Si uno necesita un criado en el que poder confiar, un cocinero que no robe el azúcar o un chófer que no beba, ha de buscarlo en Salt Market Village. Aunque forme parte del municipio de Kittur desde 1988, Salt Market sigue siendo básicamente rural y mucho más pobre que el resto de la ciudad.
Si se encuentra de visita en abril o mayo, no debe perderse la fiesta local conocida como «la caza de ratas»: un ritual nocturno durante el cual las mujeres del suburbio desfilan por los campos de arroz portando antorchas en una mano mientras con la otra aporrean la tierra con palos de hockey o bates de críquet, gritando con todas sus fuerzas. Las ratas, las mangostas y las musarañas, aterrorizadas por tal alboroto, huyen despavoridas y terminan acorraladas en el centro del campo, donde las mujeres las matan a palos.
La única atracción turística de Salt Market Village es un templo jainista abandonado en donde los poetas Harihara y Raghuveera escribieron las primeras epopeyas en canarés. En 1990, la Iglesia Mormona de Utah, Estados Unidos, adquirió una parte del templo jainista y la convirtió en una oficina para sus evangelistas.
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Mientras aguardaba en la despensa a que hirviera el té, Murali dio un paso a la derecha y echó una mirada furtiva por el vano de la puerta.
El camarada Thimma, sentado bajo un cartel enmarcado del Soviet, había empezado a interrogar a la vieja.
—¿Comprende con exactitud la naturaleza de las diferencias doctrinales entre el Partido Comunista de la India, el Partido Comunista de la India (Marxista) y el Partido Comunista de la India (Marxista-Maoísta)?
«Por supuesto que no», pensó Murali, que retrocedió hacia el interior de la despensa y apagó el hervidor del agua.
Nadie en este mundo la comprendía.
Metió la mano en una lata llena de galletas de azúcar. Un momento más tarde, salió a la zona de recepción con una bandeja en la que había tres tazas de té y tres galletas.
El camarada Thimma estaba mirando la pared de enfrente, donde había una ventana enrejada. La luz del atardecer la iluminaba y arrojaba en el suelo una mancha reluciente, que parecía la cola de un ave incandescente que se hubiera encaramado en la reja.
La actitud del camarada daba a entender claramente que, dada su completa ignorancia doctrinal, aquella vieja no merecía recibir la asistencia del Partido Comunista de la India (Marxista-Maoísta), sección de Kittur.
Ella tenía un aspecto frágil y demacrado; era la esposa de un granjero que se había ahorcado hacía dos semanas del techo de su casa.
Murali colocó la primera taza delante del camarada Thimma, que la alzó y dio un sorbo de té. Eso mejoró su humor.
Contemplando otra vez la reja que relucía en lo alto, el camarada dijo:
—Tendré que hablarle de nuestra «dialéctica»; si la encuentra aceptable, entonces podemos hablar de ayudas.
La esposa del granjero asintió, como si la palabra «dialéctica», en inglés, tuviera un sentido diáfano para ella.
Sin quitar los ojos de la ventana, el camarada mordisqueó una de las galletas de azúcar; las migas le caían por la barbilla y Murali, después de tenderle una taza a la vieja, volvió a acercarse a él y limpió las migas con los dedos.
El camarada tenía ojos pequeños y centelleantes, y una tendencia instintiva a fijar la mirada en lo alto mientras desgranaba sus sabias palabras, cosa que hacía siempre con una pasión contenida. Eso le daba todo el aire de un profeta. Murali, como suele suceder con los secuaces de los profetas, era un espécimen superior desde el punto de vista físico. Era más alto y más corpulento, y tenía una frente más despejada llena de arrugas y una amable sonrisa.
—Dale a la señora nuestro folleto sobre «dialéctica» —dijo el camarada sin apartar la vista de la ventana enrejada.
Murali asintió y se dirigió resueltamente hacia uno de los armarios. La zona de recepción del Partido Comunista de la India (Marxista-Maoísta) estaba amueblada con una vieja mesa manchada de té, unos cuantos armarios decrépitos y un escritorio para el secretario general, detrás del cual había un póster gigante de los primeros días de la Revolución Soviética donde aparecía un grupo de héroes proletarios subiendo una escalera hacia el cielo. Los obreros esgrimían mazos y almádenas y, al fondo, varios dioses orientales se encogían atemorizados ante su avance. Tras rebuscar en dos armarios, Murali encontró un panfleto con una gran estrella roja en la portada. Lo limpió con el faldón de la camisa y se lo llevó a la vieja.
—Ella no sabe leer.
Quien había hablado quedamente era la hija de la mujer, que permanecía sentada a su lado, sujetando en la mano izquierda su taza de té con la galleta intacta en el platito. Tras un instante de vacilación, Murali le tendió el folleto a ella. Sin dejar la taza, la hija asió el panfleto con los dedos de la mano derecha, como si fuese un pañuelo sucio.
El camarada sonrió con la vista fija en la reja; no estaba claro si era una reacción a lo que sucedía a su alrededor o si estaba pensando en otra cosa. Era un tipo delgado y calvo, de tez oscura y mejillas hundidas. Sus ojillos centelleaban.
—Al principio teníamos un único partido en la India, el auténtico. Sin concesiones de ninguna clase. Pero luego los líderes del partido quedaron seducidos por los encantos de la democracia burguesa y decidieron concurrir a las elecciones. Ése fue el primer error que cometieron: un error fatal, porque el partido quedó muy pronto escindido. Surgieron nuevas facciones que trataban de restaurar el espíritu original. Pero también ellas acabaron corrompiéndose.
Murali limpió los estantes del armario e intentó enderezar lo mejor que pudo una bisagra suelta de la puerta. Él no era un criado; allí no los había. El camarada Thimma no permitía que se explotara el trabajo de los proletarios. Murali no era ningún proletario, desde luego, sino el vástago de una influyente familia de hacendados brahmanes. Por eso no había inconveniente en que realizara toda clase de tareas domésticas.
El camarada inspiró hondo, se quitó las gafas y se las limpió con una punta de su camisa blanca de algodón.
—Sólo nosotros, los miembros del Partido Comunista de la India (Marxista-Maoísta), hemos conservado la fe. Sólo nosotros seguimos la dialéctica. ¿Y sabe cuántos militantes tenemos?
Volvió a ponerse las gafas y se llenó los pulmones de aire con satisfacción.
—Dos. Murali y yo.
Contempló la ventana con una tenue sonrisa. Parecía haber concluido, así que la vieja le puso las manos en la cabeza a su hija y dijo:
—Está soltera, señor. Lo único que le pedimos es un poco de dinero para casarla, nada más.
Thimma se volvió hacia la hija y la examinó abiertamente; la chica miró al suelo. Murali hizo una mueca de disgusto. «Ojalá tuviera un poco más de delicadeza», pensó.
—No tenemos ninguna ayuda —dijo la vieja—. Mi familia no me dirige la palabra siquiera. Los miembros de nuestra propia casta no…
El camarada se dio una palmada en el muslo.
—Toda esa cuestión de las castas no es más que una manifestación de la lucha de clases. Mazumdar y Shukla lo demostraron categóricamente en 1938. Me niego a aceptar en nuestra conversación el término «casta».
La mujer miró a Murali, que le hizo un gesto de asentimiento, como animándola a proseguir.
—Mi esposo decía que los comunistas eran los únicos que se preocupaban de la gente como nosotros. Decía que si los comunistas gobernasen el mundo, los pobres no pasarían apuros.
Aquello pareció aplacar al camarada. Miró un momento a la mujer y a la chica, y se sorbió la nariz. Parecía faltarle algo. Murali comprendió. Mientras se dirigía a la despensa para preparar otra taza de té, oyó que el camarada seguía diciendo:
—El Partido Comunista de la India (Marxista-Maoísta) no es el partido de los pobres: es el partido del proletariado. Es indispensable captar esta distinción antes de que podamos hablar de asistencia o de resistencia.
Murali estaba a punto de echar las hojas de té, después de encender de nuevo el hervidor, cuando se preguntó por qué la hija no habría tocado siquiera su taza. Le asaltó la repentina sospecha de que había puesto demasiado té en el hervidor…, de que llevaba casi veinticinco años preparándolo mal.
Murali se bajó del autobús 670 en la parada de Salt Market Village y caminó por la avenida principal, sorteando los montones de estiércol, mientras a su alrededor los cerdos husmeaban la tierra. Llevaba el paraguas al hombro, tal como un luchador sostiene su maza, para evitar que la punta metálica se manchara de porquería. Tras preguntar a un grupo de chicos que jugaban a las canicas en mitad de la avenida, acabó encontrando la casa: un edificio impresionante y de tamaño sorprendente, que tenía sobre el tejado de uralita varias piedras para estabilizarlo durante las lluvias.
Levantó el pestillo de la cancela y entró.
Junto a la puerta, había una camisa de algodón tejida a mano colgada de un gancho. Sería del muerto, supuso. Como si el tipo estuviera todavía dentro, durmiendo la siesta, y fuera a salir y a ponérsela para recibir al visitante.
Habían pegado a la fachada al menos media docena de imágenes coloreadas de distintos dioses, además del retrato de un gurú local barrigón que tenía un nimbo enorme alrededor de la cabeza. También habían sacado un catre de mimbre deshilachado para que se sentaran los visitantes.
Murali dejó las sandalias fuera; se preguntó si debía llamar a la puerta. Demasiado indiscreto para una casa como aquélla, donde la muerte acababa de entrar. Decidió esperar a que saliera alguien.
Dos vacas blancas reposaban en medio del jardín; los cencerros que llevaban colgados del cuello tintineaban sólo raras veces, porque apenas se movían. Delante de ellas había un charco donde les habían mezclado la paja con agua. Un búfalo negro, con todo el morro salpicado de briznas verdes, miraba fijamente el muro del jardín mientras mascaba el montón de hierba que le habían dejado en el suelo. «Estos animales no tienen ninguna preocupación en este mundo —pensó Murali—. Incluso en la casa de un hombre que se ha quitado la vida, siguen alimentándolos y engordándolos. Con qué facilidad imponen su ley a los hombres de este pueblo. Como si la civilización humana hubiera confundido a señores y a criados». Se había quedado embelesado. Sus ojos se demoraban en el cuerpo fornido del animal, en su vientre abultado, en su piel lustrosa. Olía los restos de estiércol que se le habían secado en los cuartos traseros; sin duda se había sentado sobre sus propios excrementos.
Hacía muchísimo que Murali no pisaba Salt Market Village. La vez anterior había sido veinticinco años atrás, cuando había acudido allí en busca de detalles visuales con los que enriquecer un relato sobre la pobreza rural que estaba escribiendo. No había cambiado gran cosa en un cuarto de siglo; sólo los búfalos habían engordado.
—¿Por qué no ha llamado?
La vieja había surgido de repente del patio trasero; pasó junto a él con una gran sonrisa, entró en la casa y gritó:
—¡Eh, tú! ¡Prepara té!
Al cabo de unos instantes apareció la chica con un vaso de té. Murali lo tomó y tocó sus dedos húmedos al hacerlo.
El té, después del largo viaje, le sentó de maravilla. Nunca había conseguido dominar el arte de preparar el té, pese a que llevaba haciéndoselo a Thimma casi veinticinco años. Quizás era una de las cosas que sólo pueden hacer bien las mujeres, pensó.
—¿Qué quiere de nosotras? —le preguntó la vieja. Su actitud se había vuelto más servil; como si sólo ahora hubiera colegido el propósito de su visita.
—Quiero saber si me han dicho la verdad —repuso con calma.
La mujer llamó a los vecinos para que Murali pudiera interrogarlos. Todos se acuclillaron alrededor del catre. Aunque él insistió en que se acomodaran a su lado, los vecinos no se movían de su sitio.
—¿Dónde se colgó?
—Aquí mismo, señor —dijo un viejo de dientes mellados y teñidos de paan.
—¿Cómo que aquí mismo?
El hombre señaló la viga del techo. Murali no podía creerlo: ¿se había matado a la vista de todos? O sea, que hasta las vacas lo habían visto; y también el grueso búfalo.
Oyó hablar del hombre cuya camisa seguía colgada del gancho de la pared. Sus cosechas desastrosas. El préstamo del usurero, con un interés compuesto del 3 por ciento mensual.
—Se arruinó con la boda de su primera hija. Y era consciente de que todavía le quedaba otra por casar: esta chica.
La aludida había permanecido todo el rato en un rincón. Murali vio que volvía el rostro, mortificada.
Cuando ya se iba, se le acercó corriendo un lugareño.
—Señor…, señor… Es que… una tía mía se suicidó hace dos años… Bueno, hace solo uno, señor, y ella era como una madre para mí… ¿No podría el Partido Comunista…?
Murali lo agarró del brazo y se lo apretó con fuerza. Lo miró a los ojos.
—¿Cómo se llama la hija?
Caminó poco a poco hacia la parada del autobús. Ahora iba arrastrando por el suelo la punta del paraguas. El horror de la historia del muerto, la imagen de los búfalos bien alimentados, la expresión afligida de aquella chica tan hermosa…, todo eso seguía dándole vueltas en la cabeza.
Se recordó a sí mismo veinticinco años atrás, cuando había visitado aquel pueblo con su bloc de notas y su sueño de convertirse en un Maupassant indio. Mientras cruzaba las tortuosas callejuelas, abarrotadas de niños de la calle entregados a sus juegos violentos y de jornaleros exhaustos durmiendo entre las sombras —aquí y allá relucían grandes charcos de aguas residuales—, volvió a recordar la extraña mezcla de suciedad y de belleza abrumadora que parece constituir la naturaleza de cualquier pueblo indio y experimentó de nuevo el impulso simultáneo de admirarla y censurarla que había sentido ya en sus primeras visitas.
Como en el pasado, sintió la necesitad de tomar notas.
Entonces había visitado Salt Market Village todos los días a lo largo de una semana. Escribía minuciosas descripciones de los granjeros, de los gallos, toros y cerdos, de las zanjas pestilentes, de los juegos infantiles y los festivales religiosos. Pretendía incluirlas en una serie de relatos que había elaborado por las noches en la sala de lectura de la biblioteca municipal. No estaba muy seguro de si el partido aprobaría sus relatos, así que envió un puñado de ellos bajo seudónimo («El Justiciero», nada menos) al director de un semanario de Mysore.
Una semana más tarde recibió una postal del director, que lo invitaba a reunirse con él. Fue a Mysore en tren y aguardó la mitad del día hasta que lo recibió en su despacho.
—Ah, sí…, el joven genio de Kittur.
El director buscó las gafas por encima de la mesa y sacó del sobre el montón de hojas dobladas que Murali le había enviado. Al joven autor, el corazón le palpitaba violentamente.
—Quería verle —dijo el director, desparramando las hojas sobre la mesa— porque hay talento en su escritura. A diferencia del noventa por ciento de nuestros autores, usted se ha adentrado en la vida rural y ha observado cómo vive la gente.
Murali se sonrojó. Era la primera vez que alguien hablaba de talento al referirse a él.
Tras tomar uno de los relatos, el director hojeó las páginas en silencio.
—¿Cuál es su autor preferido? —preguntó, mordiendo la punta de las gafas.
—Guy de Maupassant —repuso. Aunque enseguida se corrigió a sí mismo—. Después de Karl Marx.
—Atengámonos a la literatura —replicó el director—. Cada personaje de Maupassant es así… —Flexionó el índice y lo meneó—. Desea, desea, desea. Hasta el último día de su vida, desea. Dinero. Mujeres. Fama. Más mujeres. Más dinero. Más fama. Sus personajes, en cambio —dijo, extendiendo el dedo—, no desean nada en absoluto. Ellos simplemente se pasean por pueblos descritos con toda exactitud y se entregan a profundas reflexiones. Caminan entre vacas y árboles y gallos, y piensan; y luego vuelven a caminar entre gallos, árboles y vacas, y piensan otro poco. Nada más.
—Piensan en cambiar y mejorar el mundo —protestó Murali—. Desean una sociedad mejor.
—¡No «desean» nada! —gritó el director—. ¡No puedo publicar relatos de gente que no desea nada!
Le arrojó el montón de hojas.
—¡Cuando encuentre personas que deseen algo, venga a verme otra vez!
Murali nunca había reescrito los relatos. Ahora, mientras esperaba el autobús que lo tenía que llevar a Kittur, se preguntó si todavía conservaría aquel puñado de historias en su casa.
Cuando llegó a la oficina, se encontró al camarada Thimma con un forastero. No era nada raro ver forasteros allí: hombres macilentos y fatigados de mirada paranoica que habían huido de algún estado vecino donde se llevaba a cabo una purga rutinaria de comunistas radicales. En esos lugares, el comunismo radical constituía una amenaza real para el poder establecido. Los fugitivos pernoctaban en la oficina durante unos días, hasta que se calmaban las cosas y podían regresar.
Pero aquel hombre no era uno de tales perseguidos; tenía el pelo rubio y un extraño acento europeo.
Se había sentado junto al camarada Thimma, que aprovechaba la ocasión para desahogarse sin apartar la vista de la reja iluminada de la ventana. Murali se sentó y lo escuchó media hora. Era impresionante. Trotski no estaba perdonado; ni Bernstein, olvidado. Thimma trataba de demostrarle a aquel europeo que incluso en una pequeña ciudad como Kittur había hombres que estaban al día en la teoría de la dialéctica.
El forastero asintió profusamente y lo anotó todo en una libreta. Al final, le puso el capuchón al bolígrafo y observó:
—Por lo que veo, los comunistas no tienen prácticamente ninguna presencia en Kittur.
Thimma se dio una palmada en el muslo y mantuvo los ojos fijos en la reja. Dijo que los socialistas habían tenido demasiada influencia en aquella parte del sur de la India. El problema del feudalismo en las zonas rurales había sido resuelto; las grandes propiedades se habían desmembrado y se habían repartido entre los campesinos.
—Ese hombre, Devraj Urs, cuando era el líder del Partido del Congreso, provocó una especie de revolución aquí. —Thimma soltó un suspiro—. Una seudorrevolución, desde luego. La falsedad de Bernstein una vez más.
Las tierras del propio Murali habían sido sometidas a las políticas socialistas de la administración del Congreso. Su padre había perdido sus propiedades y el Gobierno le había asignado a cambio una compensación. Pero cuando fue a la oficina municipal a cobrarla, descubrió que un funcionario había falsificado su firma y se había fugado con el dinero. Al enterarse de lo sucedido, Murali había pensado: «El viejo se lo merece; yo también me lo merezco. Es la retribución adecuada por todo lo que les hemos hecho a los pobres». No se le escapaba, desde luego, que el dinero de la compensación no lo habían robado los pobres, sino un funcionario corrupto. Pero había, de todos modos, cierta justicia en ello.
Murali se ocupó de las rutinas habituales del final de la jornada. Primero barrió la despensa. Mientras metía la escoba por debajo del fregadero, oyó decir al forastero:
—Creo que el problema de Marx es que da por supuesto que los seres humanos son… demasiado honrados. Él rechaza la idea del pecado original. Y quizá sea ése el motivo de que el comunismo esté agonizando ahora en todas partes. El Muro de Berlín…
Murali se agachó bajó el fregadero para llegar hasta los últimos rincones; la voz de Thimma resonaba extrañamente en aquel espacio encajonado:
—¡Usted ha entendido totalmente al revés el proceso dialéctico!
Murali hizo una pausa allí debajo, aguardando a ver si se le ocurría una respuesta mejor al camarada Thimma.
Luego barrió el suelo, cerró los armarios, apagó las luces innecesarias (para ahorrar electricidad), ajustó bien los grifos (para ahorrar en la factura del agua), y se fue a la terminal de autobuses a esperar al 56B, que habría de llevarlo a casa.
Su casa. Una puerta azul, un fluorescente, tres bombillas desnudas y diez mil libros. Los había por todas partes, esperándole desde la puerta como mascotas fieles, cubiertos de polvo en la mesa del comedor, apilados contra las viejas paredes como para reforzar la estructura de la casa. Ocupaban la mayor parte del espacio y sólo le dejaban un pequeño rectángulo para su camastro.
Abrió la carpeta que se había llevado a casa: «¿Gorbachov se está desviando del Camino Verdadero? Notas del maestro Thimma, licenciado en Filosofía y Letras (Kittur), doctorado en Letras (Mysore), secretario general del politburó regional de Kittur, Partido Comunista de la India (Marxista-Maoísta)».
Iba a añadir esas páginas a las notas que estaba recopilando sobre el pensamiento de Thimma. La idea era publicarlas en el futuro y repartirlas entre los obreros a la salida de las fábricas.
Aquella noche, Murali no pudo escribir demasiado rato; los mosquitos lo acosaban y él tenía que dedicarse a aplastarlos. Encendió un repelente para mantenerlos a raya. Pero ni siquiera así podía escribir; y entonces se dio cuenta de que no eran los mosquitos los que lo perturbaban.
Aquella manera que había tenido la chica de volver el rostro… Tendría que hacer algo por ella.
¿Cómo se llamaba? Ah, sí. Sulochana.
Empezó a revolver entre el desbarajuste que tenía alrededor de la cama hasta que encontró la colección de relatos que había escrito tantos años atrás. Sopló para quitarle el polvo y empezó leer.
La fotografía del muerto estaba colgada en la pared, junto a las imágenes de los dioses que no habían sabido salvarlo. La foto del gurú barrigón había desaparecido. Quizá se había llevado él toda la culpa.
Murali se detuvo ante la puerta, aguardó un instante y llamó.
—Están trabajando en el campo —le gritó un vecino, el viejo con los dientes mellados y teñidos de rojo.
Las vacas y el búfalo ya no estaban en el patio; sin duda los habrían vendido. A Murali la situación le parecía atroz. ¿Aquella chica de mirada tan noble… trabajando en el campo como una vulgar jornalera?
«He llegado justo a tiempo», pensó.
—¡Corra a buscarlas! —le gritó al vecino—. ¡Enseguida!
El Gobierno del estado tenía un programa para compensar a las viudas de los granjeros que se hubieran quitado la vida a causa de las condiciones que sufrían, le explicó Murali a la mujer, tras hacer que se sentara en el catre de mimbre. Era uno de esos programas bienintencionados para mejorar las condiciones de los campesinos, programas que nunca llegaban a su destino porque nadie se enteraba de su existencia, salvo cuando alguien de la ciudad, como él mismo, acudía a informar.
La viuda estaba más delgada y tenía la piel requemada por la intemperie. Permanecía allí sentada, limpiándose las manos sin parar con el dorso del sari. Se sentía avergonzada por su suciedad.
Sulochana salió con una taza de té. A él le maravilló que la chica, recién llegada del trabajo, hubiera encontrado tiempo para prepararlo.
Tomó la taza, tocando ligeramente sus dedos, y admiró sus facciones. Había pasado una dura jornada en el campo y, no obstante, seguía resultando hermosa: más hermosa que nunca, de hecho. Había en su cara una sencilla elegancia desprovista de artificios. Ni rastro del maquillaje, del pintalabios y de las pestañas postizas que se veían actualmente en las ciudades.
Se preguntó qué edad tendría.
—Señor… —La vieja entrelazó las manos—, ¿el dinero llegará de verdad?
—Si firma aquí —repuso él—. Y aquí. Y aquí.
La vieja sostuvo el bolígrafo con una sonrisa estúpida.
—No sabe escribir —murmuró Sulochana.
Murali se puso la carta sobre el muslo y firmó por ella. Le explicó que había traído otro documento que debía entregarse en la comisaría de Policía que había junto a la colina del Faro, para pedir el procesamiento del prestamista por haber instigado la muerte del marido con sus manejos. Quería que la vieja lo firmase también, pero ella juntó las palmas y se inclinó ante él con aire suplicante.
—Por favor, señor, no lo haga. Por favor. Nosotras no queremos problemas.
Sulochana permaneció apoyada en la pared con la vista baja, sumándose tácitamente a la súplica de su madre.
Rompió el documento. Y al hacerlo, comprendió que ahora se había convertido en el árbitro del destino de aquella familia; que ahora el patriarca era él.
—¿Y su boda? —dijo, señalando a la chica.
—¿Quién querrá casarse con ésta? ¿Qué voy a hacer? —gimió la vieja cuando su hija se retiró al sombrío interior de la casa.
Fue en el camino de vuelta hacia la parada del autobús cuando se le ocurrió la idea.
Apretó contra el suelo la punta metálica del paraguas y trazó una larga línea en el barro.
«¿Por qué no?», pensó.
A ella no le quedaba otra esperanza, al fin y al cabo.
Subió al autobús. A sus cincuenta y cinco años, todavía estaba soltero. Después del periodo que había pasado en la cárcel, su familia había renegado de él y ninguno de sus tíos y tías había intentado concertarle una boda. Y Murali, por su parte, mientras distribuía panfletos, mientras predicaba la buena nueva del proletariado y recopilaba los discursos del camarada Thimma, no había encontrado el momento de buscarse una esposa por sí mismo. Tampoco había sentido grandes deseos de hacerlo, a decir verdad.
«Pero éste no es lugar adecuado para una chica», pensó más tarde, tendido en la cama. Una casa mugrienta llena de libros viejos…, de antiguas ediciones de los veteranos del Partido Comunista y de autores rusos y franceses del siglo XIX a los que ya nadie leía…
No se había dado cuenta hasta ese momento de lo mal que había vivido durante todos aquellos años. Pero las cosas cambiarían, sentía una gran esperanza. Si ella entraba en su vida, todo sería distinto. Permaneció en su camastro mirando el ventilador del techo. Estaba apagado; raramente lo encendía, salvo en los momentos más sofocantes del verano, para que no subiera la cuenta de la luz.
Toda su vida se había sentido hostigado por la inquietud, por el sentimiento de que él estaba llamado a mayores empresas de las que podían hallarse en una pequeña ciudad. Al terminar su licenciatura de Derecho en Madrás, su padre había confiado en que se haría cargo de su despacho de abogado. Pero Murali se había sentido más atraído por la política. En Madrás había comenzado a asistir a los mítines del Partido del Congreso y siguió haciéndolo a su regreso a Kittur. Se acostumbró a llevar un gorro de estilo Nehru y puso una foto de Gandhi en su escritorio. Su padre lo advirtió. Un día se desató la confrontación y los gritos, y Murali abandonó la casa de su padre y se unió al Partido del Congreso como miembro a jornada completa. Ya sabía lo que quería hacer con su vida: había un enemigo al que derrotar. La vieja y nefasta India de las castas y los privilegios de clase, la India de los matrimonios infantiles, de las viudas maltratadas, de los subalternos explotados… había de ser derrocada. Cuando llegaron las elecciones del estado, hizo campaña con todas sus fuerzas por el candidato del Congreso, un joven de casta baja llamado Anand Kumar.
Una vez obtenida la victoria, Murali descubrió que dos de sus compañeros se apostaban todas las mañanas delante de las oficinas del partido; vio que la gente desfilaba ante ellos con cartas dirigidas al candidato vencedor y que ellos se quedaban con las cartas y con doce rupias de cada peticionario.
Cuando los amenazó con decírselo a Kumar, los dos se pusieron muy serios; se hicieron a un lado y lo invitaron a pasar.
—Entra ahora mismo a quejarte, por favor —dijeron.
Mientras entraba y llamaba a la puerta de Kumar, oyó risas a su espalda.
Murali se unió a continuación a los comunistas, porque había oído decir que eran incorruptibles. Las facciones más importantes resultaron tan corruptas como el Partido del Congreso, así que fue cambiando su afiliación de un partido comunista a otro, hasta que un día, al entrar en una oficina débilmente iluminada, distinguió la figura menuda del camarada Thimma bajo un póster gigantesco de los heroicos proletarios subiendo al cielo para derribar a los dioses del pasado. Al fin un incorruptible. En aquel entonces, su partido contaba con diecisiete militantes que llevaban a cabo programas de educación para mujeres, campañas de control de la natalidad y giras de radicalización proletaria. Con un grupo de voluntarios, recorrió las fábricas de los alrededores del Bunder, y distribuían panfletos sobre el mensaje de Marx y sobre los beneficios de la esterilización. La militancia del partido fue disminuyendo y, finalmente, se encontró trabajando solo, lo cual no representaba ninguna diferencia para él. La causa merecía la pena. Él nunca actuaba de modo estridente, como los demás comunistas; con tranquilidad y perseverancia, por el contrario, se apostaba en la cuneta y les mostraba los panfletos a los obreros, repitiendo un mensaje que pocos de ellos llegaban a tomarse a pecho: «¿No queréis saber cómo podríais vivir mejor, hermanos?».
Pensaba que también su escritura podría contribuir a la causa, aunque tenía la honradez de reconocer que quizás era sólo su vanidad lo que le inducía a pensar así. La palabra «talento» había quedado alojada en su mente y le hacía albergar esperanzas; pero cuando aún estaba preguntándose cómo podría mejorar como escritor, lo metieron en la cárcel.
La Policía fue a buscar un día al camarada Thimma. Era durante el Periodo de Emergencia.
—Hacéis bien en detenerme —había dicho Thimma—, porque yo apoyaré abierta y libremente todos los intentos de derrocar el Gobierno burgués de la India.
Murali les dijo a los policías:
—¿Por qué no me detienen a mí también?
La cárcel había representado para él una época feliz. Por las mañanas, le lavaba la ropa a Thimma y la ponía a secar. Había creído que con todo el tiempo libre de la prisión le sería más fácil concentrarse y replantear su escritura, pero no le quedaba ningún momento para escribir por su cuenta. Por las noches, Thimma le dictaba y él tomaba notas sobre su posición ante las grandes cuestiones del marxismo. La apostasía de Bernstein. El desafío de Trotski. Una justificación de Kronstadt.
Anotaba las opiniones de Thimma con toda fidelidad; al terminar, lo tapaba con una manta, dejándole sólo fuera los dedos de los pies para que les diera el aire.
Por la mañana procedía a afeitarlo mientras él bramaba frente al espejo contra la profanación del legado de Stalin cometida por Khrushchev.
Fue el periodo más feliz de su vida. Pero luego lo habían soltado.
Con un suspiro, Murali se levantó de la cama. Caminó de un lado para otro por la casa sumida en la penumbra, mirando aquel desorden de libros, las ruinosas ediciones de Gorki y Turgénev, y diciéndose a sí mismo una y otra vez: «¿Qué he obtenido, en resumidas cuentas, en mi vida? Sólo esta casa destartalada…».
Entonces vio otra vez la cara de la chica y todo su cuerpo se iluminó de esperanza y alegría. Tomó su colección de relatos y los leyó de nuevo. Con un bolígrafo rojo empezó a eliminar detalles, a realzar los motivos e impulsos de sus personajes.
Se le ocurrió una mañana, de camino a Salt Market Village.
—Me están rehuyendo. Tanto la madre como la hija.
«No —pensó luego—. Sulochana no. Es sólo la vieja la que se ha vuelto fría conmigo».
Llevaba dos meses visitándolas con pretextos diversos, sólo para ver de nuevo la cara de Sulochana, para rozar sus dedos cuando le traía su taza de té hirviendo.
Había procurado que la vieja llegara a la conclusión de que él y su hija debían casarse. Dejando caer indirectas, la idea se abriría camino por sí sola en su mente. Eso había esperado. Entonces, por pura responsabilidad social, él accedería, pese a su avanzada edad, a contraer matrimonio con ella.
Pero la vieja no había adivinado sus deseos.
—Su hija es una excelente ama de casa —le había dicho una vez, creyendo que era una insinuación bastante clara.
Cuando llegó al día siguiente, salió a recibirlo una joven desconocida. La viuda había subido de categoría, al parecer: había tomado una criada.
—¿Está la señora? —preguntó.
La joven asintió.
—¿Puedes llamarla?
Pasó un minuto. Le pareció oír voces detrás de la puerta; la criada volvió a salir.
—No —dijo.
—¿No, qué?
La joven desvió la mirada hacia la casa.
—Que no están. No.
—¿Y Sulochana está?
Ella negó con la cabeza.
Y por qué no habrían de evitarle, pensó, arrastrando el paraguas mientras volvía a la parada de autobús. Él había hecho su trabajo; ya no lo necesitaban. «Así es como actúa la gente en el mundo real», se dijo. ¿Por qué habría de sentirse dolido?
Por la noche, paseando inquieto por su lúgubre hogar, sintió que no podía sino coincidir con la vieja. Aquélla no era una morada apropiada para una chica como Sulochana. ¿Cómo iba a llevar allí a una mujer? No había pensado nunca en lo pobremente que vivía hasta que había intentado imaginarse viviendo con otra persona.
Y no obstante, al otro día volvió a tomar el autobús hasta Salt Market Village, donde la criada le dijo una vez más que no había nadie en casa.
En el trayecto de regreso, apoyó la cabeza en el respaldo y pensó: «Cuantos más desaires me hacen, más ganas tengo de arrodillarme ante esa chica y de proponerle matrimonio».
Ya en casa, intentó escribirle una carta: «Querida Sulochana: he estado tratando de hallar el modo de decírselo. Tengo tantas cosas que decirle…».
Volvió todos los días durante una semana entera y, en cada ocasión, le negaron la entrada. «No volveré más —se prometió a sí mismo la séptima noche, tal como en las seis anteriores—. De veras que no volveré. Es vergonzoso. Estoy abrumando a esta gente». Pero, a la vez, se sentía irritado con la vieja y con Sulochana por tratarlo de aquel modo.
En el autobús de vuelta, se levantó de golpe y le gritó al revisor.
—¡Para!
Acababa de recordar sin más ni más un relato que había escrito veinticinco años atrás sobre un casamentero del pueblo.
Preguntó a unos niños que jugaban a las canicas. Le dijeron que fuese a preguntar a los dueños de las tiendas. Le costó una hora y media encontrar la casa.
El casamentero, un viejo medio ciego, estaba sentado fuera fumando con un narguile; su esposa sacó otra silla para que el comunista se sentara.
Murali carraspeó e hizo sonar sus nudillos. No sabía qué decir ni qué hacer. El protagonista de su relato sólo había merodeado la casa del casamentero y luego se había ido. No había llegado tan lejos.
—Un amigo mío desea casarse con esa chica: Sulochana.
—¿La hija del tipo que…? ¿Ese…? —El viejo simuló que se ahorcaba.
Murali asintió.
—Su amigo ha llegado tarde, señor. Ella ahora tiene dinero y le han llegado cientos de proposiciones —dijo el casamentero—. Así es la vida.
—Pero…, mi amigo…, mi amigo ha puesto todos sus deseos en ella…
—¿Quién es ese amigo? —dijo el casamentero con un brillo sucio en los ojos, un destello que parecía comprenderlo todo.
Cada mañana, en cuanto terminaba sus tareas en la oficina del partido, tomaba el autobús y la esperaba en el mercado, adonde ella iba por la tarde a comprar fruta y verdura. La seguía lentamente, examinando con ojo crítico las bananas y los mangos. Durante una década le había comprado fruta al camarada Thimma. Se había convertido en un experto en muchas tareas femeninas. Su corazón daba un brinco cuando la veía escoger un mango demasiado maduro. Si el vendedor intentaba engañarla, sentía deseos de acercarse corriendo y de defenderla a gritos de su avaricia.
Por las noches, esperaba el autobús para volver a Kittur y observaba cómo vivía la gente en los pueblos. Vio a un chico pedaleando furiosamente con un bloque de hielo atado a la parte trasera de su bicicleta. Había de llegar a tiempo antes de que se fundiera el hielo. Ya se le había derretido la mitad y su única obsesión era entregar el resto antes de que fuera demasiado tarde. Vio a un hombre con unos plátanos en una bolsa de plástico, mirando inquieto alrededor: los plátanos ya tenían grandes manchas negras; tenía que venderlos antes de que se le pudrieran del todo. Aquellas personas le transmitían a Murali un mensaje: «Querer algo en la vida —decían— significa reconocer que el tiempo es limitado».
Él tenía cincuenta y cinco años.
Esa noche no tomó el autobús de vuelta. Se dirigió a pie a la casa. En lugar de llamar a la puerta, fue al patio trasero. Sulochana estaba aventando arroz; miró a su madre y entró dentro.
La criada fue a buscar una silla, pero la vieja la detuvo.
—A ver —dijo—, ¿es que quiere casarse con mi hija?
O sea, que lo había descubierto. Siempre pasaba lo mismo; haces un esfuerzo para ocultar un deseo y, de repente, resulta que está totalmente a la vista. La mayor falacia de todas: creer que puedes ocultarles a los demás lo que quieres de ellos.
Murali asintió, evitando la mirada de la vieja.
—¿Qué edad tiene? —preguntó.
—Cincuenta.
—¿Podría darle hijos a su edad?
Trató de responder. La vieja añadió:
—¿Por qué habríamos de querer que entre en nuestra familia? Mi difunto esposo me decía siempre: «Los comunistas traen problemas».
Se quedó boquiabierto. ¿Se refería al mismo esposo que tantos elogios había dedicado a los comunistas? ¿O se lo había inventado todo la vieja?
Ahora lo comprendía. El marido jamás había dicho nada de los comunistas. ¡La necesidad volvía astuta a la gente!
—Le aportaría muchas ventajas a su familia —dijo—. Soy brahmán de nacimiento; licenciado en…
—Escuche —dijo la viuda, poniéndose de pie—, haga el favor de irse y nos evitaremos problemas.
«¿Por qué no? —pensó en el autobús de vuelta—. Quizá no pueda darle hijos a mi edad, pero sí puedo hacerla feliz sin ninguna duda. Podemos leer juntos a Maupassant».
Él era un hombre instruido, un licenciado en la Universidad de Madrás. Aquélla no era forma de tratarlo. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Pensó en las obras de ficción y de poesía que conocía, pero lo que mejor expresaba sus sentimientos era la letra de la canción de una película que había escuchado en el autobús. «¿Será ésa la razón de que los proletarios vayan tanto al cine?», se dijo. Se fue al centro y sacó él mismo una entrada.
—¿Cuántas?
—Una.
El taquillero le dedicó una sonrisa burlona:
—¿Es que no tiene ningún amigo, abuelo?
Después de la película, le escribió una carta a la chica y se la envió.
A la mañana siguiente se despertó preguntándose si ella llegaría a leerla. Aun suponiendo que la recibiesen, ¿no la tiraría su madre a la basura? ¡Tendría que habérsela dado en mano!
No bastaba con un simple intento. Eso —haberlo intentado— estaba bien para Marx y para Gandhi, no para el mundo real en el cual se hallaba inmerso.
Tras considerar la cuestión una hora, escribió otra vez la carta. Esta vez le pagó tres rupias a un pilluelo para que se la entregara en mano a la chica.
—Ella sabe que vienes aquí a buscarla —le dijo el verdulero la siguiente vez que fue al mercado—. Has logrado ahuyentarla.
Sintió una punzada en el corazón. «Me está evitando». Ahora comprendía muchas otras canciones de las películas. «A eso se refieren: a la humillación de que te rehuya una chica a la que has ido a ver desde muy lejos…», se dijo.
Le dio la impresión de que todos los tenderos se reían de él.
Incluso diez años atrás —cuando tenía cuarenta— no habría sido indecoroso que se interesara por una chica como aquélla, pensaba mientras regresaba a casa. Ahora sólo era un viejo verde; se había convertido en uno de los estereotipos que había usado en muchos de sus relatos: el viejo brahmán lujurioso tratando de atrapar a una chica inocente de baja casta.
Pero aquellos tipos eran sólo caricaturas: malvados con privilegios de clase. Ahora podría darles forma mucho mejor. Al acostarse en su camastro, tomó un trozo de papel y escribió: «Algunas ideas que realmente se le pueden ocurrir a un viejo brahmán lujurioso».
«Ahora ya sé lo suficiente —pensó Murali, mirando lo que había escrito—. Por fin puedo convertirme en escritor».
A la mañana siguiente volvieron a imperar el orden y la razón. Se peinó, hizo sus ejercicios de respiración ante el espejo, caminó pausadamente por la calle, se aplicó a la tarea de limpiar la oficina del partido y de prepararle a Thimma el té.
Hacia mediodía, sin embargo, subió una vez más al autobús de Salt Market Village.
Esperó a que apareciera en el mercado y empezó a caminar tras ella, examinando las patatas y las berenjenas y echándole miraditas. Veía todo el rato a los vendedores mofándose de él. Viejo verde, viejo verde. Recordó con pesar el privilegio que los hombres tenían tradicionalmente en la India, en la India vieja y nefasta: el privilegio de casarse con una mujer más joven.
A la mañana siguiente, mientras le hervía el té a Thimma en la despensa de la oficina, todas las cosas que le rodeaban le parecieron de repente lúgubres e insoportables: los cazos y las sartenes, las cucharas mugrientas, el tarro gastado del azúcar: los rescoldos de una vida que nunca había llegado a encenderse en llamas.
«Has sido engañado», le decían todos los objetos. «Has malgastado tu vida».
Pensó en todas sus cualidades: en su educación, en su agudo ingenio, en su capacidad intelectual, en sus dotes para escribir. En su «talento», como había dicho el director de la revista de Mysore.
Todo eso, pensó mientras llevaba el té a la zona de recepción, malgastado al servicio del camarada Thimma.
El propio Thimma se había desperdiciado a sí mismo. Nunca había vuelto a casarse después la prematura muerte de su esposa. Se había entregado al objetivo de su vida: mejorar la situación del proletariado de Kittur. No era a Marx a quien había que culpar en último término, sino a Gandhi y a Nehru. De eso estaba convencido. Una generación entera de jóvenes engañada por el ejemplo de Gandhi: desperdiciando sus vidas en la tarea de crear clínicas oftalmológicas gratuitas para los pobres y de distribuir libros por las bibliotecas rurales, en lugar de seducir a todas aquellas viudas jóvenes y chicas solteras. El viejo del taparrabos los había enloquecido. Como Gandhi, uno tenía que reprimir sus apetitos. Incluso saber lo que querías ya era un pecado; y el deseo, una enajenación de fanáticos. ¡Pero mira adónde había ido a parar el país después de cuarenta años de idealismo! ¡Menudo desastre! ¡Si todos los jóvenes de su generación se hubieran convertido en unos hijos de perra, quizás aquello sería ahora como Estados Unidos!
Esa noche se obligó a sí mismo a no tomar el autobús. Se quedó en la oficina y la limpió de arriba abajo dos veces.
No, pensó mientras se agachaba bajo el fregadero para barrer por segunda vez, ¡no había sido un derroche inútil! El idealismo de jóvenes como él había transformado Kittur y los pueblos de los alrededores. La pobreza rural se había reducido, la viruela había sido erradicada, la Salud Pública había mejorado enormemente y la alfabetización se había extendido entre toda la población. Si Sulochana sabía leer era gracias a voluntarios como él, gracias a todas aquellas bibliotecas populares…
Hizo una pausa bajo el fregadero. Una voz rezongó en su interior: «Sí, muy bien, sabe leer, ¿y de qué te sirve a ti, idiota?».
Salió de aquel hueco oscuro y corrió a la zona iluminada de la recepción.
El póster cobró vida de repente. Los proletarios ascendiendo hacia el cielo para derrocar a los dioses empezaron a fundirse y a cambiar de forma. Los vio tal como eran: un ejército subalterno de sangre, semen y carne rebelándose en su interior. Una revolución del proletariado del cuerpo, tanto tiempo reprimido, pero que por fin tomaba la palabra y proclamaba: «¡Deseamos!».
Los comunistas estaban acabados. El visitante europeo lo había dicho y todos los periódicos lo repetían. En cierto sentido, los norteamericanos habían ganado. El camarada Thimma seguiría hablando y hablando, pero pronto ya no habría de qué hablar, porque Marx había enmudecido. La dialéctica se había disuelto y se había convertido en polvo. Y lo mismo Gandhi, y lo mismo Nehru. Los jóvenes conducían coches Suzuki nuevos por las calles de Kittur y en sus radios sonaba a todo volumen música pop occidental; los jóvenes tomaban cucuruchos de helado de frambuesa, llevaban relojes relucientes de metal.
Tomó un panfleto y lo arrojó contra el póster soviético, con lo que asustó a un lagarto que estaba escondido detrás.
«¿Os creéis que ya no caben los privilegios en la India? ¿Os creéis que a un licenciado en la Universidad de Madrás, a todo un brahmán, se le puede dejar tirado tan fácilmente?».
Mientras el autobús avanzaba traqueteando, Murali sujetaba con fuerza una carta del Gobierno del estado de Karnataka, según la cual estaba a punto de llegar otra remesa de dinero para la viuda del granjero Arasu Deva Gowda (siempre y cuando firmase previamente). Ocho mil rupias.
Tras pedir indicaciones, llegó a la casa del prestamista. La divisó de lejos: era la más grande del pueblo, con la fachada pintada de rosa y un pórtico con columnas. Ésa era la casa construida con el tres por ciento de interés compuesto mensual.
El prestamista, un hombre gordo de tez oscura, estaba vendiéndole grano a un grupo de granjeros; junto a él, un chico gordo de tez oscura, seguramente su hijo, hacía anotaciones en un libro. Murali se detuvo a admirar aquella estampa: el genio de la explotación en estado puro. Le vendes tu grano al granjero. Te libras así de tus existencias defectuosas. Y le das un préstamo para que pueda comprártelo. Le haces pagar el tres por ciento mensual. El treinta y seis por ciento anual. ¡No: más aún, mucho más! ¡Interés compuesto! ¡Qué diabólico, qué brillante! Y pensar que él daba por supuesto, se dijo con una sonrisa, que dominar la dialéctica era una señal de inteligencia.
Cuando Murali se le acercó, el prestamista estaba hundiendo la mano en el grano; al sacarla, su piel de color chocolate salió revestida de un polvillo amarillo, como el pico de un pájaro cubierto de polen.
Sin limpiarse, el hombre tomó la carta que le tendía Murali. Detrás, en un nicho abierto en la pared de la casa, reposaba una estatua roja gigante de Ganesha, con su vientre abultado. Había una mujer gorda, rodeada de niños gorditos, sentada en un catre de mimbre. Y desde más allá, llegaba el hedor de una criatura dedicada exclusivamente a comer y defecar: un búfalo de agua, sin duda.
—¿Sabía que el Gobierno le ha pagado a la viuda otras ocho mil rupias? —le dijo Murali—. Si todavía le queda deuda pendiente, ahora es el momento de cobrarla. Ella está en condiciones de pagar.
—¿Usted quién es? —le preguntó el prestamista con ojillos suspicaces.
Murali vaciló un instante:
—Soy el comunista de cincuenta y cinco años —dijo.
Quería que lo supieran. La vieja y Sulochana. Ahora ambas estaban en sus manos. Lo habían estado desde el día en que habían pisado su oficina.
Cuando volvió a su casa, encontró una carta del camarada Thimma debajo de la puerta. Seguramente la había dejado él mismo, porque ahora no tenía a nadie para hacer entregas.
La tiró sin mirarla. Comprendió, al hacerlo, que estaba deshaciéndose para siempre de su afiliación al Partido Comunista de la India (Marxista-Maoísta). El camarada Thimma, sin una taza de té que llevarse a la boca, seguiría soltando discursos él solo en aquella sala sombría, acusándolo de haberse sumado a los Bernstein, a los Trotski y a toda la legión de apostatas.
A medianoche continuaba despierto. Permanecía tendido mirando el ventilador del techo, cuyas aspas iban cortando la luz de las farolas de la calle y la convertían en breves destellos blancos: llovían sobre él como las primeras partículas de sabiduría que había recibido en su vida.
Contempló mucho rato el borrón reluciente de las aspas del ventilador. Luego, bruscamente, se levantó de la cama.