XIII
LO QUE DIJO EL PROFESOR THUILLIER

El redactor de La Época había encontrado al cirujano, en el domicilio de éste, rodeado de un verdadero areópago, que seguramente se había reunido allí para discutir la única cuestión que entonces interesaba: la del «muñeco sangriento».

El periodista fue presentado a los doctores Pinet, Ferriére, Gayrard, Ilurand y Pasquette, todos ellos amigos y admiradores de Jaime Cotentin, y más o menos al corriente de sus trabajos.

He aquí, en resumen, las declaraciones del profesor Thuillier:

—Es una lástima que, en las excepcionales circunstancias que atravesamos, no podamos oír a Jaime Cotentin. Así sabríamos a qué atenernos y no ignoraríamos nada de lo referente al famoso muñeco que, según veo, comienza a hacer delirar a todo París…

En ausencia de nuestro disector, he podido hablar largo y tendido con el viejo Norbert, que, en lo suyo, también es un sabio dotado de espíritu científico. Y asimismo he hablado con un empleado del anfiteatro llamado Bautista, menos ignorante de lo que parece…

Si hubiéramos podido apoderarnos del cuaderno en que Jaime Cotentin registraba día por día sus trabajos y que, por lo tanto, contiene todo el misterio de su autómata viviente, nos limitaríamos a callar, ya que la obra se defendería por sí misma; pero carecemos del cuaderno que Jaime llevaba siempre encima; carecemos de Jaime y carecemos del autómata, al menos de momento… Ahora bien: luego de hacer toda suerte de reservas, luego de haber interrogado a esas dos personas complicadas en los trabajos, luego de haber visitado el laboratorio de donde ha salido el muñeco, con los aparatos que han servido para crearlo y el taller en que ha tomado forma humana; luego de haber recogido algunos documentos sueltos, en los cuales el disector, en la prisa de los últimos momentos anteriores al fenómeno de la vida en el muñeco, esbozó algunas ideas o, mejor dicho, algunas impresiones; luego de todo eso, he aquí lo que puedo decir…

Y celebro hacer estas declaraciones a la prensa, a mis eminentes colegas, que se hallan en el mismo estado de espíritu que yo, o sea en un estado de espíritu puramente científico, lo cual, ciertamente, no nos impide considerar el acontecimiento, o, mejor dicho, la posibilidad del acontecimiento (no podemos, con los datos que tenemos, hablar de otra manera) con un éxtasis mezclado a cierta inquietud…

—Y hasta espanto —interrumpió de pronto el doctor Ferriere.

—La verdad es que hubiera podido escoger otro cerebro —dijo el doctor Hurand.

—No salgamos del terreno científico —rogó el doctor Pinet con su vocecilla seca y metálica.

—No está mal —insinuó el doctor Gayrard— que un representante de la prensa vea en nosotros no solamente sabios, sino hombres capaces de emocionarse ante las desgracias públicas.

De pronto callaron todos, un poco avergonzados de haber interrumpido al maestro, que ya no decía nada. Así es que el periodista le dijo a manera de invitación:

—París, Francia, todo el mundo, esperan sus palabras.

»—Lo que tengo que decir, amigo periodista, es tan grave y determinará contra nosotros una tal ofensiva de bisturíes, que hay que perdonar a mis colegas un poco de… agitación… Volviendo a Jaime Cotentin, he de manifestar que es uno de los más grandes espíritus que conozco. Desde el punto de vista científico, siempre le ha guiado la idea de la conservación universal, o sea la esperanza tenaz de encontrar el movimiento continuo, no bajo la forma simplona de crear energía completamente nueva, sino, como ha anunciado Bernard Brunhes (sin creer en ello), bajo la forma más refinada de restauración de energía útil, que es lo que ha inspirado sus primeros trabajos de laboratorio. Desde el momento en que iba a encontrar en falta el principio de la degradación de la energía, se fijó en ciertos resultados obtenidos allende el Atlántico con un procedimiento para tratar los tejidos que parecía haberlos de conservar casi indefinidamente.

Entonces se le ocurrió, ya que no había podido vencer a la muerte en general, intentar el triunfo en lo particular. Ya que no había podido aún crear la vida, intentaría, con tejidos arrancados a la muerte, crear un ser vivo, un hombre y hasta un superhombre…

Este sueño, en que se refugiaban a la sazón todos los ardores de su genio, quizá no lo hubiera concebido de no haber tenido a su lado al viejo relojero, que perseguía la misma idea en el terreno de la mecánica. Por aquel entonces, el anciano Norbert, ayudado por su hija, había llegado a fabricar un autómata verdaderamente maravilloso, al que había conseguido dar un aire tan humano, un movimiento tan natural, que algunas personas que le vieron se equivocaron hasta el punto de tomarle por una verdadera persona. Como el autómata en cuestión había salido de las manos de la señorita Norbert bello como un ángel, según frase del relojero, la joven le había dado el nombre de Gabriel… Pero no era más que un autómata, una máquina…

En este sentido ya se han hecho obras maestras. Dejando aparto la Antigüedad y fábulas por nadie comprobadas, llegamos con el siglo XVII a los primeros autómatas reales y auténticos. Descartes construyó un autómata al que dio cara de muchacha y llamaba su hija Francina. En un viaje marítimo, el capitán del barco tuvo la curiosidad de abrir el cajón en que estaba encerrada Francina; pero sorprendido por el movimiento de aquella máquina que parecía dotada de vida, la arrojó por la borda, temiendo que fuera cosa de magia…

Cuenta Kivarol en las notas de su Discurso de la universalidad de la lengua francesa, que el abate Mical construyó dos cabezas de bronco que pronunciaban claramente frases enteras. Como el Gobierno no quisiera comprárselas, el desdichado artífice, lleno de deudas, las rompió y murió en la indigencia el año 1786.

A continuación figuran los tres autómatas debidos al genio de Vaucanson, que publicó una sumaria descripción de ellos el año 1738, y que excitaron en el más alto grado la pública admiración. Eran un flautista, un tamborilero y un pato artificial. No voy a entrar en detalles acerca del movimiento interior que hacía accionar aquellos muñecos de tamaño natural, mediante resortes de acero, cadenillas, válvulas y palancas, maravillas que fueron sometidas a los señores de la Academia de Ciencias, los cuales hubieron de inclinarse ante el genio del inventor. Vaucanson construyó, además, una Gaitera que forma parte de las colecciones del Conservatorio de Artes y Oficios.

A fines del pasado siglo expuso Federico de Knauss en Viena un androide escribiente que aún existe. Y pudiera citar otros ejemplos más recientes; pero no quiero seguir. Basta lo dicho para que se comprenda hasta dónde puedo llegar la mecánica cuando se propone imitar el movimiento humano…

Mas esas máquinas necesitan para actuar que se les dé cuerda. Lo genial del viejo Norbert ha consistido en hacer intervenir la electricidad de manera que para dirigir a su autómata no necesita más que hablarle.

Figúrense ustedes que había dispuesto en el pabellón de cada oído de Gabriel una especie de película muy sensible, provista en su centro de una aguja en contacto con un aparato eléctrico, que determinaba tal o cual movimiento, según que la aguja prolongara más o menos el contacto, es decir, según se hablara al autómata más o monos Tuerto o más o menos tiempo, según se lo dirigieran ciertas palabras o ciertas frases al oído derecho o al oído izquierdo… En suma: cuando se hablaba a Gabriel se le telefoneaba y obedecía.

Aunque el autómata estaba muy perfeccionado, el viejo Norbert distaba mucho de la satisfacción. En cambio su hija estaba entusiasmada. Ella le había rindo sus bellas formas y su hermoso rostro; ella lo había vestido con una elegancia completamente romántica; ella lo amaba como ama una madre y también como ama una amante… Adoraba aquel rostro ideal como hay quien adora a su ensueño.

Lo malo es que se entretenía demasiado con aquel mecanismo; hacía algo así como las niñas que abusan de sus muñecas… Y el padre se dio cuenta un día de que en el autómata, por culpa de su hija, había algo que no funcionaba bien… Entonces la joven prometió que no lo volverla a tocar más que delante de su padre. Sin embargo, no cumplió la promesa. Y una noche en que el relojero, acometido de insomnio, subió al estudio de su hija, se encontró con que Cristina tenía a Gabriel en brazos, como a un niño enfermo.

—¡Ahora comprendo por qué no me obedece! —exclamó.

Y en una de esas crisis de desesperación que sólo conocen los inventores, rompió la obra de toda su vida.

Según me ha contado el mismo Norbert, su hija estaba como loca.

Imploraba a su padre por Gabriel como hubiera podido hacerlo por un ser humano.

—¡No le mates! —gritaba—. ¡No le mates!

Pero Gabriel no era ya más que un cadáver de autómata.

Mientras tanto, llegó Jaime Cotentin, y para calmar o su prima y a su tío, que ya lamentaba lo hecho, decidió que Gabriel reviviría, no ya como un simple mecanismo que no obedecía más que a resortes, sino como un hombre…

Hacía algún tiempo que abrigaba tal idea. Los trabajos a que ambos genios tuvieron que entregarse para realizar su creación, uniendo el arte mecánico y la ciencia fisiológica, sobrepasan a todo cuanto se pueda imaginar. Pero nada les descorazonaba. A Jaime, además, le sostenían en su fe los maravillosos resultados obtenidos por investigadores cuya finalidad era más limitada, pero que, sin saberlo, trabajaban para él. La vida es un misterio del que nunca hay que desesperar. Cuando se cree que ha huido de nosotros para siempre aún está entre nuestras manos. El 10 de septiembre del año pasado, el doctor Bedfort Kussel, mediante masajes directos en el corazón de un individuo muerto varios días antes, pudo devolver la vida a un joven que había sucumbido de angina infecciosa. Para llegar a ello, el cirujano hubo de hacer una profunda incisión sobre el corazón del enfermo y entregarse durante varias horas a un ininterrumpido masaje con sus manos sobre los descubiertos ventrículos. He aquí lo que puede hacerse con el corazón; ¿por qué dudar de un cerebro al que se le devuelve la circulación vascular, que es como decir la vida?

—Pero —interrumpió el periodista— ¿cómo Jaime Cotentin pudo dar a un autómata esa circulación tan necesaria y cómo obra el cerebro sobre el autómata?

—He aquí el sistema de ello, tal como he podido comprenderlo en virtud de mis indagaciones, forzosamente restringidas, y de las palabras del relojero. El cerebro no ha sido más que el coronamiento de la obra. Cuando llegó el cerebro, ya estaba a punto todo lo demás. Las piezas del autómata estaban revestidas de la red de nervios necesaria para la transmisión del movimiento; la columna vertebral artificial, de la que he podido recoger algunos restos de apófisis, estaba provista de su médula; todo estaba preparado y conservado en el suero Rockefeller.

Un sistema de mechas algodonaba, por decirlo así, la parte fisiológica del autómata, y se deslizaba por la región subcutánea. También la piel era artificial, y, según he podido ver estudiando los residuos, hecha con una especie de pergamino aterciopelado, muy flexible y muy suave… Todas las mechas estaban humedecidas por el suero Rockefeller, que conservaba la vida a los tejidos y mantenía bajo la seda aterciopelada una temperatura siempre igual…

Con ello llegamos al problema de la circulación. Y he aquí cómo supongo que lo resolvería Jaime Cotentin.

La circulación del suero se establecía mediante un mecanismo de sifón. Luego el suero pasaría por una tubería deslizada en una resistencia (ya sabe usted lo que en electricidad se llama «resistencia»), mantenida a una temperatura constante de 37 grados, por medio de un interruptor.

El suero en circulación se limpiaría mecánicamente mediante un chapuceo parecido al chapuceo por la cal.

Es una cosa tan sencilla y tan formidable como todo lo genial.

El suero Rockefeller fue sometido por nuestros inventores a un tratamiento particular por el radio, o, mejor dicho, por residuos de radio (causa de ruina para los desgraciados, que hubieron de dar sus últimos cincuenta mil francos por cincuenta miligramos de esos residuos). Así, el autómata dispuso de una fuerza sobrehumana. Además, el autómata ve y oye como usted y como yo, aunque no habla porque los inventores han renunciado, por ahora, a dotarle de una voz que tal vez le hiciera un poco ridículo.

Ya sabe usted, pues, todo lo que yo sé, entreveo o adivino. Sería gratuito o peligroso decir nada más mientras no tengamos en nuestras manos la obra o el cuaderno de trabajo de Jaime Cotentin.

El profesor Thuillier se levantó.

—Otra pregunta —suplicó el periodista—. ¿Cómo se explica usted que Jaime Cotentin haya escogido precisamente el cerebro de Benito Masson?

—No lo ha escogido, caballero. El cerebro de Benito Masson ha llegado en el momento psicológico. Me han dicho que nuestro disector creía en la inocencia del encuadernador; pero no creo que le haya movido esta creencia. Creo, sencillamente, que se ha servido de ese cerebro porque lo ha juzgado perfectamente apto, sin tara, sin enfermedad, no agotado, como la mayoría de los cerebros que podía encontrar sobre las mesas de autopsia y disección… Otro detalle: Benito Masson murió Valientemente, con la cabeza hacia adelante, y como la cuchilla respetó el bulbo, ello hacía la operación infinitamente más fácil cuando hubiera que proceder a la reunión de las diferentes partes fisiológicas de la persona y a la sutura de los nervios… Finalmente, ruego a mis colegas que me perdonen si empleo expresiones simples y hasta vulgares, por el interés de que me comprendan todos, al menos en términos generales.

El periodista, que ya estaba deseando marcharse, preguntó:

—¿Existe, pues, el muñeco sangriento, señor profesor?

—Es posible que exista.

—¿Tal es su conclusión?

—Sí, señor.

—¿Es también la conclusión de estos caballeros?

Todos inclinaron la cabeza…

El periodista dio las gracias al célebre cirujano y se dirigió hacia la puerta, acompañado del doctor Pasquette.

El periodista le insinuó:

—Usted no ha dicho nada. ¿Qué piensa, con entera franqueza?

—Con entera franqueza, pienso que esto tiene mucha gracia —contestó el doctor Pasquette.

—¿No croe usted en la posibilidad de ello?

—Lo creo posible… Pero permítame que le diga con entera franqueza que tiene mucha gracia.

—¡Es algo espantoso! —exclamó el periodista.

—Estamos de acuerdo: es algo espantosamente gracioso…