He aquí un extracto de lo que contaban los diarios.
Hacía días que venían ocurriendo en Corbilléres, y también en las oficinas de la Seguridad, hechos que en lo posible se había procurado tener ocultos, porque tenían la excepcional gravedad de hacer retoñar un asunto que se creía enterrado cuando se enterró al culpable…
Una criada joven que recientemente había llegado a la posada de «El Árbol Verde» había desaparecido una noche y había sido encontrada otra noche en el fango de un pantano de Corbilléres, estrangulada como lo había sido Violette y llevando aún al cuello un lazo corredizo con el que se había hecho pasar a la pobre chica (Mariette tenía diez y ocho años) de la vida a la muerto…
Las huellas de un lazo semejante no habían podido ser encontradas en los restos de la pequeña Annie, que ya estaban consumidos cuando se hizo el primer descubrimiento de la tragedia de Corbilléres. Pero dos días después de la desaparición de la desdichada Mariette, una viuda joven que, muerto el marido, vivía sola en su casita de los alrededores, fue encontrada en la bodega, estrangulada del mismo modo…
Como es de suponer, semejantes sucesos causaron una profunda emoción entre la policía y en los tribunales. Eran hechos que demostraban nada menos que la inocencia de un hombre al que se acababa de guillotinar. Las primeras diligencias se llevaron con el mayor misterio; pero el secreto con que se quería rodearlas no resistió a las murmuraciones, cada vez mayores, y, sobre todo, a la ola de terror que sumergió de nuevo a toda la comarca… Hacía cuarenta y ocho horas que los periodistas habían tomado cartas en el asunto. Mientras unos recorrían aquellos parajes, otros asediaban las oficinas policíacas. Y la terrible noticia —terrible para la justicia— estallaba como una bomba: ¡Benito Masson era inocente!…
¡Qué malos días iban a pasar la justicia y la policía!… Un redactor de La Época consiguió entrevistarse con el presidente del tribunal, el cual no pudo sustraerse a las preguntas apremiantes que, por boca del periodista, le hacía la opinión pública. Y salió del paso con el argumento que le había facilitado uno de los policías.
No cabía duda de que después de la ejecución de Benito Masson se habían cometido crímenes que recordaban singularmente la extraña muerte de Violette; pero aun admitiendo que Benito Masson fuera inocente de esto crimen concreto, no por ello dejaba de ser menos culpable del asesinato de Annie, en la que no habían sido encontradas las huellas «de la clase de asesinato» que se encontró en las demás víctimas. A ello replicó el periodista que el hecho de que no hubieran encontrado huellas en Annie no demostraba nada. Y el presidente del tribunal repuso que el testimonio de Cristina Norbert no dejaba nada que desear para establecer la culpabilidad de Benito Masson.
La opinión pública, que siempre es simplista, no pensó lo mismo. Su opinión se resumía diciendo que habían guillotinado a Benito Masson por crímenes que continuaban, y añadiendo que el interfecto había gritado que era inocente hasta cuando tenía cerca la cuchilla.
Así estaban las cosas cuando el viejo Norbert y Jaime Cotentin llegaron a «El Árbol Verde». No conocían el país. Y en el país no se les conocía. La señora Muche les acogió sonriente. Ya hemos dicho que la señora Muche estaba de un humor feliz desde que perdió a su marido. Y en los últimos acontecimientos no había nada, ciertamente, para transformar aquel buen humor en tristeza. Claro está que en su buen corazón había de dolerle el fin prematuro de la criada; pero estaba sirviéndole muy poco tiempo para que hubiera de profesarle una verdadera amistad. Y como después de aquella muerte misteriosa el mesón estaba siempre lleno, la señora Muche olvidó la parte lamentable del asunto para fijarse solamente en las ventajas…
El invierno era para «El Árbol Verde» una estación en que no se hacía nada o casi nada. Y he aquí que a la sazón la señora Muche se encontraba con que el negocio florecía como nunca. Los policías, los curiales, los periodistas, eran clientes habituales y le hacían una propaganda que atraía allí a todo el departamento. Los domingos llegaba gente hasta de París. Por la noche se vaciaba el mesón porque cada cual regresaba a su casa y los periodistas a sus respectivos periódicos.
De noche llegaron el relojero y su sobrino. Pidieron cena y dos habitaciones.
Antes de llegar a «El Árbol Verde» hablan pasado por Corbilléres, donde se apearon del tren. Allí hicieron preguntas habilidosas; pero ninguna de las respuestas podía inducirles a creer que Gabriel hubiera estado allí. Desconocían el abrigo de astracán falso y el gorro de nutria no menos falsa. Se lanzaron, pues, por la soledad pantanosa. Y así llegaron a orillas de la laguna de aguas plúmbeas. Sabían que el abandonado pabellón que levantaba ante ellos su sombra lúgubre era la siniestra mansión de que tanto se había hablado. Por lo cerrado, parecía una tumba. Madera, ladrillo y cristal bajo un denso velo invernizo: aquello escalofriaba. Lo dieron la vuelta, presas de los más sombríos pensamientos… ¡Allí había lanzado Cristina el primer grito de angustia! ¿Dónde estaría la joven?…
Si el otro había sido de veras inocente, aún cabía esperar. Esperaron. Hasta entonces, nada les demostraba que hubiera vuelto al horrible país donde continuaban los crímenes.
A través de bosques remontaron la colina, y luego descendieron al valle de las Dos Palomas, sabiendo que allí encontrarían el mesón de «El Árbol Verde» y a la señora Muche, que también había intervenido en el proceso.
Y he aquí que estaban frente a la cena, en la planta baja, haciendo charlar a la mesonera, cosa no difícil. Después de lo ocurrido últimamente, era una mujer importante. Los diarios habían publicado su fotografía. Ello no le daba una alegría especial, pero estaba contenta de sí misma y de todo el mundo y llena de buena voluntad para con los clientes.
Tampoco ella había visto a nadie que se pareciese a la persona que aquellos señores le describían. ¿Cómo no lo hubiera notado? Las señas que lo daban eran muy llamativas…
Y les dejó diciéndoles:
—Perdonen, pero me llaman al reservado… ¡Son tan exigentes!… Les advierto que se trata de personas importantes, lores y sires, ingleses amigos de la Dourga, que no pueden aguantar la cocina de «Las Dos Palomas»… Según parece, ¡allí sólo les dan de comer arroz!…
Cuando se marchó, el relojero lanzó un suspiro. ¡No, no le había visto nadie!… ¡Oh, si no fuera él!…
—¡De no tener esa esperanza —suspiró a su vez Jaime Cotentin—, hace tiempo que me hubiera hecho justicia!… La única razón de mi conducta consisto en que siempre he creído inocente a Benito Masson… Si hubiera podido probar él mismo tu inocencia… LUEGO DE SU MUERTE…
—¡Calla!… ¡Calla!… ¡Comprendo lo que quieres decir!… ¿Y Cristina?… ¿Qué hemos hecho, Jaime, qué hemos hecho?…
Y el viejo relojero se puso a llorar.
—¡Estamos malditos, Jaime!… ¡Al hombro no se lo permite resucitar lo que ha muerto!…
—Entonces, tío, caminemos como los animales, con los ojos eternamente puestos en la tierra… Pero desde el momento en que una frente se ha vuelto hacia el cielo, hacia la luz, hacia la vida, estimo que no hay derecho a volver al fango… ¡Siempre hacia lo alto, criatura, siempre hacia tu creador!… Todas las religiones nos predican la perfección. Y por la ciencia, ese esfuerzo hacia Dios, la alcanzaremos… El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, mito eterno del «ternario» y que llamamos la Santísima Trinidad, constituyen la verdad fulgurante y deslumbrante para quien no vuelve la cabeza, constituyen todo el panteísmo… El creador, la criatura y el hálito que les une forman un algo inseparable… ¡Pasamos el tiempo recibiendo la vida y dándola!… Unos la transmiten por la carne: ¡nos otros la hemos dado por el espíritu!… ¡No, Gabriel no es un sacrílego!…
—¡Quizá sea un crimen, en cuyo caso no resultas menos merecedor de la hoguera! —dijo el relojero limpiándose las lágrimas—. ¡Todas tus filosofías no nos devolverán a Cristina!
—¡Nos la devolverá, ya que es inocente!…
En aquel momento se produjo gran ruido en la escalera. Bajaban los clientes ingleses de la señora Mucho interpelándose con la mayor alegría, soltando risas forzadas, bromas y roncas exclamaciones en una lengua que no comprendían ni el relojero ni Jaime… Desembocaron y atravesaron la planta baja, los ojos brillantes, la cara tostada por el alcohol, fumando enormes cigarros y tiesos como un huso, sin doblar las rodillas, al caminar, en un equilibrio correctísimo y que demuestra en quienes lo mantienen el convencimiento de que cualquier choque, cualquier gesto, pudiera desequilibrarles…
La señora Muche, a la que acababan de pagar la cuenta, les seguía dándoles interminablemente gracias y con una admiración sin límites…
—¡Parece mentira que puedan resistir tanto! —exclamó cuando desaparecieron—. Me parece que no profesan la ley seca… ¡No han dejado ni gota!… Pero la verdad es que pagan regiamente… Y pueden, porque todos parecen millonarios… Son lores y sires, como ya he dicho… ¡Hasta hay uno que, por lo visto, ha sido rey de la India!… El más chocante es lord Backfield… Creo que ha sido embajador en Persia… Pero ¡qué manera de beber todos!… Son bien distintos del huésped que no bebía nada… ¿Por qué querría que se le sirviese en el reservado?…
—¿A quién se refiere usted? —inquirió inmediatamente Jaime Cotentin cambiando una mirada, ya llena de ansiedad, con el relojero.
—A un caballero que se hospedó aquí hace cinco días… Al principio estaba mudo…
—¡Oh!…
No podríamos expresar lo que había en aquel «¡oh!» que salió simultáneamente de los labios de los dos viajeros. Nos limitaremos a compararlo con el estertor de un agonizante…
—Era una persona digna de lástima… Fijándose en él, se le notaba que tenía una serie de tics… Caminaba como si bailase… Siempre parecía a punto de volar… No era antipático, sino más bien gracioso… Parecía tener la ligereza de un pájaro… Creo que se trataba de alguna enfermedad… ¡Hay muchas personas que tienen dificultades para mover la pierna!… Pero él parecía más pronto para reprimir sus movimientos, como si temiera no poderse detener… Seguramente era un mutilado de la guerra a quien habían reformado parcialmente… ¿Sería efecto de los gases? ¿Sería efecto de alguna explosión?… Lo que parecía bien claro era que no podía hablar por faltarle la barbilla…
—¿Lo faltaba la barbilla? —balbuceó Jaime.
—Llevaba una postiza… Y no estaba mal, aunque la parte baja de la cara apenas se movía… Lo que tenía magnífico eran los ojos, tan dulces y tan tristes… Mirándolos había que llorar… o enamorarse… Era muy guapo, a pesar de su aspecto miserable…
—¿Miserable? —masculló el relojero.
—Miserable, lastimoso… Cuando uno no tiene la cara completa, siempre da lástima, aunque se la hayan arreglado muy bien. ¡Tiene una cara de estatua!… Pero estar mudo ¡no es nada agradable!… Se hacía comprender por señas o por breves frases escritas en un papelito… Pero no es que le faltase dinero, ¿eh?… ¡Comía bien, comía bien!… Beber, eso sí, no bebía… Es más: aunque decía que bebía agua, siempre tenía la botella llena… Solicitó ser servido en el reservado, cosa que yo atribuí al deseo de que no le vieran comer con la barbilla artificial… Por cierto que tenía un apetito feroz… ¡No despreciaba nada!… ¡Si se comía hasta los huesos de pollo!… Ni más ni menos que si comiese con una mandíbula de hierro… A no ser que guardase los huesos para algún perro… A lo mejor tenía un animal en casa para consolarse…
—¿Vino aquí solo?…
—Completamente.
—¿Dormía aquí?
—No… Tendría alquilado algo junto al río, al otro lado de «Las Dos Palomas». Me parece que vivirá solo como un hongo, asqueado de encontrase así en plena juventud… La última vez que le vi no parecía muy contento… ¿Qué le habría sucedido?… Sus ojos, antes tan agradables, se habían vuelto muy antipáticos… Se le oía caminar por el reservado dando golpes a la pared… ¡Hasta rompió la botella!… Entonces entró y le pregunté qué le ocurría, pues aunque estaba mudo, no estaba sordo…
No me contestó… Se limitó a mirarme… Sus ojos eran otra vez tristes y dulces; creí que iba a llorar… Pero no creo que llore mucho… Luego de pagarme, se marchó… Ya no lo he vuelto a ver. Era el día antes de descubrirse el cadáver de la pobre Mariette…
A la policía se lo dije cuando vino. He dado cuantos informes he podido sobre él, así como sobre todos cuantos han pagado por aquí en las últimas semanas… La policía le ha buscado, pero no le ha encontrado, por lo visto, ya que no me he enterado… Habrá huido. ¡Un hombre como él no puede encontrarse bien en ninguna parte!…
—¿Cómo iba vestido? —preguntó Jaime con la voz apagada.
—Como todo el mundo. De chaqueta y gabán, que, por cierto, no le sentaban del todo bien. Le sobraban por la espalda. Pero al parecer, aquello, como todo lo demás, le importaba un bledo…
Cinco minutos después, el relojero y su sobrino estaban en la carretera.
—¡Es él! —gimió Norbert apoyándose en Jaime—. Como un asesino, como lo que es, ha vuelto al teatro de sus crímenes. Les puede. ¡Solamente continúa él! Y Cristina no le acompaña.
—¡Cristina vive! —murmuró Jaime.
—¿Qué sabes tú?
—Sólo iba a esa posada a buscar la comida para ella, ya que la comida desaparecía… ¿Qué iba a hacer, si no, con esos alimentos?…
—Tienes razón —masculló el relojero—. Pero ¿dónde tendría a Cristina?
—Quizá en el mismo sitio que ahora…
El viejo Norbert comprendió aquellas palabras. Y los dos entraron nuevamente en el bosque y atravesaron la colina a cuyas faldas se levantaba el fúnebre pabellón, cerrado como una tumba, a orillas del estanque ya célebre. Era la guarida que los más curiosos no se atrevían a mirar sino de lejos; era la guarida donde el sátiro de Corbilléres-les-Eaux quemaba a sus víctimas luego de haberlas descuartizado en la bodega. Los dos caminantes apresuraban el paso con una suprema esperanza y con un supremo terror…