Habían pasado dos días desde aquellos terribles sucesos. Al anochecer, un hombre joven todavía, pero que no parecía encontrarse muy bien en diversos sentidos, se presentó en la posada de «El Árbol Verde» y pidió a la señora Muche las llaves de la finca de «Las Dos Palomas», que deseaba visitar y que estaba en venta, según rezaba un cartel colocado en la verja.
La señora Muche le dio las llaves y el joven en cuestión se alejó, seguido por la mirada de un hombre que estaba sentado ante una mesa de la sala y que hasta entonces había estado muy ocupado en la lectura de La Época, cuya primera página abundaba en títulos llamativos.
Citemos los principales: El muñeco sangriento, aplastado bajo los escombros de un edificio del bulevar Diderot. Dimisión del señor Bessiéres, director de la Seguridad General. Fantasías criminales de Lebouc, agente particular del señor Bessiéres.
También damos los principales párrafos del artículo encabezado por los títulos anteriores:
«Por fin estamos libres del muñeco sanguinario y también del señor Bessiéres, que en todo este asunto se ha mostrado muy por debajo de su cargo, de su cometido. No se sabe de qué hay que asombrarse más: si de su incompetencia o de su inconsciencia…
»Antes de encontrar al muñeco, espantó a los ciudadanos, y en cuanto le echó la mano encima lo dejó en libertad…
»Pero todo ello no es nada al lado de ciertas maniobras de las que hemos estado a punto de ser víctimas, y que hubieran podido tener las repercusiones más graves en nuestras relaciones con las potencias extranjeras. Seguramente se recordará la publicación en estas mismas columnas de unos trabajos firmados por XXX. Teníamos motivos para pensar que el contenido de aquellos artículos había sido conseguido de las fuentes más auténticas. Y cuando prestábamos a aquellas revelaciones toda la fuerza de nuestra publicidad, es que creíamos hacer al país un servicio indiscutible.
»Los artículos en cuestión nos los traía un agente particular del señor Bessiéres, el cual agente nos daba a entender que si los publicábamos serian gratos al ministro.
»El autor de aquellos artículos era un tal Lebouc, alter ego del señor Bessiéres. Y no solamente era el autor, sino, como se dice hoy, el animador. Toda la historia de los assuras de Corbilléres, todas las aventuras de thugs en que se encontraban comprometidos los primeros nombres de la aristocracia europea, todo era una invención del tal Lebouc… ¿Quién le impulsaba? ¿A quién quería servir? ¿A quién quería perjudicar?… Acabamos de enterarnos; pero no queremos entrar en detalles…
»Este asunto, lo mismo que el del muñeco, debe ser enterrado.
»Ya se ha hablado bastante de Corbilléres. ¿Verdad, señor Lebouc? Y, según parece, no se trata de una novatada por parte de usted. Ya ha intervenido usted tres veces contra el interés público, según parece. ¡Caramba con el señor Lebouc!…
»Es un personaje insignificante, pero que tiene su historia… Que no nos obligue a publicarla; que desaparezca… como acaba de desaparecer quien le empleaba y quien nos lo enviaba…
»Y que esto nos sirva de lección. ¡No más Bessiéres, no más Lebouc en la calle de las Saucedas!… Hemos de procurar un cambio completo».
Y firmaba: «La Dirección».
El joven de mal aspecto a que antes se aludía volvió al cabo de una hora. Así como antes parecía constipado, ahora no lo parecía nada en absoluto. En cambio, si triste se mostraba antes, más triste se mostraba después.
Pidió un ponche y entregó las llaves a la señora Muche.
Una vez que le fue servido y se hubo alejado la señora Muche, el hombre que leía el diario se le acercó, se lo presentó y le dijo:
—¿Ha leído usted esto?
—Sí, lo he leído —contestó el joven triste.
Y apartó el periódico como rechazando toda conversación.
—Permita que me presente, caballero. Soy el mismo Lebouc… Pertenezco a la policía hace muchos años. Siempre he sido sacrificado… En este caso, queriendo tomar precauciones, me he dirigido a la prensa; pero la prensa me ha sacrificado como la policía… A usted le conozco… Es usted el señor Jaime Cotentin, disector de la Facultad de Medicina de París y autor o padre del muñeco sangriento…
¡Tranquilícese!… No quiero causarle molestias, ni quiero causar molestias a nadie… Pero ya que se tercia la ocasión, quiero decirle que todo cuanto he escrito en La Época es absolutamente exacto… Todos los crímenes de Corbilléres proceden de «Las Dos Palomas». Hace veinticuatro horas que tengo la prueba de que el autómata no tiene nada que ver… ¡Y Benito Masson era inocente! La última víctima de los indios y del marqués es una persona por usted muy querida. Mientras yo, como un mentecato, me apoderaba de su Gabriel, de quien debiera haber hecho un auxiliar, raptaban a la señorita Cristina Norbert para entregarla a los vampiros…
Le advierto a usted que es la última vez que hablo de estas cosas. Usted verá si puede aprovecharse de mis palabras…
Para los efectos consiguientes, he de manifestarle que no creo que el muñeco en cuestión haya perecido en el bulevar Diderot. Enseñarían los restos… Pero quieren hacer creer que ha muerto…
Obre con la mayor prudencia, tanto en lo referente al autómata como en lo referente a la señorita Norbert, si aún es tiempo de salvarla.
En cuanto a mí, me retiro, porque esa gente es demasiado fuerte. Para ahogar el escándalo tienen a todo el mundo con ellos… ¿Ha visitado usted la quintado «Las Dos Palomas»?… ¿Verdad que parece una honrada aunque suntuosa casa de campo?… ¿Puede imaginarse algo más auténticamente burgués?… Cualquiera que la visite se echará a reír si piensa en los artículos de XXX… Y es que han tomado todas las precauciones… No han dejado la menor huella de su paso…
En cuanto al marqués, cuyo nombre no es preciso pronunciar; en cuanto a esa bellísima persona víctima de una leyenda absurda, cuando XXX le representaba veladamente como presidiendo las orgías de «Las Dos Palomas», lloraba a su primera esposa, a la cual acababa de levantar una tumba magnifica en la cripta de sus antepasados: tumba que, si no me equivoco, se ha de inaugurar pasado mañana…
El joven, que de pronto se había puesto menos triste, pero más sombrío, repuso:
—¿Qué diría usted, señor Lebouc, si yo hiciera confesar públicamente a eso infame marqués todos sus crímenes, si le obligara a revelarme dónde oculta a Cristina, si consiguiera que la verdad resplandeciese de tal manera que ningún poder humano pudiera ahogarla?
—Diría, señor Cotentin, que había realizado usted un milagro mucho mayor que el que le sirvió para la creación del maravilloso autómata…
—¡Pues sígame!…
—¿Adónde vamos?
—¡A Coulteray!…