¡Se habían acabado por algún tiempo las canciones de Béranger!… ¡Pobre Flottard!… ¡Nada de cantar que el amor, la amistad y el vino dispensan de toda etiqueta!… Flottard no pensaba más que en su cuchillo… ¿Y la mujer de Flottard?… No faltaría quien dijese que había escapado de buenas tratándose de semejante energúmeno… A lo que no podía escaparse era a la visión de aquel hombre que paseaba tranquilamente con un cuchillo a la espalda… ¡Era una visión obsesionante!…
—Cuando le heriste —suspiró la mujer de Flottard—, creí que iba a caer fulminado.
Flottard no respondió, porque el fulminado era él. Si en medio de una tempestad le hubiera visitado de pronto el fuego del cielo, no le hubiera inmovilizado más junto a la pared, que le impedía caer, de lo que la sorpresa de lo sucedido le había petrificado en una mueca que daría risa si a la figonera no le diera ganas de llorar.
Por cierto que ésta aún tuvo fuerzas para murmurar confusamente varias cosas, pues lo que dominaba en ella era la sensación de haber sido librada de un gran peligro por la heroica intervención de su esposo; si el bandido no había muerto podía deberse a que la mano de Flottard había temblado en el instante supremo, o a alguna cosa parecida, como que el cuchillo hubiera entrado de través y se hubiera envainado en el abrigo, cuyo espesor hubiera amortiguado el choque de tal manera que el ladrón no se hubiera dado cuenta. La mujer de Flottard podía, pues, pensar cualquier cosa menos la verdad. Pero el protagonista estaba enterado. Sabía que su cuchillo había entrado hasta el mango en el hombre como si éste fuera de manteca, y sabía que el interesado se había preocupado menos que si le picara un mosquito.
En esto entró Durantin, el hortelano, que seguía de cerca joven Gustavo, empleado de un curial, el cual iba a tomar el aperitivo en casa de Flottard, donde había citado a su amigo Elias, mancebo de la botica de Arago, y que no tardó en llegar. También llegó el alegre Canard, a ratos electricista, vidriero, pulimentador de suelos, pintor de muestras, hombre, en una palabra, que todo lo hacía, aunque, a decir verdad, no hacía nada y pasaba el tiempo gastando bromas y admitiendo convites para beber. ¡Ya puede suponerse la transformación que en un hombre como él podía experimentar la historia del cuchillo completamente nuevo de Chátellerault que un viajero se acababa de llevar clavado hasta el mango en la espalda!…
Los que primeramente llegaron se asustaron de veras al ver el estado en que se encontraba el matrimonio Flottard. Y lo poco que comprendieron de las escasas palabras arrancadas a su emoción había aumentado en ellos el convencimiento de que el figonero y su esposa acababan de escapar a una espantosa desgracia. Cuando, acuciado por Canard, que era muy curioso y entrometido, Flottard, reanudando por fin su respiración y el curso de sus ideas, hubo dado algún detalle de a increíble aventura, el hombre-enciclopedia se permitió, aunque parezca mentira, un vaso de buen vino…
A partir de ahí, y aunque el matrimonio continuaba con cara cadavérica, comenzó Canard a gastar bromas en las que le siguieron Gustavo, Elias y los tres criados, que habían acudido al oír las carcajadas, y que seguidamente hicieron coro al bromista.
En cuanto al hortelano Durantin, que todo lo tomaba en serio, había salido ya y esparcía en Pontoise el rumor de que habían intentado asesinar al matrimonio Flottard, «que se encontraba en una situación desesperada».
Un cuarto de hora después había doscientas personas ante el figón.
En aquel momento, un automóvil que venía de París a toda marcha detúvose en seco ante aquel hacinamiento tumultuoso. Del coche bajaron dos hombres, que pidieron explicaciones. Los dos hombres eran el viejo Norbert y Jaime Cotentin.
Dejamos a éstos con Lavieuville. Gracias a ciertos informes que el honorable mayordomo había podido comunicarles, y sabiendo que Gabriel había dirigido hacia el puente Sully el pequeño automóvil de conducción interior, se habían encaminado rápidamente hacia allá, habían comprobado que el perseguido se había parado en la esquina de la calle del Cardenal Lemoine y del bulevar Saint-Germain ante un garaje que acababa de abrir sus puertas y donde había preguntado por escrito si podían venderle o enseñarle un mapa de carreteras de Seine-et-Oise.
—Estaba mudo, ¿verdad?… Parecía tener mucha prisa ¡Vaya un tipo raro!… El gorro que llevaba sólo dejaba ver la punta de su nariz… Si he de ser franco, parecía que se ocultase… De vez en cuando volvía la cabeza… Por fin vio ese mapa en la pared… Se acercó y lo miró unos momentos… Su dedo siguió la carretera de Conflans, Pontoise y l’Île-Adam… ¡Y se marchó sin dar ni un céntimo de propina!…
Norbert y Jaime, que pensaban tomar un automóvil en aquel garaje, al ver que aún perderían un cuarto de hora, pararon un taxímetro que pasaba, prometieron al chófer una propina fabulosa y salieron de París por Asnières… En Argenteuil volvieron a encontrar huellas de Gabriel y de su auto, así como en Conflans… Luego, entre Conflans y Pontoise, perdieron el rastro… Por lo visto, Gabriel había abandonado la carretera principal. Perdieron un tiempo precioso, más de dos horas, registrando los alrededores. Por fin, cuando desesperaban de todo, volvieron a encontrar la pista y hasta adquirieron la certeza de que no le seguían de lejos, pues por lo visto debía de haber sufrido avería en pleno campo… Y se encontraron en la carretera de Pontoise que Gabriel había enfilado unos veinte minutos antes que ellos…
Al bajar de Pontoise vieron la aglomeración aludida y bajaron del coche con el presentimiento de que iban a oír hablar de Gabriel…
No pasaron muchos minutos sin enterarse de que el perseguido se detuviera allí. La historia del atentado, y, sobre todo, del cuchillo hundido en la espalda del hombre, que no parecía darse cuenta, acabó de confirmarles en su creencia.
—¡Es él! —exclamó Jaime al oído del viejo Norbert—. Como hace tan mal tiempo, Cristina tendría frío y él no se atreverá a quitarse el abrigo por no llamar la atención con su traje. De ahí que quisiera robar la toca. ¡Pobre Cristina! ¡Soy un miserable!…
—¡Sí! —asintió el viejo Norbert—. ¡En marcha!…
Subieron al taxi mientras continuaban las discusiones en torno al suceso, que unos tomaban por lo trágico y otros como tema de risa. Cuando reanudaban la marcha, oyeron que Canard, en su tono jocoso, gritaba al figonero:
—¡Otra vez, Flottard, arranca el cuchillo cuando lo claves!… Además, ¿no ves que tu cliente tendrá dificultades para quitarse el abrigo?…
Norbert y Jaime esperaban dar con Gabriel entre Pontoise y l’Île-Adam. Pero el pequeño automóvil no había sido visto por allí. Así es que tuvieron que dar media vuelta y tomar el camino a lo largo del rio Viosne. Tampoco por allí encontraron rastro alguno. Ni por allí ni por ninguna parte.
No vamos a detallar la serie de inútiles rebuscas a que se entregaron en días sucesivos, ni el lamentable estado de espíritu en que se encontraban. Esto pronto lo veremos.
Acababan de entrar, abatidos por la desesperación, en la tienda de la calle del Santísimo Sacramento, cuando los muchachos comenzaron a correr voceando los diarios de la noche. Gritaban:
¡Continúan los crímenes de Corbilléres! ¡Dos nuevas víctimas!
—¡Es él! —exclamó el relojero—. ¡Ha vuelto a Corbilléres!…