Si; tengo frío, un frío de hielo,
y ardo en todas partes…
Bajo el hielo y en el fuego
encontrarás tu dios.
VERLAINE
Jaime, al entrar en la fonda, daba lástima. Sin embargo, rechazaba todos los cuidados…
Las tres hermanas, discretamente, no insistieron. No obstante, la criada del primer piso, la buena Catalina, por indicación de las tres señoritas, proveyó la chimenea de su habitación de leña bien seca y colocó un ladrillo caliente en la cama. Además, ofreció al viajero un grog de elevada temperatura. Pero Jaime dejó que se enfriara todo…
Dos horas más tarde, mal envuelto en una manta, hundido en el sillón donde había refugiado su tristeza, gritaba, escupía y tosía mientras sentía que las primeras ondas de la fiebre recorrían su cuerpo indefenso…
En esto vinieron a anunciarle la visita de la señorita de Beigneville.
Con ojos apagados la vio entrar en la estancia.
—¡Oh, mi pobre Jaime! —gimió ella—. Necesitas quedarte… ¿Qué te pasa?
—¡Me lo preguntas tú! —replicó él—. No es nada grave. Tengo frío en el corazón…
Y volvió a toser.
—Vas a acostarte en seguida y a dejarte cuidar. No me gusta nada tu respiración. Catalina y yo te aplicaremos ventosas.
El desgraciado rio desgarradamente, para preguntar:
—¿También le aplicas ventosas a Gabriel?
—No. Está muy bien —respondió Cristina cándidamente y un poco asombrada—. ¿Has olvidado que no teme el frío ni el calor?
—¡No, no lo he olvidado! ¡Dichoso Gabriel!… ¡Ni tan siquiera se constipa!… ¡Cómo lo lamentarla el señor Birouste! Poca ganancia dará Gabriel a los herboristas. ¡Nada de vahos! Y en cuanto a la vaselina mentolada para las fosas nasales…
—¡Jaime! Tu ironía glacial…
—Glacial es la palabra, querida Cristina. Estoy irónico porque me encuentro frío. Perdóname este acceso de mal humor…
—Mal humor que es indigno de ti.
—¿Por qué?
—¿Qué has hecho de tu espíritu superior?
—Ya que me lo preguntas, te responderé que no sé nada de él. Lo habré perdido en el camino, entre la nieve…
—En el fondo, todos los hombres sois iguales… Os sentís muy fuertes y con músculos para escalar el cielo. Pero a la menor indisposición, todo se viene abajo… Y entonces no admitís cuidados y os ponéis todos igualmente insoportables…
—¿Dices eso por Gabriel? —replicó Jaime.
—¿Por qué no?… Tenéis un pudor estúpido… Olvidáis que somos hermanas de la caridad… En cuanto a Gabriel, cuando ha Llegado el momento de curarle, no ha querido que yo interviniera. He tenido que explicárselo todo para que se curara él. No quiere confiarme sus llavines. Como él dice, se arregla solo.
—Lo principal —repuso Jaime con voz cada vez más dificultada por una tos irritada e irritante— es que hayáis acabado por entenderos.
—¿Por qué me dices eso? —preguntó Cristina frunciendo ligeramente el ceño—. ¿Acaso me lo reprochas?
—¡Nada de eso! Pero el hecho de que lo celebre quizá no me quita el derecho de asombrarme… He estado en Corbilléres, he recogido tus notas y he visto las huellas de un drama que me había hecho temer por tu vida… Por lo tanto, había de ser para mí una sorpresa y una alegría veros por aquí cogidos del brazo.
—Vas a comprenderlo todo en seguida, Jaime… Tenías razón al decir que Benito Masson era inocente.
—¿Te ha convencido Gabriel?
—Sí…
—¿Te ha convencido bajo pena de muerte?
—Quizá… Creo, en efecto, que si no hubiera llegado a convencerme ni él ni yo perteneceríamos ya a este mundo… Me arrastraba a una catástrofe de la que no le hubieras resucitado.
—¿Y qué te ha dicho para convencerte?
—¿Recuerdas, Jaime, que cuando trabajamos en la «gran obra» y te ocupabas de los ojos, me decías que vería, pero que de creías que llorara nunca?… Pues bien: ha llorado… ¡Oh!
Cuando vi correr las lágrimas sobre la cera de su rostro, me pareció que su alma, encerrada por nosotros en una caja, salía para decirme: «He aquí, Cristina, tu obra viva. Lo que has creído eterno no es el gesto de un autómata, sino mi dolor. ¿Estás satisfecha?…». Entonces enjugué sus lágrimas, que sólo dejaron de fluir cuando le dije: «Deja de llorar, Gabriel, porque creo en tu inocencia».
—Luego, ¿os tuteáis?
—No me parece que la cosa sea muy grave.
—Tan grave, Cristina, no solamente para él, sino para todos nosotros, que no he vacilado en venir a turbaros…
—¿Qué?
—Nada… Hablemos de la inocencia de Benito Masson. Mientras tanto, procuraré olvidar a Gabriel.
—¡Qué cosos piensas, Jaime!
—¿Qué quieres?… Soy un hombre.
—Pero Gabriel no lo es.
—Peor que si lo fuera.
—Tú lo has hecho así.
—Repito que hablemos de su inocencia en tanto que hombre… Quedamos en que le has visto llorar, le has tenido fe…
—¡Fe!… Ésa es la palabra…
—¿Y le ha bastado tu fe?
—Tanto le ha bastado, que ha consentido en dar explicaciones. Mientras yo no he creído en él, mientras me he figurado que era presa de un monstruo, se ha portado como un monstruo arrastrándome rabiosamente en su torbellino; pero cuando me ha visto conmovida por sus lágrimas, me ha confiado humildemente sus miserias con una simplicidad infantil… Se ha arrodillado para entregarme sus heroicos, alucinantes y lamentabilísimos garabatos que gritaban y explicaban su inocencia… ¡Qué sencillo era todo. Dios mío!… Tú mismo juzgarás, Jaime… Cierto es que ocultaba en la bodega el equipaje de las mujeres desaparecidas; pero si ellas se lo hablan dejado, ¿qué iba a hacer con él? ¿Qué hubiera podido contestar a quienes le preguntasen algo de él?
—Me choca que me preguntes eso a mí, que siempre he creído en la inocencia de Benito Masson… La verdad es que las mujeres tienen un extraño concepto de la lógica… Pero ¡continúa, Cristina, que me interesas!… ¿Y qué dijo de Violette?
—Dijo que Violette era aquí el único que conocía la verdad, o cuando menos se había enterado de ella a su costa en el momento de su muerte, y de eso murió… Supone Gabriel que el guardabosque debió de asistir al atentado de que fue víctima Annie. Hacía días que Violette vigilaba incansablemente a la muchacha. Es más: seguramente intervino en el momento del drama, por lo cual le quitaron la vida.
Se produjo un silencio. Luego Jaime dijo lentamente:
—Todo eso pensé yo. Y no solamente lo pensé, sino que te lo dije. ¿Acaso no lo recuerdas?
—Lo recuerdo.
—Buena memoria tienes.
—Me lo habías dicho, pero yo no quería, o, mejor dicho, no podía entender nada, a causa de la horrible escena…
—No importa que vieras descuartizado el cadáver de Annie. Recuerda también que Benito alegaba en el proceso que el hecho de descuartizar a una mujer no demuestra que el descuartizador la haya asesinado. Esa afirmación me parecía evidente.
—¿Te parecía evidente que él no la había asesinado?
—Distingamos… Me parecía evidente que aquello no demostraba que Benito Masson fuera el asesino de Annie… Cuando se razona, Cristina, «hay que saber distinguir»… Pero las mujeres no suelen poner su distinción en los razonamientos… Y no es que me queje, ni me quejaré mientras no me siente en el banquillo de los acusados…
—¡Qué cruel eres, Jaime!…
—¡Nada de eso!… ¡Tomo mis precauciones!…
—Nunca creí que un constipado pudiera cambiar así a un hombre… Pero te perdono, porque me hago cargo…
Jaime suspiró cansinamente:
—Espero lo referente al cadáver de Annie… ¿Es interesante?
—He aquí lo que me dijo… Un día que Benito volvía a su casa, la corriente del estanque llevó el cadáver casi delante de su puerta… El encuadernador, que ignoraba que Violette hubiera sido asesinado, temió en gran manera que el guardabosque descubriera el cuerpo sin vida de Annie… ¿Acaso su enemigo no andaba siempre al acecho por allí? Además, Benito estaba al corriente de los malvados rumores que corrían por Corbilléres. Annie, no solamente pasaría por ser su víctima, sino que sería la prueba de que las mujeres que le habían precedido en casa de Benito Masson también habían sido víctimas de éste…
Dado el desconcierto de su espíritu, y obedeciendo a un primer instinto de defensa personal, se inclinó, se apoderó del cadáver, y como estaba a unos cuantos pasos de su casa, lo entró allí, lo dejó en el suelo, cerró la puerta y se puso a reflexionar… Quizá entonces comprendió que lo hecho era lo más peligroso de todo. Pero no puede menos de reconocerse que su actitud era perfectamente explicable.
Sacar otra vez el cadáver era un peligro todavía mayor. ¿No resultaba preferible hacerlo desaparecer allí dentro?… Pero ¿cómo?… ¿Enterrándolo en el patio?… Luego de la nueva desaparición podría temerse un registro que lo pusiera al descubierto… Y así llegó a concebir la idea del descuartizamiento del cuerpo, cuyos trozos quemarla en la cocina… Bajó el cadáver a la bodega mientras el hornillo se enardecía arriba, y comenzó la horrible tarea, que ya acababa cuando yo llegué a la puerta… Lo demás ya lo sabes, Jaime. ¡Benito Masson es un mártir!
—Y Gabriel, un ángel —dijo Jaime con una amarga sonrisa, que fue cortada por un estornudo tan resonante como ridículo.
—Sé razonable, Jaime… Déjame que te cuide. Estás tiritando…
—Pues ponme un gorro de algodón —insinuó Jaime con una risa maligna.
Cristina, harta ya, exclamó:
—Pero, Jaime, ¿qué te pasa?… Estás desconocido… Aún no me has dirigido una palabra cariñosa… Ni tan siquiera me has dado noticias de mi padre… ¡Te figuras que yo no he pasado también horas dolorosas!…
—¿Te acuerdas de ellas? —interrogó Jaime llorando. Y seguidamente explicó—: Lloro porque estoy constipado. No confundas mis lágrimas con las de un Gabriel…
—Te pones odioso y diríase que me odias… ¿No te he llamado yo?… ¿El apellido Beigneville no te ha informado mejor que cualquier telegrama que yo no hubiera sabido dónde enviarte y que él no hubiera dejado salir?
—Estás bien guardada, ¿eh?… Me extraña que hayas podido venir aquí…
—Descansa. Ni tan siquiera lo recela… Mañana se lo diré con toda clase de precauciones…
—Te ruego, Cristina, que, sobre todo, no descuides las precauciones. ¡Es tan susceptible Gabriel!…
—No puedes figurártelo.
—Me lo figuro… Pero voy a facilitarte un excelente argumento que, seguramente, le dejará satisfecho. Todo lo que acabas de decirme respecto a las desapariciones de Corbilléres puede, si acaso, explicar la inocencia de Gabriel; pero no la demuestra… Oye, Cristina, creo que la prueba se acerca… No tienes más que decirle: «Yo sabía que mientras estábamos aquí continuaban en Corbilléres y hasta en París las desapariciones, los crímenes, los atentados… Los diarios llenaban páginas enteras con las terribles hazañas del muñeco sangriento… No te he hablado de ello, Gabriel (ya ves cómo no olvido que os tuteáis); pero he encontrado el procedimiento de avisar a Jaime… Lee estos periódicos que acaba de traernos a un sitio bloqueado por la nieve y exponiéndose a una grave enfermedad…».
Cristina, sin advertir la terrible ironía que había en aquellas palabras, pronunciadas con voz cada vez más perturbada por el catarro (con hipersecreción), se apoderó de los periódicos y los hojeó ávidamente. Al llegar a las últimas indiscreciones firmadas por XXX, exclamó:
—¡Qué contento va a ponerse!… Tienes razón. Ahora puedo decirle que estás aquí… Es un buen pretexto…
—Demos gracias al cielo —replicó Jaime sonándose con la mayor decencia en un gran pañuelo que la excelente Catalina, movida de la piedad que le inspiraba aquel viajero imprudente, había sacado de su ajuar—. Demos gracias al cielo, porque me hubiera sabido mal marcharme sin haber tenido el gusto de saludarle… Conque es muy celoso, ¿eh?
—Más de lo que puedas figurarte.
—Pues también yo soy celoso —exclamó Jaime con un ímpetu que determinó un acceso de tos, que estuvo a punto de ahogarle.
—Pero ¿es posible? —exclamó Cristina—. ¿Es posible que tú, Jaime, la sabiduría hecha persona, tengas celos de un muñeco?…
—¡Lo que oyes, Cristina!… Pigmalión amaba a su estatua, pero yo la detesto… ¡A eso he llegado yo, que soy la sabiduría hecha persona!… La máscara de estupefacción tras la cual te ocultas es la más odiosa de las mentiras… Una mujer que, diciéndose honrada, alimenta para con el forastero que frecuenta su casa sentimientos criminales, no engaña más desvergonzadamente a su marido que tú me engañas a mí… Y es que a mí nunca me has amado. ¡No has amado más que a tu ensueño!… Y cuando has descubierto mi genio, que se arrastraba a tus pies, no lo has levantado sino para que pudiera dar vida a la imagen insensible acariciada por tu pensamiento… Ahora que mi obra está terminada, ya no existe para ti más que el obrero a quien se despide cuando se puede prescindir de sus servicios… ¡Y menos mal que al obrero se le ha pagado!…
—¡Jaime!… Pero ¿estás loco?…
—¡Cállate!… Y si tienes todavía algún pudor, no pongas tanta claridad en la mirada… Ayer te oí decir a Gabriel que si no fuera lo que es, no le dirías que le adorabas…
—¡Adorar!… Le hablaba de adorar como una madre adora a su hijo… ¿Acaso Gabriel no es nuestro hijo?…
—Hijo mío, sí… Pero ¿tuyo?… ¡Basta de muecas, Cristina!… ¿Pensabas que era tu hijo cuando tus manos de artista acariciaban el esbozo de cera del que había de salir su rostro victorioso?… Tus manos servían a tu corazón, que arrullaba como una paloma: «¡He aquí a quien hubieras amado!». Y te volviste hacia mí para decirme: «¡Sopla en este barro!…». Insensatamente, orgullosamente, me apoderó del hálito divino y sopló… Él ha vivido… ¡Yo he sido olvidado!…
—¡Y yo siento que el hijo de ta genio no me haya destrozado!… ¿Qué voy a ser entre vosotros dos?…
—¡Tranquilízate!… Mi catarro se cambiará en bronquitis; la bronquitis, en pulmonía, y ya no correrá peligro tu felicidad …
—¡Calla! —exclamó de pronto Cristina—. Y oye…
Se oían pasos en el corredor. Eran pasos de un ritmo singular, que ella conocía perfectamente.
—¡Es él! —gimió la joven.
Los pasos de la estatua del comendador no causaron más espanto a Don Juan en la hora del a suprema cuenta que el ruido de los pasos de Gabriel causaron en Cristina. ¡En aquella modesta mansión de los Alpes iban a chocar los elementos de la mayor tragedia del mundo!… Cristina ¿había sido menos culpable en su exagerado amor al Ideal que el príncipe de los libertinos? ¿No había pisoteado, más que el gran cínico, las leyes divinas y humanas? Si es un pecado amar la carne, ¿no la había ella despreciado en demasía? ¿No iba a ser aplastada entre los dos polos —lo Puro y lo Impuro— del mundo que había puesto en movimiento?
—¡Oh! —exclamó ella medio muerta—. ¿Qué va a pasar?
Se abrió la puerta. ¡Era él!…
Iba envuelto en una pelerina de montaña, cuyas alas mantenía cruzadas por delante con un gesto digno de la estatuaria antigua. Su noble frente, no arrugada por ninguna preocupación, no sellada por ningún dolor, espejo augusto de la serenidad, dominaba aquella escena, en que de una parte la inquietud moral y de otra la miseria física de la pobre y anciana humanidad temblaban ante la aparición de «lo más fuerte que la muerte».
Su mirada cayó un segundo —un segundo de compasión— sobre aquel montón de carne doliente que tiritaba sumido en un sillón, ante un fuego que iba a apagarse luego de haber hecho su último esfuerzo de calor. Después se volvió hacia Cristina, la cogió de la punta de los dedos en una actitud que recordaba a los danzarines de pavana del gran siglo, o con esa armonía celestial que los grandes pintores cristianos han dado al gesto de los arcángeles cuando éstos vienen a buscar en la tierra al elegido del Señor para conducirle a las eternas moradas…
Y, a decir verdad, cuando Gabriel, llevando de la mano a Cristina, salió de la estancia con la frente levantada hacia los astros, pudo creerse que iba a desplegar las alas…
Pero se contentó con cerrar la puerta.
Y el montón de carne doliente se quedó solo, sumido en el sillón…