Era cierto que el muñeco había sido detenido. Lo había detenido Lebouc.
Volvamos al despacho de Bessiéres, jefe de la Seguridad General, al que dejamos abatido a causa de una escena desagradabilísima para su amor propio y funesta para su ambición. La escena había ocurrido con el ministro, antes de la reunión del consejo que se celebraba abajo, en el salón de la plaza Beauvau.
De pronto se abrió la puerta. Pero el ujier no tuvo tiempo para decir una palabra. Lebouc estaba ya frente a Bessiéres. Brillaban sus ojos, su tez estaba inflamada y sus cabellos andaban revueltos. Además, tenía un aire triunfal, seguramente inquietador para quien conociese las victorias de Lebouc, que eran a lo Pirro, es decir, seguidas de grandes desastres.
Así es que, a pesar de su talante ufano, Bessiéres acogió a Lebouc, no sólo con preocupación, sino con cólera.
—¿Ya está usted aquí?… ¿Qué va a anunciarme?…
—Algo asombroso, señor director…
—Ante todo, quiero que me diga si usted tiene algo que ver con los artículos publicados en la prensa con referencia a lo que llaman escándalos de Corbilléres y respecto a los cuales le ordenó el otro día que guardara el más absoluto silencio.
—Esos escándalos de Corbilléres los he denunciado yo; esos artículos yo los he escrito —repuso Lebouc en voz alta y clara.
—¿Es usted quien firma XXX?
—Yo, señor director.
El señor director pronunció una palabra fuerte.
—¡Ya estoy cansado de ser el Emisario, de trabajar siempre para los demás, de no obtener ni gloria ni provecho, sino la más negra de las ingratitudes!… ¡Siempre sacrificado!… ¡Siempre dispuesto al sacrificio!… Tal ha sido la divisa que llevo impuesta desde hace años… Pero ¡me la arranco!… Servir a la policía de la patria es una ocupación muy noble; a ella quiero dedicarme, pero sin que se abuse de mí… Mal empecé mi caminar por la vida. Un día me coloqué al lado de ustedes porque eran los más fuertes. ¡Bien me lo han demostrado, porque esa fuerza no han dejado de emplearla contra mil!… Entonces he pensado que hay algo más fuerte que la policía: es la prensa. Y me he hecho periodista…
—¡Es usted un burro, Lebouc!… ¿Sabe usted lo que ha hecho?… ¡Mañana no tendrá quien le defienda, porque yo ya no estaré aquí!…
—¡Me defenderé yo, señor Bessiéres, con ayuda de la gran prensa!… Pero somos intangibles… ¡Le traigo al muñeco sanguinario!…
El director se levantó como galvanizado, exclamando:
—¡;Lebouc! ¡Si usted hubiera hecho eso!…
—¿Qué?
—Tendríamos una posición verdaderamente fuerte.
—Pues puede usted tener la satisfacción de que está ahí…
—¿Dónde?
—En la calle de las Saucedas, en un auto, vigilado por media docena de agentes…
—Tráigalo.
—Voy a traerlo.
Lebouc se ausentó unos momentos para dar órdenes. Bessiéres se encontraba en una febril agitación… El muñeco era la salvación; con el muñeco era dueño de todo el mundo y podía con todos, de quienes le querían y de quienes no le querían… ¡Dueño de la situación!… La verdad era que Leboue resultaba un hombre útil…
Lebouc volvió, diciendo:
—Ya lo suben… ¿Ha telefoneado usted al ministro?
—¡No!… Comprenderá usted que primero quiero verlo… Pero ¿cómo lo ha detenido?… Dicen que es algo terrible…
—¡Terrible, sí, señor director!… Pero los burros no nos asustamos de nada —replicó Leboue, devolviéndole la pelota.
—¿Le ha detenido usted solo?
—Yo solo, señor director… Y de la manera más sencilla… Rondaba alrededor de las tapias de «Las Dos Palomas», cuando he visto que se acercaba un individuo raro. Tomaba toda clase de precauciones y tenía una manera especial de andar, un modo en cierta manera rítmico, que al momento excitó mi curiosidad… De pronto volvió la cabeza. Vi su cara, tal como se ha descrito, y en la que realmente nada vive más que los ojos… Hace días y días que no pienso más que en la muñeca. Un instinto secreto me gritó que era él, que iba a reunirse con sus cómplices en «Las Dos Palomas»… Nada ignoraba yo de lo que se contaba de él, de su fuerza extraordinaria, de sus puños metálicos, que golpean como catapultas… Así es que dije que había que sorprenderle, aturdirle y derribarle, ponerlo inmediatamente en un estado de inferioridad absoluta…
Entonces recordé que antes de haber ingresado en la policía fui un truhán famoso por mis cabezazos. A esto le llamábamos nosotros la embestida de carnero, y también el golpe de Garibaldi… En vista de ello le he asestado un buen golpe en el vientre.
Había tomado impulso y he llegado a él como un rayo… Mi cabeza ha dado en el centro de su mecanismo y lo he derribado… Ha caldo de espaldas, con las cuatro patas en el aire… Lo que ha ocurrido luego, señor director, ha sido más chusco que otra cosa… Y es que a ese tipo, cuando está de espaldas en el suelo, le ocurre lo mismo que a los escarabajos, o sea que no puede levantarse…
A un muchacho que casualmente pasaba le mandó por cuerdas a «El Árbol Verde». Volvió en un auto que acababa de llegar. Le acompañaba Felipe, el guarnicionero… Los del auto y yo le atamos bien y le llevamos al coche con las patas por alto.
Cuando la gente se dio cuenta de que aquel monigote mecánico que no cesaba de crujir era el muñeco sanguinario, quiso romperlo, destrozarlo… Pero yo lo impedí gritando que me pertenecía… Y así he conseguido traerlo… Ahora pertenece a la justicia y a los sabios… ¡Supongo que ahora no dirán que no existe!… Ya lo traen…
Bessiéres abrió en persona la puerta y los agentes arrastraron hasta el centro del despacho a un monigote terriblemente atado, encadenado, esposado, tendido de espaldas y con los ojos muy abiertos y como despidiendo fuego y llamas.
Todos le miraban en silencio, inclinados sobre el fenómeno y sin atreverse a tocarlo…
Bessiéres, luego de mirar varios momentos a aquel ser excepcional que le promovía grandes palpitaciones, corrió a la mesa escritorio, descolgó el aparato telefónico y pidió comunicación con el jefe del despacho particular del ministro.
—¡Oiga!… ¿Es el señor Traistan?… Deseo hablar un momento con el señor ministro… ¡Ah! ¿Se está celebrando consejo?… Es que he detenido al muñeco sangriento… ¡SI, si!… ¡Al muñeco sangriento!… Acaba de entrar en mi despacho… Vale la pena, ¿verdad?… ¿Se lo dirá al presidente del Consejo?… Espero al aparato…
Esperó tres minutos. Se abrió la puerta y el jefe del despacho particular se precipitó diciendo:
—¡Llega el señor ministro! ¡Quiere verlo en persona!… ¡Oh, qué cosa más curiosa!… Pero ¿por qué lo tienen en el suelo?… El presidente va a interrogarlo… Que se levante un poco…
—¡Es muy peligroso! —exclamó Lebouc, que no estaba completamente contento de que su nombre aún no hubiera sido pronunciado.
—¡Si está atado como un salchichón!… ¡Si somos diez!… ¡Y tiene usted miedo!…
—No es que tenga miedo —puntualizó Lebouc con un respingo muy señalado—. Tero permítame que le diga…
—Calle, Lebouc —ordenó Bessiéres—. El señor jefe de despacho tiene razón. El prisionero no puede comparecer ante el presidente en esta posición ridícula. Desátele al menos las piernas y levántele.
Los agentes, obedeciendo a las órdenes de su jefe, hablan ya libertado los pies del autómata y lo habían incorporado.
Pero aún no había recobrado su equilibrio, apenas sus suelos tocaron el suelo, cuando, como el gigante. Anteo, que recobraba sus fuerzas cada vez que, soltándose de los brazos de Hércules, tocaba la tierra, el muñeco, desplegando una fuerza terrible, hizo saltar las ataduras que aún le sujetaban, saltó él, atravesó literalmente la puerta, que resistía menos que una hoja de cartón: pasó sobre el cuerpo del señor ministro, que acudía a ver el fenómeno: se sacudió el racimo de agentes que se le agarraban desesperadamente, se fue como una flecha por el pasillo de la izquierda (el de la derecha, que llevaba a la calle de las Saucedas, estaba lleno de ujieres), se arrojó por una estrecha escalera como quien se echa a un abismo, volvió a saltar, penetró por otros pasillos, atravesó como una tromba la dependencia desierta del señor jefe de despacho, entró en el gran despacho del presidente del Consejo, donde todos los ministros, a quienes su jefe acababa de enterar del acontecimiento, esperaban, febriles, noticias del muñeco. Los atropelló horriblemente y los llenó de espanto. Luego atravesó el salón donde esperaban los representantes de la prensa, algunos de los cuales recordaron largo tiempo el recuerdo de aquel huracán automático, que franqueó en dos saltos el vestíbulo, salió al patio y se lanzó al volante del automóvil particular del presidente del Consejo, que estaba a punto de partir.
Antes de que nadie hubiera pensado en oponerse a la audaz maniobra, el automóvil salía del patio, saludado por el galoneado portero, que después cerró la verja.
El coche siguió a toda velocidad la calle de Saint-Honoré, luego de haber pasado delante del Elíseo, sin detenerse, como solía hacer. Pero en aquel momento se lanzaron en su persecución, desde la plaza Beauvau y desde la calle de las Saucedas, las bicicletas, motocicletas y taxis que los agentes habían podido requisar entre los que pasaban o estaban de punto.
Y en aquel mismo momento, tres señores muy serios bajaron de un automóvil ante la verja del ministerio y, dirigiéndose al portero, que no quería dejarles pasar, declararon por boca del señor Ditte, decano de la Escuela de Medicina:
—Hemos de ver al señor ministro.
—Pues, por ahora, es absolutamente imposible… El señor ministro no puede recibir a nadie… Además, según me acaba de decir el ujier, se está celebrando consejo.
—Estamos delegados por la Academia de Ciencias para examinar al muñeco sanguinario que, según dicen, acaban de detener. Y la noticia, que nos ha transmitido el mismo presidente del Consejo, será cierta, a juzgar por lo que se nota en los alrededores…
—Esa noticia era exacta hace menos de un instante, por decirlo así… Pero ¡ya no lo es!… El muñeco sanguinario acaba de Balir de aquí. Yo mismo le he facilitado el paso…
—¿Ha salido de aquí?
—En el auto del señor ministro… ¡Cualquiera se lo figuraba!…
—Creo que se están burlando de nosotros —dijo Ditte—. Volvamos al Instituto.
Mientras aquellos mártires de la ciencia regresaban a sus augustos lares a pie, porque no encontraban taxis, continuaba la persecución de Gabriel.
En la esquina de la calle de Saint-Honoré y de la calle Boissy d’Anglas, se formó un entorpecimiento del tráfico, que el muñeco aprovechó para pasar sencillamente por la acera, entre los gritos de los peatones, que se aplastaban contra las paredes.
Luego siguió hacia la Madeleine, a la que dio la vuelta. Y con una velocidad de bólido llegó a los autobuses Madeleine-Bastilla, que estaban allí en final del trayecto.
Uno de los autobuses fue embestido y averiado por el auto del ministro, que resultó del choque casi hecho añicos. En cuanto al autómata, pareció proyectado hacia otro autobús que el chófer empezaba a poner en marcho.
La docena de viajeros que allí había vio con espanto que aquella máquina humana saltaba al sitio del chófer, a quien lanzaba al arroyo como si fuera un guiñapo.
La multitud de transeúntes acudía ya gritando:
—¡El muñeco! ¡El muñeco!…
Hubo un ¡sálvese quien pueda! Los viajeros, a riesgo de romperse algún miembro, saltaron fuera del vehículo, que, afortunadamente, aún no había emprendido propiamente la marcha.
Y en la plataforma posterior quedó un caballero de blancas barbas, que no se había decidido a apearse y que lloraba como un niño mientras agitaba su paraguas a guisa de bandera negra.
Como el chófer no había tenido tiempo de subir, el anciano se encontraba solo con el muñeco, hacia el cual se volvía de vez en cuando para ponerse a gritar, llorando a más y mejor, como un mamoncete al que se le separa de la teta.
Luego de remontar el bulevar de la Madeleine y parte del de los Capuchinos, acompañado del clamoreo de todo un pueblo que se refugiaba en las aceras, mientras el autobús lo derribaba todo en el arroyo, giró Gabriel bruscamente por detrás de la Ópera y tomó por la calle de Lafayette, que hizo subir al coche terrible con una velocidad de ciclón.
En la esquina de la calle del Faubourg Montmartre hubo tal entrecruzamiento de vehículos, que el autobús estuvo varios segundos como en suspenso. ¿Se aplastaría, recobrarla su equilibrio? Recobró su equilibrio; pero un agente llegó de pronto en motocicleta hasta el autómata y, apuntándole bien, le descargó su browning a través del cuerpo.
Aparentemente, no le produjo más efecto que si le hubiera disparado un vaporizador de peluquería. Sin embargo, no todas las balas se perdieron, porque una de ellas, luego de haber atravesado el cuerpo de Gabriel y de haber atravesado el autobús en toda su extensión, acabó atravesando al desesperado anciano de barba blanca, que se tambaleó y cayó al arroyo.
Eso le salvó…
De no ser así, no hubiera escapado a la catástrofe que se avecinaba. Mientras tanto, aún podía esperar que los cuidados de una esposa querida y de una hija amantísima le arrancaran de las garras de la muerte…
El terrible coche (obús con ruedas se le llamó después) dejó la calle de Lafayette a la altura de la estación del Este para volver por el bulevar Magenta, pasar por la plaza de la República, saltar hasta la Bastilla y tomar por el bulevar Diderot. ¡Allí se produjo la catástrofe que poco ha anunciábamos!…
En la esquina de aquel bulevar se estaba construyendo uno de esos inmuebles magníficos que la arquitectura de posguerra ofrece por toda Francia a nuestra admiración.
Esas casas se levantan con una rapidez de decoración teatral; no tienen más espesor que la de un ladrillo, están consolidadas con un poco de cemento menos armado de lo que se dice. Tienen la altura de las demás (seis o siete pisos) y son tan bellas como las otras, porque admiten adornos de escayola, que sería inútil pedir a la piedra, a causa de la mano de obra. Ahora bien: hay que reconocer que son menos sólidas…
Un autobús como el que conducía Gabriel, lanzado soberbiamente contra aquella obra maestra, tras una carrera que parecía el último ímpetu, había de ser algo tremendo…
Primero diríase que se trataba de un trueno. Luego hubo una espesa nube, que se propagó por todo el barrio.
Cuando la nube se disipó, ya no se vio la casa. No había más que un montón de materiales informes, una prodigiosa torta de la pasta más indigesta. Buscaron allí al muñeco; pero no lo encontraron…