El señor Lavieuville, propietario, soltero, filántropo y mayordomo de la parroquia, era un ex notario de provincias que había vuelto para acabar sus días a la Íle-Saint-Louis, que había visto sus juegos de niño. Y vivía en la casa donde habían muerto sus padres.
Se trataba de una buena persona, que no tenía más pasión que la de hacer el bien con el dinero de los demás. Era prodigiosamente avaro. Por aquel tiempo había despedido a su antigua criada, se cocinaba él mismo y había reducido la servidumbre a la señora Langlois, que acudía siempre en las primeras horas de la mañana. (Por cierto que aquella mañana había faltado.) En la parroquia se le citaba como un ejemplo de abnegación y de pobreza voluntaria.
La «fábrica del templo» se enorgullecía de tener un mayordomo que pasaba por un santo. Siendo notario, hubiera podido especular con los fondos depositados en su casa por los clientes; siendo mayordomo, presidente, tesorero y representante de veinte sociedades de socorros, hubiera podido aprovechar la elasticidad de ciertos presupuestos de caridad o la manera de interpretar el concepto de gastos generales. Pero ni en un caso ni en los otros podía reprochársele nada. Apenas se permitía reintegrarse lo más decentemente posible el gasto de un pequeño automóvil de conducción interior (conducía él mismo y tendía al aire libre), que necesitaba para sus correrías por París y las afueras.
Su avaricia no dejaba de tener caracteres especiales. Con tal de manejar fondos, aunque fueran ajenos, se consideraba el más feliz de los hombres. Es más: prefería que el dinero fuese de otro, porque el manejo de fondos siempre presenta ciertos peligros.
Tocar billetes grandes le producía un placer infinito. Siempre los llevaba en la cartera, de la que nunca se separaba. Su mayor satisfacción consistía en presentarse en casa de gente pobre, a la que hacia exponer sus miserias, para luego mostrarles los billetes y decirles:
—Aquí llevo quince mil francos, y a pesar de eso soy más desgraciado que ustedes. Para remediar las miserias que veo diariamente necesitaría diez veces más dinero.
Y se marchaba dejando un óbolo…
Cuando le advertían la posibilidad de que le robaran, respondía que Dios protege el dinero de la caridad. Y como no contaba con Dios para proteger el dinero propio, no lo sacaba…
Todos estos detalles son necesarios para que el lector no se sorprenda demasiado ante la aventura del señor Lavieuvilie, acaecida en la Íle-Saint-Louis a las seis y media de la mañana.
Era la mañana siguiente a la funesta noche en que hemos visto al esforzado Birouste frente a frente del terrible Gabriel. El viejo Norbert y su sobrino, una vez dejaron al herborista, luego de haber comprobado que Gabriel había huido de la herboristería llevándose a Cristina, continuaron investigando.
¡La Íle-Saint-Louis había sido registrada por completo! ¡Qué noche habían pasado!…
Estaban extenuados, pero no sentían fatiga… El agudo sentimiento del peligro mortal que corría la desgraciada Cristina les impulsaba siempre hacia adelante… Al no encontrar nada en la isla, se habían decidido a atravesar los puentes. Interrogaron a vagabundos, a un borracho tendido en un banco, a un castañero que estaba encendiendo el hornillo… Dieron la vuelta al muelle de los Celestinos, se metieron por Geoffroy l’Asnier, sondearon todas las tinieblas de todos los callejones entre Saint-Paul y Saint-Gorvais, recorrieron la plaza de Notre-Dame y el muelle de la Tournelle… Finalmente, volvieron a la Île-Saint-Louis cuando ésta surgía de las nieblas del Sena, entre el lívido resplandor de las mañanas heladas… Y de repente, en la esquina del callejón donde vivía el señor Lavieuville, mayordomo, vieron la silueta de Gabriel, sin ningún género de duda.
Iba solo y caminaba rápidamente o, mejor dicho, corría. Dando un salto, llegó a la puerta de casa del señor Lavieuville. Jaime quería precipitarse hacia él; pero el relojero le contuvo, diciéndole:
—¡Cuidado!… No lo echemos a perder… Conviene que no se dé cuenta… Vamos a ver lo que hace… Ya sabes que no le podemos ganar corriendo…
—Pero ¿qué habrá sido de Cristina? —masculló Jaime Cotentin, gimiendo.
—Creo que habrá escapado. Y me figuro que estará en casa…
—¡Veamos, veamos!…
Con gran estupefacción vieron que Gabriel sacaba de debajo de la capa un llavero y, sin vacilar, introducía una de las llaves en la cerradura de la puerta de la casa del señor Lavieuville.
—¡Caramba! Entra en casa del señor Lavieuville…
En efecto: acababa de entrar… Entonces el relojero y Jaime dieron un salto…
—Si no queremos que se nos escape —dijo el viejo Norbert—, echémonos encima de él y derribémosle… ¡Le cuesta mucho levantarse y recobrar el equilibrio!…
La puerta no estaba cerrada. Penetraron en la casa, y en la semioscuridad tropezaron con aquel a quien perseguían. El viejo le agarró de la capa y el sobrino dio un tremendo golpe en las piernas del raptor, que rodó inmediatamente sobro la alfombra, en la que el tío y Jaime le envolvieron con una decisión brutal que no permitía ningún movimiento de resistencia.
Por lo demás, no se defendía, ni desde que se hallaba en tierra hacía movimiento alguno. Cuando no fue más que un fardo informo, lo sacaron entre los dos y se lo llevaron con lo mayor rapidez posible y arrimados a la pared hasta la calle del Santísimo Sacramento.
Sólo encontraron a Juilard, el recadero, que volvía del mercado y que apenas se dio cuenta de ellos, aunque murmuró al pasar unas frases incoherentes.
Cuando llegaron a casa, llamaron a Cristina, que no les contestó; se encerraron con el fardo en el pabellón del jardín y empezaron a desenvolver, no sin precauciones, la capa.
Estaban sudorosos, anhelantes, fatigados.
—¡Cuidado, cuidado! —repetía Jaime—. No hay que volver a empezar…
—¡Bah! Mientras esté en el suelo no hay peligro…
—Habrá que acostarle en la cama de báscula y no perderle de vista ni un minuto.
—Te quedarás con él, mientras yo voy a buscar a Cristina.
—¡Yo iré, yo!
—Con tal de que no haya ocurrido una desgracia… ¡Ay Jaime!… ¿Qué has hecho de mi autómata?…
—¡Calle!… Si se hubiera perdido todo, me saltaría la tapa de los sesos…
Jaime, para evitar toda sorpresa, había encendido la electricidad. Así es que se desenvolvían en una luz cegadora.
Estaban dispuestos a arrojarse sobre Gabriel al menor gesto sospechoso… Pero ambos lanzaron al mismo tiempo una sorda exclamación… El prisionero que habían hecho, que habían envuelto con la capa de Gabriel y a quien habían puesto el sombrero de Gabriel —sombrero que había saltado en el combate—, el prisionero que no se atrevía a moverse ni a lanzar un grito, de tan desmesuradamente espantado que estaba, no era Gabriel, sino el mayordomo señor Lavieuville…
En cuanto el viejo Norbert y Jaime Cotentin se dieron cuenta de su error, no tuvieron más que un pensamiento: producir la oscuridad donde reinaba tanta luz…
Luego de dar la vuelta a los conmutadores, ayudaron al señor Lavieuville a que se levantara y le hicieron salir cuanto antes del laboratorio.
Cogiéndole cada uno de un brazo, le llevaron hasta la relojería, donde el mayordomo se desplomó sobre una silla.
Continuaba cerrada la puerta de la calle y la del escaparate; pero la pálida claridad de diciembre penetraba por la ventana que daba al jardín.
El pobre mayordomo, que había reconocido al viejo relojero y al joven disector, dijo con voz desfallecida:
—¡Ay, señores míos!… ¡Qué cosas me están ocurriendo desde esta mañana!…
—¿Quiere usted tomar algo, señor Lavieuville?… ¿Quiere un poco de té caliente?…
—¡No! Lo que deseo es volver cuanto antes a mi casa y avisar a la policía.
El relojero dijo con voz algo seca y hasta, en concepto del mayordomo, amenazadora:
—Antes de entrometer a la policía en todo esto, que es un asunto de familia, como le demostraremos al mismo tiempo que nos excusamos de un error de que usted ha sido víctima, haga el favor de explicarnos cómo es que usted lleva una ropa que no le pertenece y que nos ha inducido a equivocación respecto a su honorable personalidad…
—¡Claro está que no tengo ningún inconveniente en dar explicaciones!… Le advierto que esta ropa, a pesar de lo que pueda creerse, no la he robado… Me han quitado la mía y me han dado ésta en cambio… ¡Imposible nada más sencillo!… En cuanto a las condiciones en que se ha verificado un cambio tan desagradable, tampoco pienso ocultarlas. Quizá ustedes me darán la clave del enigma, porque yo, francamente, cada vez comprendo menos lo que me ocurre.
—Le pedimos perdón nuevamente, señor Lavieuville —añadió Jaime—. Pero no nos oculte nada, que está de por medio la vida de una persona…
—La vida que yo creí que estaba en peligro era la mía —dijo el mayordomo sacudiendo tristemente su cabeza grisácea—. Al fin y al cabo, me consolaría si sólo me costara la broma quince mil francos…, aunque no eran míos… Y tal vez habré de felicitarme de la intervención de ustedes, aunque haya sido violenta, porque me proporcionará un testimonio que reforzará mis declaraciones, si es que hay alguien que ponga en duda mi honradez, condición que, junto con la caridad, es la única razón de mi existencia en este bajo mundo…
—Tiene usted, señor Lavieuville, la estimación de cuantas personas le conocen —protestó el relojero—. Lo que no comprendo es la alusión a los quince mil francos…
—¡Quince mil francos, sí!… Ni un céntimo más ni un céntimo menos…
—De acuerdo, señor Lavieuville. Pero le rogamos que nos cuente en seguida lo sucedido.
—Esos quince mil francos pertenecen a la «fábrica de la iglesia». Yo tenía el encargo de convertirlos en bonos de la Defensa Nacional. Y como mi propósito, luego de haber oído la misa de las seis de la mañana y de haber hecho la visita cotidiana a algunas familias pobres del barrio y de los alrededores, era dirigirme al Banco, los llevaba encima, en la cartera. Al primer toque para la misa, salí de casa, saqué mi pequeño automóvil del garaje, que acaba de abrir, y subí al coche. Entonces quise saldar una pequeña cuenta que tenía con el vigilante, para lo cual saqué del bolsillo mi cartera y de la cartera un billete de cincuenta francos, del que el vigilante me devolvió cuarenta y cinco céntimos. Mientras contaba este dinero antes de ponérmelo en el bolsillo, no me di cuenta de que, en vez de guardarme la cartera en la americana, me la guardaba en el bolsillo interior del abrigo.
Mi abrigo, señores míos, hace honor a su nombre, pues está forrado de piel de conejo y tiene el cuello de astracán imitado… Es una prenda modesta, sin embargo: propia, en una palabra, de una persona como yo, que ha dedicado lo poco que posee a aliviar en lo posible la miseria de sus semejantes… ¿No es bastante, en fin de cuentas, que un abrigo proporcione calor y sea cómodo?… Además, tiene o, mejor dicho, tenía el complemento de un forro de falsa nutria, que encierra bien la cabeza y con el cual puedo defenderme perfectamente del frío… Digo todo esto, porque son detalles que tal vez les resulten útiles y porque en una aventura como la que me ha sucedido no conviene olvidar nada…
Varios minutos después paró el coche, que yo guío, ante la puerta pequeña de la iglesia, que tan bien conocen ustedes… Yo les veo todos los domingos en misa con la señorita, cosa que, a decir verdad, me inspira mucha confianza en estos momentos… La misa la decía el abate Lequesne, a quien ustedes también conocen. Luego de terminado el santo oficio, fui a ver al señor cura a la sacristía. Y mientras se cambiaba de vestiduras, le hablé de algunas obras de caridad en las que intervenimos juntos. Luego él salió de la sacristía.
Volví a la iglesia solitaria, porque tengo la costumbre de hacerlo así, para gozar de la conversación a solas con Dios.
Luego salí por la puerta por donde había entrado, y ya me disponía a subir al automóvil cuando, de pronto, vi salir de detrás de la iglesia a un hombre que llevaba una larga capa, con la que procuraba cubrir un cuerpo humano, que me pareció de mujer… Aquel hombre, que tenía unos ojos terribles, saltó sobre mí, me amenazó con su revólver, me derribó de un rodillazo en el vientre (que todavía me duele), dejó en el fondo de mi coche la carga humana que llevaba, volvió sobro mí, me despojó en menos tiempo del que se emplea en contarlo de parte de mi indumento, me lanzó la capa y el sombrero que llevaba él, cerró la portezuela, dio la marcha (el coche tiene una puesta en marcha interior eléctrica) y desapareció por el puente Sully…
Me levanté tan estupefacto y tan anonadado, que no tenía ni fuerzas para gritar.
Como hacía mucho frío, como soy muy friolero y como, sobre todo, temo las fluxiones de pecho y los constipados cerebrales, lo primero que hice fue envolverme en la capa de aquel energúmeno y ponerme su sombrero. Luego me dirigí a tropezones hacia la iglesia. Entré y no vi a nadie. No había que perder un minuto para avisar a la policía. Como en mi casa tengo teléfono, corrí a mi casa. Abrí la puerta. Y apenas acababa de entrar, cuando me vi atropellado y derribado nuevamente. Creí que el bandido había vuelto para rematarme. Así es que encomendó mi alma a Dios… Lo demás, ya lo conocen ustedes…
El relojero, con voz sorda, estremecida de dolor, dijo:
—Es muy sensible lo que lo ha ocurrido a usted, señor Lavieuville, porque le han molestado y le han robado. Quien le ha hecho esa injuria es un pobre loco, un pariente a quien mi sobrino y yo curamos en casa —añadió ruborizándose como un niño cuando dice una mentira—. Por desgracia, ha concebido por mi hija, que está prometida con Jaime Cotentin, una pasión que ha hecho degenerar su enfermedad en locura furiosa…
Aprovechando un momento en que se ha relajado nuestra vigilancia, se nos ha escapado, se ha apoderado de mi hija y la ha maltratado bárbaramente… Mi sobrino y yo, al oír los gritos que lanzaba mi hija, echamos a correr… Pero el loco había atravesado ya el jardín y almacén, en el que cogió un revólver que yo había dejado allí para reparar… Cuando llegamos a la puerta de la calle, ya estaba lejos… Nos separaban la oscuridad, el viento, la nieve, la tempestad… Y desapareció con su presa… Cuando le hemos visto a usted con su sombrero y con su capa, hacía horas que le buscábamos…
—Ahora lo comprendo todo…
—¿Lo comprende ya, señor Lavieuville?… Comprenda usted, además, que le hablan un padre y un novio… Sabemos que no nos liemos de dirigir en vano a un corazón tan caritativo como el de usted… Pues bien: aún es pronto para avisar a la policía… ¡Se trata del honor de mi hija!… Semejante escándalo la pierde y nos pierde… Haremos lo posible para evitarlo… Ese loco no puede haber llegado muy lejos… Aunque se haya apoderado de su auto, ello servirá para seguirle mejor… Y el hecho de que se haya apoderado de su abrigo y de su gorro, también nos servirá para seguirle… Por lo visto, con su simplicidad de demente, se cree al abrigo de mis pesquisas…
—Gracias por sus buenas palabras, caballeros; pero ¿y mis quince mil francos?…
—Sus quince mil francos, señor Lavieuville, le serán devueltos junto con su automóvil, su abrigo y su gorro… ¡Denos un plazo de veinticuatro horas…!