XX
UNA MEMORABLE SESIÓN EN EL INSTITUTO

El último artículo firmado por XXX, al aumentar el escándalo del muñeco sanguinario hasta los límites de lo posible y aun de lo imposible (para ciertos espíritus), había determinado en la capital un movimiento en el que se encontraban complicados todos los organismos del Estado. Y no había que contar solamente con la emoción callejera, sino con la de «todos los grandes cuerpos constituidos», dicho sea empleando el lenguaje solemne, un poco pasado de moda, y tan evocador, a veces, de la alta administración.

El Ministerio del Interior (Presidencia del Consejo) reprochaba con acritud amenazadora a la dirección de la Seguridad General las «indiscreciones de prensa», que mantenían una fiebre malsana en las reuniones públicas, en los sindicatos y hasta en las sociedades más ajenas a la política, porque el asunto del muñeco sanguinario se había convertido en una cuestión política con la cual se trataba de cegar a las masas, y bajo la cual ocultábase, quizá, un espantoso contrafuero.

En el seno de las familias hasta entonces más unidas, más tranquilas y mejor «educados» salía a relucir a propósito de todo y de rada la fenomenal muñeca, que daba pie para tratarse mutuamente de imbéciles. Y en cuanto a los que admitían su existencia, unos la tenían por inocente y otros por culpable, o, cuando menos, por cómplice.

Esto en el «interior». En el «exterior» era distinto. El ministro de Negocios Extranjeros calificaba brutalmente de criminales las indiscreciones aludidas.

El último artículo de La Época podía llevar lejos a los franceses con aquella evocación de las costumbres de la India, aparte de que contenía bastantes datos para indignar a toda la alta aristocracia inglesa, la cual no admitiría jamás que, aun cuando uno o varios de sus miembros fueran realmente culpables —lo que estaba por demostrar—, resultara comprometida por ello la reputación del partido conservador.

Y era insensato indisponerse con el partido conservador —inglés y francés— en un momento en que se necesitaba la buena voluntad de todos para resolver ciertos problemas internacionales, de lo que dependía el equilibrio de Europa.

Ello merecía un buen castigó, consistente, cuando menos, en la destitución. Al buen entendedor pocas palabras bastan, señor Bossiéres.

Si no estaban contentos en la plaza Beauvau ni en el Quai d’Orsay, ¿qué diremos de lo que ocurría en la plaza Vendóme, en el Ministerio de Justicia y en el bulevar del Palais? Hacía mucho tiempo que el señor Gassier, ex sustituto del procurador de la República, y luego abogado general en los tribunales de París, había descargado todo el asunto del muñeco sobre Bessiéres. A éste no se le había dado a entender así. Tanto peor para el jefe de la Seguridad General, que había sido bastante torpe para ordenar una seria información en todas sus partes sobro un suceso tan inverosímil. No negaba Gassier que le hubiera enviado a Lavieuville; pero le había transmitido al inocente mayordomo para librarse de un maniático. ¡Y Bessiéres lo había tomado en serio! También había tomado en serio a la señorita Barescat y al señor Birouste…

La evolución de Gassier se había hecho en condiciones que tal voz no sea inútil precisar, porque nos hacen ver, en un aspecto nuevo y, sin embargo inquietante, la cuestión judicial planteada por la aventura del autómata.

Como ciertos diarios declarasen la necesidad de juzgar nuevamente a Benito Masson con arreglo a un procedimiento que, desde luego, no había sido previsto por ninguna ley ni por ninguna jurisprudencia. Lo Gaceta Judicial protestó al punto y violentamente contra semejante pretensión.

Por de pronto, para la revisión del proceso se hubiera necesitado un nuevo hecho. Y la severa Gaceta declaraba no haberlo encontrado en las nuevas diligencias.

A ello replicaban los adversarios de la Gaceta: ¿Qué se ha de entender por hecho nuevo?… ¿Puede haber en un proceso algo más nuevo que un inocente condenado a muerte y ejecutado y que vuelve a tratar personalmente de su asunto ante los tribunales?

«¿Y si es culpable?», argumentaba la impetuosa Gaceta. «También sería nuevo que los magistrados se vieran en la necesidad de guillotinar nuevamente al guillotinado que se presentaba ante ellos. Sería nuevo, demasiado nuevo».

Tan nuevo era, que los mismos que, como Gassier, creían en el muñeco, retrocedieron espantados…

De producirse tal acontecimiento, habría tal revolución en las costumbres judiciales, que la sociedad temblaría sobre su base.

Por de pronto, la pena de muerte se haría imposible, por cuanto inoperante, como se decía en el palacio de Justicia. Con ello se aseguraba el triunfo de los partidarios de su supresión, sin contar con la insoportable alegría de los señores asesinos.

¿Conclusión?… O el muñeco existía o no existía… Si no existía, no había que inventarlo (frase como para reflexionada por Jaime Cotentin). Y si existía, había que suprimirlo, había que aniquilarlo sin ninguna clase de proceso… ¿Comprendido?… Los que no lo hayan comprendido nunca serán estadistas, señor Bessiéres… (Extracto de un breve diálogo entre el director de la Seguridad General y el jefe del despacho particular del ministro.)

En vista de ello, el señor Bessiéres volvía a sus oficinas diciéndose:

—Antes de suprimirlo habría que detenerlo… Pero en el caso de que lo detenga, no lo suprimiré… Me han dado tanta lata con el dichoso muñeco, que se lo endosaré seguidamente…

Este modo de concebir su papel no estaba desprovisto de cierto maquiavelismo.

Pero ese maquiavelismo no le había de hacer feliz…

Vamos a ver en seguida la causa de ello.

Aquel día se celebraba en el Instituto una gran sesión a propósito del autómata. Iba a discutirse su existencia, o, mejor dicho, la posibilidad de su existencia… Acabamos de relatar las perturbaciones ocasionadas por el sangriento muñeco en el terreno administrativo y judicial. ¿Qué eran, sin embargo, en parangón con la polvareda levantada en el terreno científico?

Una doble tempestad procedente de dos puntos opuestos del horizonte, donde habían soplado en uno el profesor Thuillier y en otro el profesor Ditte, decano de la Escuela de Medicina, habían acabado de encontrarse, produciendo un espantoso huracán, que acababa de penetrar bajo las bóvedas del Instituto, donde causaba tremendos estragos.

Fue una memorable sesión, iniciada por la comunicación, extraordinariamente moderada en su forma y en sus tendencias, del presidente señor Tirardel.

Baste decir que algunos volvieron a su casa sin el cuello de la camisa.

No obstante, Tirardel no había hecho nada para excitar los espíritus.

—Señores —dijo—. Tenemos el deber de calmar a la opinión pública, alterada por la inverosímil noticia de que uno de los miembros más notables de la Escuela, el señor Jaime Cotentin (a quien no se ha vuelto a ver), ha inventado un mecanismo al que ha colocado el cerebro de un asesino. Y dicen que ese mecanismo anda por el mundo y continúa asesinando, lo cual, naturalmente, no es tranquilizador para nadie. A nosotros, que somos sabios, nos toca decir si semejante fenómeno es o no posible. Aunque la proposición sea inverosímil, suplico a mis queridísimos colegas que la discutan seriamente. Luego votaremos…

No había, pues, nada ofensivo para nadie; sin embargo, un exagerado admirador del profesor Thuillier, aunque había prometido conservar toda su sangre fría, no pudo aguantar el tono ligeramente irónico de aquellas palabras y exclamó:

—¡Cuánta tontería!

Consternación general; horrible escándalo.

—¿Dónde estamos? —preguntó, lívido, el presidente Tirardel.

—¡En Francia! —le contestaron—. Y los que se llaman sabios como usted son los que han hecho huir a Norteamérica a los Carrel y otros genios…

Tempestad de aplausos y de injurias.

—¿Qué es eso de genios?… ¡Sacamuelas!

—¡Es que hay sacamuelas de genio!

Continuaba la tempestad.

Entonces se levantó el decano Ditte para decir:

—No olvidemos, señores, que el mundo nos contempla.

—Le suplico que se ciña a la cuestión —dijo el presidente Tirardel con su augusta barba, que le daba tan ventajoso parecido al canciller d’Aguesseau.

Y continuó pensando:

—Hoy no se respeta nada. La misma ciencia, con sus revelaciones inesperadas, se burla de los sabios. ¡Reina la anarquía!… Lo que era verdad en mi juventud es una gansada ahora que tengo la barba blanca. ¡He vivido demasiado!

Y luego de esta consideración heroica, ordenó que cerraran una ventana para que no entrase una corriente de aire. Después dedicóse a mirar al decano Ditte, que pulverizaba las declaraciones a la prensa del profesor Thuillier.

Las interrupciones de los jóvenes —los jóvenes del Instituto, entendámonos— no le emocionaban. Cuando el profesor Tirardel dudaba de todo porque lo habían motejado de tonto, el decano permanecía firme en su fe. Conocía los límites del progreso. Los había aprendido en los libros que formaron el espíritu de su generación, llenos de apotegmas salvadores, gracias a los cuales no había que temer el libre desarrollo de la imaginación. La hipótesis tiene sus reglas, que no puede quebrantar sin caer en la farsa.

Y aunque Ditte no había afirmado palabra por palabra que Thuillier era un farsante, todos lo comprendieron así…

El decano sentóse satisfecho, mientras se reanudaba la tempestad.

Thuillier, que no formaba parte del Instituto, no pudo responderle; pero el profesor Hase, que formaba parte de la falange, como se llamaba a los amigos del profesor Thuillier, se levantó y consiguió dominar el tumulto.

—Admiro —dijo— la sinceridad despectiva con que el señor decano nos habla del sistema nervioso dado por el señor Jaime Cotentin a su autómata, y que lo hace obrar mediante la acción del suero Rockefeller, de la electricidad y del radio… Pero tomemos la cosa desde más alto, ya que, según parece, somos sabios, es decir, seres capaces de abordar las cuestiones de índole general. Y empecemos por declarar humildemente que, en lo respectivo a fenómenos nerviosos, estamos muy poco adelantados.

Cuando hace un cuarto de siglo publicó el doctor Ramón y Cajal sus observaciones histológicas sobre las fibras nerviosas, nuestro presidente honorario, el doctor Branly, que no es solamente el ilustre sabio cuyo nombre no puede separarse del descubrimiento de la telegrafía sin hilos, sino un módico raramente sagaz de las enfermedades nerviosas, señaló en una nota publicada el 27 de diciembre de 1897, en el Bolelin de nuestra Academia, las similitudes de propagación de la onda nerviosa y de la onda eléctrica y las analogías de estructura y de funcionamiento que presentan los conductores discontinuos, tales como los tubos de limaduras con las neuronas y las terminaciones de las fibras nerviosas… Esas relaciones hacen pensar…

—¡No se trata de eso! —gritó un viejecito epiléptico cuyo nombre había olvidado todo el mundo, pero que, según parece, había sido una gloria del siglo XIX—. Se remonta usted demasiado, si no es que se sale de la cuestión… Así es que tómela de más abajo… Deje estar las neuronas y háblenos del sifón de Gabriel…

¡Oh, qué éxito tuvo el vejete epiléptico citando el sifón de Gabriel!…

Aquello fue el principio del fin.

Las carcajadas más estrepitosas ahogaron las indignadas protestas de los «jóvenes» y de la falange.

A propuesta del decano se declaró terminada la discusión y se pasó a votar.

El presidente Tirardel se levantó y dio cuenta, con estas palabras históricas, del resultado de la votación:

—Por mayoría de votos se acuerda que no puede existir el muñeco sanguinario.

Y, en verdad, tan aplastante era la mayoría, que el presidente no había tenido paciencia para esperar que terminase el recuento.

Por fin había vencido la razón humana, tal como la entienden ciertos sabios de fines del pasado siglo.

En aquel momento, cuando felicitaban al presidente Tirardel, un ujier le entregó un escrito de la presidencia del Consejo.

Tirardel reconoció la letra del ministro y se apresuró a romper el sobre.

Inmediatamente lanzó un grito lamentable, algo así como el gemido de un animal que de repente se nota herido de muerte.

Sin embargo, quiso adoptar un hermoso final. Aún tuvo fuerzas para levantarse.

El noble anciano se irguió, pues, como un espectro sobre la multitud de sus colegas.

—Señores. Acabo de recibir —dijo— la noticia de que la Seguridad General ha detenido, por fin, al muñeco sanguinario.

Lo que no dijo es que el ministro había añadido esta frase: «¡Ojo con las tonterías!».

Pero la tontería ya estaba hecha.