Flottard era figonero en Pontoise. Pero no era un figonero cualquiera, sino un figonero literario. Había estado empleado en casa de Salis, cuando el famoso tabernero pasaba por los hermosos días de «El Gato Negro», de la calle de Laval, luego de Víctor Massé.
Allí se había aficionado a las bellas letras y allí había comprendido que un hombre inteligente, vendiendo limonadas, puede dar un nuevo valor a su mercancía si la adorna con un poco de arte.
Sólo se trata de encontrar el género artístico… Flottard tenía un «hilillo de voz». Así es que se dedicó al cancionismo. Y como en sus tiempos de servidumbre y de la epopeya de Caran d’Ache le habían inculcado el amor a Napoleón, se había hecho bonapartista.
La conclusión de todo ello era que, desde quince días antes, cuando un turista que estaba al corriente de las cosas de la vida pasaba por Pontoise a la hora de almorzar, no dejaba de detenerse en el figón de Flottard, que a la hora de los postres cantaba gentilmente las canciones de Bóranger: Perezca por fin el gigante de las batallas, decían los reyes. ¡Acudid todos, pueblos!, o aquella otra de: Para vosotros, jóvenes soldados, yo era como un padre (bis). No lloréis al paso, reclutas. No lloréis, sino marchad al paso, al paso, al paso. Y cuando un cliente encontraba la cuenta un poco exagerada, si oía al dueño del establecimiento cantando aquellas sabrosas canciones, no tenía inconveniente en aflojar la mosca.
Flottard había abierto su figón a la bajada de Pontoise. Para que todo no fuera dedicado con demasiado exclusivismo a la mayor gloria de Napoleón, el salón, con su gran chimenea, en que daban vueltas los asados, tenía mucha talla de madera, que le daba un aspecto medieval no exento de nobleza.
Sobre la chimenea había un busto de Napoleón en yeso. Las paredes estaban llenas de litografías que representaban la víspera de Austerlitz, la rendición de Ulm, la muerte de Poniatowski, el martirio de Santa Elena y la apoteosis de los bravos veteranos… Como no había podido encontrar un busto de Béranger, había comprado un extraordinario yeso que representaba a un viejo druida de barba fluvial que tocaba el arpa. En el zócalo, con el cuchillo de cortar el cuello a los pollos, había grabado esta palabra: «Béranger»… Y lo colocó en un lugar donde se le notara bien, a la entrada de los cenadores…
Aquel pobre Béranger estaba aquella mañana muy abandonado. Mientras se fundía el hielo de que la noche le había recubierto, Flottard, bien caliente junto al hogar que ya llameaba, hacía admirar a su mujer un cuchillo de cocina completamente nuevo, amplio en la base y fino como un alfiler en la punta, con buen mango y bien afilado, fuerte y delgado a la vez, una obra maestra en una palabra. A lo mejor le había valido una medalla de oro al parroquiano que, en puro concepto de estómago agradecido, se lo había mandado en paquete certificado desde Chatelíerault.
—¡Y pensar —exclamó el figonero— que aún hay quien está entusiasmado con la cuchillería inglesa!…
—Me parece mal —repuso la buena mujer, que hacía calceta detrás del mostrador, con el pecho bien abrigado por una toquilla de lana.
—¿Qué es lo que te parece mal?
La mujer de Flottard era humilde y sumisa; nunca alzaba la voz delante de su esposo; siempre opinaba lo mismo que él; sólo le hablaba con respeto y temor, lo cual era desesperante para un hombre que, como él, gustaba de la discusión. Aquel estado de antagonismo latente que no tenía la ocasión de manifestarse —ocasión que Flottard acogería la mar de satisfecho, porque le darla ocasión para manifestar todo lo que almacenaba—, se originó muchos años atrás en cierta indiferencia apática que manifestaba la mujer de Flottard al oír hablar a éste.
No es que Flottard se desviviera buscando cumplimientos; pero le gustaban. Y precisamente su mujer era la única que no se había extasiado ante su «hilillo de voz»…
Un día acabó diciéndole:
—¿Te parece que canto mal?
La señora Flottard protestó suavemente, levemente. Si pensaba así, hizo bien en no expresarlo. Y, como es natural, en aquel momento en que Flottard contemplaba aquella hermosa muestra de la industria de Chatellerault mientras canturreaba entre dientes una de las canciones de su repertorio, no iba su esposa a cometer la imprudencia de decirle que la musa de Béranger le daba náuseas después de estar oyéndola hacía quince años…
Además, la buena mujer hacía bien tomando precauciones, porque su marido nunca había estado de tan mal humor, seguramente a causa de que durante dos días no había visto ni un cliente.
—¡Vaya un tiempo infernal! —exclamó. Y se puso a canturrear—: ¿De dónde salís, hombres negros?… ¡Oh Francia, reina del mundo, patria mía!… Levanta ya tu frente cicatrizada…
Y no es que no pasaran automóviles. Es que no se detenían… allí. En cambio, se detendrían en otra parte. El verano anterior se había establecido un competidor un poco más lejos, en el campo, junto al río…
—En casa de mi rival —refunfuñaba Flottard— no se canta: se baila… Hay un aparato de música que suelta tangos y shimmyes… Dicen que es el progreso… ¡Vaya un progreso!… ¡Oh sociedad, sombrío y viejo edificio!…
Se detuvo un automóvil… No era, ciertamente, un coche de lujo… Era un cochecito de conducción interior… Flottard, detrás de las cortinas, acechaba al ocupante como un bandido de Calabria acecha al viajero desde detrás de las rocas…
Se abrió la portezuela. ¿Quién era aquél?…
Y en el breve, brevísimo espacio de tiempo, durante el cual estuvo abierta la portezuela del coche, el figonero vio… o creyó ver… un cuerpo femenino, tendido, una cabellera suelta, un rostro de muerta, sangre… Pero la portezuela, cuya cortinilla estaba corrida, chasqueó seguidamente. Quien descendió del automóvil era un tipo de cara inmóvil, de ojos muy raros, abrigado con una vieja prenda que tenía el cuello de falso astracán y que llevaba la cabeza resguardada por un gorro de nutria, también falsa, pero estropeada y calamitosa.
¡Vaya un cliente!…
Flottard no sabía si abrir la puerta o atrancarla.
Pero el otro penetró en la casa con una decisión turbadora y presentó ante los ojos de Flottard un papelito que llevaba preparado en la mano y en el que el figonero leyó:
«¿Tiene usted una manta de viaje?»
El interprete de Béranger, con un humor de mil diablos, le contestó:
—¿Ha tomado usted mi casa por un bazar?
El cliente, como si no existiera el figonero, se dirigió a su mujer. Flottard, aprovechándose de que la puerta estaba abierta, y preocupado por lo que había entrevisto, se llegó hasta el automóvil, abrió rápidamente la portezuela y volvió apresuradamente al figón en el preciso momento en que su mujer lanzaba un grito de espanto. El viajero, con un gesto brutal, quería despojar a la figonera de la toquilla de lana que envolvía su cuerpo, tan sensible al frío. Y con la mano que el gesto le dejaba libro, apuntaba a quemarropa con un revólver.
Aquello no había de sufrirlo un figonero que precisamente disponía de un cuchillo de Chátellerault que estaba sin estrenar. Claro está que Flottard no pensaba estrenarlo en un huésped que no fuera de los que tenía en el corral; pero no siempre puede uno escoger las ocasiones. Y también está claro que aun cuando la mujer de Flottard no apreciara en su justo talento el valor que como cantante tenía su marido, no era una razón bastante fuerte para que éste dejara que la asesinasen a su vista y sin protesta de ninguna clase. Protestó, pues, cuchillo en mano y lo clavó hasta el mango en la espalda del temible y enigmático personaje que paseaba en su cocho a una joven medio muerta y que tomaba un figón literario por un bazar de novedades…
Hemos dicho que le hundió el cuchillo hasta el mango. Y hay que añadir que penetró con la misma facilidad que si penetrara en una masa de manteca.
Entró, sí, hasta el mango. Conviene repetirlo, no por ello mismo, sino porque se dio el caso extraordinario, inaudito, desconcertante, fabuloso, extravagante, fenomenal, piramidal, sin igual, de que el interesado no pareció darse cuenta…
Ni tan siquiera se volvió. Luego de haberse apropiado la toquilla, y no queriendo pasar seguramente por un vulgar ladrón, le entregó un billete de mil francos. ¡Y esperó tranquilamente la vuelta!…
Como la mujer de Flottard, dado su espanto, no se tomaba prisa para cambiarle el billete, y como él, por lo visto, tenía prisa de marcharse, se volvió a meter el billete en la cartera, atravesó la estancia, pasando por delante de Flottard, que estaba petrificado, y subió al automóvil, ¡siempre con el cuchillo en la espalda!…