A partir de entonces, la conducta de Cristina le pareció completamente natural.
Seguramente se había dado cuenta —a su costa, como lo atestiguaban las primeras huellas de la espantosa aventurad— de que resistirse a la voluntad desatentada del autómata no podía conducir más que a una catástrofe…
Y le habría seguido aparentando buena voluntad y para no dejar entregada a sí misma aquella terrible máquina con cerebro de asesino. Porque Jaime no podía olvidar que Cristina no dudaba de que la culpabilidad de Benito Masson era cierta…
¡Pobre y adorada Cristina!… Teniendo semejante convencimiento, ¿qué heroísmo no necesitaría para vivir sonriendo en tan temible compañía?… Tendría que acatar la voluntad de Gabriel, el cual pasaría el tiempo vigilándola, prohibiéndole todo gesto, todo paso que pudiera facilitar una pista y romper la intimidad que no se había atrevido a esperar en la vida normal y con asqueroso rostro y que debía a la sublime aventura…
Y he aquí que Cristina había encontrado o que deseaba enviar a Jaime, a través del espacio, aquella llamada: ¡Beigneville!…, que solamente podía comprender él…
Aquel llamamiento le había conmovido como una onda hertziana que encuentra su receptor.
Y acudía…
¡Iba a salvarla, a desembarazarla de su tirano!… El amor propio de autor quedaba relegado. ¡Maldecía una vez más su genio, que solamente había conseguido el suplicio de Cristina… y el suyo!… No vacilaría en destruir la maravilla constituida por su obra, que era como su hijo…
Para él no había más verdad en el mundo que estrechar a Cristina en sus brazos. ¡Lo demás, todo era mentira!…
Estas cosas iba pensando Jaime, mientras el autocar remontaba el valle del Paillon, daba la vuelta a las montañas, dejaba detrás el Escareney, se detenía para respirar unos minutos en la placita de Luceram y permitir a los viajeros que visitaran la curiosa iglesia, las ruinas del castillo y las murallas de la colonia romana que fue Luce Ara.
¡Oh las viejas piedras, las viejas imágenes, el abismo del pasado!… ¿Qué significaban para un hombre que, como Jaime Cotentin, se había inclinado sobre el abismo del porvenir y que corría a la busca del demonio que acababa de salir del abismo a la llamada imperiosa de su voz?
¡Pobres de quienes se adelantan al tiempo, de quienes se anticipan a la hora que regula la marcha del rebaño!… ¡Pobre del inventor a quien mientras espera los laureles futuros se le forjan cadenas!… ¡Con una mano lanza sobre el mundo el rayo de Prometeo, pero cuando abre la otra encuentra el ave nocturna que se convertirá en el buitre que le registro las entrañas!…
¡Palabras pomposas, en verdad, aunque a medida de esos semidioses cuya frente vencida continúa amenazando al universo!… Claro está que desentonan un poco cuando se trata de un pobre enamorado que solamente pide olvidar su genio en un beso… Pero si la tragedia es menos elevada, en cambio es muy humana y… quizá mucho más emotiva… En fin: demos a nuestro Jaime Cotentin tal como es, a la medida de una época en que los héroes no han sido tallados de una pieza en el granito mitológico…
¡Qué impaciente estaba Jaime en la placita de Luceram!… ¡Y cómo maldecía al buen cura que a todas sus virtudes unía el competente entusiasmo de un arqueólogo ante sus hermosos retablos primitivos!… «¡En marcha, en marcha!». Al parecer, allá arriba hacia un tiempo que podía reservar a los viajeros sorpresas desagradables…
A partir de Luceram la ascensión se hacía más ardua y comenzaban a aparecer las primeras nieves, al mismo tiempo que un panorama de un relieve caótico extendía su círculo inmenso hasta la Costa Azul, entrevista como un lejano paraíso.
Jaime estaba convencido de que Cristina desconocía aquel país; pero suponía que Benito Masson, en el curso de sus viajes, habría pasado por allí, pensando en un retiro solitario —o de dos— que estaba a punto de realizar…
Media hora antes de llegar a Peira Cava (1.500 metros sobre el nivel del mar), tuvo que detenerse el autocar…
La nieve que había caído en gran abundancia durante toda la noche, interceptaba el camino, de manera que no podía pasar ningún vehículo, como no fuera un trineo.
El chófer, para consolarlos, les comunicó que el hecho no tenía nada de extraordinario, y que los habitantes de Peira Cava, casi todos los inviernos, tenían ocasión de permanecer aislados del resto de los humanos durante una semana o dos. Así es que los posaderos tienen la precaución de proveerse de conservas, con lo cual los huéspedes no pasan por el peligro de morirse de hambre. El incidente, para los que estaban bloqueados, era, no un motivo de espanto, sino una nueva diversión.
Alertos gracia tenía para los turistas que se veían detenidos en su excursión, que tenían que renunciar al almuerzo y que habían de dar media vuelta hacia Luceram, porque eran muy raros los que se decidían a continuar el camino por la nieve sin ir equipados para semejante expedición.
Sin embargo, Jaime no vaciló. Sin más apoyo que un bastón, y a pesar de cuanto le advirtieron, emprendió el viaje, al fin del cual llegó extenuado y casi muerto de hambre. Había invertido tres horas para andar una legua.
Ya puede suponerse en qué estado se presentó en el hotel de las Altas Cumbres, donde se habían alojado los señorea de Beigneville…
El hotel lo regentaban tres hermanas, llamadas Elisa, Florisa y Denisa, los cuales rodearon al recién llegado con el más laudable espíritu de caridad. Pero Jaime, que se había instalado ante la estufa, la cual hacía humear sus vestidos, no respondía a todas las preguntas más que con estas palabras:
—¿Está aún aquí el señor de Beigneville?…
Le dijeron que los señores de Beigneville no habían hecho más que pasar veinticuatro horas en el hotel de las Altas Cumbres. Y como el huésped, al enterarse del dato, mostrara más abatimiento, se apresuraron a hacerle saber que no se habían ido de aquellos parajes. Precisamente habían alquilado a la entrada del bosque de la Mairiso, en el camino de Turini, un pequeño chalet aislado, donde vivían de una manera muy retirada.
—Debe de ser una pareja de recién casados —aseguró la señorita Denisa con una convicción encantadora—. Se adivina en seguida por las atenciones que se gastan y porque no se separan nunca… Siempre van cogidos del brazo y se dicen cosas al oído… ¡Da un gusto verles!… Los dos son muy guapos y causan la admiración de todo el mundo, aunque viven tan hurañamente para los demás… Quiero decir que no admiten a nadie en la intimidad… SI, sí: da gusto verles por las tardes, sentados muy juntitos, bajo un abeto, en Pra-de-la-Cour, mirando cómo los demás se entretienen en esquís o trineos… Luego se vuelven tranquilamente a su casa… ¡Qué hermoso es el amor!…
—Permítame, señorita, que le diga que está usted en un error —interrumpió con la voz ronca Jaime Cotentin, que sufría un verdadero martirio—. Conozco a esas personas, porque soy cercano pariente de ellas. Se han refugiado aquí, lejos de importunos, para descansar en la paz de la montaña de grandes trabajos y de grandes dolores. No se trata de unos recién casados, sino de dos personas unidas por una santa amistad. Temo que haya interpretado usted mal los datos de su libro registro. Los señores de Beigneville son nada más y nada menos que hermano y hermana.
—Lo mismo opinamos nosotras —dijeron al unísono las señoritas Elisa y Florisa.
Y Florisa aún añadió:
—La joven, en efecto, tenía cuidados maternales para él. Aquí pasaron veinticuatro horas. Él tenía un cuarto orientado hacia Pra-de-la-Cour, hacia Levante…
—Y ella —agregó Elisa— tenía el cuarto hacia Poniente, hacia el monte Celas…
—Eso no tiene nada de particular ni significa nada tratándose de personas del gran mundo, como se ve que son éstas —repuso Denisa—. Son personas del gran mundo. Y no nuevos ricos. Se ve en su comportamiento. ¡Ni una palabra más alta que la otra!… Al señor Biegneville ni tan siquiera le he oído una palabra…
—Está mudo —declaró Jaime Cotentin.
—¡Pobre hombre! Ahora comprendemos por qué no le abandona nunca su hermana. ¿Estás convencida? —preguntaron a la vez Florisa y Elisa a Denisa.
—No me queda otro remedio —concedió Denisa con una mueca sonriente— si el caballero, que les conoce, afirma que estoy equivocada. Pero ello no me impide lamentarme de haberme equivocado en lo que me figuraba, que era muy bonito…
—Hay que perdonar a nuestra hermana —advirtieron Elisa y Florisa—, porque es algo novelera…
—¡Qué casualidad! —exclamó Denisa—. Por ahí pasan… ¿Parecen o no parecen dos recién casados?…
Jaime, a quien se acababa de servir una taza de caldo caliente, en el que ya mojaba sus labios, dejó el tazón y se asomó a los cristales, en los que apoyó su frente… ¡Eran ellos!… ¡Y era verdad que parecían lo que decía Denisa!…
Vestían ambos jersey de lana blanca. Los dorados cabellos de Cristina, bajo su gorro demasiado pequeño para contenerlos, le hacían una jubilosa aureola. Él pasaba grave y bello, con su rostro misterioso. La joven le estrechaba tiernamente el brazo y cruzaban sus miradas, que se decían cosas, a pesar de los labios mudos…
Denisa estaba extasiaría; Florisa y Elisa proponían al viajero que llamara a la pareja.
—¡No, no! ¡Déjenlos! —repuso Jaime volviéndose bruscamente.
Y estaba pálido, muy pálido…
—¿Se ha puesto enfermo? —preguntó Denisa.
Jaime, que se había sentado en una silla, contestó:
—¡No es nada! Cansancio…
Se bebió lentamente el caldo. Y al beberlo, a sorbitos, sonreía muy amargamente…
—Si yo le dijera a esta señorita Denisa —pensaba— que Cristina no estrecha tan fuertemente a su pareja sino por miedo a verle caer, suceso que daría lugar a una escena ridícula, quizá se entusiasmara menos con el espectáculo que acaba de presenciar… El bello Gabriel aún no ha aprendido a levantarse solo…
¡Qué cosa más lamentable es el amor!… El genio de Jaime se regocijaba por no haber dado al mundo más que un ser imperfecto, y llegaba a mofarse de su misma impotencia, porque había visto que Cristina sonreía al sublime muñeco…
¡Y es que Denisa tenía razón!… Cristina no sólo sujetaba el brazo del señor de Beigneville fuertemente, sino también tiernamente…
Tan bien lo sabía Jaime, que unos instantes más tarde, a pesar de su inmensa fatiga y de su abatida moral, emprendió sin ninguna alegría el camino seguido por la feliz pareja: camino que acababa de dejar libre un escuadrón de cazadores alpinos, y al fin del cual encontró el pequeño chalet a la entrada del bosque de la Mairise…
—Bien sea Benito, ya sea Gabriel, siempre necesita un refugio en la soledad… ¡y con mujeres!… —pensaba el disector—. Y añadió: Pero esta mujer… ¡no huye de él!…
Iba Jaime a dar la vuelta a la casita de madera, cuando oyó la voz de Cristina y quedó inmóvil.
Hablaba con Gabriel…
Jaime no les veía, pero debían de estar ambos junto a una ventana desde donde descubrirían el circo prodigioso de los Alpes iluminados por los resplandores del Sol poniente.
Durante varias horas las cumbres habían estado envueltas en nieblas opacas, en las que apenas se las adivinaba, formando un caos gris y húmedo. Luego, de pronto, como por una especie de fiat lux, ocasionado por uno de esos súbitos cambios de viento tan frecuentes en los Alpes, la cortina de las nubes fue levantada, fue desgarrada. Y la serie de montañas, valles y mesetas aparecía como estremeciéndose en una fundición…
Había callado la voz…
Poco a poco las cenizas moradas de la noche apagaron aquel incendio y apareció la Luna en su carro de plata.
La voz de Cristina se elevó de nuevo.
—¡Qué hermosura, qué hermosura! Tienes razón, querido… ¡Ahora todo es hermoso!…
Le tuteaba, le prodigaba las más cariñosas palabras… ¡Y al otro le parecía que todo era hermoso ahora!…
La frase demostraba que los dos se comunicaban, a pesar del mutismo del muñeco, con una facilidad que había sido prevista… Porque Jaime, en lo posible, no había olvidado nada… ¿Acaso no había enseñado a Cristina el lenguaje de los sordomudos para que a su vez lo enseñase al muñeco, lo cual, además de los papelitos, permitiría una conversación cada vez más rápida entre el autómata y sus creadores?
Ahora, por lo visto, el muñeco no necesitaría ya de papelitos.
¿Para qué escribirse cuando para comprenderse basta con hacerse señas o con la mirada?
Y la voz que nunca le había hablado así a Jaime continuaba desarrollando su melodía…
—¡Nada, mi Gabriel, puede ser más bello que lo que sucede en estos minutos sagrados!… A veces tus ojos me miran con una súbita tristeza que es un sacrilegio… ¿No me has dicho cien veces que antes de este bendito milagro, la vida había sido para ti el peor de los males y que ahora disfrutabas el placer de los dioses?… Tus cantos de poeta ya no son más que cantos de triunfo… Por la mañana, al salir de la noche santa, cuando me los traes, me los aprendo y los grabo en mi corazón… ¡No estés triste, Gabriel!… Oye el canto de la última noche:
»¿Qué importa que en los mundos que recorren cielos demasiado pequeños para que se detenga nuestro pensamiento, en los mundos que sólo poseen un Sol, las arenas del tiempo se corran mientras se desploman los mundos?… ¡Mi resplandor te pertenece!…
»¡Oh, Cristina! ¡Deja tu cristalina mansión y lleva los secretos de mi pensamiento a través del cielo superior! ¡Divulga tu mensaje a los orbes orgullosos y no temas que las estrellas no tiemblen ante el crimen del hombre!… Es puro el hijo que ha salido de tus manos… Y sus manos son vírgenes de la sangre del sacrificio…»
Reinó un silencio terrible, silencio durante el cual sonaba furiosamente en los oídos del aturdido Jaime el eco de aquellas cuatro palabras que le humillaban y le dominaban: ¡Mi resplandor te pertenece!
Luego de aquel arrebato, que agujereaba los más lejanos confines del espacio, el diálogo, o, mejor dicho, el monólogo de dos, cayó de nuevo al nivel de la conversación. Pero, de todos modos, ¡qué conversación!…
—¡Tus sufrimientos y tu muerte, oh mi Gabriel, te han formado un alma única! Eres el único ser al que una mujer puede acercarse con la confianza, el respeto y el infinito amor que debe a su Dios… Si mi Gabriel se encuentra triste, triste me verá, porque se halla por debajo de su destino… Hemos conservado tu alma libre de tu cuerpo… ¡Nos debes tu alegría!… ¿Quién puede fijar límites a las facultades del alma cuando no es alterada por ningún pensamiento terreno ni manchada por ningún cieno humano? Si no fueras lo que eres, no te dina que te adoro…
Jaime se apoyó en la pared para no caer.
Y luego, al oír que cerraban la ventana, aún tuvo fuerzas para dar, titubeando, unos pasos. Cristina, que corría los visillos, le vio. Lo hizo una señal que le dejó inmóvil. Unos minutos después estaban juntos.
Cristina le dijo palpitante:
—¡Vete, vete, que no te vea!… ¿Estás en la fonda de las tres hermanas?… Esta noche iré a verte.
—Si no te sirve de molestia… —replicó Jaime.
Y se volvió lamentablemente hacia Peira Cava…