II
LA BARESCAT, PARA SU DESGRACIA,
VE POR FIN A GABRIEL DE CERCA

En aquel momento se levantó la viuda de Camus y dijo:

—Me parece que oigo pasos en la callo, y apuesto cualquier cosa a que es el señor Tannegrin. Aún podría divertirnos un rato —añadió dirigiéndose a la puerta—. ¡Todas esas cosas que me han contado ustedes me han puesto la carne de gallina!…

—¿No oye cómo silba el viento? —advirtió la señora Langlois—. Además, cuando yo venía comenzaba a nevar. Así es que supongo que con este tiempo no vendría el señor Tannegrin…

Mientras tanto, se acercaban rápidamente los pasos y sonaron dos llamadas en la puerta.

—¡Es el señor Tannegrin! Reconozco su manera de llamar —exclamó la de Camus.

—No abra antes de estar segura de ello —observó la Barescat.

Pero ya la de Camus había descorrido el cerrojo y había abierto la puerta. Un torbellino de viento y de nieve se metió en la tienda. Luego…

Aportemos el testimonio de los invitados de la señorita Barescat y de la misma ama de casa: testimonio que tuvieron que hacer varios días después en defensa propia y con relación al sensacional acontecimiento que se coló de rondón en aquella casa como llevado por la tempestad.

Apresurémonos a decir que el acontecimiento en cuestión era un rapto; pero ¡qué rapto!…

He aquí las palabras de la señora Langlois:

—Voy a contárselo todo, señor comisario… Nunca conviene desear cosas que parecen imposibles, porque a lo mejor se cumplen con gran disgusto nuestro… Apenas la señorita Barescat, que nos había invitado a su manzanilla, acababa de expresar sus deseos de ver de cerca a Gabriel, cuando he aquí que Gabriel entra, como un demonio de la tempestad, completamente cubierto de sangre y llevando a la señorita Norbert, la hija del relojero, desmayada en sus brazos, como si fuera una pluma. También a ella le manaba sangre de la cara… Como usted puede figurarse, todos lanzamos un grito de horror… Yo exclamé:

—¡Es Gabriel!…

Ante una entrada semejante, quedamos como estatuas del terror… Además, aquel hombre nos amenazaba con su revólver… La primera vez que vi a aquel hombre en casa del relojero, me había parecido guapo; pero entonces no le vi más que unos ojos espantosos, unos ojos de asesino… Cuando me miraba, me figuraba que estaba asesinándome… Tengo confianza en la justicia de mi patria y espero que usted me protegerá… Pero ¿qué estoy diciendo?… No lo sé… ¡Ahora, ya está dicho!…

Ahora, señor comisario, continuaré contándole lo que hizo… Comenzó por cerrar la puerta de una patada… ¡Creí que iba a hundirla!… Pero luego pasó el cerrojo… Entonces, el herborista señor Birouste, que se había refugiado detrás del mostrador, gritó:

—¡Levanten las manos como yo!…

Y todas levantamos las manos como se hace en el cine… Y el gato de la señorita Barescat se marchó dando un salto terrible… Luego ya no se le ha vuelto a ver…

Por lo demás, Gabriel no decía nada… Pero luego de haber aplicado el oído a la puerta, dejó a Cristina tendida sobre el mostrador y se puso a buscar en sus bolsillos… Probablemente querría un pañuelo para enjugar la sangre que continuaba manando de la frente de la señorita Norbert… Pero por lo visto, no lo encontró… Y entonces, señor comisario… La tienda de la señorita Barescat… ¡Ay, señor comisario!…

Para saber lo que le ocurrió en la tienda de la señorita Barescat dejemos hablar a la propia interesada. Si su relato es algo incoherente no censuremos a la solterona, que desde aquella fecha histórica ha perdido algo de sus lozanas facultades, rebusca sus palabras, se anonada profundamente a veces y se reanima de repente, como por electricidad, para echar la cabeza hacia atrás, tan brusca y espasmódicamente que los cintajos que adornan su sombrero a la antigua parecen bailar una especie de shimmy epiléptico.

—¡Ay, señor comisario!… Por un pañuelo, porque buscaba un pañuelo… Al menos me lo hubiera pedido… Pero ni una palabra… Cuando vi que registraba mis cajones, que metía baza en mis estanterías, quise intervenir. ¿No era natural, señor comisario? ¡Me alegro de verle! ¿Cómo está usted, señor comisario?… Protéjanos usted, porque si no, ¡adiós justicia, como dice la señora Langlois!… Ya sé que usted es justo… Y yo soy una pobre mujer soltera, que nunca ha querido casarse, a pesar de las ocasiones, y que ahora me encuentro metida en esto berenjenal… Pregunte, pregunte a las señoras que han venido a mis «manzanillas» desde hace veinte años… Y disponga de mí, señor comisario… Usted es un hombre justo… Y yo… Cuando vi que registraba sin consideración mis cajones, quiso intervenir; pero el señor Birouste, el herborista, me gritó que levantara las manos, y hasta soltó unas palabrotas, dicho sea con perdón del señor comisario y de Dios… Al parecer, Gabriel hubiera disparado su revólver si hubiéramos dejado de tener las manos levantadas como en el cine… ¿Ya usted al cine, señor comisario?… Usted es un hombre justo…, y protegerá a esta pobre soltera que… Pero sigo mi narración. Aquel hombre terrible continuaba sin decir ni media palabra. Y el caso es que hablando se entiende la gente. Pero por lo visto, no quería que reconocieran su voz.

Además iba disfrazado como un personaje de la época de la Revolución: llevaba una capa y un gran sombrero como los que también se ven en el cine… Tenía razón la señora Langlois… Es más: en la vida ocurren cosas que no pasan en las películas… Nunca he visto ninguna cinta en que se tratara una tienda de paquetería como se trataba mi casa… ¡Y con lo ordenada que soy yo!… ¡Diríase que por allí había pasado un desastre, una calamidad!… ¡Cómo me puso el madapolán, señor comisario!… ¿Y qué decir de las puntillas?… El tru-tru quedó hecho un guiñapo… ¿Y las cajas de algodón perlé? ¿Y las madejas de seda japonesa? ¿Y la lana de Hamburgo? ¿Y la lanilla de Saint-Pierre?… ¡Me entraban unas ganas de llorar!… De llorar y estrangularle… Pero en cuanto me movía un poco, el señor Birousto me mandaba, jurando, que tuviera las manos en alto… Menos mal que cesó de revolver cuando encontró la muselina, con la cual curó a la pobre herida… Pero ¿quién me recompensará lo del madapolán?… ¡Ay, señor comisario!…

He aquí las primeras palabras de la viuda de Camus, la que alquilaba sillas:

—Era terrible; pero ¡qué guapo!… Le advierto, señor comisario, que yo he visto muchos hombres guapos, porque no siempre he alquilado sillas en las iglesias… Aquí donde usted me ve, señor comisario, he estado empleada en la sección de caja de un establecimiento, donde mi tarea era la más importante, por lo cual, para desempeñarla, se escogía a la más lista… He recibido cartitas perfumadas y me han saludado «guantes amarillos», que es como en mi época se llamaba a los galanes. Pues bien: con toda sinceridad he de decirle que jamás he visto un hombre tan guapo como aquél…

Forzosamente había de ser muy guapo para que me llamara la atención en un momento en que, por los brutales gestos que hacía, velamos llegada nuestra perdición… ¡Porque el señor Birouste no parecía en disposición de salvarnos!… El herborista había perdido toda su fachenda… Tiritaba detrás del mostrador y se desgañitaba gritando que tuviéramos las manos en alto… Llegué hasta creer que si bajábamos las manos hubiera cogido el revólver que había dejado Gabriel y hubiera disparado contra nosotras…

¿Y eso es un hombre?… ¡Lo que pasa es que se da mucho postín porque es herborista!… Pero yo ya no compraré nada en su casa… ¿Comprendo usted, señor comisario, lo que quiero decir?…

Mientras tanto, el otro no pensaba más que en curar a su Cristina… ¡Todo para ella!… ¡Aquél sí que era un hombre…, a pesar de ser un bandido y de habernos hecho pasar un mal rato!… No se movía ni un músculo de su cara; por lo visto no le daba miedo la sangre… Y cuando quiso secar la frente de su víctima y no encontraba la tela que quería, arremetió contra las existencias de la señorita Barescat… He dicho su víctima, porque había raptado a Cristina… Se le resistía, se notaba que la llevaba a la fuerza… Y es probable que, por ello, se produjera un incidente a causa del cual manara la sangre de que estaban cubiertos… Además él estaba como perseguido, como apurado… Seguramente llamó donde llamó al azar, porque vio luz… Al abrirlo, entró en la tienda… ¡Esa es la explicación que yo doy a lo sucedido!… Si hay alguien que adivine más que yo, que lo diga…

Cristina, sin embargo, no abría los ojos… Entonces, él le espurreó la cara con la manzanilla que había quedado, y que estaba fría… Apenas consiguió despabilarla… ¿Quién hubiera podido creer que a la señorita Norbert le pasaran cosas tan extrañas?… El domingo estaba yo en la iglesia cobrando… Le advierto, señor comisario, que os una tarea difícil, porque hay que tener los ojos en todas partes, vigilar o la vez a los que se quedan, a los que van a salir y a los que salen sin haberse metido la mano en el bolsillo… Pues bien: aún me quedaba vista para mirar a Cristina, que parecía una estampa de primera comunión y a la que se hubiera admitido a comulgar sin confesión… Pero a pesar de todo, ¡hay que ver cómo la encontraron en casa de Benito Masson!… ¡Y hay que ver el estado en que se hallaba cuando la entró Gabriel!…

Pero ¿quién es Gabriel?… ¡Cualquiera lo sabe! ¿Acaso será verdad lo que empieza a rumorearse, lo que nos da tanto miedo?

¡Y qué guapo es!… Sólo puede comparársele al arcángel que lleva su mismo nombre… Si le he de decir verdad, señor comisario, yo no hubiera podido resistirle… ¡Claro está que me refiero a cuando estaba empleada en caja!…

En cuanto al señor Birouste, cuya intervención está lejos de haber terminado, como muy pronto veremos, solamente retenemos de momento esta declaración:

—¡Yo, señor comisario, tan sólo pensó en salvar la vida de esas tres pobres mujeres!… Gracias a mi sangre fría y a mi presencia de espíritu, no quiero hablar de mi valor, pude evitar que ese miserable sólo dejara cadáveres tras él… ¡He cumplido con mi deber!… Lo digo sencillamente, sin orgullo, como cumple a un herborista que vive dedicado al consolador estudio de las plantas y que no tiene nada de héroe melodramático…

Ahora que, gracias a esta visión del estado de ánimo de nuestros personajes, podemos formarnos una idea de la perturbación causada en la «manzanilla» de la señorita Barescat por la fulminante invasión del terrible visitante, vamos a continuar narrando los hechos tal como los reconstituyó después una profunda investigación.

Para la salud moral, ya fuertemente quebrantada, de la señorita Barescat y de sus invitados, fue una suerte que la estancia de Gabriel en la paquetería de la calle del Santísimo Sacramento no se prolongara excesivamente. Gabriel demostraba una brutal ferocidad en todos sus gestos, pero estaba lejos de demostrar tranquilidad. Con frecuencia pegaba el oído a la puerta, para escuchar los ruidos del exterior. Luego volvía a curar a Cristina, la cual continuaba sin dar señales de vida.

La tempestad de viento y de nieve que se había levantado comenzaba a calmar. De pronto, oyéronse en la calle ruido de pasos y rumor de voces…

Gabriel, siempre mudo, pues aún no había pronunciado una palabra, se dirigió a la señorita Barescat y sus invitados que, con las manos en lo alto, parecían inmovilizados por el espanto en una actitud de súplica y de trágico asombro, les lanzó una mirada terrible, se registró el bolsillo, sacó una libreta y una estilográfica, escribió unas cuantas palabras, arrancó la hoja —todo ello en menos tiempo del que necesito para contarlo— y la pasó ante los ojos de las tres pobres mujeres que, por un instintivo sentimiento de horror, no habían arrimado unas a otras. En cuanto se dieron cuenta de la frase escrita en el papelito, lanzaron un chillido como para estremecer el más empedernido corazón: chillido que pronto ahogaron al ver que Gabriel, como movido por un resorte, daba un gran salto y volvía a empuñar el revólver para amenazarlas de nuevo…

Birouste, para ser molestado lo menos posible, y sin duda para mejor velar por la seguridad de aquellas damas en circunstancias tan trágicas y que tanta decisión requerían, se había parapetado tras el mostrador como un capitán de navío en su toldilla a la hora del peligro. Desde aquel lugar escogido como puesto de combate, nada podía leer. Gabriel, que no le había olvidado, le lanzó el papelito. Y entonces el herborista comenzó un grito que no acabó por el motivo anteriormente apuntado…

Mientras tanto, los pasos y las voces se habían ido acercando.

Gabriel había vuelto a tomar a Cristina en sus brazos y, de cara a la puerta, revólver en mano, esperaba los acontecimientos en temible actitud.

Los pasos y las voces se detuvieron ante la puerta. Y se oyó este diálogo presuroso:

—¡Le digo que no ha salido de la calle!…

—¡Oh! No puede estar lejos…

—Aún hay luz en casa de la señorita Barescat. Quizá haya oído algo…

En aquel momento, Gabriel, con un gesto rápido, dio la vuelta al conmutador que se encontraba junto a la puerta de comunicación con la trastienda. Así quedó a oscuras la tienda y continuó iluminada la trastienda… Gabriel, con su preciosa carga, se trasladó silenciosamente a la trastienda.

Los demás no respiraban… Estaban pasmados…

Y he aquí que la luz que les llegaba de la trastienda también se apagó.

Fue seguramente el momento más terrible de la vida de todas aquellas personas…

Ante la puerta continuaba el coloquio. La señora Langlois ya había reconocido la voz del viejo Norbert y de Jaime Cotentin.

—¡Se apaga la luz! —dijo Jaime.

—¿Llamamos? —propuso el relojero.

—Quizá perdamos un tiempo precioso… Me parece mejor registrar todos los rincones de la isla, porque no puede haber salido de ella… ¡Con Cristina en brazos no puede atravesar los puentes sin que le vean!…

Tras un corto silencio, sonó la sorda voz del viejo Norbert para decir:

—¿Qué es esto?

—¡El cordón de su capa!… —exclamó el disector.

—Lo ha cogido la puerta —observó el relojero.

—¡Luego ha entrado en la paquetería! —dedujo Jaime.

Seguidamente, llamaron varias veces a la puerta.

Pero nadie respondió.

Entonces gritaron:

—¡Señorita Barescat!

Pero aunque repitieron el grito, fue en vano.

—Es raro, muy raro todo esto…

Y aporrearon nuevamente la puerta.

Entonces se abrió un balcón de la calle y les dijo una voz:

—¿Qué quieren de la señorita Barescat?… ¡Hace tiempo que estará acostada!…

Y el balcón se cerró en seguida. Hacía mucho frío… Nevaba… Además, en aquella calle hacía mucho miedo…

Por otra parte, el relojero y Jaime ya no llamaban. Procuraban echar abajo la puerta…

Jaime hacía una presión bárbara, a riesgo de estropearse el hombro. Y el pobre cerrojo no piulo resistir mucho tiempo…

Se abrió la puerta y se precipitaron al interior.

Oscuridad y silencio.

Llamaron otra vez a la señorita Barescat. Jaime oprimió su encendedor, gracias al cual vieron, con el extraño relieve que da una luz escasa a los objetos que hace salir de la oscuridad, cuatro estatuas con los brazos en el aire, la boca abierta y los ojos de par en par…

La caliente ceniza del Vesubio no inmovilizó más en sus gestos postreros a los habitantes de Pompeya de lo que el miedo (ese gran miedo que en ciertas épocas de la historia emanan los infiernos como una exhalación del gran misterio negro contra los humanos) momificó momentáneamente a la señorita Barescat y a sus invitados en cuanto leyeron el papelito que Gabriel les había paseado ante las narices.

Aquellas cuatro estatuas surgían de la sombra en medio de un desorden inexpresable con el que tropezaban los vacilantes pasos del anciano relojero y del que pudieron darse cuenta así que Jaime Cotentin dio la vuelta al conmutador eléctrico…

Gabriel, desde luego, había pasado por allí. La primera huella de sus pasos, el anonadamiento, la suspensión de los sentidos en los cuatro primeros individuos con que se había encontrado en cuanto se escapó de la jaula. Además, había que tener en cuenta el desbarajuste causado en la paquetería. ¿Qué otra cosa podía hacer Gabriel en tan pequeño espacio? Finalmente, había sangre: sangre en el mostrador, sangre en las delicadas puntillas, sangre en las paredes… Y aquella sangre era de Cristina…

Intentaron despertar a aquellas momias y hacerles hablar; pero no lo consiguieron ni aun a fuerza de sacudidas. Continuaban mirándoles en silencio…

—¿Adónde se ha ido?…

—¿Y mi hija, dónde está mi hija, qué ha hecho mi hija?…

Se precipitaron a la trastienda… ¡Nadie!… Pero había una puerta abierta que daba a un corralillo… Y en el corralillo se abría otra puerta… ¡Sus pasos, sus pasos sobro la nievo!… Continuaban sus pasos por un callejón de altos paredones y muchas revueltas que llevaba a los muelles… Y hacia los muelles se lanzaron.

Solamente entonces bajaron las manos las cuatro estatuas… Dio ejemplo el señor Birouste… Pero todos habían comprendido ya que Gabriel no estaba allí, que no cabía dudar sobre su huida, que había reanudado la marcha llevándose a su víctima hacia las tinieblas y el misterio de donde había salido para causar un espanto del que la señorita Barescat jamás se curó por completo.

A continuación Birouste, sin hacer caso de las señoras, que le suplicaban que no las abandonara, llegó rápidamente a la puerta de la calle y se apresuró a entrar en su casa.

Era cuestión de andar varios metros, porque vivía en el edificio contiguo… Entonces las tres mujeres decidieron pasar la noche juntas. Mientras sostenían la más extravagante conversación, arrimaban muebles detrás de las puertas. Y después se refugiaron en el cuartito que servía de alcoba a la dueña de la casa, y pasaron allí toda la noche.

Huelga decir que no durmieron.

Ni tan siquiera intentaron hablar. El golpe las había magullado para mucho tiempo. No pensaban más que en una cosa. En el papelito donde Gabriel había escrito: «Si queréis conservar la vida, ¡silencio!».

Aquellas seis palabras eran una amenaza capaz de asustar a espíritus timoratos. Pero sin embargo, lo que causó a las cuatro personas un horror indecible no era el sentido de las palabras.

Lo que les anonadó, lo que les aniquiló, fue que en aquellas seis palabras escritas por Gabriel habían reconocido la letra de Benito Masson.