por un torbellino que le hace realizar gestos definitivos, cuya responsabilidad no podría achacarse a nadie en particular.

No hay que olvidar que para la mayoría, la vampiresa, saliendo de la tumba, había venido a encontrarse con su verdugo más acá de la muerte. Y esa mayoría juzgaba que había que librar al país de la pesadilla que duraba hacia meses. ¡Bastaba ya de fantasmas en las noches de Coulteray!

¿Qué dice la tradición sobre los vampiros? ¿Qué ordena?… ¡Quemarlos!…

Sin un previo acuerdo, sin pronunciar una sola palabra, se hizo lo necesario. En la noche de plata, sombras negras levantaban en el patio principal una enorme hoguera…

Toda la leña que se encontraba alrededor fue acumulada allí como por encanto. Y sobre la leña reseca del invierno se vaciaron bidones de esencia, facilitados por el mismo Verdeil. Los dos cuerpos fueron colocados allí encima, uno al lado del otro. El alcalde y el cura se hablan retirado. Y pronto se levantó una llama gigantesca, que hizo surgir el viejo castillo como del fondo de la historia de Francia, en un día de matanza y de incendio…

Durante largo tiempo retorció la hoguera sus inmensas lenguas escarlata por encima de la montaña… Luego, poco a poco, calmó su fuego devorador… Y pronto apareció un resplandor gozoso y amigo, como una hoguera de la noche de San Juan, recuerdo tranquilo de la cruel llama druídica…