Bajpe, el último trecho de bosque de Kittur, fue catalogado por los padres fundadores como uno de los «pulmones» de la ciudad y, por este motivo, quedó protegido durante treinta años de la codicia de los promotores inmobiliarios. El gran bosque de Bajpe se extendía desde Kittur hasta las costas del mar de Arabia y lindaba por el lado de la ciudad con la Escuela Hindú Ganapati para chicos y con el pequeño templo adyacente de Ganesha. Junto al templo discurría Bishop Street, la única zona del barrio donde se había permitido construir. Más allá de la calle, había un gran terreno baldío y a continuación empezaba la oscura aglomeración de árboles. Cuando los habitantes del centro de la ciudad visitaban a sus parientes de Bishop Street, solían encontrárselos en sus terrazas o balcones, disfrutando de la brisa fresca que soplaba al atardecer desde el bosque. Los invitados y sus anfitriones veían garzas, águilas y pájaros martín pescador sobrevolando de aquí para allá las copas de los árboles, como ideas circulando en torno a un inmenso cerebro. El sol, que ya se había ocultado detrás del bosque, iluminaba de naranja y ocre los intersticios de la espesura como si atisbara a hurtadillas entre los árboles, y los espectadores tenían la vívida impresión de que ellos, a su vez, eran observados también. En tales momentos, los invitados del centro de la ciudad solían decir que los habitantes de Bajpe eran los más afortunados de la Tierra. Al mismo tiempo, se daba por supuesto que si alguien construía su casa en Bishop Street era porque tenía algún motivo para querer vivir tan lejos de la civilización.
Giridhar Rao y Kamini, la pareja sin hijos de Bishop Street, constituían uno de los tesoros ocultos de Kittur, según todos sus amigos. ¿No eran una maravilla?, decían. En la parte más alejada de Bajpe, en el lindero mismo del bosque, aquella pareja estéril mantenía vivo un arte en vías de extinción: el de la hospitalidad brahmán.
Era jueves por la noche y unos cuantos miembros del círculo íntimo de los Rao se dirigían, entre el lodo y la nieve medio derretida de Bishop Street, a su velada semanal. Encabezaba el grupo, caminando a grandes pasos, el señor Anantha Murthy, el filósofo. Detrás iba la señora Shirthadi, la esposa del director de la Compañía de Seguros de Vida de la India. Luego la señora Pai, el señor Bhat y, finalmente, la señora Aithal, siempre la última en bajarse de su Ambassador verde.
La casa de los Rao quedaba al final de la calle, a unos metros de los árboles. Y por hallarse tan cerca del bosque, tenía todo el aspecto de un fugitivo del mundo civilizado, dispuesto a desaparecer en la espesura en cualquier momento.
—¿Lo han oído?
El señor Anantha Murthy se dio media vuelta y, alzando las cejas, se llevó una mano al oído.
Soplaba un viento fresco procedente del bosque. El grupo de «íntimos» hizo un alto, tratando de escuchar.
—¡Creo que hay un pájaro carpintero entre los árboles!
Una voz irritada bramó desde arriba:
—¿Por qué no suben primero y escuchamos luego al pájaro carpintero? ¡La comida ha requerido muchos preparativos y ya está empezando a enfriarse!
Era el señor Rao, asomado al balcón de su casa.
—Bueno, bueno —rezongó Anantha Murthy, sorteando con cuidado los charcos embarrados—. Pero no se oye todos los días un pájaro carpintero. —Se volvió hacia la señora Shirthadi—. Tenemos tendencia a olvidar todas las cosas importantes cuando vivimos en ciudades, ¿no cree, señora?
Ella respondió con un gruñido. Estaba procurando no mancharse de lodo el sari.
El filósofo entró en el portal, seguido de los demás «íntimos». Cuando terminaron de limpiarse los zapatos y las sandalias en el felpudo de fibra de coco, se encontraron a la vieja Sharadha Bhatt, que los escrutaba con los ojos entornados. Ella era la dueña de la casa. Viuda y con un solo hijo que vivía en Bombay, tenía un lejano parentesco con los Rao. Se suponía que si éstos se habían quedado a vivir en el exiguo apartamento de arriba, tan alejado del centro de la ciudad, había sido en parte para cuidar de la señora Bhatt. Un halo de profunda religiosidad rodeaba a la vieja dama. La voz monótona de M. S. Subbalakshmi cantando el Suprabhatam sonaba en un pequeño magnetófono negro que había en la habitación. Sentada con las piernas flexionadas sobre una cama de madera, la mujer se golpeaba los muslos alternativamente con la palma y el dorso de la mano izquierda, siguiendo el ritmo de la música sagrada.
Algunos de los visitantes recordaban a su marido, un célebre profesor de música carnática que había actuado en All India Radio, y le presentaron sus respetos inclinando educadamente la cabeza.
Cumplidas sus obligaciones con la anciana, se apresuraron a subir por las amplias escaleras al alojamiento de los Rao. La pareja ocupaba un espacio tremendamente pequeño. La mitad del apartamento consistía en una sencilla sala de estar, atestada de sillas y sofás. Había un sitial en un rincón, apoyado contra la pared, cuyo mástil se había deslizado hasta formar un ángulo de 45 grados.
—¡Ah! ¡Nuestros «íntimos» de nuevo!
Giridhar Rao tenía un aire pulcro, modesto y sin pretensiones. Podías deducir a simple vista que trabajaba en un banco. Desde que lo habían trasladado desde Udupi, su pueblo natal, llevaba casi una década ocupando el puesto de subdirector en la sucursal del Corporation Bank que había en el Pozo de Agua Fresca. (Los «íntimos» sabían que el señor Rao podría haber llegado mucho más alto si no se hubiera negado repetidamente a que lo trasladaran a Bombay). Tenía el pelo ondulado, aunque se lo alisaba con aceite de coco y se hacía la raya al lado. Lucía unos grandes bigotes —la única anomalía de su recatada apariencia— con las puntas pulcramente curvadas hacia arriba. Llevaba una camisa de manga corta y la camiseta se le dibujaba bajo la seda oscura como un esqueleto visto a rayos X.
—¿Cómo está usted, Kamini? —dijo Anantha Murthy mirando hacia la cocina.
Los muebles de la sala de estar constituían una mezcla abigarrada: unos sillones metálicos verdes que habían desechado en el banco, un viejo sofá con varios rotos y tres sillas de mimbre deshilachado. Los «íntimos» se acomodaron en sus asientos favoritos y la conversación arrancó de modo titubeante. Tal vez percibían, una vez más, que constituían una galería de personajes tan variopinta como el mobiliario. No había vínculos familiares entre ellos. De día, Anantha Murthy trabajaba como auditor de cuentas para los ricos de Kittur; de noche, se convertía en un filósofo comprometido de la escuela Advaita. Había encontrado en el señor Rao a un oyente bien dispuesto (aunque más bien silencioso) de sus teorías sobra la vida hindú y de ahí que hubiera entrado a formar parte del círculo. La señora Shirthadi, que normalmente iba sin su marido, siempre demasiado ocupado, se había educado en Madrás y había adoptado muchos puntos de vista «liberales». Su inglés era impecable; resultaba una maravilla escucharlo. El señor Rao le había pedido unos años atrás que diera una charla sobre Dickens en el banco. La señora Aithal y su marido habían conocido a Kamini en un concierto de violín celebrado el pasado mes de mayo. Las dos procedían de Vizag.
Los «íntimos» sabían que los Rao los habían escogido por su distinción, por su refinamiento. Eran conscientes de que asumían cierta responsabilidad al ingresar en aquel altillo diminuto y exclusivo. Ciertos temas eran tabú. Dentro del amplio círculo de temas aceptables —noticias internacionales, filosofía, política bancaria, la incesante expansión de Kittur, las lluvias del año en curso—, los «íntimos» habían aprendido a divagar con toda libertad. La brisa del bosque entraba por un balcón y un aparato de radio colocado en precario equilibrio en el borde del antepecho emitía el parloteo constante del servicio nocturno de noticias de la BBC.
La aparición tardía de la señora Karwar, que enseñaba literatura victoriana en la universidad, sumió el apartamento en el caos. Su hija Lalitha, una vivaz criatura de cinco años, subió las escaleras dando alaridos.
—Mira, Kamini —gritó el señor Rao hacia la cocina—, ¡la señora Karwar ha conseguido pasar de contrabando a tu amor secreto!
Kamini se apresuró a salir de la cocina. De tez clara y buena figura, la señora Rao era casi una belleza. (Tenía la frente abombada y el pelo algo ralo por delante). Era famosa por sus ojos «achinados»: dos estrechas ranuras medio entornadas bajo la curva de unos párpados pesados: como dos capullos de loto prematuramente abiertos. El pelo —por algo tenía fama de mujer «moderna»— lo llevaba corto, al estilo occidental. Las mujeres admiraban sus caderas, que, al no haberse ensanchado por la maternidad, todavía ostentaban una silueta adolescente.
Kamini corrió hacia Lalitha, la alzó en brazos y la besó varias veces.
—Mira, vamos a esperar a que mi marido se dé la vuelta y entonces subiremos a mi ciclomotor y nos fugaremos, ¿sí? Dejaremos a ese hombre malvado y huiremos a la casa de mi hermana en Bombay, ¿de acuerdo?
Giridhar Rao puso los brazos en jarras y le lanzó una mirada feroz a la niña, que no paraba de reír.
—¿Estás planeando robarme a mi esposa? ¿De verdad eres su «amor secreto»?
—Tú sigue escuchando la BBC —le espetó Kamini, llevándose a Lalitha de la mano hacia la cocina.
Los «íntimos» advertían con qué placer se entregaba el matrimonio a aquella pantomima. A los Rao, ciertamente, no les faltaba destreza para mantener divertido a un niño.
Las voces de la BBC seguían sonando afuera: una ensalada de palabras a la que recurrían los «íntimos» cuando la conversación decaía. El señor Anantha Murthy rompió un largo silencio afirmando que la situación en Afganistán se estaba descontrolando. El día menos pensado los soviéticos aparecerían en masa en la frontera de Cachemira con sus banderas rojas. Entonces el país se arrepentiría de haber despreciado en 1948 la ocasión de aliarse con los norteamericanos.
—¿No le parece, señor Rao?
Su anfitrión nunca tenía nada que añadir, salvo una sonrisa amistosa. Pero al señor Murthy no le importaba. Admitía que Rao era un «hombre de pocas palabras», pero lo consideraba igualmente un tipo «profundo». Siempre que quisieras comprobar algún pequeño detalle de la historia mundial —como, por ejemplo, quién fue el presidente norteamericano que lanzó la bomba de Hiroshima (no Roosevelt, sino el hombrecillo de las gafas redondas)— podías recurrir a Giridhar Rao. Lo sabía todo, pero no decía nada. Ese tipo de persona.
—¿Cómo consigue mantener la calma, señor Rao, pese a todo el caos y las matanzas que la BBC le cuenta continuamente? ¿Cuál es su secreto? —le preguntó la señora Shirthadi, como había hecho ya otras veces.
El subdirector del banco sonrió.
—Cuando me hace falta tranquilidad, señora, me voy a mi playa privada.
—¿No será usted un millonario secreto? —dijo ella—. ¿Qué playa privada es esa de la que siempre habla?
—Oh, nada. —Señaló a lo lejos—. Sólo un pequeño lago rodeado de grava. Un paraje muy relajante.
—¿Y cómo es que no nos han invitado a ese lugar? —dijo el señor Murthy.
Todos tomaron asiento. La señora Rao entró triunfalmente en la sala llevando una bandeja de plástico de múltiples compartimentos con los primeros manjares de la noche: nueces secas (que parecían cerebros diminutos), higos jugosos, pasas sultanas, almendras picadas, rodajas de piña desecada…
Antes de que los invitados se hubieran recuperado del primer asalto, se anunció el siguiente:
—¡La cena está servida!
Entraron en el comedor: la otra habitación de todo el apartamento (comunicada con una cocinita habilitada en un rincón). En el centro, había una cama enorme cubierta de almohadones. No podías simular que no veías aquel lecho conyugal. Estaba expuesto allí en medio con todo descaro. Había una mesa pequeña pegada a la cama y tres de los invitados se sentaron sobre ella titubeando. Su desconcierto se disipó casi de inmediato. La informalidad de sus anfitriones y la mullida consistencia de la colcha y los almohadones les permitió relajarse y sentirse a sus anchas. Entonces empezó a desfilar la cena desde la cocina de Kamini. Los platos de sopa de tomate, idli y dosas salían uno tras otro de aquella fábrica de exquisiteces culinarias.
—Este tipo de platos dejarían boquiabiertos incluso a los sibaritas de Bombay —dijo el señor Anantha Murthy, cuando llegó a la mesa el plato principal: mullidos rotis del norte de la India, rellenos de chile en polvo.
Kamini le dirigió una sonrisa radiante, pero protestó. Estaba totalmente equivocado; ella tenía muchos defectos. Como cocinera y como ama de casa.
Al levantarse, los invitados advirtieron que habían dejado con su trasero unas marcas anchas y profundas en la cama, como las huellas de un elefante en el lodo. Giridhar Rao desestimó sus disculpas con un gesto:
—Nuestros invitados son dioses para nosotros: no hacen nada mal. Ésta es la filosofía de esta casa.
Pasaron a lavarse al baño, uno tras otro (el agua salía de un tubo de goma verde retorcido en un bucle alrededor del grifo). Luego regresaron a la sala de estar para disfrutar del momento cumbre de la cena: el kheer de almendras.
Kamini trajo aquel postre en unos vasos enormes. El batido, que se servía frío o caliente, según las preferencias de cada invitado, estaba tan lleno de almendras que los invitados se quejaban de que tendrían que «masticarlo»… Al mirar sus vasos de cerca, se quedaron todavía más maravillados: entre las almendras flotaban hebras relucientes de auténtico azafrán.
Abandonaron el apartamento en silencio, procurando no perturbar el sueño de Sharadha Bhatt, tal como les había pedido el señor Rao. (La vieja dama se revolvió nerviosa en su lecho cuando salieron; el zumbido de la música religiosa seguía sonando en segundo plano).
—¡Vuelvan la semana que viene! —les había dicho el señor Rao desde la terraza—. ¡Es la semana del Satya Narayana Pooja! Yo me encargaré de que Kamini se esmere un poco más con la cocina, ¡no como esta noche tan desastrosa! ¿Lo has oído, Kamini? —había gritado volviéndose hacia el interior—. ¡Será mejor que te salga bien la comida la próxima vez, o te ganarás el divorcio!
Se había oído una risa y un grito agudo en el interior.
—¡Serás tú el que se gane el divorcio como no te calles!
En cuanto estuvieron a distancia prudencial, los «íntimos» empezaron a cotorrear.
¡Menuda pareja! ¡El marido y la mujer venían a ser la noche y el día! Él era «insulso»; ella, «salerosa». Él era «conservador»; ella, «moderna». Ella era «rápida»; él, «profundo».
Mientras caminaban con cuidado por la calle embarrada, se pusieron a hablar del tema prohibido con toda la excitación y el entusiasmo de quienes lo abordaban por primera vez.
—Es evidente —comentó una de las mujeres, la señora Aithal o la señora Shirthadi—: La culpa es de Kamini. Ella se negó a someterse a la «operación». No es de extrañar que esté atormentada por la culpa. ¿No ven cómo se lanza sobre cualquier niño con una explosión de cariño maternal frustrado? ¿No ven cómo los cubre de besos, de zalamerías y golosinas? ¿Qué otra cosa significa eso, sino sentimiento de culpa?
—¿Y por qué se negó a someterse a la operación? —preguntó Anantha Murthy.
Pura obstinación. Las mujeres estaban convencidas de ello. Kamini, sencillamente, se negaba a admitir que la culpa fuera suya. Su testarudez procedía en parte de sus orígenes privilegiados, sin duda. Era la menor de cuatro hermanas, todas de tez clara como la leche; las hijas mimadas de un célebre cirujano ocular de Shimoga. ¡No era difícil figurarse cómo debían haberla consentido desde niña! Las otras hermanas se habían casado muy bien —un abogado, un arquitecto y un cirujano— y vivían todas en Bombay. Giridhar Rao era el más modesto de los cuñados. Kamini no era, de eso podían estar seguros, el tipo de mujer capaz de perdonárselo. ¿No habían visto con qué aire desafiante se paseaba por la ciudad con su ciclomotor Honda, como si ella fuera el dueño y señor de su hogar?
Anantha Murthy planteó diversas objeciones. ¿Por qué se mostraban las mujeres tan suspicaces con el estilo «deportivo» de Kamini? ¡Mira que era raro encontrar a una mujer librepensadora como ella! La culpa era del marido, no cabía duda. ¿No habían visto cómo rechazaba un ascenso tras otro, sólo porque ello implicaría su traslado a Bombay? ¿Eso no les decía nada? Era un hombre apático.
—Si al menos mostrara, no sé…, algo más de «iniciativa»…, la falta de hijos podría resolverse fácilmente —dijo el señor Murthy, meneando su monda cabeza con aire filosófico.
Incluso afirmó que le había dado al señor Rao el nombre de varios médicos de Bombay que podían solventar su falta de «iniciativa».
La señora Aithal saltó indignada. ¡El señor Rao tenía «agallas» de sobra! ¿Acaso no lucía un tupido vello facial? ¿No iba cada mañana al banco montado en una Yamaha roja, inequívocamente masculina?
Las mujeres disfrutaban idealizando al señor Rao. La señora Shirthadi logró irritar a Anantha Murthy sugiriendo que el modesto subdirector de banco era secretamente «un filósofo». Una vez lo había sorprendido leyendo la columna de «asuntos religiosos» de la última página de The Hindu. Él pareció avergonzarse y eludió sus preguntas con chistes y juegos de palabras. Pero, aun así, ella se había llevado la impresión de que detrás de todas esas bromas había un temperamento innegablemente «filosófico».
—¿Cómo puede explicarse, si no, que esté siempre tan tranquilo, a pesar de no tener hijos? —dijo la señora Aithal.
—Algún secreto tiene, estoy seguro —sugirió el señor Murthy.
La señora Karwar tosió.
—A veces me temo que ella esté pensando en divorciarse de él —dijo, y todos adoptaron un aire preocupado. La esposa, sin la menor duda, era lo bastante «moderna» como para intentar una cosa semejante…
Ya habían llegado a los coches, sin embargo, y el grupo se dispersó de inmediato. Subieron a sus respectivos vehículos y se alejaron uno tras otro.
Esa misma semana, los Rao fueron vistos mientras rodeaban la rotonda del Pozo de Agua Fresca en la Yamaha roja. Kamini iba sentada detrás, abrazando estrechamente a su marido, y a los observadores les sorprendió ver que los dos parecían en aquel momento una pareja de verdad.
Al otro jueves, cuando los «íntimos» volvieron a la residencia de los Rao, se encontraron con que acudía a abrirles la puerta Sharadha Bhatt en persona. La vieja dama llevaba el pelo desaliñado y les lanzó una mirada hosca.
—Tiene problemas con su hijo Jimmy, el arquitecto que vive en Bombay —les susurró Kamini, mientras los acompañaba por la escalera—. Le ha preguntado otra vez si podría irse a vivir con él, pero su esposa no quiere.
Como aquella noche se anunciaba una comida extraordinaria, el señor Shirthadi había hecho una de sus raras apariciones en compañía de su esposa. Y al oír aquella confidencia se puso a perorar enérgicamente contra la ingratitud de los hijos actuales y afirmó que a veces deseaba no haber tenido ninguno. La señora Shirthadi lo escuchó nerviosa. Su marido casi acababa de cruzar la frontera de los asuntos intocables.
En ese momento llegó la señora Karwar con Lalitha y se repitieron los gritos y las zalamerías de siempre entre Kamini y su «amor secreto».
Después del sorbete, Anantha Murthy le pidió al señor Rao que le confirmase un rumor: ¿era cierto que había rechazado otra oferta para que lo destinaran a Bombay?
El señor Rao asintió.
—¿Por qué no quiere aceptar, Giridhar Rao? —preguntó la señora Shirthadi—. ¿No quiere ascender en el banco?
—Ya estoy contento aquí, señora —le respondió—. Tengo mi playa privada, mis veladas con la BBC… ¿Qué más podría uno desear?
—Es usted un perfecto hindú, Giridhar —le dijo el señor Murthy, que empezaba a aguardar la cena con impaciencia—, lo cual equivale a decir que está satisfecho casi por completo con su destino en la Tierra.
—¿Seguirías tan contento si me fugara con Lalitha? —gritó Kamini desde la cocina.
—Querida, cuando te fugues me sentiré del todo satisfecho —le espetó su marido.
Ella soltó un alarido, fingiendo indignación, y los «íntimos» estallaron en aplausos.
—Bueno, y ¿qué hay de esa playa privada de la que no para de hablar, señor Rao? ¿Cuándo vamos a conocerla? —preguntó la señora Shirthadi.
Antes de que pudiera responder, Kamini salió corriendo de la cocina y se asomó por la barandilla de la escalera.
Se oyó una respiración jadeante y apareció el rostro de Sharadha Bhatt, que iba subiendo los escalones de uno en uno.
—¿La ayudo a subir? —dijo Kamini—. ¿Necesita algo?
La anciana meneó la cabeza. Casi sin aliento, subió los últimos peldaños y se derrumbó en la silla más cercana.
La conversación se interrumpió. Era la primera vez que aquella mujer se sumaba a la cena semanal.
Al cabo de unos minutos, sin embargo, los comensales se desentendieron de ella.
Anantha Murthy dio unos aplausos cuando Kamini reapareció con la bandeja de aperitivos.
—¿Y qué es eso que me dicen de que se ha puesto a practicar la natación?
—¿Qué pasa? —replicó ella con una mano en la cintura—. ¿Qué tiene de malo?
—Espero que no vaya a lucir un bikini, al estilo occidental.
—¿Por qué no? Si lo hacen en Estados Unidos, ¿por qué no podemos nosotros? ¿O vamos a ser menos que ellos?
Lalitha empezó a reírse como una loca cuando Kamini anunció que tenía pensado comprar unos trajes de baño escandalosos para ella y para la niña.
—Y si a Giridhar Rao no le gusta, nos fugaremos las dos y viviremos juntas en Bombay, ¿verdad?
Giridhar Rao miró nervioso a la anciana, que tenía la vista fija en el suelo.
—¿No la estará molestando toda esta charla «moderna», verdad, señora Sharadha?
La vieja dama respiraba ruidosamente. Flexionó los dedos de los pies y se los miró.
Anantha Murthy aventuró una comparación entre el barfi que Kamini había puesto en el aperitivo y el que servían en el mejor café de Bombay.
Entonces la anciana habló con voz ronca:
—Está recogido en la Escrituras… —Hizo una pausa prolongada. La habitación quedó en completo silencio—. Que un hombre…, un hombre sin hijos no puede aspirar a cruzar las puertas del Cielo. —Resopló—. Y si un hombre no entra en el Cielo, tampoco puede entrar su esposa. Pero aquí estáis vosotros hablando de bikinis y otras naderías, ¡y retozando con personas «modernas» en lugar de rezarle a Dios para que perdone vuestros pecados!
Jadeó ruidosamente un momento; luego se puso de pie y bajó renqueando las escaleras.
Cuando los «íntimos» se marchaban —la velada fue más breve que de ordinario—, encontraron a la vieja dama en el exterior de la casa. Estaba sentada sobre una maleta rebosante de vestidos y vociferaba hacia los árboles.
—¡Yama Deva, ven a buscarme! Ahora que mi hijo se ha olvidado de su madre, ¿qué me queda para seguir viviendo?
Mientras invocaba así al Señor de la Muerte, se golpeaba la frente con los puños, haciendo tintinear sus pulseras.
Cuando notó en el hombro la mano de Giridhar Rao, la anciana se deshizo en lágrimas.
Los «íntimos» vieron que él les indicaba con un gesto que se marcharan. La mujer había agotado ya todos sus recursos histriónicos. Hundió la cabeza en el pecho de Kamini y se puso a sollozar convulsivamente.
—Perdóname, madrecita… Los dioses nos han dado a cada una nuestro propio castigo. A ti te dieron un útero de piedra; a mí, un hijo con un corazón de hielo en el pecho.
Después de meterla en la cama entre los dos, el señor Rao dejó que su esposa subiera primero las escaleras. Cuando se reunió con ella, estaba tendida en la cama, dándole la espalda.
Salió al balcón y apagó la radio. Kamini no dijo nada mientras recogía su casco y bajaba de nuevo. La patada con la que arrancó la moto rasgó el silencio de Bishop Street.
Al cabo de unos minutos ya rodaba por la carretera que cruzaba el bosque hacia el mar. A ambos lados de la moto, lanzada a toda velocidad, se erizaban contra el cielo azul oscuro las siluetas apretadas de los cocoteros. La luna, suspendida a escasa altura sobre los árboles, parecía que hubiera sido partida con un hacha. Despojada del borde superior derecho, brillaba en el cielo como una ilustración escolar de la idea de «dos tercios». Al cabo de quince minutos, la Yamaha salió bruscamente de la carretera y se internó rugiendo por una pista embarrada de guijarros. Luego el motor enmudeció.
Allí, en mitad del bosque, se abría un pequeño lago: un reducido círculo de agua. Giridhar Rao se bajó de la moto y dejó el casco en el asiento. Los pescadores habían despejado la orilla alrededor del lago, que al otro lado también estaba rodeado de cocoteros. A aquella hora debían haber dejado redes por todas partes, pero no se veía un alma. Una garza que caminaba por el agua poco profunda de la orilla era el único ser vivo a la vista. Giridhar se había tropezado con el lago años atrás, mientras recorría el bosque de noche. No comprendía cómo no iba nadie por allí; pero las ciudades pequeñas son así: abundan en tesoros ocultos. Caminó junto al lago unos minutos y luego se sentó en una roca.
La brillante superficie del agua, atravesada por negras ondulaciones, parecía formada por una serie de capas de cristal líquido encabalgadas unas sobre otras.
La garza agitó sus alas y echó a volar. Ahora estaba solo. Se puso a tararear una melodía de su época de soltero en Bangalore. Un enorme bostezo expandió su rostro. Alzó la vista. Entre los jirones de una nube gris asomaban tres estrellas; junto con los dos tercios de luna, componían un cuadrilátero. El señor Rao admiró la estructura del cielo nocturno. Le complacía pensar que los elementos que conforman nuestro mundo no estaban dispuestos al azar. Había algo detrás: un orden.
Bostezó otra vez y se acomodó sobre la roca, y estiró las piernas. Su paz se había truncado. Había empezado a lloviznar. No estaba seguro de si había atrancado las ventanas junto a la cama; la lluvia quizá le salpicase en la cara a su esposa.
Dejando atrás su playa privada, corrió hacia la moto, se puso el casco y arrancó.
Una mañana de 1987 toda Bishop Street se despertó con el sordo chasquido de las hachas que golpeaban los troncos de los árboles. Al cabo de unos días, zumbaban también sierras mecánicas y las excavadoras arrancaban enormes porciones de tierra negra. Ése fue el final del gran bosque de Bajpe. Lo que veían en su lugar los residentes de Bishop Street era un socavón gigantesco lleno de grúas y camiones, e infestado por un ejército de obreros inmigrantes despechugados que cargaban sobre la cabeza montones de ladrillos y sacos de cemento, como hormigas que arrastraran granos de arroz. Un cartel descomunal en canarés e hindi proclamaba que aquél iba a ser el emplazamiento del «Estadio de deportes Sardar Patel. El Hombre de Hierro de la India. Un sueño hecho realidad para Kittur». El estruendo era incesante; el polvo ascendía del socavón en espiral como el vapor de un géiser. Los no residentes que visitaban Bajpe de nuevo tenían la impresión de que la temperatura del barrio había ascendido seis grados.