III
EL VALOR DE BIROUSTE
ENCUENTRA UNA NUEVA OCASIÓN DE MANIFESTARSE

Cuando el señor Birouste hablaba de su valor, no intentaba engañar a nadie. Se engañaba a sí mismo.

El bueno del herborista tenía un valor falso, como tenía una sabiduría falsa, una ignorancia falsa, un falso orgullo, una falsa modestia y unos cajones falsos (para ocultar productos que sólo farmacias tienen derecho a despachar). Convencido de que había llevado su abnegación hacia sus semejantes —si es que son semejantes un herborista y tres viejas, entre ellas una solterona— más allá de los límites de un heroísmo vulgar, lanzó un profundo suspiro de alivio cuando se vio encerrado en su casa, al abrigo de las sorpresas, de las terribles sorpresas de la ciencia…

Por cierto que aquel suspiro se parecía mucho a un gemido.

Por mucho que se asegure no dudar de nada y no retroceder ante ninguna perspectiva; por mucho que se hable de tú a los genios y se anuncie con tranquilidad a un auditorio de viejas asustadas que la Ciencia, con mayúscula, luego de haber dominado todas las fuerzas del universo, está a punto de triunfar sobre la misma muerte, no se puede evitar cierto aturdimiento y cierta inquietud cuando se ve aparecer una especie de loco, cuidado de manera especial por un excepcional cirujano, que presenta un papelito pidiendo silencio a cambio de conservarle a uno la vida, y que escribe ese papelito con la letra de un hombre guillotinado ocho días antes…

Birouste, una vez cerrada la puerta de su establecimiento, que era como un resumen del reino vegetal, se desplomó en una silla. Seguidamente miró las paredes, los cajones, los tarros, los envoltorios donde se mantenían tantas y tantas plantas procedentes de los lugares más diversos y aplicables para los usos más distintos. No faltaban especies ilustres, como la ipecacuana, que recordaba a Helvecio, y la pervinca, estimada por Juan Jacobo Rousseau… Nada de aquello tenía secretos para el señor Birouste, puesto que la ciencia le había convertido en una guisa de purificador y sumo sacerdote de toda aquella vida vegetal… ¡Cómo no iba a comprender lo que un hábil cirujano era capaz de realizar en el reino animal!…

Ahora bien: lo que no comprendía era que se sustituyera el cerebro de un loco con el cerebro de un asesino.

—Eso es peligroso…

Y expreso el pensamiento en voz alta, confiándolo a las plantas amigas que le rodeaban y a las cuales, antes de acostarse, dirigió un desolado adiós.

Ya en la estrecha escalera que llevaba a las dos habitaciones de que disponía el primer piso, murmuró aún:

—Eso es superior a mis fuerzas…

Por fin llegó a la puerta de su alcoba y la abrió.

¡Horror de horrores! Allí encontró a Gabriel que le esperaba y a Cristina tendida sobre la cama.

La joven parecía encontrarse un poco mejor.

No obstante, se mostraba incapaz de moverse, bien por debilidad, bien por miedo y quizá por ambas cosas a la vez. Sus hermosos ojos entreabiertos miraban al señor Birouste da una manera que compendiaba la más ardiente súplica, la más humilde invocación, la oración más emocionante y al mismo tiempo más desesperada. Eran ojos que parecían decir: «¡Socorro, por piedad, señor Birouste! Si usted me abandona, moriré».

Pero ¡ay!, el señor Birouste no se encontraba mejor que la pobre Cristina. De buena gana hubiera pedido socorro para sí mismo.

El terrible Gabriel no había abandonado su revólver, y su mirada continuaba tan fulminante como siempre. Aquello, evidentemente, era demasiado para un herborista que se creía definitivamente libre de la presencia del temible personaje y que se lo encontraba en su propia alcoba, prodigando tardíos cuidados a su víctima.

¿Cómo había podido llegar hasta allí?… Si el señor Birouste, en vez de volver a su casa por la calle, hubiera entrado por la parte trasera, es decir, por un corralillo contiguo al corralillo de la señorita Barescat, hubiera visto que la puerta de la cocina estaba derribada, para lo cual, ciertamente, no se necesitaba un gran esfuerzo por parte de una persona como Gabriel, que llevaba en brazos a una mujer como si llevara una pluma. Y el herborista, visto el derribo, hubiérase preparado para encontrar en su casa intrusos cuya presencia le era particularmente desagradable…

Tenían razón el viejo Norbert y Jaime al contar con las dificultades con que tropezaría Gabriel para salir de la isla llevando a Cristina en brazos. Sabiendo que le perseguían de cerca, necesitaba encontrar de momento y a toda costa un refugio. Y luego de haberse refugiado en casa de la señorita Barescat, se ocultaba en casa del señor Birouste, en espera de algo mejor. No le dejaban tiempo ni para respirar.

Quizá por eso no respiraba…

Tampoco vamos a decir que, a pesar de todos los acontecimientos, no se le hubiera alterado la respiración, porque aunque tuviese la boca entreabierta (¡qué dientes de más deslumbrante blancura!), el efecto de la respiración no producía en él ningún movimiento apreciable. No se movían ni su boca, ni sus manos, ni ninguna parte de su cara. Los versos de Baudelaire parecían adrede para aquel maravilloso ejemplar de la belleza masculina:

Odio el movimiento que altera las líneas; nunca lloro, nunca río…

Quien, si bien no reía, estaba a punto de llorar, era el señor Birouste. El primer gesto del herborista al ver el revólver fatal fue levantar las manos, para demostrar de una vez para siempre que no estaba dispuesto a oponer ninguna resistencia al cataclismo que parecía perseguirle con tanta pertinacia. Pero Gabriel le hizo un gesto amistoso, que seguramente quería decir: «Baje las manos, señor Birouste, que no quiero hacerle ningún daño».

De todas maneras, y como Gabriel no dejara el revólver en el bolsillo, Birouste dejó las manos como estaban. No quería dar a su huésped ocasión alguna de cometer un crimen que, además, hubiera sido completamente inútil.

Finalmente, Birousto, para no caer en el suele, se dejó caer en una silla, donde aún tuvo fuerza para pronunciar unas palabras, porque cuando se cree llegada la última hora se hacen cosas sobrehumanas.

—¡Puede usted contar conmigo! —dijo—. He jurado silencio y no diré nada. ¡Soy un pobre herborista! ¿Qué quiere usted de mí?…

Otras frases por el estilo demostraban que Gabriel no se hallaba frente a un adversario temible. Ni tan siquiera se trataba de un adversario. Y a lo mejor era un amigo.

El otro sacó de su bolsillo una libreta y se puso a escribir.

Birousto lanzó una rápida mirada hacia la señorita Norbert, que estaba tendida sobre la coma.

¡Los ojos de Cristina continuaban pidiendo socorro!… Y lo pedían con tal elocuencia, que el señor Birousto, que no era una mala persona, volvió la cabeza para no ver aquella angustia que le daba tanta más pena cuanto estaba resuelto a no remediarla…

Gabriel, cuando acabó de escribir, entregó a Birouste el papelito. Y el herborista volvió a estremecerse hasta la médula… ¡No cabía duda, no había soñado!… Era la letra larga, entrecruzada, zigzagueante de Benito Masson… Claro está que no estaba abigarrada con todos los colores del arco iris; pero a pesar del solo color violeta no cabía engañarse. He aquí lo que leyó el señor Birouste:

«La señorita se encuentra mejor. Está completamente despejada. Deseo que usted me facilite lo necesario para poderla volver a dormir, al menos durante doce horas».

—¡Bien, bien! —contestó Birouste con una solicitud que demostraba el gran interés que tenía en servir a aquel cliente excepcional—. Tengo lo que usted necesita… ¡Soy herborista!… Voy a buscarlo…

Y empezó a bajar hacia la tienda, quizá con la secreta esperanza de huir (a lo mejor…). Pero Gabriel, luego de haber cerrado con llave la puerta de la habitación, bajaba tras él…

Nuestro herborista sabía una manera especial de tratar la adormidera, cuyo secreto guardaba, a menos que no se lo pagaran a buen precio. Pero a Gabriel lo dio gratuitamente un frasco, con el cual hubiera podido dormir a una familia entera.

Cuando volvieron a subir juntos (nunca se separaban), encontraron a Cristina tendida en medio de la habitación. Por lo visto había hecho algún intento para escapar al horrible destino que la esperaba, pero sus fuerzas le habían hecho traición… Gabriel la recogió con gran suavidad y dulzura, la volvió a acostar en la cama para que no renovase esfuerzos que, dado su estado de debilidad, podían serle funestos, y le dio a beber, con la ayuda del señor Birouste, la dosis para un sueño equivalente a un descanso bien ganado…

Luego de ello, Gabriel se sentó a la cabecera de la señorita Norbert y se cogió la cabeza. Parecía entregado a unas cavilaciones sin fin…

Birouste, detrás de él, no se atrevía a moverse. Y no es que le faltaran ganas… Pero temía un movimiento mal interpretado…

¡Qué noche!… Parecía que nunca hubiera de acabarse… Fuera había cesado el viento por completo… No había más que silencio, un horrible silencio en el que el señor Birouste no oía más que los latidos de su corazón…

La verdad es que había para contraer una seria enfermedad… Si aquella noche no contraía una lesión cardíaca, es que tenía el corazón muy fuerte…

¡Qué velada!… Sobro el velador había una lamparilla, a la que Gabriel había bajado la pantalla.

El extraño personaje, que continuaba en el sillón y con la cabeza entre las manos, no se movía, como si fuera una figura de cera, como las de los barracones de feria.

¡Y pensar que lo que aquel hombre tenía entre sus manos era el cerebro de Benito Masson, el cerebro de un hombre que cuando menos había asesinado a siete mujeres!… ¡Oh! ¡Qué poca importancia debía de tener para un sujeto como aquél la vida de un hombre como Birouste! Y el herborista, pensando en ello, notaba que la noche se hacía muy larga.

Dieron las tres en San Luis de la Isla.

¡No eran más que las tres!… ¡Y en diciembre!… En diciembre tarda mucho en hacerse de día…

Las tres y media… Las cuatro… ¡Y ningún movimiento!… ¿Qué intenciones se traería aquel hombre?… No parecía dispuesto a marcharse, ni mucho menos… Y si pasaba toda la noche allí con su Cristina, no tendría nada de particular que pensara pasar el día siguiente… Sabiéndose perseguido, se diría: «¿Dónde voy a estar mejor que en casa de este excelente Birouste, que hace cuanto me da la gana?».

Por lo visto, tendría que alimentarles.

¡Las cinco!

¿Acaso estaría durmiendo el tal Gabriel?… Cierto era que no le oía precisamente roncar… Pero ¡es que ni tan sólo le oía respirar!…

Luego de una noche semejante, se explicaba que hubiera caído en un sueño plúmbeo.

¡Oh la suprema esperanza!…

Birouste se levantó suavemente, muy suavemente, con toda suavidad…

No le crujió la silla, no le crujieron los zapatos… Para llegar a la puerta que daba al rellano sólo le bastaban cuatro pasos… O cinco: daba igual… Una voz en el rellano, poco le costaría bajar la escalera… Luego…

Birouste estaba decidido a jugarse el todo por el todo… Ya estaban los tres primeros pasos… Pero he aquí que al cuarto paso el suelo crujió de tal manera como para que el fugitivo se echara a llorar…

Y mientras esperaba que las lágrimas le saliesen, un sudor frío le helaba los miembros.

En diciembre y en el hospitalario cuartito del herborista no hacía calor.

El caso es que Birouste se quedó con una pierna en el aire.

Gabriel, que no dormía, se volvió y vio al amo de la casa no solamente con la pierna en el aire, sino con ambas manos levantadas.

Parecía un bailarín… Era como para que Gabriel se echase a reír; pero Gabriel no se reía nunca.

Gabriel se metió la mano en el bolsillo. ¿Iría a sacar el maldito revólver?… Pero no tardó en tranquilizarse el señor Birouste… Lo que el otro iba a sacar era la libreta… Además, los ojos de Gabriel ya no tenían miradas terribles, sino sencillamente una infinita tristeza.

«Se humaniza» —pensó el herborista, recobrando la marcha normal de la respiración y dejándose caer otra vez en la silla.

«¿Qué otra cosa me pedirá?» —se dijo.

Mientras tanto, el otro había escrito y el herborista leyó:

«¿Tiene usted un armario de luna?»

¡Claro está que tenía un armario de luna!… Y si un armario de luna podía hacer la felicidad de Gabriel, ¡seguidamente se lo daría!… ¡Hasta podía llevárselo!… ¿Para qué quería Birouste el armario de luna?… Lo tenía en la habitación de al lado… Así es que no había más que empujar la puerta…

—La habitación de al lado le pertenece —dijo el herborista—, como todo lo de esta casa. Y en cuanto al armario de luna, que es de caoba y recuerdo de familia, si puede serle útil…

Pero Gabriel no le escuchaba. Había ido a la puerta que daba al rellano, la había cerrado y se había quedado la llave para estar seguro de que Birouste no escaparía. Luego, con un gesto, le ordenó que se quedara en el dormitorio para velar a Cristina. Después entró en el cuarto de al lado, que también cerró con llave. Además, se había llevado la lámpara.

«¿Qué querrá hacer en ese cuarto? ¿Para qué se encerrará con un armario de luna?» —se preguntaba Birouste encendiendo una bujía con mano trémula.

La curiosidad, más poderosa que el miedo, llevó al señor Birouste a pegar un ojo a la cerradura. Y he aquí lo que vio…

Gabriel, con un gesto nervioso, se quitó la capa, se desabrochó el traje, se arrancó la corbata, que le daba varias vueltas al cuello, lo dejó todo sobre un mueble y por fin se quitó la camisa, con lo cual quedó desnudo hasta la cintura. Le iluminaba el resplandor de la lamparilla. Y la luna del armario le devolvía su imagen.

Miró aquella imagen como un joven dios que se mirase en un manantial.

—¡Qué piel! —había de exclamar más tarde Birouste ante el comisario—. Dulce, fina, satinada como la de una muchacha… Y ¡qué cuerpo!… Seguramente entre las estatuas del Louvre no habría nada más bello ni más perfecto… Porque supongo, señor comisario, que usted habrá ido algunas veces al Louvre… No siempre vivirá usted con asesinos, como yo tampoco vivo siempre con mis hierbas… A uno le gusta instruirse… Usted, pues, habrá visitado la sala de escultura antigua, donde está Aquiles, el de los pies ligeros, como se decía en mi buena época… ¡Eso es arte!… Allí no hay nada de cubismo… Esa estatua, por la regularidad de sus formas, por la armonía de sus formas, si vale la frase, podría servir como si dijéramos de regla métrica para las bellas proporciones del cuerpo humano… Pues bien: Aquiles me ha parecido una birria, una pura birria comparado con Gabriel… Y comparados con Gabriel son verdaderos abortos los Bacos, los Mercurios y tutti quanti… Digo lo que pienso. Claro está que yo no soy un artista; pero bien mirado, no hay ninguna razón para que un humilde herborista no sea sensible a la belleza… No prescindo, como es natural, del Apolo de Belvedere. Por cierto que los cabellos de Gabriel, que, como es natural, se había quitado el sombrero, me parecían bastante parecidamente peinados a los suyos, con la misma voluta sobre la frente que recuerda el rizo de las mujeres… Sí; el Apolo de Belvedere es lo más parecido a Gabriel… Pero tiene demasiadas costillas, se le ve demasiado la anatomía… Gabriel era, ¿cómo diré yo?, más fuerte, pero también más gracioso…

El comisario interrumpió:

—Con decir que era un Canova, ¡asunto concluido!…

—Yo no he visto nada de Canova y no soy partidario de la escultura contemporánea… Pero ¡sea por Canova!… Y no me negará usted que para un hombro que, como yo, gusta de las cosas bellas, pensar que en un cuerpo como aquél habían colocado…

—Comprendido —interrumpió el comisario—. Sigamos adelante… ¿Qué hizo entonces el Apolo de Belvedere?…

—¿Qué hizo?… Por de pronto, no se cansaba de mirar… Por lo visto, se gusta a si mismo… Claro está que hay que tener en cuenta que, a lo mejor, por casualidad, aquel hombre que era tan perfecto se miraba con unos ojos y sobre lodo con un cerebro…

—Ya, ya veo adónde quiere usted ir a parar…

—¡Es que Benito Masson era muy feo!…

—No lo pregunto nada de eso, señor Birouste… Las suposiciones de usted me son completamente indiferentes… Solamente le pregunto lo que ha hecho ese hombre al que usted llama Gabriel…

—Pues como le digo, se miraba en la luna del armario… Con la lamparilla en la mano, se miraba de arriba abajo… Daba vueltas y más vueltas… La mujer que por primera vez se pone un vestido de gala no se examina con más cuidado ni con más complacencia antes de presentarse al mundo que aquel hombre… Se pasaba la mano por los cabellos, acercaba la cara al espejo, se tocaba las mejillas, la barba, la nariz, los oídos, la boca… Parecía muy satisfecho de sus dientes… Y tenía razón para ello…

—¿Y no hizo otra cosa?…

—Estuvo más de un cuarto de hora dedicado a eso… De repente…

—¿Qué?

—De repente pareció que se acordaba de algo, se dio una palmada en la frente y corrió hacia sus vestidos… ¿Corrió?…

La palabra no me parece del todo exacta… Pero es que tenía una manera de andar tan especial, que a cada paso que daba parecía que fuera a correr, que fuera a levantarse del suelo, que fuera a tomar un impulso como para no detenerse en seguida. Pero se detenía inmediatamente y sin ninguna dificultad.

Se detuvo, pues, ante su ropa, registró en un bolsillo y sacó un pequeño llavero. Como estaba cerca y delante de mí, vi que todas las llaves eran pequeñas. Del anillo colgaban una media docena. Me llamaron la atención porque no eran llaves ordinarias. Estaban huecas, se parecían a las llaves de reloj…

Llaves en mano, se acercó al armario de luna. Yo, colocado como estaba, no pudo ver lo que hacía. Tenía la cabeza inclinada hacia adelante y la mano que sostenía las llaves cerca del pecho… Pensándolo bien, deduzco que la mano en cuestión tocaría el pecho izquierdo… Entonces se oyó un ruido especial, bastante parecido al de un reloj al que se da cuerda, o a la de caja de caudales que se quiere abrir. Luego cesó de repente el ruidillo. Gabriel aún hizo algunos gestos. Y de pronto lanzó un grito de horror, levantando las manos, que a continuación bajó…

Oí, entre otras cosas, un ruido seco, como de un cofrecillo al cerrarse. Al mismo tiempo, en sus movimientos desordenados, chocaba contra el espejo. Creí, ¡palabra de honor!, que iba a romperme mi armario…

Por fin se volvió… ¡Ay, señor comisario!…

Cuando se nos presentó en casa de la señorita Barescat, dio mucho miedo, sobre todo a las señoras… Pero entonces yo, que soy difícil de emocionar, notó que se me había puesto la carne de gallina… ¡Carne de gallina, sí señor!… Nunca había estado tan espantoso, tan terrible…

¡Qué ojos de asesino!…

Comprendí que no podía esperarse nada de aquella bestia feroz que iba a devorarlo todo. Se había lanzado sobre su ropa y con gestos espasmódicos buscaba su camisa…

Por fortuna, el estado en que se encontraba le hacía perder mucho tiempo… Entonces decidí aprovechar la ocasión para salvar a la desgraciada joven de las garras de aquel salvaje, y, naturalmente, para salvarme yo mismo… Si no lo conseguí en lo que respecta a la señorita Norbert, no fue por mi culpa, sino por culpa de ella… Además, se hallaba tan débil, que no podía ayudarme… Entonces arranqué una sábana, la arrollé como una cuerda, abrí el balcón, até la sábana como pude, y, a pesar del peligro que corría, no vacilé en lanzarme al vacío…

Yo, señor comisario, no soy un acróbata, sino un hombre que acostumbra a entrar y salir por las puertas… Lo otro, como diría la señora Camus, es cosa propia del cine… Y, además, los artistas, para el caso de que no les salga bien lo que hacen, tienen debajo un colchón que el espectador no ha de ver… Pero ya le digo que, a pesar de no tener esas habilidades, me atreví a bajar… Y es que se trataba de que ese Gabriel, ese lo que sea, no se llevara otra vez a la señorita Norbert.

Precisamente cuando yo iba a desaparecer, salió la joven del estado en que se hallaba, y dirigiéndose hacia mí aún pudo gritar:

—¡Sálveme, señor Birouste!…

—En seguida —le contesté—. ¡Espéreme, que vuelvo!…

Un minuto después me hallaba en la calle y caía, por decirlo así, en los brazos del señor Norbert y de Jaime Cotentin, que buscaban a Gabriel…

—No busquen más —murmuré—. Está en mi casa con la victima…

—¡Ábranos la puerta! —exclamaron.

—Aquí tienen las llaves —les dije—. ¡Y Dios quiera que lleguen a tiempo!…

—Yo me encontraba tan quebrantado, que no me sentía con ánimo para seguirles. Me limité a advertirles:

—¡Cuidado, que lleva revólver!…

A lo cual me respondió el relojero:

—Eso revólver no está cargado…

Hay momentos, señor comisario, en que se realizan milagros… Entonces, por ejemplo, les seguí hasta mi casa, donde aquella fiera había hecho su guarida. Pero cuando llegamos al primer piso, o, mejor dicho, cuando llegaron, porque yo me había quedado en la planta baja, no había nadie, ¡nadie!… El pajarraco había volado, llevándose en sus garras a «la Virgen de la Íle-Saint-Louis»…