XI
LA MUÑECA SANGRIENTA

Al día siguiente, por la mañana, el diario La Época publicaba en su primera columna un artículo que primero produjo estupor en todos los lectores del periódico, tenido por serio, y cuyas informaciones reproducía la prensa de todo el mundo.

El título en cuestión iba acompañado de subtítulos sensacionales, que anunciaban un acontecimiento inaudito, inverosímil y superior a cuanto la más loca imaginación pudiese inventar en el terreno de la ciencia y del crimen, doble abismo insondable.

Al mismo tiempo, el periódico, en una coletilla, tomaba precauciones y ponía a sus lectores en guardia contra las sorpresas de primera hora, aconsejándoles que esperaran a que los servicios de la gran prensa tuvieran tiempo de comprobar los hechos. Él se limitaba, de momento, a la pura información.

Narraba, en efecto, con todos sus detalles los acontecimientos ocurridos el día antes en el despacho del director de la Seguridad General, las conversaciones que allí se habían desarrollado y las declaraciones que allí se habían hecho. Y todo ello de una manera tan precisa que no cabía mayor fidelidad en un disco de fonógrafo. Así es que desde el principio hasta el fin los lectores pasaban por las mismas emociones que habían sacudido al pobre Bessiéres, y, como él, quedaban anona dados…

El artículo, que era un simple relato, llevaba la firma «XXX», y una segunda nota de la redacción (N. de la R.), en la que ésta, preocupada por el efecto producido, se entregaba a consideraciones generales para dar a entender que vivimos en un tiempo de maravillas en el que no hay que asombrarse de nada y en el que se ha visto la realización de los más extravagantes sueños de poetas y de novelistas…

«En este informe —decía el diario—, que se nos ha comunicado a muy avanzadas horas de la noche para que no nos pudiéramos entregar a investigaciones, quizá no hubiéramos visto más que la renovación de uno de los cuentos más ingeniosos de Enrique Heine, si las manos de las que lo hemos recibido, así como lo que ha ocurrido de noche en la calle de las Saucedas, no nos hubieran decidido a publicar al frente de nuestra información propia, aunque con toda clase de reservas. En cuanto a los lectores nuestros que sean aficionados a la literatura, no perderán nada con ello, pues el relato campea la misma “imaginación” del autor de Reisebilder. No se puede hacer, sobre el papel, nada mejor en el género. Nuestros lectores encontrarán más de un punto de contacto con el espantoso autómata de la calle del Santísimo Sacramento en la Isla.

«Dícese —ha escrito Enrique Heine— que un mecánico inglés que había imaginado las máquinas más ingeniosas, se dedicó a fabricar un hombre, y lo consiguió. La obra de sus manos podía funcionar y obrar como un hombre; en su pecho de cuero llevaba una especie de aparato humano y podía comunicar sus emociones por medio de sonidos articulados… (La muñeca ensangrentada no habla… Pero escribe… ¡y con sangre!…) Y el ruido interior de ruedas, resortes y escapes producía una verdadera pronunciación. En fin: aquel autómata era un gentleman perfecto y, para ser un hombre, solamente le faltaba un alma. Pero su creador no podía dársela. Y el pobre ser, al darse cuenta de su imperfección, atormentaba día y noche a su creador, suplicándole que le concediese un alma. La súplica, que cada día era más encarecida, acabó haciéndose tan insoportable para el pobre artista, que huyó para escapar de su propia obra. Pero el hombre-máquina dio con la pista, le persiguió por todo el continente, no cesó de irle a los alcances, le pisó los talones alguna vez y murmuró a su oído: Otee me a soult… (¡Dadme un alma!)»

«Tal es el cuento de Enrique Heine —continuaba diciendo la nota de la redacción—. El señor Jaime Cotentin, disector de la Escuela de Medicina de París (damos todos los nombres para que en esta prodigiosa historia cada cual cargue con su responsabilidad, y si hay algo más que un cuento, nadie pueda sospechar que hemos servido los intereses de nadie que se haya mezclado, de cerca o de lejos, al tan inquietante proceso de Benito Masson), Jaime Cotentin, repetimos, que ha dado a su muñeca, al mismo tiempo que un cerebro, un alma (¡y qué alma!), no es perseguido por su autómata… Le persigue él… ¿Le ha alcanzado?… Luego de haber visto la ropa ensangrentada de su prometida, ¿ha podido por fin detener la “máquina de asesinar” que ha lanzado sobre el mundo?… Tal es la pregunta que esta misma noche se hacía aún en torno al señor Bessiéres…

»También podemos afirmar que en la calle de las Saucedas ya no se trata de esto como si fuera una fábula, y que en el momento en que empezamos la tirada se hace la pregunta de si también el disector habrá sido víctima de su invento…

»En efecto: fuera de la lúgubre casita de Corbilléres, donde el relojero Norbert vio a Jaime Cotentin por última vez, no se ha encontrado rastro alguno del disector… ni de las primeras víctimas de Benito Masson, ni de Cristina Norbert, ni de la misma muñeca sangrienta…»