Cristina se despertó en aquel cuartito de Corbilléres donde había vivido horas tan trágicas; pero ahora que se colocaba a la altura de su destino aceptaba los acontecimientos con la serena frente de la fatalidad.
Se hacía tan bella y tan impasible como su maravilloso compañero. Una misma fuerza augusta impulsaba a los dos. Eran la justicia en marcha. Ya podían echarse a temblar los malos. La hora del castigo estaba próxima.
Los peligros que aún habían de afrontar, y de los cuales, por lo demás, sólo tenían una vaga sospecha, no eran propios más que para glorificar su alma.
Hacia unas horas que habían llegado a Corbilléres… ¿Dónde encontraría Gabriel mejor refugio que en su mansión maldita, abandonada después del segundo registro como lo había sido después del primero?…
Ya hemos visto que los lacres les imponían poco. Además, estaba decidido a obrar rápidamente. Y si no había ido desde luego a «Las Dos Palomas», suficientemente señaladas en el artículo de XXX, se debía a que vacilaba en llevarse a una joven que ya había estado a punto de ser la víctima de Jorge María Vicente y de sus acólitos, y que se encontraba considerada de modo particular por la terrible asociación…
Cuando creyó que Cristina reposaba, abatida por las fatigas de un viaje horriblemente precipitado, salió del pabellón procurando no hacer el menor ruido. Desgraciadamente, la joven, advertida por el misterioso instinto que la unía a Gabriel, abrió los ojos y ya no se durmió. Se levantó, abrió la puerta que la separaba de él, deseando contemplarle una vez más en el descanso, como solía hacer cuando acechaba su despertar y la primera sonrisa de sus ojos…
¡Pero Gabriel no estaba allí!
Le buscó por toda la casa…
¿Dónde habían ido a parar los tiempos en que, en aquella misma morada, no podía verle sin espanto? Ahora sentía miedo porque no le veía. Y el miedo lo sentía, no por ella, sino por él…
Desde el primer momento no había dado un paso sin ella. Nunca, cualquiera que fuese el drama, cualquiera que fuese el idilio, se habían separado… ¿Por qué, pues, la había abandonado? ¿Cuál era su designio?… Adivinó su generosidad y gimió… Abrió la puerta de la planta baja y lanzó una llamada en la noche blanca:
—¡Gabriel, Gabriel!…
Y de pronto vio su sombra que desaparecía en el recodo del sendero que a través del bosque llevaba a «Las Dos Palomas».
La joven echó a correr. Y llegó al bosque, cuyos troncos negros y desnudos parecían haber sido colocados allí como centinelas para impedirle que pasara.
—¡Gabriel! —llamó por segunda vez.
Le respondió un extraño silbido…
Casi inmediatamente sintióse herida en el cuello. Un doloroso pinchazo cortó sus ímpetus. Y al momento se sintió desconcertada, pensando que también ella podía ser víctima de lo que aún hacía estremecer a todo París…
Trastornada, llamó nuevamente:
—¡Gabriel, Gabriel!…
Notando que la sangre le pesaba mucho en las venas, hizo un supremo esfuerzo para continuar su carrera.
Así recorrió varios centenares de metros a través del bosque, sin ver a Gabriel. Entonces cayó de rodillas…
A su lado se levantó una gran sombra de ébano.
Reconoció a Sangor, que le arrojaba un abrigo, la envolvía de pies a cabeza y se la llevaba en brazos como a un niño. Toda resistencia se le había hecho imposible. Ni tan siquiera podía gritar. Una laxitud soberana y un poco embriagadora la llevó a las puertas del sueño.
Cuando nuevamente cerró los párpados, una extraña visión hacía mover ante ella formas tan precisas en movimientos tan lógicos y tan regulares, que era imposible aforrarse a la idea de un sueño…
Al principio, todos los sentidos eran heridos a la vez por el ritmo de las danzas, la riqueza y la singularidad de los atavíos, el perfume penetrante que expandían las nubes lejanas que subían de los pebeteros, el extraño y lancinante sonido de una música de frases cortas, que acaba imponiéndose a todos los movimientos del cuerpo como una servidumbre…
La estancia, grande como la nave de un templo, no tenía más riquezas que sus alfombras sobre el suelo y sus tapices en los muros, que eran de incomparable belleza.
¿Venían de Persia, venían de China? ¿Habían atravesado los siglos para atestiguar la obra antigua de la India en los tiempos de su más elevada civilización?… Eran tejidos de seda, de grano grueso, en que los tonos cobrizos del fondo tomaban el aspecto del oro, y en que los rojos tenían una intención deslumbradora y caliente, como la sangre más pura salida de la vena bermeja. Los ricos adornos de flores, arabescos, palmas y rosáceas adquirían un valor igual al de los más bellos terciopelos de lana. Otros ofrecían imágenes simétricas y ornamentos como los empleados por los chinos en sus composiciones simbólicas para los tapices de oración.
Unas camas bajas, especie de triclinios, en las que se amontonaban pieles de animales salvajes despojados en la jungla, daban la vuelta a la estancia y estaban ocupadas por las figuras alargadas e inmóviles de los invitados a aquella fiesta, que renovaba los misterios oriéntala.
Unas antorchas iluminaban el espectáculo con sus pálidas llamas de colores argentinos…
Los invitados y Cristina, también recostada sobre pieles de fiera, vestían una bata de seda negra con arabescos de oro; pero sus tobillos y sus brazos desnudos estaban cargados de ajorcas preciosamente trabajadas, que le parecían tan pesadas que creía no poder levantarlas nunca…
De pronto, a una señal de gong cesaron las danzas. Y los efebos de bronce, poco vestidos en verdad, que trenzaban sus pasos desnudos según ritmos milenarios, avanzaron en grupos concertados hacia el fondo de la estancia, se tendieron sobre las alfombras, se irguieron de nuevo y se retiraron en silencio… Silencio, profundo silencio…
Las miradas de Cristina se habían dirigido al fondo de la estancia, donde se había prosternado la adoración de los efebos.
Allí se levantaban unos escalones altos y pinos como los peldaños de la escala de Jacob, que se apoyaba en el cielo…
De pronto las antorchas no desprendieron más que un siniestro resplandor verdoso. Y todas las figuras tendidas en las camas, y que hasta entonces habían permanecido inmóviles, se incorporaron como otros tantos cadáveres surgiendo de la tumba.
Todos los ojos, abismos de sombra, estaban vueltos hacia el mismo sitio, en espera de algo que de antemano hacía estremecer de horror la carne impotente de Cristina.
Y en lo alto de aquella escalinata se abrieron los tapices y se vio, sobre trono de oro y de noche, Y a la diosa de la muerte.
¡Cristina reconoció a Dorga!…
Estaba hermosa y prodigiosamente fatídica, lejana y espantable como Proserpina en los infiernos.
En la aurora del mundo se encuentran todos los mitos. Los misterios de Eleusis, de Delfos, de Tebas, de Babilonia y de la India más antigua se hallan en la misma idea de la vida que sale de la muerte como el grano de trigo germina en el seno de la tierra de la que surgirá un día de gozo.
Ciclo sagrado, cuyos términos hemos de percibir íntegramente para comprender cómo las religiones, en sus manifestaciones primitivas, han podido, en el fondo de los santuarios, ofrecer a los iniciados los espectáculos más atroces y voluptuosos. Se glorifica la vida sacrificando en aras de la muerte. Y de ahí los suplicios. La muerto, agradecida, devuelve la alearía y el amor…
Así, las más bajas pasiones se adornan de poesía y llaman en su auxilio a los dioses y a las diosas propicios…
Saib Khan, el famoso médico indio de la avenida de Jena, el taumaturgo de moda, a quien Cristina reconoció por sus ojos de hurí y por su boca, flor sanguinolenta entreabierta en su barba dejado, avanzó hacia Dorga y pronunció las primeras palabras de un himno célebre que se canta todos los años en el templo, ante los autoridades inglesas, con motivo de las solemnidades del Durga-Purana:
«¡Oh diosa negra, gran divinidad de Calcuta! Nunca son vanas tus promesas. A ti, cuyo nombre favorito es Kun-Kali, la que como hombres; a ti, que bebes sin cesar la sangre de los demonios y de los mortales[1]: a ti, que habitas subterránea y reapareces rápidamente a la luz; a ti, virgen augusta que alimentas a las generaciones; a ti, oh Muerto, madre fecunda que te nutres con la coniza de los universos, te suplicamos que desciendas entre nosotros y nos des la vida que de nosotros alejará la vejez… ¡Ven, Durga! ¡Ven, que te esperamos!»
Dorga-Durga se levantó y bajó entre las llamas verdes, diosa negra con uñas de oro…
Su bello cuerpo, solamente velado por cintillos de perlas, se desperezó con armoniosa languidez, cual si verdaderamente saliera de un largo sueño en el fondo de los infiernos y se regocijara por encontrar el movimiento arrebatado por el descanso fatal…
Danzó. A sus pasos parecía nacer un fulgor de aurora.
Y ya no era la diosa de la muerte, ya no era Durga. Era Venus, la Venus ardiente de pechos crueles, nacida en las olas cenagosas del Ganges. Llevaba con ella una luz de sangre que hizo retroceder la llama de las antorchas, como en las orillas del río sagrado se apagan los fúnebres resplandores de la hoguera ante el día naciente.
Y a su alrededor los cadáveres de los iniciados recobraban color de vida.
Los ojos de Saib Khan se humedecían de voluptuosidad.
—Parece un vendedor de turrones —pensaba Cristina en el fondo de su semicoma; pero estaba próximo el momento en que ya no guardaría bastante lucidez para distraer su evidente angustia con semejantes comparaciones.
La danza de Dorga, que comenzó por ser lasciva, pronto se convirtió en frenética. Un ritmo musical cruelmente precipitado la lanzó finalmente a un loco girar que sólo dejaba ver la línea ardiente de su hierática mirada y el doble círculo de sus uñas de oro.
A su alrededor palpitaban todos los pechos. Y hubo un lúgubre gemido cuando se desplomó sobre la alfombra con los brazos en cruz y con la boca abierta, como si acabara de lanzar el último suspiro.
—¡Ha muerto Dorga!… ¡Ha vuelto a los infiernos la negra diosa de las uñas de oro!… ¡No hemos sabido guardarla entre nosotros!… —pronunció, como si cantara una letanía, la voz arrastrada y grave de Saib Khan.
Se recrudecieron los gemidos.
—¿Qué se necesita para hacerla renacer? —preguntó Saib Khan.
Y todos respondieron:
—¡Sangre!
Saib Khan levantó las manos y, volviéndose hacia los iniciados, pronunció las palabras sacramentales en dialecto ramasie, que es la antigua lengua de los thugs, y que podemos traducir así: Que los boras (thugs) se separen de los bilús (viajeros), lo cual significa: «Si alguien no es de los nuestros o no comparte nuestras opiniones, ¡que se vaya!».
Pero nadie se movió.
Entonces dijo Saib Khan:
—Que traigan la copa y el cuchillo.
Sangor presentó la copa y el cuchillo.
La copa era de oro y sostenía el cuchillo, que era agudo como una lanceta, poro cuyo pesado mango estaba recargado de piedras preciosas.
—¿Dónde está la sangre? —preguntó Saib Khan.
—Aquí —respondió una voz que aún no se había dejado oír, pero que hizo que Cristina, a pesar de su debilidad y aturdimiento, se volviera en el colmo del espanto.
¡Había reconocido la voz del marqués de Coulteray! Era él; era Jorge María Vicente.
Desde el principio de la ceremonia estaba tendido a su lado, tras ella, esperando el momento de pronunciar la palabra fatal que iba a hacer de Cristina su nueva víctima y su nueva esposa.
—Doy a Durga —dijo— la sangre de mi nueva esposa.
Y todos respondieron:
—¡Himeneo! ¡Himeneo!
Y Saib Khan se aproximó a Sangor, que llevaba la copa y el cuchillo.
Cristina ahogó un grito y distendió toda su persona en un deseo exasperado de evitar el suplicio que se preparaba. Pero Jorge María Vicente la derribó sobre su brazo y no pudo ofrecer ninguna resistencia al sacrificador que le pinchaba la garganta…
Fluyó la sangre a la copa… Y poco a poco, Cristina notó que, con sus fuerzas y su vida, se iba todo su horror.
Ya no le quedaba ni la fuerza del espanto. No le quedó ni la del asco.
Con dulce aniquilamiento miró aquella copa llena de su sangre, que Saib Khan llevaba a los labios de Durga, la cual abrió los ojos y le sonrió con su boca horriblemente escarlata, pronunciando palabras que Cristina no podía comprender.
Vio también que los demás iniciados bebían sucesivamente en la misma copa.
Asistió (amodorrada y lejana, muy lejana…) a la ceremonia de la resurrección de Durga, que danzó, sin cansarse y sin dejar de mirarla, la danza de la Vida y del Amor.
Luego, Durga, siempre danzando, volvió a subir, como transportada en un vuelo de victoria, hasta su trono negro y oro, donde se sentó en una inmovilidad de diosa, que contrastaba con sus anteriores movimientos.
Ya iba a desaparecer como había aparecido, cuando Saib Khan hizo un gesto.
Cesó la música y subieron por el aire cargado de perfumes y de sangre las siguientes palabras:
—¡Durga!… No solamente eres la diosa de la vida y de la muerte. Eres también la gran repartidora… Tu mano derecha está llena de mercedes y tu mano izquierda de castigos… ¡Por eso es de justicia que se te ofrezca la sangre virgen y que te sea sacrificada la Impla!… Ésta es la última vez que te llamamos aquí… Aún ignoramos dónde darán los assuras su próximo festín… La indiscreta necedad del más humilde de nuestros servidores nos arroja de nuestro templo y determina nuestro éxodo… La estúpida ingenuidad y los peligrosos juegos de un pobre animalillo han sembrado la emoción en la ciudad y han levantado contra sus servidores la indignación de los ignorantes… ¡Te ofrecemos ese animalillo!… ¡Que el humo de su sangre te sea agradable!… ¡Imploramos tu perdón!…
En esto apareció de nuevo el gigante Sangor, que llevaba de los cabellos al enano Sing-Sing, el cual lanzaba gritos de nistití.
Sing-Sing no gritó mucho tiempo. Sangor, siempre agarrándole de los cabellos, lo colocó sobre una gran bandeja de oro.
Gimoteaba Sing-Sing de la manera más ridícula, pero nadie reía.
Saib Khan pronunció la frase sacramental:
—¿Es buena la prenda?
Y todos respondieron, como cumple a un thug que da la señal de la ejecución:
—Boujna kee Pawn Dee. (O sea: «Entregad la prenda del hijo de mi hermana», palabras muy honrosas para un Sing-Sing.)
Inmediatamente, en menos tiempo del que se emplea en decirlo, Sangor apuñaló a Sing-Sing, cosa muy necesaria para prevenir cualquier resurrección, desde el momento en que no se le podía hacer el honor de cortarle la cabeza (distinción reservada a los vampiros nobles).
Durante este atroz final de ceremonia, el marqués, amable y solícito, había aconsejado a Cristina que no mirara; pero ella prefirió ver la muerte de Sing-Sing antes que darse cuenta de aquella cara que se inclinaba sobre su herida apenas cerrada, como le había visto inclinarse sobre el pobre cuerpo agotado de Bessie para darle el beso que mata…
De todos modos, quizá hubiera hecho mejor cerrando los ojos. Pero ya no tenía fuerzas ni para eso. ¿Acaso cuando se está a las puertas de la muerte no se necesita el auxilio de los vivos para cerrar los párpados?
Auxilio que le hubiera negado el marqués, pues extraía un gozo sobrehumano de aquella mirada de agonizante mientras le musitaba:
—¡Cómo ve quiero. Cristina! ¡Cómo te he querido siempre!