Ya puede calcularse el efecto de las declaraciones de semejante personalidad. La mayoría de quienes, a pesar de los hechos, vacilaban antes de aceptar la posibilidad del muñeco, tuvieron que rendirse. La Época tiró cientos de miles de ejemplares del número en que se publicaba la entrevista con el doctor Thuillier. Los ejemplares eran arrancados de las manos de los vendedores y leídos en voz alta en los cafés. Los transparentes de los grandes diarios reproducían lo más saliente de ella, y, a pesar del excesivo frío, atraían a los grandes bulevares una multitud que entorpecía la circulación…
«¡El muñeco sangriento!… ¡El muñeco sangriento!…». No se oían otras palabras. Y se justificaba tratándose de una máquina de asesinar que corría en libertad por los caminos, de la que se podía ser víctima de un momento a otro, y a la que no se podía hacer nada, ya que podía recibir una cuchillada hasta el mango sin más molestia que la de una caricia, y, por lo tanto, estaba a prueba de balas… La gente decía ya que aun cuando la ametrallaran, las balas no harían más que atravesarle sin producirle ninguna inquietud… En cuanto a sus partes vitales (el sifón, la tubería, la «resistencia», todo lo que había citado el doctor Thuillier), era de suponer que estuvieran protegidas por un blindaje magnífico, digno de la cámara de máquinas de un acorazado… ¡Ah!… Aquel Jaime Cotentin que había resucitado a Benito Masson era más acreedor a la guillotina que el mismo encuadernador…
Así estaban las cosas cuando, a las diez de la noche, una edición especial de El Cuarto de Hora, diario abiertamente enemigo de La Época, publicó, en respuesta a las declaraciones del doctor Thuillier, las declaraciones del profesor Dille, decano de la Escuela de Medicina y miembro del instituto; declaraciones que, sin ambages, llegaban a la siguiente conclusión: «El muñeco sangriento es imposible».
Entonces se reprodujeron las discusiones con un encarnizamiento y una violencia hasta entonces desconocidos.
—¿Qué sabe él si es imposible o no? —exclamaba un «partidario» de Thuillier—. No ha visto ni oído nada ni ha hecho ninguna averiguación. Si es un viejo que no sale de su casa, ¿cómo va a enterarse de las cosas?… ¡Tampoco Thiers creía en los ferrocarriles!… ¡Ese decano es un imbécil!…
—Y Thuillier, un idiota.
Pam, pam… Bofetones, trifulca, vidrios rotos…
Un pacifico anciano que se hallaba en un rincón, lejos de la contienda, murmuraba:
—¡Ya tienen lo que querían!… No olvidemos que atravesamos un momento difícil, que el «horizonte exterior» se muestra sombrío, que de nuestra alianza con Inglaterra sólo nos queda un «levo recuerdo», que los espíritus están inquietos… Y en mi larga vida he observado que cuando los espíritus están inquietos, los Gobiernos no encuentran nada mejor para calmar esa inquietud que producir el espanto explotando algún crimen o algún proceso… No escasean los ejemplos… Me limitaré a recordar, yo que apenas tenía uso de razón cuando la guerra de 1870, el famoso asunto Tropman… Y Tropman, señores míos, ¡no ha existido nunca!
—¿Quién dice eso?… ¿Y el campamento Langlois?…
—Eso no quita para que Tropman sea una invención del emperador, como la muñeca sanguinaria es una invención de Bessiéres, de la Seguridad General… Usted aún es joven. Cuando tenga mi edad no se asombrará de ciertas cosas…
El viejo que así hablaba en un cafetín del bulevar Poissonniere se llamaba el señor Thibault. Era un pequeño rentista de Batignolles. Ya tendremos ocasión de volver a hablar de él dentro de poco…
A pesar de la sensación de que acabamos de dar cuenta, hemos de advertir, sin embargo, que a propósito del muñeco sanguinario aún no había pasado nada en París en comparación con los acontecimientos que iban a desarrollarse en los siguientes días. Pareció como que sobre la capital pasaba una ola de locura…
Largo tiempo se recordará aquella semana fantástica que comenzó con el descubrimiento de la pistolilla quirúrgica y su trocar.
No hay que olvidar que Cristina, cuando hizo el primer viaje a Corbilléres, se había llevado en su bolso el instrumento fatal que, por cierto, se le había caldo de dicho bolso. Un inspector de la Seguridad General lo descubrió en la escalinata de la casa del hombre de Corbilléres al cobo de dos días de la fecha en que comenzó el asunto de la muñeca sangrienta…
Para que el lector pueda apreciar la importancia de tal descubrimiento, creemos lo mejor reproducir aquí el comunicado casi oficioso de las agencias:
«En Corbilléres acaba de hacerse un descubrimiento sensacional: el del instrumento con que Benito Masson hería a sus víctimas antes de estrangularlas… Se trata de un pequeño revólver automático provisto de un trocar, construido a base de los que se emplean en cirugía, y que se puede ver en las vitrinas de los especialistas de la calle de la Escuela de Medicina… El trocar es una aguja hueca en la que el hombre de Corbilléres introducía, antes de dispararla, varias gotas de cierto veneno somnífero que dejaba indefensa a su víctima… Eso es todo lo que puede decirse de momento. Los peritos químicos aún no se han manifestado claramente acerca de la naturaleza exacta del líquido empleado por Benito Masson. Pero lo que se sabe basta para explicar, por ejemplo, el asesinato sin combate, y hasta puede decirse que sin resistencia, del guardabosque Violette, a pesar de que era un hombretón mucho más fuerte que el encuadernador de la calle del Santísimo Sacramento.
«Así quedan explicados también los singulares pinchazos en la nuca, en el brazo y hasta en la pierna de los inmolados en Corbilléres… La repetición de los pinchazos en todos los cadáveres había intrigado a la justicia, que no llegaba a acertar el objeto de ellos. Ahora ya no se puede dudar de que Benito Masson pinchaba a sus víctimas a distancia…»
Esta nota, que había de tener una repercusión formidable sobre toda la población parisiense, no apareció realmente con toda su importancia hasta varias horas más tarde, cuando La Época, en su edición de las diez, reprodujo el texto del comunicado, para darle todo su alcance judicial:
«Lo que el comunicado ha olvidado decir —precisaba La Época— es que las últimas víctimas de Corbilléres llevan también, COMO VIOLETTE, la misteriosa herida hecha (ya no puede dudarse tras las experiencias de la madrugada) por el trocar de la pistola automática. Por lo tanto, el muñeco sangriento iba armado del mismo instrumento fatal que Benito Masson. Es un detalle que viene a corroborar singularmente la opinión del profesor Thuillier. Quizá no está lejano el día en que encontremos los cadáveres de Cristina Norbert y del disector con la misma señal, con esa manchita funesta que señala el paso del monstruo.
«Ahora bien —continuaba La Época—, ¿cómo es que la pistola de trocar se encontraba en la escalinata?… Es evidente que se perdió allí, porque si no el temible Gabriel aún la llevaría encima… Pero hay otra hipótesis que parece a los inspectores de la Seguridad General la más verosímil. Según ella, Benito Masson tenía en su casa, en un escondrijo insospechado, gran número de esas extrañas armas, y, por lo tanto, el arma encontrada no le hacía falla al muñeco para continuar su obra de muerte. La pistola de trocar encontrada pudo haberla perdido Benito Masson antes del descubrimiento de sus crímenes, pero el muñeco no está desarmado…»
Sobre París pasó un estremecimiento. La muñeca podía pinchar a distancia y no había manera de resistirle. ¡He ahí adónde llevaba la ciencia, el exceso de ciencia!… Y en los periódicos más serios se echaba de menos el tiempo de las diligencias y de los bandoleros en las carreteras… Entonces, al menos, sabía cada cual que tenía que tomar precauciones, y no ignoraba a lo que se exponía… Pero ahora, ¡cualquiera recelaba de un buen señor que, vestido como uno cualquiera, y dotado de una cara de buena persona, lleva en el bolsillo del abrigo una pistolilla de trocar!…
Podía ir uno tranquilamente por la calle y ser herido sin darse cuenta de lo que le sucedía… Se exclamaría: «¡Vaya un pinchazo!»; pero no se le daría importancia… Luego se sentiría un poco de aturdimiento… Se acercaría un transeúnte desconocido para prestar auxilios… Y uno se moriría y a lo mejor sería despojado y estrangulado… Porque ¿se sabía con fijeza lo que aquel ser hacía con sus víctimas?… No habían sido encontrados todos los cadáveres causados por Benito Masson, sobre todo los cadáveres de mujeres…
Al día siguiente de publicarse aquellos artículos se produjo un acontecimiento que acabó de marear a todos. Una señora joven y bonita que había entrado en un gran almacén de los alrededores de la ópera para comprar un par de guantes (del 6 1/4) lanzó un grito, se llevó la mano a la cadera y dijo suspirando:
—¡Qué pinchazo!…
Volvió la cabeza y no vio más que personas indiferentes que pasaban de largo. Pero repitió con más fuerza:
—¡Qué pinchazo, qué pinchazo!…
Entonces la auxiliaron… El jefe de sección, acompañado de una multitud inquieta, llevó a la joven dama desfallecida a la puerta de una guardarropía, donde permaneció con una empleada de la casa varios minutos, al cabo de los cuales reapareció la criada gritando:
—¡Pronto! ¡Un taxi!…
Y la empleada tenía las manos rojas…
La emoción fue considerable… No se oyó más que un grito:
—¡El muñeco! ¡El muñeco!…
Algunos, llenos de miedo, abandonaron a toda prisa el establecimiento. En otros pudo más la curiosidad. Y se quedaron para ver salir a la dama, que estaba muy pálida, a la que subieron a un taxímetro y a la que acompañaron basta su casa dos inspectores del establecimiento. También subió un agente.
El suceso, relatado en la prensa de la noche, tuvo una formidable resonancia. ¡Era evidente que el muñeco estaba en París!… En alguna parte había de estar. Y como no estaba en provincias, era natural que estuviese en la capital… ¿Dónde mejor para pasar inadvertido?
El Cuarto de Hora intentó entonces poner en un brete a los poderes públicos. Una de dos: el muñeco existía o no existía. Si existía, ¡había que detenerlo!…
Todo el mundo creía ya en la existencia del muñeco. Y lo terrible fue que todo el mundo se creyó en el deber de hacer la detención…
No tuvo éxito alguno una nueva nota de las agencias afirmando que la joven pinchada en un gran almacén de la orilla derecha lo había sido a causa de un accidento de los más ordinarios.
Los parisienses tenían razón para desconfiar. Y el asunto se ponía muy serio para que los poderes públicos no temiesen las consecuencias. Aun cuando el accidente había sido menos sencillo de lo que afirmaba el comunicado de la Seguridad General, ¿no estaba el señor Bessiéres en la obligación de tranquilizar ante todo los espíritus? Pero como hemos dicho, todo fue inútil…
Al día siguiente, otra bella joven, de origen polaco —precisamente tenemos el expediente a la vista—, la cual había entrado en la iglesia de la Trinidad para manifestar sus devociones, se dirigió de pronto, como galvanizada, a su reclinatorio. ¡También acababa de ser pinchada! Lanzó un grito de espanto y dolor, que atrajo al sacristán, mientras se cerraba una puerta cercana, como si por olla hubiera huido el autor del atontado.
El sacristán, valeroso, iba a perseguirle, pero la joven de origen polaco le suplicó que no la abandonara.
—Me estoy durmiendo —gimió.
Y el sacristán la sostuvo en sus brazos. En aquella actitud fue sorprendido por el primer vicario, a quien, naturalmente, tuvo que dar explicaciones. Llevaron a la joven a la sacristía y avisaron por teléfono a la policía.
Lo primero que hizo el comisario fue recomendar silencio, pero una telefonista que había sorprendido la conversación se apresuró a servirse del teléfono para referir el hecho a sus amistades y conocimientos. Varias horas más tarde era sabido de todo París. ¡El muñeco no respetaba nada ni a nadie! Iba por todas partes. Luego del almacén, a la iglesia, seguidamente, a los tranvías y a los autobuses…
Aquel mismo día, la señora Sala Tricoche, zapatera, que vivía en Saint-Maur, había subido cerca de la iglesia de Belleville, en compañía de su hijo, en un autobús de la línea Saint-Fargeau-Louvre, que se dirigía hacia la puerta Saint-Denis. Sentóse en una banqueta de primera clase, en primera fila, hacia la izquierda, y colocó a su hijo junto a ella. No lejos, había un solo viajero, correctamente vestido.
De pronto, como la señora Tricoche se inclinara para colocar debajo del banco un paquete de mercancías que iba a entregar, sintió cerca de la muñeca un vivo dolor.
La señora Tricoche, sin perder su sangre fría, agarró la mano del otro viajero, que se había inclinado al mismo tiempo que ella, y gritó:
—¡Usted me ha pinchado!…
Y la viajera, en apoyo de sus palabras, mostraba una pequeña herida negruzca que aparecía en su mano.
Como puedo suponerse, el grito de la viajera había causado una gran emoción entro los ocupantes del autobús. El hombre, que había soltado violentamente su mano, protestaba en voz alta de su inocencia, mientras muchos viajeros, entre ellos un policía secreto, le rodeaban y le detenían.
Se lo registró inmediatamente, y, a pesar de la acusación, no se le encontró ningún instrumento incisivo. Las investigaciones llevadas a cabo en el banco y en el suelo tampoco lucieron descubrir nada sospechoso.
No obstante, la herida de la víctima demostraba claramente que era consecuencia de un pinchazo.
Entonces, otra viajera declaró haber visto poco antes, en la plataforma, a un individuo de raro aspecto, que tenía el cuello del abrigo levantado sobre una cara tan impasible y tan dura como la de una estatua. Y aquel individuo parecía sujetar con la mano un instrumento de acero…
No era necesario tanto detalle. Veinte voces exclamaron:
—¡Es el muñeco sangriento!… ¡Es el muñeco sangriento!…
—¿Dónde ha bajado? —preguntó el agente.
—Cuando la señora ha gritado he vuelto instintivamente la cabeza, pero ya no le he visto en la plataforma… Corría por la acera en dirección al bulevar… Llevaba un abrigo negro, grande, que le llegaba hasta los talones… Y llevaba sombrero de fieltro marrón hundido hasta las orejas…
El autobús se había detenido. El agente se lanzaba ya en la dirección indicada. Otros diez viajeros saltaron tras él. Y todo el tropel corría, atropellando a su paso y llevándose detrás a mucha gente:
—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?
—¡El muñeco, el muñeco sanguinario!…
Y corrían…
Luego de algunas tribulaciones y vacilaciones, luego de renovar varias veces la esperanza ante los informes de personas que, cuando se enteraban de la causa de todo ello, aseguraban «haberle visto pasar», llegaron finalmente al Museo Fralin, cuya puerta estaba abierta de par en par a una bóveda sumida en semioscuridad. El Museo Fralin es muy conocido; es asombro de la infancia y alegría de la madurez. Con la tumba del emperador, el Panteón, la Torre Eiffel, constituye para los turistas provincianos y extranjeros una de esas cosas necesarias y bastantes para, cuando se vuelve a casa, poder tener la certidumbre de que no se ignora ninguna maravilla de la «capital del mundo moderno».
Estaba entreabierta la puerta de hierro que daba al antro misterioso donde el arte ligero de una hábil estatuaria parece haber resucitado en figuras a las que sólo falta la palabra, los gestos más famosos de la historia.
—¡Quizá ha entrado ahí! —exclamó alguien.
—¡En ninguna parte puede esconderse mejor un autómata que entre muñecos de cera!…
La frase era de una lógica aplastante.
Las treinta personas que la habían oído, dejando correr a las demás, penetraron, o, mejor dicho, se precipitaron al museo, atropellando a los empleados y saltando los tornos. Así llegaron resollantes a los primeros salones de aquel museo de la ilusión.
Por cierto que, como suele ocurrir muchas voces, un buen padre de familia se había quedado inmóvil en un banco, con el doble objeto de intrigar a los visitantes y de divertir a sus hijos, que estaban al acocho no lejos de allí. Y como el buen hombre se levantara de pronto como a impulsos de un resorte, pasó quizá el cuarto de hora más desagradable de su vida.
Afortunadamente para él, no estaba mudo. Y, como protestase con grandes gritos de espanto contra la grave acusación que le lanzaban, observó alguien que el muñeco no hablaba, lo cual salvó al desconocido de un linchamiento, aunque, de todos modos, no volvió indemne junto a sus llorosos hijos. Inmediatamente salió de allí, jurando no volver más. Y aquella misma noche tomó el tren para Angulema.
A pesar de los esfuerzos de los empleados, el grupo invasor continuaba su loca inspección sacudiendo a los maniquíes, a los que sólo dejaba el esqueleto. No vamos a insistir en esta deplorable expedición que, al fin y al cabo, sólo fue un incidente de la nerviosidad general que se apoderó de París. Limitémonos a recordar que donde figuraban escenas de la Revolución o personajes históricos que tenían la desgracia de ir vestidos poco más o menos como vestía Gabriel cuando apareció por primera vez en la tienda de la calle del Santísimo Sacramento —atavío minuciosamente descrito por los periódicos—, todo fue destrozado por los nuevos iconoclastas… De no intervenir la policía, ¿qué hubieran dejado aquellos salvajes de tanta figura que contribuye a proporcionar contento los domingos?…
Quienes corrían el peligro del martirio en la calle eran los hombros con gabán negro y sombrero marrón. ¡Cuántas escenas grotescas estuvieron a punto de volverse trágicas!… Un gesto algo raro de la persona más inofensiva daba la señal de ataque… Además, se tenía muy en cuenta a las personas que no se movían… Un sopor podía ser fatal… Así es que, en cuanto alguien se dormía en el tranvía y tenía la desgracia de no roncar, le sacudían los viajeros gritándole:
—¡Hable, hable!
—¿Qué quieren ustedes que les diga? —suplicaba el pobre hombre, en el colmo del espanto.
—Nada. Basta con eso.
Así es que resultaba peligroso tener un sueño pesado.
Los días siguientes, el asunto de los pinchazos tomó proporciones fantásticas. Hubo diez, veinte, treinta, cincuenta pinchados entre las once de la mañana y las siete de la tarde, porque el hecho ocurría generalmente en los grandes almacenes a la hora de mayor venta, cuando la gente se apretuja ante las gangas…
Aquello se convertía ya en una enfermedad, en una epidemia. Las mujeres gritaban que sentían pinchazos cuando no había nada de ello. Pero habían creído sentir el pinchazo, lo cual no dejaba de ser terrible, porque dejaba paso a una sugestión general, que rememoraba las sugestiones de San Medardo y los fanáticos de la fuente de los inocentes.
El prefecto de policía, que era muy inteligente, exclamó:
—¡Basta ya! ¡Hay que acabar con esto!…
Y he aquí cómo acabó…, o casi acabó… Como era imposible detener al que pinchaba o los que pinchaban, se detuvo a los pinchados…
Ya hemos tenido ocasión de hablar de un tal Thibault, pequeño rentista de Batignolles que había causado cierto escándalo en un bar de los grandes bulevares declarando que el muñeco sanguinario no era más que un invento del Gobierno destinado a acaparar la atención pública, que de otro modo preocuparíase por otros problemas más graves. Pues bien: sucedió que aquel señor Thibault, que, a pesar de vivir en Batignolles, iba todos los días a tomar su aperitivo al bulevar, por el que sentía una afición de castizo parisiense, al pasar frente a un bazar cuyas aceras estaban repletas de una clientela femenina, atraída por un saldo de medias de seda, se detuvo unos segundos a contemplar un espectáculo que —tal vez hizo mal en decirlo en voz alta— no dejaba de tener cierto saborcillo picante…
Inmediatamente fue castigado por aquella inocente crítica referida a la coquetería de aquellas mujeres entre las cuales se había introducido con el buen humor de un viejo parisiense. Y el castigo consistió en la desagradabilísima sensación de una aguja que le penetraba profundamente en la parte más carnosa de su persona…
Lanzó un grito, llevándose la mano al lugar atacado; se volvió repentinamente para sorprender al cobarde agresor; no tuvo tiempo más que para ver cómo por la esquina de la calle desaparecía a saltos una forma vaga, y pidió inmediatamente auxilio:
—¡Me han pinchado, me han pinchado!
Al momento acudieron agentes…, para detenerle…
—¡Hola, hola! ¿Conque le han pinchado?… Pues nosotros pondremos remedio…
Al principio no comprendió lo que le decían. Sólo empezó a formarse una idea aproximada de su aventura en el retén adonde lo llevaron y donde, mientras llegaba el comisario, estuvo en un cuartucho sombrío y fétido, ya ocupado por algunos parroquianos.
—¡Por favor, señores agentes! —protestaba—. Sólo pido que me examinen… Sufro mucho… Les juro que me han pinchado…
—¿Todavía se atreve a decir que le han pinchado? —gruñó uno de los representantes de la fuerza pública, alargando sobre el pobre hombre una cara de guerrero enérgico y bigotudo.
—¡Me han pinchado, señor agente!
—Pues ahí va otro pinchazo.
Y el representante de la fuerza pública, de un puñetazo entre ceja y ceja, hizo rodar sobre el banco al señor Thibault, pequeño rentista de Batignolles.
Luego fue a cerrar la puerta…
Media hora más tarde se volvió a abrir y llamó el agente:
—¡A ver ese del pinchazo!
Se levantó Thibault apenas repuesto de la emoción, y el agente le llevó ante el comisario.
Éste —que parecía de un humor de perros— lanzó al detenido una mirada tremenda para preguntarle:
—Nombre, apellidos y oficio.
—Aureliano Thibault, rentista de Batignolles…
—Según parece, por el informe del agente, ha sido usted pinchado…
—¡Nada de eso, señor comisario!… Hipótesis, suposiciones, manías… Pero ahora le juro que no he sido pinchado… ¡Nada de eso!
Entonces se levantó el comisario. Ya no miraba tremendamente. La más amable de las sonrisas se abría sobre sus labios en flor…
—Creo, señor Thibault, que usted lo ha entendido…
—¡Lo he entendido, señor comisario!
—Ahora, permítame que le estreche la mano para felicitarle por su inteligencia.
—Es usted muy amable, señor comisario… ¿Puedo retirarme?…
—No, señor Thibault, todavía no… Le tendremos con nosotros veinticuatro horas más… Un hombre tan inteligente como usted comprenderá que, para que los demás también lo entiendan, necesitamos tenerle con nosotros veinticuatro horas más… Cuando los demás sepan que un pinchazo o la suposición de un pinchazo cuesta veinticuatro horas de encierro, se acabarán los pinchazos…
Thibault no protestó. Ya no creía en la justicia de su país ni en nada de lo que constituye la fuerza moral de los pequeños rentistas de Batignolles. ¡No creía más que en el muñeco!…
Como hemos anticipado, el procedimiento tuvo excelentes resultados. Y ya Bessiéres se felicitaba de ello, aunque la iniciativa se debiera a su colega de la Prefectura, cuando en el despacho de la calle de las Saucedas vio aparecer un hombre del que no había tenido noticias desde el día en que lo enviara con una misión.
—¡Hola, Emisario! —exclamó muy alegremente, porque aquel día no se había dado absolutamente ningún pinchazo—. ¿Qué ha sido de usted?… Ya le creía comido por esa sangrienta muñequita…
—La muñeca sangrienta no come —repuso Lebouc tan gravemente, que el director de la Seguridad General perdió al punto la sonrisa—; además, yo no vengo aquí para hablar de esa muñequita, como dice usted.
—Mejor, Lebouc, mejor… Ya no pincha a nadie… Dentro de quince días nadie se ocupará de ello… Y le advierto que no seré yo quien lo sienta.
—Le advierto, señor director, que lo que me trae aquí es mucho más grave de cuanto habíamos imaginado.
—Yo no había imaginado nada. Eso es cuenta de Gassier y de los señores de la plaza Vendóme…
—Estos días, señor director, los he pasado en Corbilléres…
—¿En Corbilléres?… Pues no le han visto. He pedido noticias suyas a los agentes, a los inspectores…
—A pesar de eso, yo estaba allí… Y si estaba allí no estando la muñeca, puede tener usted la seguridad de que había una poderosa razón para ello…
—¿De qué se trata?
—De algo espantoso.
—¿Espantoso?
—¡Como se lo digo!… ¿Estamos solos?…
Lebouc se levantó, se aseguró de que las puertas estaban cerradas, volvió junto a su jefe y le habló al oído lo menos durante cinco minutos.
El director juró primero, injurió luego y calló y escuchó finalmente. Después, con los brazos cruzados sobre el agitado pecho, repitió:
—¡No es posible, no es posible!
Lebouc, un poco pálido, callaba.
Bessiéres le cogió las manos hasta estrujárselas, mientras le decía:
—Oiga… Usted no es un imbécil… Hay que callar y no hacer absolutamente nada sin que yo se lo diga… Voy ahora mismo a ver al ministro… Espéreme aquí.
Un cuarto de hora después Bessiéres estaba de vuelta en su despacho. Se había ido congestionado, con el rostro a punto de estallar. Y volvió más pálido que Lebouc.
—¿Sabe usted. Emisario, lo que me ha dicho el ministro?… Me ha dicho que usted es más peligroso que el muñeco… Y ahora, ¡váyase!… Y, sobre todo, ¡silencio!
A la mañana siguiente, en la primera página de un lugar señalado de La Época se leía lo siguiente, impreso en gruesos caracteres:
«El asunto del muñeco sanguinario, que ya ha hecho correr tanta tinta (y tanta sangre), va a entrar en una nueva fase y a tomar una amplitud espantosa SI SE TIENE VALOR PARA IR HASTA EL FIN».
Aquellas palabras iban firmadas por las XXX que ya habían aparecido como firma del artículo que dio calor al asunto en sus comienzos.