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UN MARTILLAZO EN EL CRÁNEO DE BESSIÉRES,
DIRECTOR DE LA SEGURIDAD GENERAL

La emoción causada por la «continuación de los crímenes de Corbilléres» no hacía más que aumentar. La opinión pública estaba indignada. Olvidando, naturalmente, que había sido la primera en exigir que se condenara a muerte a Benito Masson, acusaba ahora a la policía, al tribunal y al jurado de que, como siempre, había obrado sin pruebas definitivas.

El pobre encuadernador (así se le llamaba ahora en los sucesos) había sido víctima, seguramente, de una espantosa maquinación —no se decía cuál—; pero como los crímenes continuaban, ya no podía dudarse de su inocencia.

En la gran prensa, la más encarnizada polémica ponía frente a frente a los líderes más populares. La justicia había encontrado defensores. Se había publicado una entrevista con el presidente del tribunal. Y se movió gran polvareda en torno a una declaración del procurador de la República.

—El hecho de que en Corbilléres continúen los crímenes —decía el magistrado— no demuestra nada en favor de la inocencia de Benito Masson. Lo único que demuestra es que Benito Masson ha tenido uno o varios imitadores. No es la primera vez que una epidemia de esa clase se manifiesta en comarcas donde los espíritus han podido encontrarse en cierta manera sugestionados por los acontecimientos…

—Si ha tenido imitadores, que los encuentren —se replicaba al procurador de la República.

En realidad, se les buscaba.

Y se decía, además, que al jefe de la Seguridad General, señor Bessiéres, se estaba tratando de sustituirle. Ya puede suponerse, pues, la acogida que hizo, la mañana en que nos trasladamos a su despacho, al ujier que le anunció la visita de alguien que deseaba hacerle revelaciones de la más alta importancia sobre los crímenes de Corbilléres…

—¡Que pase! —gritó.

Y al mismo tiempo oprimió un timbre colocado debajo de la mesa.

Mientras entraba el anunciado personaje, un supuesto «secretario» se instalaba en una mesita donde había «todo lo necesario para escribir», cuando no se escribe a máquina.

Bessiéres, luego de hacer una señal a su empleado, se encaró con el recién venido, que era un viejo.

Estaba muy agitado, congestionado e inflamado. Miraba al jefe de la Seguridad General con ojos de extravío. «¿Será un loco?», se preguntó al momento Bessiéres. Pero el visitante a pesar de su agitación, le pareció normal cuando le oyó declarar de corrido:

—Puede usted estar tranquilo, señor director, porque la justicia no ha condenado a un inocente. Hay una razón para que continúen los crímenes de Corbilléres. Y esa razón, casi soy yo solo el que la conoce…

—Pues hay que decírmela, señor mío. Haga el favor de sentarse…

—No puedo estar sentado. ¡Si supiera usted, señor director, la noche que he pasado!…

—Ya me lo contará luego; ahora…

—Se lo diré todo, le diré toda la verdad… Es preciso que usted sepa, que todos sepan…

—Lo que se necesita saber es la razón de que continúen los crímenes de Corbilléres —precisó Bessiéres, temiendo que aquel hombre excitado se perdiera en consideraciones personales o ajenas al asunto.

El anciano se inclinó sobre Bessiéres o, mejor dicho, proyectó sobre él una cabeza en que fulguraba la prodigiosa emoción de su alma en desorden, y su boca profirió:

—¡Los crímenes de Corbilléres continúan porque Benito Masson no ha muerto!

El mundo es un teatro, la vida es una comedia y a menudo un drama, y los hombres, cómicos, más o menos hábiles, silbados o aplaudidos, pero siempre ardiendo en el deseo de atraer hacia ellos la atención de sus contemporáneos. Es incalculable la influencia que ciertos asuntos judiciales pueden ejercer sobre los espíritus que siempre han pasado por bien «equilibrados». La casualidad les ha relacionado con «el asunto». Quieren brillar en primera fila. Y ¿qué no inventarán para aumentar la importancia de sus papeles, para dar más relieve a sus testimonios?… Bessiéres era muy veterano en su oficio para no tener prevenciones. De todos modos, aunque estuviera acostumbrado a no asombrarse de nada, no esperaba aquel golpe…

¡Vaya una explicación! Los crímenes de Corbilléres continuaban porque Benito Masson no había muerto…

Y Bessiéres repuso al anciano:

—Eso, ¿lo ha descubierto usted?

El otro, que parecía cada vez más excitado, replicó:

Voy a decirle inmediatamente todo cuanto sé…

Bessiéres, sonriendo sarcásticamente, le advirtió:

—Convendría que antes de decir algo, lo pensara, lo reflexionara bien, señor… A propósito: aún no me ha dicho usted su nombre. Pero es una formalidad de la que luego se encargará mi secretario… ¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí! En que Benito Masson no ha muerto, pero ha sido guillotinado…

—¡No, señor!

—¡Cómo! ¿No ha sido guillotinado?

—¡Sí, señor!

—Por lo tanto, ha muerto…

—¡Ay!… ¡Por favor!… ¡Deje que me explique!… ¡No soy un loco!… Se enterará de todo y me devolverá a mi hija.

—No tengo el honor de conocerla, caballero… Además, tengo una cita de urgencia… A esto caballero, que es como si fuera yo, puede darle su nombre, sus apellidos y sus señas personales… Y no le negará nada de lo que pueda serle agradable…

—¡Mi hija, caballero!

—¡Él se la devolverá!… Nada hemos de negarle…

Bessiéres, que había hecho otra señal a su seudo secretario, se apresuró a dejar al visitante frente a frente con quien era como él mismo…

Ya ha llegado el momento de conocer a este personaje, que ha desempeñado su papel entre bastidores del asunto Masson, en una esfera que los poderes públicos han dejado en una sombra inquietante…

A aquel agente se le conocía por el Emisario, desde hacía más de veinte años, en todos los servicios de la policía de la Seguridad General, de la Seguridad a secas, de la Prefectura y hasta de provincias. Su verdadero nombre era Lebouc, que, por cierto, se presta bastante a jugar con el vocablo, ocasión que no perdían sus compañeros y quienes le conocían.

He aquí el origen de su mote.

Se remontaba a cierto asunto político que interesó bastante en todo el mundo. Para vigilar a un personaje cuyas acciones se sospechaba que eran temibles, al mismo tiempo que contrarias al concepto normal de una sana justicia, se había necesitado un agente de indudable audacia e inteligencia, pero a quien se pudiese desautorizar si los acontecimientos tomaban un giro inquietante, para no ser responsables de la iniciativa.

Lebouc había empezado muy joven en los bancos de la cárcel correccional. Sin embargo, no tenía el alma vulgar de un granuja; todo lo más, la de un arribista… Tras su tercera experiencia de la vida, que, como las dos anteriores, le había llevado ante los jueces, estimó que había escogido un mal camino para llegar…

Harto de que le detuvieran, se pasó al bando de los que detenían, es decir, se hizo «indicador».

Y no tardó en distinguirse.

No era un cualquiera. Tenía ideas generales, estaba instruido, en muchos asuntos de importancia dirigió a quienes le enviaban informes que se destacaron tanto por la lógica policíaca como por la forma literaria que sabía darles. Además, era valiente.

En el caso antes aludido se buscó a Lebouc, quien sintió mucho orgullo por ello; salió en bien de la misión y mereció la completa confianza de sus jefes. El personaje vigilado era todavía más poderoso que culpable y tenía amigos decididos a todo para salvarle. El sacrificado fue Lebouc, quien aceptó su martirio, largamente remunerado, con una gran humildad. Durante algún tiempo no se utilizaron sus servicios; pero cada vez que se presentaban operaciones delicadas, como la que tan alta reputación le valiera entre la policía, se pensaba en Lebouc y se le empleaba con otro nombre. Entre los que estaban «al tanto» acabó por quedársele uno solo de aquellos nombres: el Emisario.

Bessiére, a lo largo de su brillante carrera, había tenido ocasión de apreciar las cualidades del Emisario, su despierta inteligencia, su discreción absoluta, y, sobre todo, aquella sonriente facilidad con que siempre estaba dispuesto a dejar que le «desautorizaran».

Esto basta y sobra para explicar la presencia en las oficinas de la calle de las Saucedas de un hombre que había sido antaño «la perla de la calle de Jerusalén».

Lebouc estuvo más de una hora a solas y frente a frente con aquella especie de loco que Bessiéres, con una señal, le había encargado de despedir.

Mientras tanto, el jefe de la Seguridad General se había dirigido por los pasillos interiores que unían sus oficinas con el Ministerio del Interior a visitar al ministro, con el que precisamente se encontraba uno de los altos funcionarios de la justicia. Sólo hablaron del asunto que preocupaba a París, del asunto de Corbilléres. La entrevista fue agitada. Cuando Bessiéres volvió a su despacho y encontró a Lebouc, le dijo:

—¿Se ha librado ya del loco?

El agente respondió:

—Acaba de irse; pero volverá.

—¡Cómo! ¿Volverá?

—Sí. Le he dicho que vuelva esta tarde a las seis.

—¿Habla usted en broma?

—Ya sabe usted que no me gusta bromear… Quizá ese hombro esté loco, pero a mí no me consta con certeza… Yo, en nuestro oficio, tengo el sistema dé no considerarme seguro de nada… de todos modos, era interesante oírle… Eso viejo era, ni más ni menos, el relojero de la calle del Santísimo Sacramento, la bija del cual fue encontrada en la casita de Corbilléres…

—¿Y qué?

—Es difícil de decir… Se trata de un hombre de quien ya tuve que ocuparme cuando el asunto de Benito Masson… Sólo se dedica a problemas mecánicos completamente excepcionales… Ha inventado una especie de escapo con ruedas cuadradas. Pero en fin, baste decirle que, según sus colegas, hace años que busca el movimiento continuo…

—Se le nota…

—En efecto.

—Pero… ¿qué?

—Cuenta, asegura…

—Diga, diga.

—Antes, unos detalles todavía… Es tío de un tal Jaime Cotentin, disector en la Escuda de Medicina, y a quien allí se le guardan muchas consideraciones… Al parecer, se trata de un sujeto extraordinario… Para mayor seguridad le he telefoneado…

—¿A quién?

—Al profesor Thuillier.

—¿Para qué?

—Para saber lo que había que pensar del disector.

—¿Y qué?

—El profesor Thuillier me ha contestado textualmente que tenía a Jaime Cotentin en la más alta estimación y que le consideraba como una de las futuras glorias de la cirugía, como el continuador de los Carrel y de los Rockefeller… ¡Nada menos que de Rockefeller!…

—¡Ya, ya! Esos son los que hacen revivir los tejidos humanos que recomponen a las personas, ¿verdad?

—Sí. Y parece ser que Jaime Cotentin recompone también a los muertos.

—¡Caramba! Veo que el viejo ha influido demasiado en usted.

—Nada de eso. Y aún lo he de comunicar otra cosa.

—Hable o déjeme en paz.

—He querido asegurarme de un detalle.

—¿De qué detalle?

—De un detalle que tiene su importancia. Recordará usted que la Facultad, una vez ejecutado Benito Masson, reclamó su cabeza.

—Así suele hacerse…

—Pero ¿sabe usted adónde llevaron la cabeza?

—¡A la Escuela!

—No, señor. ¡A la relojería!

—¿A la relojería? ¿Le faltaba alguna pieza?

—Perdón… Es que el disector vive en casa del relojero.

—¡Ya!

—Claro está que todo esto parece fantástico… ¡De acuerdo!… Pero como yo, por principio, nunca estoy seguro de nada, he de escucharlo todo… Y he aquí lo que me ha contado el viejo… Dice que ha confeccionado un autómata.

—¿Un autómata?

—Sí… Pero no me mire de esa manera, porque no seguiré adelante…

—¡No le miraré!…

—Pero ¿continuará escuchándome?

—Por ser usted y por darle gusto… Quedamos, pues, en que el loco ha inventado un autómata.

—Sí. Un autómata cuya armazón interior ha dotado el disector de una red de nervios…

—¿De nervios o de cuerdas de violín?

—¡De nervios, de verdaderos nervios humanos!…

—Pero ¿qué está usted diciendo?… ¿Cómo iban a vivir esos nervios?

Bañándose en un líquido igual al suero empleado por Rockefeller para conservar indefinidamente la vida de los tejidos y sometiéndolo, además, a la acción del radio.

—¡Caramba!… ¿Y qué más?

—Muy sencillo: al autómata no le faltaba más que un cerebro. Y le han puesto el de Benito Masson.

El señor Bessiéres se quedó estupefacto, turulato.

Cuando pudo recobrar la respiración, dijo:

—Francamente, creo que habría que encerrarle a usted.

—Tal vez.

—Tal vez, no. ¡Seguramente!

—Siempre he hecho lo que han querido de mí. Mientras tanto, continúan los crímenes de Corbilléres…

—Y ¿qué voy a hacer yo?… ¿Voy a contarle a la gente la paparrucha de la muñeca del viejo?… ¡Si al menos se rieran tanto como para olvidar lo demás!… Precisamente acabo de tener una escenita en el despacho del ministro… Y ahora quiere usted tomarme el pelo… ¿Y le ha dicho usted a ese energúmeno que vuelva a las seis?

Si. Por la cuestión de su hija… Porque… es un hecho que le han robado a la hija…

—¿Quién?

—Esa muñeca, ese muñeco.

—¿Su autómata le ha robado a su hija?

—Eso dice… Pero cálmese, que no hay para indignarse. Sólo hay para asombrarse, como yo, o para echarlo a broma… Si quiere usted que hablemos de otra cosa…

—Al fin y al cabo, quizá tenga usted razón, Lebouc… Siempre hay que escuchar a los niños y a los locos, aunque en el mundo no haya seres más embusteros… A veces, una sola palabra basta para mostrar una buena pista… Diga, diga…

—Hágase cuenta de que escucha al viejo… Según él, Benito Masson, como se supo a raíz del proceso, estaba enamorado de su hija Cristina… El disector, como necesitaba un cerebro para ponérselo al autómata, y como no encontraba nada mejor que utilizar el que le traían de Melun, o sea el de Benito Masson, utilizó éste. Y ha ocurrido, lógicamente, que el primer gesto del autómata, al dar señales de vida, ha sido llevarse a Cristina… Parece ser que se arrojó sobre ella como un salvaje.

—No tengo ganas de reír, Lebouc, pero creo que me hago poco favor al escuchar en serio esas cosas que en serio cuenta usted.

—Le hablo en serio porque hace mucho tiempo que nada me causa risa. Y, además, por un detalle que tiene su importancia… El muñeco, antes de marcharse con Cristina, dejó un papel escrito sobre la mesa, papel que el viejo ha traído aquí… Yo lo tengo… Lo que ha escrito no es nada largo: «¡Soy inocente!».

—La idea fija…

—¡Calma!… Tenemos otros papeles de Benito Masson en los que escribió la misma frase… Y he hecho traer los legajos que mandamos venir de Melun cuando el asunto de Corbilléres, que creíamos concluido, resurge nuevamente… Aquí están: ¡compare!…

—Suponiendo, Lebouc, que se trate de la misma letra, cosa que está por demostrar, no pretenderá usted hacerme creer que el papelito no date de antes de su muerte… Se está usted colando…

—No lo creo.

—Pues me está tomando el pelo.

—No tengo aficiones de peluquero.

—¡Lebouc! No tiene usted más que un procedimiento para hacerme olvidar esas bromas de mal gusto… Va usted a irse a Corbilléres con poderes para todo… En fin de cuentas, quizá Benito Masson fuera inocente… En ese caso, tanto peor para los señores de la Justicia… Conque, Lebouc, ¡a descubrir al culpable o a los culpables! Y no tema nada, que aquí estoy yo para sostenerle.

—En eso confío.

—Puede confiar… Pero ¿quién va ahí? ¡Adelante!

—Señor director, una persona que no ha querido decir su nombre me ha entregado este sobre de parte del abogado general, señor Gassier.

Bessiéres rompió el sobre apresuradamente, y leyó:

«Le envío, mi querido director, a uno de nuestros amigos. Está relacionado con el asunto de Corbilléres. Le contará cosas interesantes. Escúchele hasta el fin, porque el señor Lavieuville está sano de cuerpo y de espíritu».

—Vaya una recomendación —dijo Bessiéres arrojando el papel sobre la mesa del comisario.

—¡Hombre, Lavieuville! —exclamó Lebouc—. Precisamente el relojero ha hablado de un Lavieuville.

—Que pase —ordenó el jefe de la Seguridad General.

Y entró un hombre que tiritaba en un abrigo de ocasión, con los zapatos manchados de una nieve fangosa, con la espalda doblada, la frente inclinada y los ojos oblicuos.

—Les pido perdón —comenzó diciendo—, por presentarme en esto estado; pero desde que me robaron mi pequeño automóvil…

—Siéntese… Usted, desde luego, es el recomendado del señor Gassier…

—De no ser así nunca me hubiera atrevido a venir… Les pido la mayor discreción… Es una cuestión de vida o muerte… Yo, caballero, soy Lavieuville, mayordomo de San Luis de la Isla… Tenía un pequeño automóvil de conducción interior…

—Perdone, señor Lavieuville… El señor Gassier me dice que usted deseaba hablarme sobre el asunto de Corbilléres…

—En ello estamos, señor director. Mi coche me lo ha robado Benito Masson.

—¿Y se le ocurre a usted reclamarlo ahora, al cabo de tanto tiempo?

—No tanto tiempo. Sólo hace ocho días.

—Olvida usted que a Benito Masson se le ejecutó hace más de tres semanas…

—Por eso vengo a verle. Lo que me sucede es inconcebible. Le repito que de no ser por el señor Gassier, a quien se lo he contado todo, pruebas en mano, jamás me hubiera atrevido a venir a verlo.

Bessiéres levantó los brazos, se dejó caer sobre una silla, se cogió la cabeza con las manos, presa de un furor sombrío, que, sin embargo, consiguió dominar, y dijo ferozmente al visitante:

—Le estoy escuchando ya.

—Tengo una asistenta a la que se conoce con el nombre de señora Langlois…

—¡Vaya por la señora Langlois!

—Algunas noches va a tomar manzanilla a casa de la señorita Barescat, que tiene una paquetería…

—Perfectamente.

—También van la viuda de Camus, que alquila sillas en la iglesia, y el herborista señor Birouste…

—¿Nadie más?

—Le advierto que yo no formaba parte de esa reunión.

—Entonces, ¿por qué me habla de ella?

—Porque está muy relacionada con lo que voy a decirle… Mi asistenta está muy enferma, señor director…

—Pues lo siento mucho.

—Hay que sentirlo, porque de haber estado mejor me hubiera acompañado… La señorita Barescat y la viuda de Camus están mejor, pero no se atreven a comprometerse ni a salir de casa… En cuanto al señor Birouste, aún no se ha levantado de la cama luego de la espantosa aventura…

—¿De qué aventura habla? ¿De la de usted o de la de ellos?

—Es la misma, caballero. Pero tiene dos actos. El primero se ha desarrollado durante la «manzanilla» de la señorita Barescat… La señora Langlois fue asistenta de Benito Masson…

—¿Y no la asesinó?

Todavía no… Pero tal como van las cosas, puede asesinarla un día u otro… Por eso he venido y por eso el señor Gassier…

—El señor Gassier se ha burlado de usted. No comprendo…

—No creo que el señor Gassier se haya burlado de mí —interrumpió sin alterarse el señor Lavieuville—. Y si usted no me comprende, señor director, es porque no me escucha… Volvamos, pues, a la «manzanilla» de casa de la señorita Barescat… La señora Langlois, asistenta de Benito Masson, lo era también de Norbert el relojero…

—Por lo visto, esa buena mujer sirve a todo el mundo.

—No tanto. Pero sabe lo que ocurre en todas partes. Da gusto oírla… Aquella noche hablaba en la reunión de un raro personaje que vivía clandestinamente en casa del relojero y a quien ella tomaba por un mutilado de guerra. El sobrino de Norbert, llamado Jaime Cotentin, que, según el señor Gassier, es un genio en la cirugía, cuidaba al supuesto mutilado… ¡No se asombre, señor director! Tonga en cuenta que el señor Gassier me ha enviado aquí. Pues bien: el supuesto mutilado es, según los últimos informes, nada más que un autómata.

Bessiéres se puso en pie como si él mismo fuera un autómata accionado por los correspondientes resortes.

¿Nada más? —exclamó—. ¿Y cuáles son los últimos informes?

—Los que me ha facilitado mi amigo Gassier, a quien referí mi aventura y quien ordenó una investigación personal, de la que dedujo que teníamos todas las probabilidades de habérnoslas con un autómata.

—¿De veras?… Los señores del Tribunal del Sena han hecho por su parte averiguaciones —reflexionó en voz alta Besiéres, mientras sonreía extrañamente y se sentaba.

—No lo ocultan, caballero, ya que ellos, oficiosamente, por decirlo así, me han aconsejado que venga a verle.

—Siga, siga, señor Lavieuville, que empieza a interesarme lo que dice… Decididamente, los funcionarios de Justicia tienen espíritu de cuerpo y practican la solidaridad… Nunca me lo hubiera figurado…

—Continúo… Aquella noche de la manzanilla, cuando las mujeres hablaban entre ellas del supuesto mutilado, se abrió la puerta, y ¿cuál no sería su asombro, su espanto, al ver que aparecía el misterioso personaje, completamente cubierto de sangre y llevando en brazos a la señorita Cristina Norbert?… No voy a describirle la escena, ya que interrogará usted o la señora Langlois… Bástele saber que aquel monstruo mecánico dio allí a su cautiva los primeros cuidados que requería y se marchó sin haber dicho una palabra.

—¡Ja, ja! Por lo visto, no habla el autómata.

—No habla, pero oye muy bien…

—Menos mal…

—Birouste, el herborista, se marchó a su casa loco de terror… Y allí encontró al terrible visitante cuidando a Cristina Norbert… Birouste, cada vez más asustado, echóse por el balcón… Entonces, o sea poco más o menos a las seis y media de la mañana, salía yo de la iglesia de San Luis de la Isla, donde acababa de oír misa, y me disponía a subir a mi pequeño automóvil de conducción interior, cuando el susodicho personaje me derribó, dejó a su víctima en mi coche, me despojó de mi ropa, y, por lo tanto, de quince mil francos que llevaba en la cartera, me entregó su capa, dio marcha al coche y desapareció por la orilla izquierda… Gassier ha podido enterarse después de que el coche siguió el camino de Pontoise… Allí ya no se le encontró… Pero el bandido, antes de desaparecer, se detuvo en el figón de Flottard, donde cometió no sé qué fechoría… Flottard se defendió clavándole en la espalda un enorme cuchillo de cocina, de que el personaje en cuestión ni tan siquiera pareció darse cuenta… ¡Fíjese bien en esto, señor director: ni tan siquiera sangró!… Como, por otra parte, el señor Gassier acababa de recibir ciertos informes muy precisos referentes a los trabajos particulares del relojero y del disector, a quienes ayudaba un empleado del anfiteatro llamado Bautista, que fue interrogado y que habló amenazándole con la justicia, Gassier expresó la idea de que muy bien pudiera tratarse, como le decía antes, del autómata…

—¡Comprendido, comprendido, señor mayordomo!… Y puede usted decirle al abogado general, señor Gassier, que lo he comprendido todo sin ninguna dificultad… Pero ¿qué pinta en ello Benito Masson?…

—Es que cuando se le ejecutó llevaron al disector la cabeza de Benito Masson…

—Ya lo sé, señor mayordomo.

—Me llamo Lavieuville.

—Pues ya sé, señor Lavieuville, todo lo que usted va a decirme… Va a decirme que el disector metió el cerebro todavía caliente de Benito Masson en el cráneo de su autómata.

—En efecto, señor director… ¡Qué espanto!

Bessiéres se levantó muy serio y dio un formidable puñetazo sobre la mesa, que hizo estremecerse a Lavieuville.

—¿Se atreverá usted a asegurarme que cree eso? —preguntó.

—Tenemos las pruebas en la mano —repuso Lavieuville, algo pálido y retrocediendo prudentemente.

Tenemos…

¡Tengo! Por nada del mundo debe mezclarse al señor Gastier en este asunto…

—No lo desea, ¿verdad?

—Sólo se ha ocupado de ello por amistad hacia mí; pero su situación oficial…

—Puede estar tranquilo… Pero dígale también que la Seguridad General no carga con el mochuelo de lanzar a la gente semejantes patrañas…, a pesar de las pruebas que tiene usted…

—Y que traigo, porque el espantoso autómata, si bien no habla, escribe…

—¡Ah, sí! Con la misma letra que Benito Masson, desde luego.

—¡Lo adivina usted todo!… Con la misma letra de Benito Masson, y después de ejecutado este, escribió ante la citada reunión estas palabras: «¡Silencio, si queréis conservar la vida!». Y aquí traigo otros papelillos escritos la misma noche, varias horas antes del atentado contra mí, por el mismo autómata, en la alcoba del señor Birouste. Y tres peritos calígrafos, a quienes el señor Gassier ha presentado los papelillos al mismo tiempo que documentos de Benito Masson obrantes en el proceso, han dictaminado que la letra en cuestión es igual y está escrita por el mismo individuo…

Entonces le tocó al señor Bessiéres ponerse un poco pálido. Se levantó con el ceño fruncido y con los labios temblorosos…

—¿Quiere dejarme esos documentos, caballero?

—No tengo ningún inconveniente —repuso el señor Lavieuville—. Además, el señor Gassier ha hecho sacar fotografías…

Y como Bessiéres callara y continuara de pie, el otro comprendió que la entrevista había terminado.

—Le dejo mi dirección, señor director, para si por casualidad necesita de mí…

—Ya tendrá noticias —repuso Bessiéres—. Para nosotros es cuestión de poca monta devolverle la posesión del auto y de los quince mil francos…

Lavieuville saludó y se fue, disimulando con una sonrisilla forzada el descontento que le había producido la acogida. Lo esperaba todo, menos aquella ironía glacial bajo la cual entrevela un pensamiento singularmente hostil.

En cuanto se cerró la puerta tras Lavieuville, prorrumpió Bessiéres avanzando hacia Lebouc, que no se había movido de su mesa, en la que tomaba notas apresuradamente:

—¡No, no me pillarán los dedos esos señores de los Tribunales, que han urdido todo esto para que no quede en ridículo la Justicia!… Y para ello no vacilan en recurrir a los mayores absurdos… ¡Es la eterna canción!… Es la canción que quiere salvar lo que de otro modo estaría naufragado y bien naufragado… Gassier, con esa paparrucha del autómata, me resulta un imbécil… ¿Y dice que el muñeco está mudo?… ¿Qué ha de estarlo?… Por el contrario, grita: «¡No se metan ustedes con la Justicia!… ¡No se metan con…!». Y mientras tanto, se quiere sacrificar a los que forman parte de la policía…

—Eso es —asintió Lebouc.

—¿Por qué se les ocurre inventar un autómata?… ¿No tienen bastante con nosotros, a quienes tiran de los hilos como si fuéramos papeles?… Pero ¡ya me he cansado!… Y ¡qué cuidado tenía ese mayordomo en sentar por delante la afirmación de que la Justicia no había condenado a un inocente!… ¡Como si la Justicia no pudiera condenar a un inocente!… Yo no tengo la culpa de que ocurra eso… ¡Bastante hago cumpliendo con mi deber!… Me limito a aportar datos; las demás responsabilidades serán para los otros… Le juro, Lebouc, que no será la Seguridad General la que resucite a Benito Masson… Si quieren resucitar muertos, que los resuciten ellos… ¿No le parece, Lebouc?…

—¿Qué me ha de parecer?

—Me interesa su opinión.

—Creo que ante todo debiera interrogarse al mismo disector, a ese Jaime Cotentin, que, según el profesor Thuillier, hace revivir indefinidamente, con su suero, los tejidos, los nervios y hasta los cerebros…

—¡Bah! Un farsante más…

—No cree lo mismo el profesor Thuillier…

—Bien, Lebouc. Entonces, procure buscar a ese hombre cuanto antes y tráigamelo…

—Precisamente tengo probabilidades de encontrarlo en Corbilléres, adonde usted me envía.

—¿Cómo es eso?

—La entrada del señor Lavieuville y también, ¿a qué no decirlo?, el estado de ánimo en que usted se encuentra, no me han permitido referirle hasta el final las cosas un poco extravagantes que me ha dicho el relojero…

—Se queda usted corto en los adjetivos…

—Mi sistema no consiste en juzgar las cosas, sino en retener los hechos. Y en lo referente a ese anciano irritado, a lo dicho por él, hay un hecho que me ha llamado la atención. Y es que el disector y él, en sus averiguaciones, han sido conducidos a Corbilléres por los acontecimientos, han penetrado en la morada de Benito Masson y han visto las terribles huellas del paso del muñeco y la bata ensangrentada de la pobre Cristina Norbert, a quien no han encontrado. No la han encontrado a ella ni han hallado las primeras víctimas de Benito Masson…

—¿Cómo ha tardado usted tanto en decirme eso?

—Mi sistema requiere proceder con orden…

—¿Y el disector? Quiero ver en seguida al disector…

—El relojero me ha dicho que lo ha dejado allí, presa de la mayor desesperación, porque ese hombre está enamorado de Cristina tanto como pueda estarlo el muñeco…

—¿Tanto como el muñeco?

—Si usted quiere, tanto como Bonito Masson…

—¡Lebouc!… Si no quiero usted que yo me vuelva loco en seguida, coja un auto, corra a Corbilléres y tráigame al disector cuesto lo que cueste, de grado o por fuerza…

—Está bien. Me permito recordarle que el relojero, que ha vuelto a su domicilio de la Íle-Saint-Louis en espera de sus órdenes, vendrá esta tarde a las seis…

—¿Esta tarde a las seis?… No se preocupe… Voy a hacer que me lo traigan en seguida… Pero, Lebouc, ¡ni una palabra de todo esto!…

—Ni una palabra… ¡No faltaba más!…

—Ni una línea en los diarios antes de que se ponga en claro el asunto…

—Puede usted confiar enteramente en mi discreción.

El Emisario se fue… Bessiéres, que sudaba abundantemente, se dejó caer en un sillón con los miembros desmadejados, la cabeza inclinada sobre un hombro y los ojos rodando en sus órbitas con ese aire fatal, desesperado y estúpido que tiene el buey en el matadero luego del primer cachetazo que no le ha privado de la vida…, pero que ya le ha llevado a las puertas de la nada…