Si bien el inspector Lebouc, por razones que pronto conoceremos, había abandonado la pista del muñeco sanguinario, Jaime Cotentin, a quien dejamos en Corbilléres frente a los vestidos hechos harapos de Cristina, se había dedicado con más actividad que nunca a perseguir a Gabriel…
El disector, tras el espanto del primer momento, creía haber adquirido, ya que no la certeza, al menos la esperanza de que su novia vivía. No hubiera podido decir exactamente cómo había terminado entre la joven y el temible autómata el drama que había revuelto toda la habitación. Pero muchos indicios le permitían creer que si de Cristina no había encontrado más que sangrientos guiñapos, se debían a que Gabriel se los había hecho quitar para que se pusiera ropa limpia y vestidos decentes, ya que en el suelo había etiquetas de un almacén de novedades de Melun que, además, le permitieron hacer una indagación mediante la que llegó a poseer inmediatamente preciosos informes.
Por otra parte, descubrió bajo el tinglado la prueba del paso del pequeño automóvil de conducción interior robado al pobre Lavieuville. Y más aún que su paso, descubrió las razones evidentes de su detención en el misterioso recinto. Unas cuantas cajas de pintura recientemente abiertas y dos grandes pinceles todavía embadurnados de materia colorante, no solamente atestiguaban que el auto había sido pintado. Bino que indicaba cómo había sido pintado el auto. Así es que Jaime Cotentin, tras un viajo de varias horas a Melun, estaba suficientemente informado para tener una idea de cómo iba vestida la pareja y del aspecto del vehículo que les conducía.
Jaime Cotentin no dejó en el pabellón de Corbilléres nada de lo que allí había encontrado, para que no le molestasen o entorpeciesen en las investigaciones que llevaba por su cuenta, pues por encima de todo temía la intrusión de la policía en aquel asunto. Y luego se lanzó a la persecución del autómata, convencido de que le alcanzarla.
Lo que lamentaba era haber perdido tanto tiempo. La suerte de Cristina sería lamentable. La huella de la última lucha que había tenido que sufrir en Corbilléres contra las exigencias del autómata demostraban que la desgraciada hija de Norbert había acompañado al monstruo contra su propia voluntad, y que continuaba siendo su presa.
¿Cuál no sería, pues, la sorpresa del disector cuando en el camino seguido por los fugitivos, en una posada de las orillas del Marne, se enteró de que la joven había bajado del automóvil y había hecho todas las provisiones necesarias antes de volver al coche, donde la esperaba el joven sentado al volante con la mayor tranquilidad?
Luego de las sangrientas etapas, de una pista en la que no había descubierto hasta entonces más que golpes y heridas para Cristina, Jaime había de felicitarse de que las cosas tomaran un cariz menos trágico de lo que permitía suponer el principio de la aventura Se alegró, pues, pero no dejó de quedar intrigado…
Los viajeros habían dado la vuelta a París y habían tomado el camino de la Turena, que Jaime conocía perfectamente… Para reconstituir aquel itinerario aún perdió cierto tiempo, porque el pequeño automóvil de conducción interior no siempre recorría la carretera principal… Los caminos secundarios por los cuales se había metido más de una vez demostraban tal astucia por parto del conductor, que Jaime, en otras circunstancias, se hubiera mostrado orgulloso. Pero he aquí que desde que Jaime Cotentin había lanzado su autómata al mundo, acontecimiento que hubiera debido llenarlo de gloria, ya no estaba satisfecho de nada…
Y era extraordinario el hecho de que su natural carácter taciturno no hacía más que acentuarse a medida que iba recogiendo indicios y pruebas de que Cristina ya no seguía a Gabriel como una prisionera, sino como una compañera…
Por lo menos, si se alegraba de semejante cambio, hay que concluir que la alegría de Jaime Cotentin era muy parecida a la tristeza.
Al fin y al cabo, hay caracteres que se muestran indiferentes y hasta huraños cuanto más íntimamente satisfechos están.
La sorpresa de Jaime Cotentin aún aumentó cuando se dio cuenta de que la pareja, al salir de Tours, había tomado el camino de Coulteray.
—Será una ocurrencia de Cristina —se dijo.
Y así llegó a la singular creencia de que aquella «excursión», inspirada —¡de qué manera!— al principio por Gabriel, era.
Y a la sazón, dirigida por la joven. El autómata hacia todo cuanto ella quería…
Pero ¡qué era lo que ella quería! Volver a ver aquellos lugares cuyo recuerdo no la dejaba, aquellos lugares donde había dejado la sombra, peligrosa para su imaginación, de la pobre marquesa, pálido fantasma que salía a medianoche de su tumba para dar una vueltecita por los cementerios.
—¡Ea! —se dijo Jaime tras unos instantes de reflexión que parecieron devolverle toda su energía—. ¡Vamos a Coulteray! Así tendré ocasión de ver al excelente doctor Moricet, de quien no he tenido noticias hace tanto tiempo…
Jaime había alquilado un pequeño torpedo que guiaba él mismo. Cuando llegó a Coulteray se fue derechamente al mesón de «La Gruta de las Hadas» y preguntó por el patrón.
La criada lo contestó:
—El señor Achard aún no está bueno; pero si usted quiere hablar con él, le puedo acompañar hasta la alcoba de mi amo…
—¿Está enfermo? —preguntó el disector, que se preocupaba de la salud del mesonero como de su primera pieza anatómica.
—Muy enfermo… Pero hace todo lo que el médico le ordena… Sigue muy bien el régimen…
Y la criada, empujando una puerta, dijo:
—¡Señor amo!… Aquí hay un viajero que quiere hablar con usted, si no es mucha molestia…
—¡Nada de eso! —respondió el señor Achard—. Cuando uno está enfermo, ¡cuanta más compañía, mejor!…
Jaime dio la vuelta a un biombo y se encontró con el enfermo. Llevaba un gorro de algodón hundido hasta las orejas, y estaba sentado frente a un magnífico fuego de leña que llenaba toda la chimenea. Junto a él había una mesa abundantemente provista de vituallas y de ampollas en las que se irisaba el vinillo de Anjou esperando que el convaleciente lo catara. Y, en efecto, el mesonero estaba en aquel momento muy ocupado en rociar con aquel generoso caldo una apetitosa gallina de Tours que se encontraba en el asador, sobre el fuego magnífico.
—¡Hola! —hubo de exclamar Jaime—. Ya veo que su enfermedad va bastante bien…
—Hago todo cuanto está en mi mano para que se resuelva favorablemente —contestó el otro moviendo la cabeza con aire de resignación—. El doctor Moricet me ha abandonado hace veinticuatro horas y no tengo más remedio que arreglarme yo solo…
—¡Pues no se arregla mal!…
—Es el régimen a que estoy sometido, señor… Y aunque, según parece, goza usted de buena salud, se lo ofrezco de muy buena gana…
Jaime sentóse al mismo tiempo que daba las gracias: ¡no tenía apetito!…
—Pues si no tiene apetito, lo mejor es que le consulte su caso a un médico… Vaya al doctor Moricet, que no hay otro como él para curar con un régimen adecuado enfermedades como ésa… Tampoco yo tenía hambre; pero él me dijo que era preciso comer… ¡y cómo!…
—Lo que no comprendo es la enfermedad que pueda tener usted —manifestó el disector—. Su cara no puede estar más lozana.
—¡Ay! —gimió el otro, mientras engullía medio chorizo humeante que había embalsamado una fuente de lentejas servidas a guisa de sopa—. ¡Ay! No se ha de juzgar a la gente por la cara que pone… Yo, aquí donde usted me ve, soy un desgraciado.
—¿De qué sufre usted?
—Del lado… del lado moral…
—¡Ah, ya!
—Sí, señor, sí. Tengo la moral muy débil, según ha dicho el doctor.
—Pues le deseo que se restablezca pronto —dijo Jaime sonriendo, porque tomaba como pura broma las frases de su interlocutor—. Mientras tanto, voy a exponerle el objeto de mi visita. ¿No me conoce usted?
Achard le miró y dejó el tenedor y la cuchara, porque se servía de ambas manos a la vez. Luego, frunciendo el ceño dijo:
—¡Ay!… Si no me equivoco, es usted el que vino a comer a casa el día que enterramos al vampiro…
—En efecto.
El otro, frunciendo cada vez más el ceño, añadió:
—Usted es el que se instaló en el castillo con la joven que había sido amiga de la marquesa.
—Efectivamente. Con aquella misma joven vine a comer aquí. ¿La recuerda usted?
—Sí, creo que sí… Tengo muy presente aquella terrible noche… Sólo de pensar en ella noto que la moral se me pone más débil…
Y de un formidable bocado hizo desaparecer la otra mitad de chorizo. Luego vació de un trago media botella de Vouvray, se enjugó la boca y miró a Jaime Cotentin con una especie de consternación melancólica y casi enternecedora.
—¿Qué es lo que usted quiere saber? —preguntó.
—Quisiera saber si ha vuelto usted a ver a aquella joven, si ha pasado por aquí…
Achard lanzó un suspiro para decir:
—No se preocupe, joven… Las mujeres, aun las mejores, trabajan para el diablo… Crea lo que le dice un hombre que va donde vaya el primero, que siempre ha sido galante con las mujeres y a quien, sin embargo, siempre han engañado… Todo es cuestión de acostumbrarse… Si yo hubiera de enfermar por una cosa de ésas, seguramente no me vería como me veo… ¿Quiere usted un vasito? Este vinillo da más calor que el mismo Sol… Pero volviendo a lo que usted quiere, voy a decirle que esa joven volvió no hace aún ocho días… Iba con otro… ¡Es la vida!
Tras un silencio y un nuevo trago, prosiguió el mesonero:
—No crea que estuvo aquí mucho tiempo… Vinieron en un pequeño automóvil, del que ella bajó para llenar de provisiones una cesta… En seguida volvió a reunirse con su amiguito… Parecía como avergonzada de que la vieran… Yo procuró fisgonear con quién iba. Y su sustituto —dicho sea sin ánimo de ofenderle— era un buen mozo… ¡Oh, las mujeres!… Pero ¿qué lo vamos a hacer?… Se marcharon hacia el castillo. Luego supe que ella había ido a rezar sobre la tumba de la vampiresa… Pero ya no les he vuelto a ver.
—Y a la vampiresa, ¿la ha vuelto a ver? —preguntó sarcásticamente Jaime, que, aun cuando ponía buena cara a las singulares consideraciones del posadero referentes a su infortunio, tenía unas ganas enormes de romperle la sopera en la cabeza.
Lo que no esperaba era el efecto que iba a producir su pregunta, hecha en el tono del hombre de talento que se burla de un imbécil.
Achard se levantó bruscamente; sus hermosos colores desaparecieron de una manera súbita; una nube inquietante había esparcido su velo sobre los ojos poco antes tan resplandecientes como el vino en el que encontraban la alegría de vivir.
—La he vuelto a ver —respondió—. La volví a ver precisamente la noche en que su ex amiguita «pasó por aquí»… No fui yo el único que la vio… Y los que la vieron también están enfermos… A mí se me agolpó la sangre; a Bridadle, el herrero, se le puso un dolor en el corazón que le ha quitado las fuerzas tan necesarias en su oficio; a Verdeil, el que tiene el garaje junto al puente, se le ha trastornado la cabeza de tal manera, que confunde la derecha con la izquierda, lo cual es muy peligroso para conducir automóviles…
Y es que esta vez no ha sido como la primera… Entonces la vimos desde tan lejos que luego pudieron contarnos todo lo que quisieron… Quienes nada vieron se creyeron en el caso de burlarse de nosotros… ¡Cuánto siento que no ocuparan nuestro lugar!… Pues bien: la última noche de que le hablo, era la del martes pasado, estábamos en el salón de billar Bridaille, Verdeil y yo. Acabábamos de terminar la partida y cada cual se disponía a volver a la cama. Verdeil había encendido ya su lamparilla, aunque no se habían apagado las luces del día. Se lo digo para que se dé cuenta de la claridad que había… De pronto, llamaron a la ventana…
—Apuesto cualquier cosa —dijo Bridaille— que mi mujer viene a buscarme…
Y abrió la ventana… Entonces los tres lanzamos un grito y retrocedimos. Muy cerca de la ventana, al alcance de la mano, estaba la vampiresa… ¡No cabía duda! Era la marquesa de Coulteray, tan blanca como la nieve que caía desde por la mañana. Además, reconocimos su voz.
—¿Habló? —preguntó Jaime, que, a pesar suyo, estaba ligeramente emocionado.
—¡Claro que habló! Aún resuena en nuestros oídos lo que dijo. Dijo esto: «Soy yo, Achard. Esta noche hace mucho frío y me da miedo ir sola por esos caminos. ¿Quieres llevarme a mi tumba?…». Le aseguro que no invento nada. Nosotros tres éramos incapaces de un movimiento, parecíamos estatuas… De pronto lanzó un chillido penetrante, como un pajarraco nocturno, y se fue… Vimos que por el recodo del camino desaparecía su fantasma, seguido por otro fantasma… Por lo visto, los fantasmas de vampiros se dedican a perseguirlo de noche… Yo caí tieso sobre el suelo; Bridaille, que es muy religioso, estaba de rodillas y más emocionado que un fraile que hubiera visto el infierno; Verdeil, en cambio, tuvo ánimo para cerrar la ventana… Aquella noche durmieron en mi casa, y a la mañana siguiente volvieron a las suyas… Pero tan mal nos encontrábamos, que hubo que llamar al doctor… Como hecho adrede, estaba fuera: creo que había ido a ver a un cliente de Sologne… Volvió por la noche. Le contamos lo sucedido y nos respondió al momento que se nos había debilitado la moral… Y cuando el doctor Moricet lo dice, por algo lo dirá… Lo chocante es que los tres tuviéramos esa misma enfermedad de la moral…
—¿Y les ordenó a los tres el mismo régimen? —preguntó Jaime.
—Sí… Aquí lo preparamos… Si pasa usted por la cocina, verá «el régimen» que la criada va a llevar a Bridaille y a Verdeil… Yo soy el que está más enfermo, y, por lo tanto, el que carga más la mano en el régimen… Solamente por haber vuelto a hablar del asunto noto más debilidad en la moral… ¡Voy a ver cómo está la gallina!…
Achard ya no sonreía. Jaime tampoco. Resistió otra oferta del mesonero, se despidió y subió seguidamente a su automóvil.
Se detuvo ante la casa del doctor Moricet, cuya criada le dijo que el señorito estaba ausente y que no volvería antes de la noche. En vista de ello, se fue al garaje de Verdeil, que estaba en la encrucijada de los tres caminos, junto al puente, e interrogó rápidamente al empleado, por quien se enteró de que el coche que le interesaba se había provisto de esencia y se había dirigido por el camino de Saumur, es decir, hacia el Oeste. Y una vez obtenido semejante informe, tomó, con gran asombro del mozo, el camino del Este, que lleva hacia Sologne…
Pero a las diez de la noche volvió a pasar por allí y se fue a dormir a Saumur.
En Saumur, al día siguiente por la mañana, se enteró de que los dos viajeros a quienes buscaba habían bajado el miércoles antes, a las dos de la madrugada, en el mismo hotel, donde pidieron dos habitaciones. Al amanecer se levantaron, dejaron en el garaje del hotel el pequeño automóvil e hicieron llevar su equipaje a la estación. Jaimo pidió ver el coche y asegurarse de que seguía la buena pista.
Interrogando al mozo del hotel, pudo enterarse de que los dos viajeros hablan tomado un billete directo para Niza.
Ir a Saumur para tomar un billete directo a Niza, ¿no era el colmo de la astucia de un autómata?…
Una hora más tarde pasaba un expreso que, por Tours, iba a alcanzar en Lyón al París-Lyón-Mediterráneo. Jaime lo tomó luego de haber dejado su automóvil en Saumur, en el mismo garaje.
No se atrevía a telegrafiar al relojero para que le mandase un despacho a una estación del trayecto —Lyón, Aviñón o Marsella—, por miedo a poner en alarma a la policía antes de que él pudiera alcanzar al muñeco, no hubiera juzgado serenamente la situación y no hubiese tomado las resoluciones del caso. Sin embargo, ardía en deseos de saber si Cristina lo había escrito a París para ponerle al corriente de su fuga con Gabriel y situarle en condiciones de encontrarles.
No podía pensar sin dolor que la hija de Norbert aceptara tan fácilmente, sin preocuparse de su padre y de su novio, la suerte que le deparaba el autómata.
Para distraer su inquieto pensamiento, echó mano de los periódicos. Le saltó a la vista un título que encontró en todas partos: El muñeco sanguinario…
Así conoció la loca confesión del relojero, las declaraciones del profesor Thuillier y la indecible emoción de todo París. En Marsella los diarios locales empezaban a dar detalles sobro el misterioso trocar encontrado en la casita de Corbilléres y publicaban telegramas referentes a los primeros pinchados…
Como era de esperar, Jaime no vio en ello más que una sugestión, explicable, en fin de cuentas, que había obrado de manera general sobre todos los espíritus Sin embargo, la observación de que se pretendía (ahora) que había pinchazos en los cadáveres de Violette y de las últimas víctimas de Corbilléres empezaron a hacerle reflexionar… Sabía que el trocar había sido encontrado en Corbilléres y que el muñeco no lo había usado, como tampoco, por lo demás, lo había usado Benito Masson…
Entonces…
¿Habría otras pistolas de trocar?
Con esta pregunta se entraba en un nuevo orden de ideas, en el que se mezclaba el marqués, del que no se habían tenido noticias a partir de la fúnebre ceremonia de Coulteray. De ello parecía resurgir de tal manera la posibilidad de probar la inocencia de Benito Masson, y, por lo tanto, del muñeco, que Jaime se preguntó si lo más conveniente no sería tomar cuanto antes un tren para París. Pero se dejó ganar por el deseo de alcanzar al muñeco, y, sobre todo, a Cristina, cuya actitud, tan extraña por lo pasiva, le turbaba cada vez más. Así es que continuó hasta Niza.
En Niza perdió toda huella.
Recorrió los hoteles, pero le fue imposible enterarse de dónde se habían albergado los dos viajeros.
Por la noche estaba abatido junto a la mesa del salón donde estaban los semanarios locales que daban los nombres de los viajeros últimamente llegados y los nombres de los hoteles donde se alojaban. Inútilmente buscó en aquella lista indicación cualquiera, como por ejemplo, la de los «señores de Lambert», nombre que la pareja había dado en Saumur. En cambio, sus ojos toparon con los nombres de los forasteros que habían subido recientemente a la cercana estación de la alta montaña, a Peira Cava (juegos y deportes de invierno), y que se habían hospedado en el hotel de las Grandes Cumbres. Entre aquellos nombres había uno que le hizo lanzar una sorda exclamación: «Los señores de Beigneville…».
¡Era el apellido de la madre de Jaime!…
Seguramente el apellido habría sido escogido por Cristina para dar, si acaso se presentaba coyuntura, una indicación de la que no recelase Gabriel.
Cristina, pues, ¡continuaba pensando en él!…