Aquel artículo se publicó un domingo por la mañana. ¡Qué domingo para los habitantes de la Íle-Saint-Louis! ¡Ni la invasión de los bárbaros!… ¡Nunca se había visto tanta animación en las riberas desde el sitio de la ciudad por los normandos!… Claro está que nos remontamos un poco lejos; pero ¿dónde encontrar términos de comparación?
El vulgo, desde las once, se hallaba en la calle del Santísimo Sacramento, sacudía la puerta del relojero, invadía el almacén de Birouste, asaltaba la tienda de la señorita Barescat.
Y es que París, desde las primeras horas de la mañana, había sido inundado de ediciones especiales… Al principio, una vez pasado el primer movimiento de estupor, la gente no se había podido mirar sin reírse. Se afectaba creer en alguna formidable patraña, en una nueva forma de la «serpiente de mar». A las nueve lanzaba La Época su segunda edición, en que aludía claramente a los servicios de la Seguridad General, con gran desesperación de Bessiéres, el cual se preguntaba rabiosamente quién era el traidor que tan bien había podido informar a un diario (frecuentemente hostil) sobre lo ocurrido la víspera, y la necesidad en que ahora se hallaba de proceder, en aquel asunto fantástico, en la forma empleada para las indagaciones ordinarias.
Sus sospechas recaían sobre el abogado general, señor Gassier, a quien interesaba grandemente desencadenar un escándalo (que, en suma, daba razón a la Justicia). El tribunal había «puesto en circulación» al mayordomo y hasta al relojero… Hubiera sido más lógico sospechar del Emisario; pero ¡el Emisario nunca daba disgustos a la policía!… Al contrario: cargaba con todos los disgustos… Y no había ninguna razón para que hubiera cambiado en sus costumbres…
Las indiscreciones ya no cesaron. La Época, en aquella edición de las nueve, publicó todas las pesquisas realizadas la tarde anterior por un comisario de la Seguridad General en las oficinas de la comisaría del barrio, es decir, reprodujo las declaraciones de la señorita Barescat, de la señora Langlois de la viuda de Camus y del herborista Birouste, tal como las dimos cuando se produjo el hecho en cuestión, por lo que no las repetiremos, así como el extraordinario relato del señor Lavieuville…
Además, un redactor de La Época había tenido ya tiempo de ir a Pontoise a entrevistarse con Flottard, quien le contó que su llamante cuchillo de Chatelíerault había entrado en el maniquí viviente como en una piel de tambor; otro redactor había encontrado el garaje donde se detuviera el muñeco sangriento; otro redactor más importante había ido hasta Corbilléres, visitado el pabellón y hablado con la señora Muelle, la de «El Árbol Verde», que no estaba al comento de nada, y a la cual reveló que su cliente era ni más ni menos que un autómata asesino que había heredado el cerebro de Benito Masson, lo que hizo reír a la buena señora, la cual, como ya sabemos, reía por todo desde que murió su marido.
A las diez, una nueva edición especial publicaba una conversación con Bautista, el empleado del anfiteatro que trabajaba para Jaime Cotentin… Bautista no tenía ningún inconveniente en declarar que había llevado la cabeza de Benito Masson a la calle del Santísimo Sacramento…
Todos aquellos hechos, por asombrosos que fueran, concordaban de tal manera, que acabaron con las risas. Y la prensa apretó las clavijas… Fue una orgía de papel, de ediciones cada vez más especiales, con títulos que daban vértigo, tales como éste: ¡Cuidado con la máquina de asesinar el mundo!
Además había una cosa innegable: que la policía tomaba la cosa en serio… ¡Ya se interrogaba a las víctimas del muñeco sangriento!… Se buscaba a las demás… Los iba en pos toda la brigada de los inspectores de la Seguridad… Conclusión: vamos a dar una vuelta por la Île-Saint-Louis.
De no haberse presentado los jinetes de la guardia republicana para hacer circular a la multitud, y de no haber establecido las brigadas centrales serios acordonamientos, hubiera habido que lamentar innumerables excesos. Lavieuville, Birouste, la señorita Baroscat, la viuda de Camus y la señora Langlois se habían refugiado en la torre de la iglesia.
Al relojero no se le vio. Luego se supo que se encontraba escondido en casa de un célebre cirujano, profesor de la Facultad, que siempre había demostrado mucha amistad hacia Jaime Cotentin. Era el señor Thuillier, uno de los espíritus más abiertos de la Escuela, jefe de los que a la sazón eran llamados «los jóvenes», quienes estaban en guerra declarada contra el decano, profesor Ditte, una de las viejas glorias del Instituto.
Durante toda la tardo se dirigieron hacia lo Íle-Saint-Louis las multitudes endomingadas. Se comió y se bebió en todas las tabernas de la Bastilla a la plaza del Hotel de Ville, del Mercado de Vinos a la pinza Saint-Michel.
Tara comprender lo externo y lo espontáneo del movimiento, no hay que olvidar que la bomba del «muñeco sangriento» estallaba en un terreno dispuesto a encenderse y llamear. En París ya no se hablaba más que de los últimos crímenes de Corbilléres… La inocencia o la culpabilidad de Benito Masson originaban las más ardientes discusiones… «La muñeca ensangrentada» ¿podía resolver lo cuestión?…
A las seis de la tardo, uno última edición de La Época aportó un nuevo elemento a la ávida curiosidad del gentío: por vez primera se dejaba oír la voz de la ciencia. ¡Y qué voz! Era la del mismísimo profesor Thuillier.